17 de mayo de 1485

 

 

Los acontecimientos llegaron.

Los reyes pidieron cincuenta de sus hombres a cambio de  entregar con vida a Said Hamed.

—Debemos aceptar; son órdenes de Hassan-Alí —exponía Al-Zagal a Shahim y a  sus consejeros reunidos de nuevo en aquel salón de audiencias.

—Mostraremos demasiada debilidad, príncipe —espetó Shahim—. Son demasiados hombres.

—¿Qué más da cincuenta hombres que cien? Esa prisión está atestada y poca o ninguna información hemos sacado de las sesiones de tortura —intervino uno de los consejeros.

—Y las órdenes de Hassan-Alí son claras —terció sumiso Al-Zagal—. Debemos aceptar. Para nosotros Said Hamed valdrá más para futuras batallas que cincuenta de sus maltrechos hombres.

—Príncipe, no sabemos en qué condiciones estará Said Hamed. Puede estar vivo pero incapacitado para el combate.

—Merece la pena rescatarle; aceptaremos esa oferta antes de que sea tarde. Hacédselo saber a los reyes.

Sin el convencimiento de Shahim, pero con el beneplácito de los demás consejeros, los dos frentes pactaron los términos para poner en marcha aquel intercambio de prisioneros lo antes posible. Ambos bandos temían por las vidas de sus hombres mientras estuvieran en manos enemigas. Finalmente, fijaron el momento para el atardecer del día diecinueve.

Said Hamed estaba desfigurado y algo magullado, pero sin heridas recientes. Vestía su habitual atuendo militar, aunque dicha vestimenta presentaba varias roturas y ni que decir tiene que carecía de turbante.  Permanecía atado con las manos a la espalda justo detrás del Marqués de Cádiz, que quiso supervisar el intercambio en persona.

El estado de los prisioneros cristianos era bastante peor. Todos presentaban un aspecto esquelético, y podían apreciarse numerosas heridas aún sangrantes, quemaduras, marcas de látigo, golpes... Casi todos estaban algo aturdidos y no sabían a dónde les dirigían, por lo que algunos rezaban mientras iban caminando encadenados por parejas. Sin embargo otros estaban totalmente conscientes y nada más salir de palacio, ya imaginaron que iban a ser usados como moneda de cambio por algún otro reo musulmán o como muestra de buena voluntad, previa a una posible rendición de la ciudad.

En cualquier caso veían cerca su ansiada libertad.

Se abrieron las puertas de la cuidad y salió de ella un legado menor, pues Shahim no quiso participar en el asunto. Indicó al marqués que soltara a Said Hamed como habían acordado. Este comenzó a andar hacia el terreno de nadie mientras de Arunda iban saliendo los cristianos de dos en dos. Todos se iban cruzando con el moro y se preguntaban quién sería para ser intercambiado por cincuenta de sus cabezas. Cuando Said Hamed estuvo a salvo aún quedaban veinte cristianos en poder de los moros, que, sin ningún inconveniente cumplieron lo pactado y liberaron al resto de sus prisioneros.

Antes de que fuese noche cerrada, aquellos deshechos ex prisioneros cristianos, ya habían contado al Marqués de Cádiz y a los reyes la increíble historia que les había relatado el médico cristiano que pasó con ellos varios días encerrado.

Si aquello era cierto,  la Arunda musulmana tenía los días contados.

 

 

* * *

 

En palacio, nadie reparó en las desastrosas consecuencias que tendría el fugaz encierro del cristiano. Se dio la bienvenida a Said Hamed, que relató su cautiverio y cómo había perdido un ojo durante sus interrogatorios. Se negó a ser siquiera examinado por el cristiano, exigiendo que todas sus atenciones fuesen dispensadas por doctores versados en la ciencia musulmana. Incluso vio con malos ojos la amistad de Al-Zagal con aquel cristiano disfrazado de musulmán, exigiendo que este último no estuviese presente en ningún tipo de acto público o reunión, a lo que Al-Zagal se negó explicando:

—Sigo siendo la máxima autoridad en esta ciudad, Said Hamed, yo diré quién entra o quién sale de este palacio.

—Sabéis bien que Hassan-Alí no aprobaría vuestra actitud, príncipe.

—El cristiano no hace daño a nadie. Nos ha ofrecido sus servicios y ha sido de utilidad; se ha ganado el derecho a circular libremente por palacio.

—No podemos confiar en ninguno de ellos, pretenden aniquilarnos y echarnos de nuestra tierra y vos le ofrecéis amistad y cobijo como si no hubiese una guerra  a las mismas puertas de esta ciudad.

—Este cristiano no ha aniquilado a nadie. Al contrario, ha salvado vidas en palacio.

—Hassan-Alí será informado de tu actitud, príncipe.

—Espero que le informéis en persona lo antes posible, Said Hamed.

Aquella noche, mientras Shahim daba a Al-Zagal el último parte de aquella detenida guerra, hablaron de Said Hamed.

—No debimos traerle, príncipe, ha fracasado en su misión y me temo que Hassan-Alí sólo le quiere para aplicarle su castigo. Él lo sabe y está deshecho por ello.

—Si vuelve a menospreciar mi autoridad le confinaré en sus habitaciones hasta que esté lo suficientemente recuperado como para llegar a Granada. No toleraré su insubordinación.

En ese momento accedió Batista a la estancia. Venía vestido con una túnica árabe verdosa, afeitado y maquillado. En los días anteriores había estado largas horas en los jardines, ojeando algún libro de la biblioteca del príncipe o hablando de cualquier tema y se le había pegado el sol, por lo que su tez lucía morena. Lo que sumado al hinchazón que aun presentaba su nariz y sus ropajes, le conferían un aspecto totalmente árabe. Al-Zagal se levantó e invitó a los dos hombres a pasear por la ciudad a la luz de la luna.

El cristiano y los dos moros ascendieron por la fuerte pendiente que separaba el palacio de las caballerizas de Al-Zagal. Desde allí llegaron a la plaza al pie del barranco donde se congregaba el ganado que daba sustento a la ciudad, y desde la que se veía parte del campamento cristiano. En él podía observarse, a pesar de la distancia, a los ajetreados hombres del rey en continuo movimiento de aquí para allá enredados en cualquier trivialidad, puesto que las hostilidades habían cesado momentáneamente.

En la plaza aún quedaban numerosísimas cabezas de ganado perfectamente alimentadas, que garantizaban el alimento durante meses. Además, los depósitos de grano también presentaban suficientes existencias. La única diferencia en cuanto a su anterior visita a aquella plaza era la fuente central que presidía el conjunto arquitectónico. No manaba agua, debido quizá a que en ese momento se descansaba en la gruta.

Dejaron atrás la plaza, y se encaminaron de nuevo por estrechos callejones hasta salir a la segunda en importancia de las tres mezquitas de la ciudad y aquella que tenía el minarete más alto. Estaba ubicada en una plaza circular de bellísima factura, construida en piedra y tallada en su mayoría de forma excepcional. Mientras andaban, Al-Zagal iba contando a Batista la historia de cada recoveco de la ciudad, sus hazañas y leyendas.

Llegaron a la tercera mezquita, que tenía a su derecha una explanada con otra inmejorable vista de aquel cañón que hacia inexpugnable la ciudad. Desde este punto orientado al suroeste, podía divisarse casi todo el campamento de la doble muralla, con sus numerosas hogueras y que continuaba con aquella incesante actividad, a pesar de estar bien entrada la noche.

Al fin empezaron a bajar otra pendiente escalonada y una de aquellas estrechas calles, que al abrigo del viento les llevó a la plaza interior de la puerta de Almocábar. En su muralla, al menos veinte hombres custodiaban la entrada además de otro retén de más de cien que estaba alojado en las casa de alrededor, puesto que había sido aquel punto el más castigado últimamente por el ejército cristiano.

Los tres visitantes subieron a la fortificada muralla, desde la que de nuevo podía observarse la gran actividad de cristiana, pero esta vez muy de cerca, pues apenas distaban dos mil pies entre ambas fortificaciones. Shahim, al darse cuenta de la movilización que habían podido observar desde varios puntos de la ciudad, en todo el campamento cristiano anunció:

—Debemos volver a palacio; esta noche seremos atacados.

Los tres hombres, sin dudar ni tan siquiera del análisis de Shahim, se encaminaron de nuevo escaleras arriba hacia un lugar más seguro. Tras tomar un refrigerio juntos, Al-Zagal y el cristiano volvieron a la habitación del musulmán, donde pensaban seguir conversando. Mientras, Shahim reunía a sus mandos para prevenir aquel posible ataque. Se reforzó la vigilancia en todo el perímetro amurallado y especialmente en la muralla de la puerta de Almocábar, donde fueron dispuestos más de cincuenta hombres, además de los residentes en las zonas colindantes.