10 de noviembre de 1484.
Arunda.
La visión del mercado de Arunda era realmente espectacular. Decenas de tenderetes de mil colores con todo tipo de especias, telas, orfebrería, armas, hierbas, alimentos secos, frutas, libros, platería, animales y mercadería susceptible de vender a cualquiera de las tres culturas.
Batista disfrutaba entre los puestos, con el gentío, el griterío y la exquisita desorganización que lo inundaba todo. Esperaba encontrar algún puesto con medicinas o ungüentos árabes donde completar su botiquín y reponer lo usado durante el camino. Mientras, era asaltado una y otra vez por feroces comerciantes conocedores de casi cualquier idioma y dispuestos a cualquier pago o trueque. El regateo era obligatorio dado que un musulmán podía sentirse ofendido si no se le regateaba un precio. Además, estaba el redondeo entre las diferentes monedas presentes en aquella algarabía. Era raro pagar con oro en un mercado, aunque era plaza habitual donde encontrar cambistas para hacer moneda las piezas de este metal.
En definitiva, era un mercado demasiado grande para la pequeña Arunda, que atraía a personas de las ciudades cercanas, por su seguridad y tamaño, pero donde todos intentaban engañar a todos.
Batista adquirió una bufanda de lana de vivos colores y algunas frutas.
De repente un fuerte tumulto sobresaltó el ya de por sí caldeado ambiente del mercado. Se oyeron vasijas romperse y un intenso griterío. Batista se acercó al lugar y vio cómo un gran ánfora de barro de diez pies de alto había roto su peana y casi aplastaba a un chiquillo entre el horror popular. Además, las especias contenidas en el ánfora escocían en las heridas que en el crío habían causado los afilados trozos de barro. Sangraba abundantemente y Batista se abrió paso:
—¡Soy médico!
Una mujer abrazaba fuertemente al niño al que se le iba la vida por momentos. La peor herida la presentaba en el abdomen, donde aún estaba clavada una gran esquirla. El corte sangraba a irregulares borbotones. Varios hombres apartaron a la madre para que el médico observara las heridas. Batista retiró el trozo de ánfora mirando a su alrededor. En un rápido movimiento alcanzó un recipiente con media arroba de miel que derramó íntegramente sobre la herida, y esta dejó de manar sangre al instante. De manera inmediata se puso a limpiar las otras heridas menores sin dejar de vigilar el abdomen del niño y haciendo esfuerzos para que no perdiese el conocimiento. En ese momento llegó la Guardia Real alertada por los gritos. Sus miembros observaron la escena y dejaron hacer al cristiano en vista de que controlaba la situación. Tras colocar varios apósitos de tela impregnados en un ungüento a base se corteza de sauce, cedió su posición a la madre del muchacho que, ahora sí, respiraba aliviada. El niño viviría.
A pesar de la escena, los soldados miraban a Batista de forma amenazadora. Este, al darse cuenta, prefirió desaparecer entre el gentío, no sin antes ofrecer a la madre todo el ungüento de sauce que le quedaba. Extrañado por la actitud de los soldados pero contento con su rápida y efectiva actuación decidió acceder a la ciudadela para volver a la taberna donde se alojaba desde la noche anterior.
El único acceso a la ciudad, la doble Puerta de Almocábar, llamada así por su decoración mocárabe[16], estaba atestado de gente. Mujeres portando agua desde el río, guardias, animales, carretas, mendigos... Desde una pequeña plaza comenzaba la ascensión a la ciudad. A la derecha una imponente mezquita, cuyas paredes también servían de muros defensivos. Las calles, estrechas y serpenteantes, ofrecían una excelente protección contra el viento y al final de cada tramo una pequeña plaza, escaleras, recovecos, calles sin salida, más calles estrechas, otra mezquita... Batista tardó poco en apreciar la singular arquitectura, la belleza desigual de cada casa, las plazas de formas asimétricas, incluso los peldaños de una misma escalera eran de diferentes alturas. Tan solo en los templos había cierto orden arquitectónico. En la ciudad olía a jazmín, a tierra fresca y a tajine[17], nada que ver con las pestilentes calles de Sevilla.
Mención aparte merecían los baños públicos, ubicados en la parte baja de la ciudad, cerca del río. Estaban fuertemente custodiados y eran realmente públicos. Las tres culturas tenían acceso a ellos, aunque fuese difícil ver judíos allí. Era un edificio de bellísima factura, dividido en tres alas, una para agua fría, la segunda con agua tibia, donde estaba la piscina más grande y la última, que albergaba la piscina de agua caliente. El interior estaba lleno de arcos que formaban maravillosas bóvedas de casi veinte pies de altura. La luz natural accedía al recinto desde claraboyas situadas en el techo que estaban cubiertas de un material blanquecino. Cada columna era diferente a las demás, todas policromadas y esbeltas. El vapor manaba de todos los poros de aquellas piedras centenarias y en las piscinas, de cuatro pies de altura, el agua se renovaba de forma instantánea; el suelo estaba caliente, por lo que, para facilitar el tránsito entre salas, se llevaban una especie de zuecos de madera.
Se respiraba paz en aquellos baños.
Era en este tipo de recintos donde se fraguaban la mayoría de negocios y tratos en el mundo árabe, desde pequeñas adquisiciones hasta golpes de estado, pasando por compra de inmuebles y casamientos.
Batista decidió acceder para asearse y poder disfrutar de los placeres de aquellos baños, pero cuando quiso entrar, era horario femenino y se vio obligado a dejarlo para el día siguiente. Dedicó el resto del día a intentar encontrar a aquel extraño musulmán que le acompañó en el inicio del viaje y que salió despavorido al ver la insignia de la Santa Inquisición. Comenzó preguntando en la pensión donde se alojaba, pero ni el gerente ni las rameras supieron dar información sobre aquel exmilitar. Preguntó también en las tres mezquitas de la medina, pero fue imposible encontrar a alguien que conociese a alguien con los rasgos suministrados por el cristiano.
Cansado y algo hambriento decidió volver a su residencia para dormir unas horas. Al día siguiente se levantaría temprano para visitar el recinto de los baños y abandonar la ciudad a media mañana.
Nada más entrar en los baños se percibía un fuerte golpe de calor, y una mezcla de atrayentes perfumes, que salían de varias pequeñas piras a las que los musulmanes llamaban sahumerios. En ellas, diferentes raíces o inciensos perfumados se consumían lentamente inundado las tres salas de inconfundibles aromas arabescos. Existía una sala dedicada a vestuarios donde hombres y mujeres, cada cual en su horario, podían desvestirse sin temer por sus pertenencias.
En las piscinas se permanecía desnudo o con suaves toallas de lana perfumada. Batista accedió a la primera piscina, la de agua caliente. Esta conseguía su temperatura con grandes hogueras de leña situadas bajo los baños y que inferían sobre las tuberías por la que agua era canalizada antes de entrar en las piscinas.
La sensación en un principio era de quemazón, pero rápidamente la piel se acostumbraba a la sensación y se convertía en un ejercicio relajante. El cristiano se recreó en aquella primera estancia; sentía cómo sus poros se abrían y gustaba de respirar aquellos perfumados vapores. Tan solo algunos hombres de raza árabe situados en una de las esquinas de la piscina rompían la paz de la sala, con sus charlas nada discretas que al cristiano le costaba comprender.
Tras un buen rato en aquel paraíso, decidió pasarse a la sala templada. En realidad el agua estaba a una temperatura bastante alta, pero en comparación con la piscina anterior la piel se resentía un poco. También la intensidad de los perfumes había bajado en aquella segunda estancia.
Al instante, hombre y líquido adecuaban sus temperaturas convirtiendo aquel segundo estadio en el más relajante de los tres, puesto que se terminaba agradeciendo abandonar el soporífero ambiente de la entrada. En esta piscina el cristiano se encontraba solo y tan solo el rumor de los caños de agua deslizándose a su alrededor podían turbar su paz.
Al fin, decidió acceder a la última de aquellas maravillosas fases. En la sala de agua fría, aquí, además de disfrutar del agua en la piscina propiamente dicha, unos empleados, hombres o mujeres según el turno, vertían agua fría sobre los hombros de los bañistas, que sentían literalmente cómo el líquido entraba dentro de ellos debido a sus dilatados poros. La sensación era inefable. Aunque se debía interrumpir antes de perder todo el calor corporal.
Batista tomó sus zuecos de madera suministrados en la entrada, y se dirigió los vestuarios para volver al centro de la ciudad.
Se encaminó de nuevo hacia la casona que hacía las veces de pensión y que compartía con prostitutas de todas las religiones, mercaderes y algún que otro viajero más, y donde la paz y el sosiego brillaban por su ausencia entre tanto trajín de razas, costumbres y lenguas.
A la llegada pudo observar cómo soldados de la Guardia Real se congregaban en la puerta. Todos eran muy altos, debían superar los seis pies de altura, y el turbante rojo con que coronaban sus cabezas, aún les hacía parecer de mayor envergadura. Los uniformes eran azules sin insignias ni escudos. Llevaban grandes espadas curvadas al cinto, de donde también pendía alguna que otra daga. Tan solo uno llevaba capa, fruto sin duda de su rango, y era el que hablaba, en árabe, rápida y acaloradamente. Batista empezó a abrirse paso entre los soldados para acceder a la vivienda, cuando uno de ellos reparó en él, dijo algo con voz chillona al de la capa y este se volvió hacia el extranjero, preguntándole:
—¿César Batista?
—Soy yo —respondió este, entre asombrado y preocupado.
Sintió un fuerte golpe en la cabeza y perdió el conocimiento.