Capítulo 5
LA CAÍDA DE ARUNDA
3 de abril de 1485
Había nevado profusamente en Arunda a pesar de la incipiente llegada de la primavera. Tanto en la ciudadela como en la doble muralla, los hombres procuraban aumentar su actividad para hacer frente al frío.
Al-Zagal había conseguido enviar varios correos a Hassan-Alí de forma inexplicable para los reyes y para don Gonzalo, que pensaban que la incomunicación era total, y comenzaron a sospechar que los moros habían sobornado a algún miembro de su ejército para conseguir enviar aquel correo, atravesando el cerco de la doble muralla. En cualquier caso, la respuesta de Hassan-Alí tendría que ser inequívocamente desoladora para los sitiados, puesto que apenas contaba con veinte mil hombres para defender al resto del Al-Andalus del ejército cristiano. Arunda debería seguir defendiéndose por su propios medios. Ya habían caído demasiados hombres allí.
El Gran Capitán, tras pedir más fondos a Marraz, mandó emisarios por toda Castilla para comprar plomo para fundir y con el que fabricar más proyectiles de artillería. Los intentos cristianos por recoger todos los que habían quedado esparcidos en terreno de nadie fueron recibidos por una lluvia de flechas, piedras e incluso agua hirviendo desde las murallas de la ciudad, y tras producirse algunas bajas, decidieron buscar en terreno amigo el material necesario para seguir hostigando a los moros.
Una patrulla de reconocimiento consiguió capturar un correo de Hassan-Alí. Tras ser torturado, no hizo más que confirmar lo que los reyes ya sabían: no recibirían más ayuda. Pero tanto a los reyes como a don Gonzalo les asaltaba la misma pregunta:
—Si el correo ha llegado hasta aquí, de alguna forma tenía pensado entrar —comentó la reina, enojada.
—Además tenemos constancia de que otros mensajeros han conseguido salir de la ciudad —añadió don Gonzalo, pensativo.
—¿El mensajero sigue vivo? —intervino don Juan de Castro, secretario y legado militar de don Gonzalo.
—Esta inconsciente según me informaron, pero vivirá —contestó el Gran Capitán.
—Pues tendrá que decirnos antes de morir cómo pensaba entrar ahí—sentenció don Juan, señalando con la mirada a Arunda.
El mensajero, un muchacho de apenas doce años, escogido joven con la intención de provocar la compasión de sus posibles captores, murió desmembrado cuando cuatro caballos tiraron de los cabos atados a sus extremidades, sin decir palabra de cómo acceder a la ciudad.
Tras aquel nuevo revés en la tienda de mando, se avecinaba un cambio de estrategia. Dado que la caída de Arunda era cuestión de tiempo, se hacía innecesario mantener a aquel ejército atrincherado en torno a la ciudad. Con toda Granada a merced del invasor salvo la capital, podía enviarse varios contingentes a otras ciudades.
—Lo primero será saquear todos los alrededores, formad pelotones de no más de trescientos hombres y que pasen bajo sus sables a todo aquel que oponga la mínima resistencia. Que las gentes de esta tierra vean cómo Hassan-Alí les ha abandonado —dijo la reina con severidad.
—Deberíamos sacar de la doble muralla a unos quince mil hombres y enviarlos a Málaga. La ciudad está casi desmilitarizada y cercada por mar. Tan solo será necesario un corto asedio que esos hombres podrán ir preparando. Al mando de esas tropas puede ir don Juan, mi legado —aportó Don Gonzalo.
—Que sean veinte mil los hombres enviados a Málaga —intervino el rey—. Aún quedarán aquí más de treinta mil efectivos. Son más que suficientes para mantener este asedio el tiempo que haga falta.
En unos días partieron del campamento aquellos veinte mil hombres, perfectamente armados y parapetados para enfrentarse a un enemigo casi inexistente. A pesar de ello se tuvo cuidado de elegir a hombres que ya hubiesen entrado en combate. Si Hassan-Alí cometía la torpeza de abandonar sus posiciones defensivas, nunca podría enviar más de diez mil hombres al auxilio de Málaga, y una proporción de dos a uno con aquellos experimentados soldados reales sería más que suficiente. Don Juan de Castro fue nombrado general y partió de la doble muralla con diecisiete mil soldados de infantería, quinientos arqueros y los casi tres mil jinetes que quedaron tras la última batalla.
Los sitiados llegaron a pensar que los cristianos abandonaban su ofensiva. Al salir de su error, la moral se hundió en lo más profundo de aquel infierno.
También empezaron inmediatamente las expediciones de saqueo a los poblados cercanos. Además del desgaste moral que esto propinaba a los moros, los cristianos consiguieron abundantes víveres sin tener que pagar por ellos, cosa que agradaba al siempre preocupado Marraz, que veía cómo los fondos de los que disponían para aquella campaña mermaban sin cesar y aún no se había pagado ni un doblón a la tropa.
Don Juan de Castro llegó a las puertas de Málaga sin desenvainar una sola vez la espada. Ni siquiera estimó oportuno parapetarse en exceso para pasar las cuatro noches que le llevó trasladar a sus disciplinados hombres hasta su nuevo objetivo. Hasta que comenzó la fortificación de su campamento no sufrió la presencia hostil de Abu Hassan en la ciudad, en la que, tras el anuncio de la llegada de aquel ejército, apenas quedaron nueve mil habitantes, contando a los escasos cuatro mil soldados.
Debido al asedio naval que sufría desde hacía meses, tampoco contaban en el interior con grandes cantidades de comida, y una vez asegurado el campamento para iniciar el sitio a la ciudad, la primera orden que dio don Juan a sus hombres fue desviar el cauce del Guadalhorce algunas leguas antes de su llegada a la ciudad. Por desgracia el río bajaba con demasiado caudal y sería complicado realizar esa empresa.
En Arunda los reyes concentraron sus esfuerzos en el capturado Said-Hamed. En un principio había sido tratado casi como un invitado, con tienda propia y cierta libertad para moverse por el campamento, dado que poco podía aportar que no supieran ya sus captores, y vivo seguía siendo una valiosa moneda de cambio para usar con Hassan-Alí llegado el momento. Sin embargo, su suerte se acabó con la de aquel mensajero imberbe.
Don Gonzalo pensó que quizás su ilustre invitado también conocía el modo de entrar en la ciudad. Said-Hamed fue torturado con atizadores al rojo vivo e incluso se le sacó un ojo. Este se defendió recordándoles cómo al llegar había usado un código de banderas para comunicarse con la ciudad. Si hubiese conocido un método para entrar, lo habría utilizado. Si conocía la información no la reveló, aunque si detalló en qué consistía aquel misterioso sistema usado antes de la batalla. Al final, temiendo por su vida y gracias a su rango, se desistió en la tortura que se le infligía y fue curado con el fin de servir a otros propósitos.
Se siguió torturando hasta el final de sus vidas al resto de los apenas cien prisioneros capturados. Ninguno supo dar algún dato objetivo de cómo acceder a la ciudad. Conforme iban pereciendo, sus cadáveres eran arrojados fuera de la doble muralla a la tierra de nadie que separaba la muralla de Arunda de la empalizada del campamento real, intentando así minar aún más la moral de los sitiados.
Con la inactividad de la artillería, dado que las reservas de plomo encargadas no terminaban de llegar nunca, la ciudad vivía una tensa tranquilidad. Don Gonzalo decidió construir la maquinaria de asalto clásica para intentar terminar con aquel tedioso sitio. Más que la construcción en sí, el verdadero problema era el asalto, dado que solo era posible perpetrarlo desde la plaza donde se hacía el mercado. El resto del perímetro de la muralla de la ciudad era demasiado elevado, gracias a las paredes de la garganta.
Don Gonzalo preveía que Al-Zagal concentraría allí a todos su hombres y sería imposible acceder por mucha maquinaría que aportasen. En cualquier caso esas tareas mantendrían ocupados a los ociosos hombres que necesitaban actividad para mantener la disciplina. A esas alturas, las deserciones estaban a la orden del día a pesar de estar penadas con la pena de muerte por ahorcamiento. Entre la tropa cundía el desánimo y la idea de que aquella ciudadela era de veras inexpugnable.