15 de mayo de 1485.
Tanto los reyes como la tropa interpretaron como un síntoma de debilidad el intento de negociación de los sitiados.
El Marqués de Cádiz animó a negociar al rey, que era reacio a hacer ninguna concesión a Al-Zagal, por mínima que esta resultase. Finalmente fue la reina quien debió terciar entre ambos.
—No perdemos nada por reunirnos con ellos y oírles.
—Juré no permitirles la salida y no lo haré —dijo don Fernando, sin ni siquiera mirar a sus interlocutores.
—Majestad, ¿qué podemos perder? Oigámosles, solo pido eso, es su primer gesto en meses y debemos reconocer que estamos bloqueados ante esta muralla.
—Para eso estáis aquí, marqués. Para negociar con Al-Zagal no hacía falta que vinieseis de vuestra querida Cádiz —respondió don Fernando que no atendía a razones.
—Cualquier cosa que haga que termine esta inactividad debería ser tenida en cuenta —terció la reina.
Para terminar de convencer al rey fue Marraz quien apuntó:
—Si se rinden y queda oro en Arunda, engordará vuestras maltrechas arcas, Majestades. Si no, al menos podremos continuar el avance e iniciar nuevos saqueos.
—¿Y si su intención no es rendirse? —continuó el rey.
—Fernando, reunámonos y salgamos de dudas —sentenció la reina con firmeza, dando a entender con un gesto que la decisión estaba tomada.
Dos días después se dispuso lo necesario para aquella reunión. Bajo bandera blanca, salieron de la doble muralla hasta la explanada en terreno de nadie que les separaba de la puerta de Almocábar, el Marqués de Cádiz, uno de sus legados y dos escribas que recogerían en los dos idiomas lo allí hablado. En la parte mora y bajo idéntica insignia, se abrieron las puertas de la ciudad para dar salida a Shahim y a otros dos escribas que tendrían idéntica misión. Desde las murallas de ambas fortalezas arqueros con sus armas preparadas y apuntando al enemigo, estaban dispuestos a terminar aquel cónclave lo más rápido posible.
Una vez que los dos interlocutores estuvieron cara a cara, el Marqués de Cádiz, mirando el séquito instalado a su alrededor dijo:
—Mucho beato para tan poco palio.
Shahim no entendió la frase hecha y saludó con formalismos al noble gaditano añadiendo sus mejores deseos para con los reyes.
—¿Cuál es el motivo de vuestra llamada? —interrumpió el marqués—. ¿Pensáis capitular?
Shahim recogió la pregunta con una sonrisa en sus labios. Sin hacer caso, espetó:
—Al-Zagal desearía saber si estaríais dispuestos a un intercambio de prisioneros. Sabemos que nuestro hermano Said-Hamed permanece retenido en vuestro campamento y no debe seros ya de gran utilidad.
—Permanece retenido y sigue vivo, pero… ¿qué podéis ofrecer por él?
—Ofrecemos veinte de vuestros soldados retenidos en Arunda.
—Vuestro general vale más de veinte hombres, tan solo por las bajas que nos causó en el campo de batalla.
—Decidnos entonces qué queréis por él y trasladaré a Al-Zagal vuestras peticiones.
—Lo consultaré a los reyes y os daré respuesta lo antes posible. ¿Alguna cosa más?
Shahim negó con la cabeza y se marchó seguido de sus escribas.
Las puertas de Arunda volvieron a abrirse brevemente para que accedieran los tres hombres, tras lo cual, quedaron bloqueadas nuevamente por pesadas vigas de madera. Los arqueros se retiraron, dejando sus posiciones en ambas fortalezas a los guardias de rigor.
En la gruta, entre el desolador trabajo físico y la ausencia de alimento, Batista comenzaba a estar famélico, lo que le igualaba con el resto de los reos allí encerrados.
Había intentado contar los días que llevaba allí pero en ocasiones se sentía débil incluso para pensar. Gracias a la férrea disciplina que se autoimpuso no había vuelto a recibir castigos y sus heridas habían mejorado bastante. Con el tiempo pudo acostumbrarse a la falta de higiene y a la de alimento. Aprendió que asumir la rutina era la mejor forma de sobrevivir allí dentro. Mientras, todos albergaban la esperanza de que la ciudad fuese liberada por el ejército cristiano para poder volver a ver la luz del sol.
Aquella esperanza se desvaneció para Batista cuando oyó a los guardias gritar su nombre desde la parte superior de la gruta. Soltó su zaque y comenzó a correr escaleras abajo hasta perder el equilibrio y caer de bruces a los pies de uno de los guardianes. Este se disponía a descargar su porra contra aquel desgraciado, justo cuando su potente brazo fue detenido por otro de los guardias que seguían al cristiano en su huida. Al incorporarse, seguía sin querer mirar a sus captores a los ojos. Estos empezaron a hablarle en árabe y al ver que no comprendía fue empujado sin demasiada brusquedad hacia la parte superior de la cueva. El médico comprendió que había llegado su fin. Se volvió hacia su captor e imploró por su vida arrodillándose en los maltrechos escalones de piedra. El guardia le obligó a incorporarse mientras castigaba a otro reo para reanudasen la marcha, detenida tras el incidente.
Mientras ascendían, el resto de reclusos se iba apartando con la mirada fija en el suelo, ante la sollozante y tétrica comitiva. Al llegar a la estancia final, Batista comenzó a rezar mientras se dirigía hacia los tres hombres que le esperaban a la entrada de la gruta.
Por el corto camino que le separaba de su muerte, pensó que llevaba demasiado tiempo sin hablar con Dios como para que ahora atendiese sus súplicas. Cuando al fin se postró frente a quienes le esperaban, el que parecía tener mayor rango de ellos, le dijo en castellano:
—¿Vos sois el cristiano al que llaman Batista?
Este asintió con lágrimas corriéndole por las mejillas mientras esperaba el golpe mortal.
En vez de matarle, el moro solo dijo:
—Acompañadme, el príncipe quiere veros.
Al-Zagal esperaba en el salón de audiencias con la única compañía de Shahim. Al ver entrar a su antiguo amigo tuvo que compadecerse de él, ya que su aspecto era demoledor. Como única vestimenta, aquel hatillo a modo de faldón que dejaba ver sus pronunciadas costillas. Estaba herido en codos y rodillas, presentaba cicatrices en cara y torso y su nariz había cambiado de sitio.
Shahim necesitó mirar para otro lado al percibir su olor. El príncipe aguantó la mirada del cristiano y dijo:
—Necesito tu ayuda.
El doctor estaba ido, ausente, perdido, casi no reaccionaba a ningún estímulo y a pesar de que atardecía no dejaba de mirar la luz natural que entraba por varias ventanas. Al fin dijo, con hilo de voz:
—¿En qué podría yo serviros, Al-Zagal?
El príncipe se dio cuenta entonces de que también le faltaban algunas piezas dentales.
—Mi hijo Amed se muere, necesita vuestras atenciones. Si le salváis, no volveréis al agujero.
Shahim y Al-Zagal cruzaron levemente sus miradas en los momentos que el cristiano tardó en contestar, que al príncipe le parecieron eternos.
—¿Dónde está el niño? —dijo al fin, mostrando su aceptación.
Al-Zagal se volvió hacia Shahim y le ordenó:
—Que le laven, le vistan y le den de comer. El niño podría asustarse al ver a un hombre así.
La repentina muestra de crueldad sorprendió al propio Shahim, que ayudó al perdido cristiano a salir de aquella sala ante la atenta mirada del príncipe.
Batista fue conducido a una pequeña sala que disponía de un receptáculo octogonal que hacía las veces de bañera. Dos mujeres se encargaron de bañarle y afeitarle con el agua que él mismo había estado sacando momentos antes. Al terminar, se había instalado una mesa portátil donde ya disponía de algunos alimentos y algo de vino caliente, cortesía de Shahim.
Después de comer comenzó a recuperar el habla y preguntó a las mujeres por el estado del sitio de los reyes. Ninguna le contestó. El propio Shahim vino a buscarle un rato después y fue quien le informó de la situación bélica mientras era conducido a la habitación del aquel harem donde continuaba el pequeño Amed.
Esta vez Al-Zagal se levantó a recibirles e informó a Batista de la situación del muchacho.
—Está muy débil y hay que obligarle a comer.
—¿Tenéis aquí mis cosas? Necesito mi botiquín.
Fue Shahim quien informó al cristiano, mientras Al-Zagal se entretenía con el niño, de que sus pertenencias habían sido repartidas o quemadas. Batista seguía mirando al suelo al hablar con alguien, como si siguiera en aquella gruta infernal.
—Vuestros doctores dispondrán de los componentes que necesito —contestó Batista recordando cómo aquellos médicos guardaban cientos de recipientes con extractos y hierbas.
—Que vengan esos inútiles —dijo Al-Zagal, refiriéndose a los dos médicos de palacio y prestando por primera vez atención al cristiano.
Al llegar, Batista les indicó cómo realizar la fórmula que ya alivió una vez al pequeño paciente: zumo de dátiles, hojas de ricino y leche de sicómoro. Aquellos hombres casi no reconocieron al cristiano que tantos días pasó con ellos tiempo atrás. Prepararon el jarabe y se lo tendieron a Batista que sabía que debería probarlo antes de administrárselo al enfermo. Sin embargo esta vez Al-Zagal le detuvo.
—Que lo prueben estos dos —dijo refiriéndose a los médicos—. Si el cristiano ha recetado un veneno para sí mismo o para Amed, ellos serán los primeros en pagar las consecuencias.
Shahim estaba sorprendido de la actitud que tomaba a cada momento su amigo. Aquel hombre despótico e hiriente no parecía Al-Zagal. Los dos hombres ingirieron el brebaje confiados de que lo que ellos mismos habían preparado no era ninguna pócima venenosa.
Tras unos momentos, Batista tomó la medicina y se lo administró al muchacho, que carecía de fuerzas incluso para quejarse del amargo sabor.
Era completamente de noche cuando dejaron al niño dormido en su camastro y abandonaron la estancia. A la salida, Shahim preguntó a Al-Zagal que debía hacer con el cristiano. Tras pensarlo unos segundos, el príncipe contestó:
—Hasta que Amed se recupere, no tendré ninguna deuda con él. Llevadle a la prisión de palacio.
Shahim hizo un gesto a los guardias para que cumplieran inmediatamente aquella orden. Se encaminaron con el aturdido cristiano hacia aquellos calabozos que ya había visitado en los primeros días de estancia en palacio y que ahora, al cristiano le parecían un paraíso comparados con el lugar donde había estado en los últimos meses.
Cuando Al-Zagal y Shahim quedaron a solas, este último le preguntó:
—¿Por qué sois tan duro con él? Ha tratado a Amed sin mostrar ningún rencor hacia ti y vos le tratáis como a un esclavo.
—-No puedo perdonarle lo que hizo.
—Él os ha perdonado a vos, príncipe, deberíais mostrar compasión. Sabéis que medio palacio pudo ver cómo era atraído y provocado por aquella mujer.
—Ella ya pagó sus culpas, Shahim, ahora está pagando él.
—Su deuda estará pagada cuando Amed salga adelante. Tendréis que pensar qué hacer con él.
—Es indudable que no puede abandonar Arunda, pues conoce su secreto. Pero le dejaré libre en palacio como antaño, hasta que termine la guerra.
—Pues sacadle de prisión, ya ha sufrido bastante.
—Permanecerá allí hasta que cure a mi hijo —sentenció Al-Zagal dando por terminada aquella conversación.
Batista era conducido de nuevo en estado de semiinconsciencia hacia aquellos calabozos. Al entrar en la primera estancia, la que hacía las veces de sala de torturas, su sentido se recuperó con una imagen dantesca.
Un soldado del ejército cristiano, probablemente capturado durante uno de aquellos amagos de asalto, estaba colgado de los tobillos, desnudo y boca debajo de una escuadra de madera diseñada especialmente para tal fin. El desgraciado estaba siendo cortado por la mitad con un gran serrucho dentado que manejaban dos moros. Empezando desde el escroto, aquella sierra iba avanzando por su bajo vientre sin dañar órganos vitales. Además, la postura en que se sostenía al reo hacía imposible que se desangrara. El desgraciado daba alaridos mientras su corazón latía con fuerza y algunos chorros de sangre inundaban si torso, cuello y posteriormente su cara. Sus intestinos colgaban desde la herida proferida por aquel serrucho hasta el suelo ensangrentado de la sala y despidiendo un olor nauseabundo. El encargado de aquel martirio hizo detenerse a los que manejaban el serrucho para atender a los que acababan de llegar. Aquella sierra dejó de cortar pero no fue retirada del cuerpo del soldado, que podía ver perfectamente el arma con la que se le estaba torturando. Mientras su verdugo hablaba con los recién llegados, se le acercó a la boca una esponja empapada en vinagre para garantizar que permanecía consciente. El desgraciado bebió con cierto alivio, pensando que se detenía su castigo.
Aquel verdugo no supo qué hacer con su nuevo inquilino. ¿Un médico cristiano sacado de la gruta, vestido con ropajes árabes y que estaba curando al hijo de Al-Zagal? Decidió meterle con el resto de los cristianos detenidos en aquellas dos grandes celdas comunes que Batista ya conocía.
Si la primera vez que pudo ver aquellas celdas estaban atestadas con más de veinte hombres en cada una, la situación ahora era aún peor. Al menos setenta cristianos permanecían amontonados entre las dos estancias. Al ver abrirse la puerta, los de la parte exterior sacaron sus brazos hacia el pasillo central, pidiendo clemencia, agua, comida o la mismísima muerte. Los guardias apartaban aquellas manos a golpe de porra y amenazaban con que ya les llegaría su hora. Batista fue introducido en la menos atestada de aquellas dos celdas, donde pronto fue recibido por una voz familiar.
—Por Dios, doctor, ¿qué os ha pasado?
Era Per. Su estado también era lamentable, pero había conseguido sobrevivir a las torturas.
Aquella noche Batista contó a cuantos pudieron oírle sus penalidades en la gruta y por qué estaba allí. Muchos de aquellos hombres recelaron de él por su amistad con Al-Zagal, sin embargo Per no permitió ninguna agresión. Dejó al médico dormir mientras, entre aquellos barrotes, volvían a oírse los lamentos del desgraciado que volvía a ser torturado. Sus gritos no cesaron hasta que aquel serrucho cortó su torso hasta un punto situado entre esternón y la garganta, murió asfixiado y plenamente consciente de lo que le estaba ocurriendo.
Dos días después, el propio Shahim sacaba por segunda vez a Batista de su encierro, entre la expectación y las miradas de odio de los demás presos. Fue llevado a las habitaciones del musulmán donde compartieron un refrigerio compuesto de algunas frutas y queso.
—Desde hoy sois libre para moveros por el palacio, aunque no podréis abandonar la ciudad —informó Shahim a su antiguo compañero de viaje. El cristiano continuaba un poco aturdido, ausente, mientras comía aquel queso curado.
—¿Cuándo podré irme? —preguntó al fin, aunque con la mirada perdida.
—Batista, con lo que sabéis de esta ciudad, nunca se os dejará marchar, salvo que los cristianos desistan en su sitio. Podréis instalaros en vuestra antigua habitación esta misma tarde. Al-Zagal ha perdonado vuestra vida.
Tan solo oír el nombre del príncipe provocaba el nerviosismo del cristiano, al que se le hacía un nudo en el estómago.
—Debéis ir a ver a Amed. La guardia ya está informada de vuestro nuevo estatus en palacio, no temáis. Yo debo atender otros asuntos. —Dicho esto Shahim se marchó y dejó al cristiano solo.
Batista continuó comiendo como si fuese su última cena antes de una ejecución. Al acabar se dirigió al harem, a la habitación del pequeño Amed, sorprendido de cómo los guardias que otrora le habían castigado y humillado, volvían a abrirle las puertas con una leve reverencia de cabeza.
El niño estaba despierto aunque apenas se movía y seguía gimiendo.
—¿Cómo os encontráis hoy? —preguntó el doctor mientras vertía parte del brebaje preparado con anterioridad en un cuenco.
El niño le miró con cara extrañado y le hizo gestos que hicieron comprender al cristiano que no hablaba castellano. Justo cuando Batista iba a volverse para pedir un traductor, oyó la voz de Al-Zagal que había entrado en la estancia como un espectro, situándose detrás de él. El príncipe tradujo mientras el cristiano administraba el medicamento.
Batista le confesó:
—Está más débil que la otra vez.
—¿Estáis sugiriendo que debí acudir antes a vos?
—Estoy diciendo que habéis estado a punto de perderlo, príncipe. Sé que no me debéis nada.
Los dos hombres sostuvieron la mirada hasta que el cristiano se centró de nuevo en su paciente. Indicó a sus cuidadores que le preparasen una dieta a base de arroz para detener sus diarreas y se dispuso a abandonar aquella sala. Al-Zagal, acarició el pelo del pálido muchacho y siguió al cristiano al exterior.
Cuando le alcanzó, sugirió:
—¿Me acompañaríais a los jardines de palacio?
Batista asintió con la cabeza y los dos hombres se dirigieron a los jardines donde una vez fueron amigos.
—Profanasteis lo más sagrado —comenzó Al-Zagal, sin rodeos.
—Habedme matado —respondió el cristiano desafiante.
—La muerte es poco para un traidor.
—El traidor que salvó a vuestro hijo.
—Eso no os daba derecho a tocar a mis mujeres.
—No era vuestra esposa, no conozco hasta ese punto vuestras costumbres.
Mientras paseaban desafiantes, hacia la parte sur de aquel impresionante jardín, los canales de agua serpenteaban a sus pies, incrementando el odio de Batista.
—Era mi concubina y la amaba. Ella no era feliz y buscó su muerte con lo que hizo. Vos solo fuisteis un instrumento. Por eso estáis vivo.
—Acarrear el agua de vuestros canales es morir en vida, Al-Zagal —replicó el cristiano mientras señalaba con la mirada uno de aquellos caminos de agua.
—Habéis salido de allí con vida, consideraos afortunado.
—Me sentiré afortunado cuando abandone Arunda.
—Eso tendrá que esperar.
Al-Zagal procuró desde ese momento rebajar el tono de tensión de aquella conversación.
—La situación es delicada en todo el reino. No voy a mentirte. Creo que ganaréis esta guerra y cuando caiga Arunda, los reyes se pasearán hasta Granada.
En el fondo el cristiano no le deseaba ningún mal al musulmán.
A media mañana el príncipe marchó a despachar en el salón de audiencias y el cristiano fue a sus habitaciones a ver qué había quedado de sus antiguas pertenencias. En lugar de aquellas, Batista encontró en un baúl de su habitación varias chilabas, túnicas y turbantes, propiamente árabes, tejidas con sedas de varios colores y con bordados imposibles. También había babuchas y algunos collares y anillos que el cristiano desechó de inmediato. Sí que cogió una de aquellas cómodas chilabas y se dispuso a tomar un baño antes de visitar de nuevo a su único paciente.
El pequeño no mostraba mucho mejor aspecto, pero al menos comía con ganas, cosa que no ocurría desde hacía semanas, según le habían dicho Rashid y Muhamed, los doctores de palacio.
Aquella tarde, el niño incluso se levantó un rato de aquel camastro, y en compañía del cristiano paseó por los jardines de palacio, aprovechando las buenas temperaturas de las que disfrutaba la ciudad en aquellos días. Amed comenzaba a chapurrear algo de castellano, bajo la atenta mirada del médico y de un par de guardias que siempre acompañaban al muchacho por orden de su padre. Antes de que empezara a atardecer, Batista recomendó volver al harem donde había ordenado cambiar la ropa del camastro y ventilar la habitación en la medida de lo posible.
A pesar de leve esfuerzo que supuso el paseo, el niño llegó agotado. Comió de nuevo aquel arroz blanco e insípido y se quedó dormido hasta el día siguiente.
Al-Zagal notaba la mejoría del pequeño y la relación con el cristiano comenzaba a normalizarse en la medida de lo posible. Aquella noche le pidió que cenase con él sus habitaciones.
Era la primera vez que Batista accedía a aquella estancia, sin duda, la más privada de palacio.
Al-Zagal se hacía acompañar por una importante biblioteca de más de mil volúmenes escritos en árabe, castellano, latín y griego, idiomas estos últimos que también dominaba con facilidad. Aquella biblioteca ocupaba la primera de las tres estancias en las que se dividían sus habitaciones. En la más lejana a la entrada se encontraba una gigantesca cama cargada de almohadas y cojines y la salida a un gran balcón sobre el acantilado.
En la estancia intermedia se desarrollaría la cena.
Se acomodaron al calor de una chimenea, sentados sobre almohadones forrados de piel y separados por una mesa redonda y baja, con la que Al-Zagal pretendía hablar con su invitado de igual a igual, puesto que nadie la presidía ni podía sentirse inferior.
Al-Zagal sacó temas triviales durante la cena, hasta llegar al momento en que quiso disculparse por el trato mostrado tras los incidentes con Fátima. Batista aceptó aquellas disculpas sellando de nuevo la amistad entre aquellos dos hombres. Su nueva relación se vio definitivamente reforzada cuando, al cabo de dos días, el pequeño Amed ya jugueteaba y corría por palacio con el resto de los niños alojados en el harem.
* * *
En el salón de audiencias, Shahim y otros consejeros decían desconfiar de la calma que se vivía en el exterior tras su encuentro con el Marqués de Cádiz. No habían contestado a su propuesta ni atacado desde aquel día. Por no hablar del silencio absoluto de las piezas de artillería.
—Algo traman, príncipe, no nos dejarán morir de hambre mientras cunde entre sus hombres la ociosidad —opinaba Shahim.
—Su maquinaria de asalto es insuficiente, sabemos que no podrán abordarnos, mantengamos la calma y la normalidad. Solo podemos esperar acontecimientos.