22 de noviembre de 1484
La estratagema del Gran Capitán fue un éxito. Los setenta mil hombres estaban a las puertas de Arunda sin que Abu Hassan, temiendo por su propia seguridad, hubiese podido moverse de Málaga. Aquel gigantesco y descomunal ejército fue dividido en dos grupos. Unos cincuenta mil hombres se encargarían de levantar un campamento que rodease, en la medida de lo posible, toda la ciudadela. Aquel debía contar con una doble empalizada; la primera daba a la ciudadela y medía casi quince pies de altura, y en su parte exterior se había cavado un foso de otros diez pies de profundidad por veinte de ancho. Con la tierra extraída se reforzó la empalizada y se crearon montículos para colocar la novedosa artillería. La segunda muralla era exterior al campamento, tenía una altura de más de veinte pies y un foso de quince. No se situó artillería en este flanco dado que, aunque esperaban el ataque de Abu Hassan, no podría ser en otra forma que en escaramuzas desesperadas. Si el árabe sacaba a todo su ejército de Málaga dejaría la cuidad en manos de la flota de don Fernando que ya sitiaba aquel emplazamiento por mar. Los otros veinte mil hombres se dedicaron a tareas defensivas mientras toda la estructura estuvo acabada. Se taló completamente la falda del monte adyacente a la ciudad.
En apenas diez días el campamento estaba acabado y Arunda sitiada. En este tiempo no hubo señales del supuesto ejército de Málaga. Las únicas escaramuzas las provocaron desde la ciudadela, donde los arqueros, gracias a su altísima posición sobre el campamento cristiano, hostigaban varias veces al día a las cuadrillas de trabajo, aunque sin demasiada intensidad. No podían desperdiciar material bélico cuando ni tan siquiera se había entablado la primera batalla.
En los primeros días de diciembre, don Fernando ofreció una rendición sin condiciones a Al-Zagal, perdonándoles la vida a todos los habitantes si abandonaban las armas y dejaban la ciudad. Tras la negativa de este a rendirse, el rey juró que Al-Zagal no saldría vivo aquella ratonera y que no ofrecería otro acuerdo al infiel. Desde ese instante, en ambos bandos se instauró una tensa calma, durante la cual no se produjeron combates, ni siquiera escaramuzas. Los dos ejércitos se observaban amenazantes desde su respectivas posiciones defensivas.
En Arunda la moral estaba intacta.
Cuando los exploradores anunciaron que el ejército cristiano estaba cerca, se introdujeron en la ciudad todos los animales de las granjas circundantes. Además contaba con dos grandes depósitos de grano y una gran reserva de agua, que debía ser el principal problema, dado que el suministro se cortaría en el momento en que se cerraran las puertas de la ciudad. En opinión del Gran Capitán, era imposible tomar agua desde lo alto de la garganta.
Batista conversaba con el príncipe en los jardines de palacio, el día que este rechazó aquella rendición. Hablaron del sitio y de la ciudad.
—Arunda jamás ha sido tomada y nunca caerá —le aseguró Al-Zagal.
—¿Nunca ha sido tomada?
—Por la fuerza no: la última vez que lo intentaron, hace ochenta años, desistieron tras nueve meses de asedio. Fue el infante don Fernando de Castilla.
—¿Pudo resistir nueve meses de asedio? Me parece imposible.
—Arunda es más fuerte de lo que creéis, Batista.
Mientras conversaban en aquellos maravillosos jardines, se oía el murmullo de agua corriendo por los pequeños canales del suelo y cayendo en las dos fuentes. ¿Cómo es posible que una ciudad sitiada hiciera semejante derroche de agua? Batista decidió no hacer aquella pregunta en voz alta, y siguieron conversando con trivialidad hasta que Al-Zagal fue requerido en palacio. Uno de los hijos del príncipe, el pequeño Amed, de cuatro años, había perdido el conocimiento. El crío se encontraba débil desde hacía semanas, sufría continuas diarreas y fuertes dolores de estómago que le mantenían en cama. Los médicos eran incapaces de mitigar su dolor y empezaban a tener por su vida.
Subieron a la tercera planta del palacio y atravesaron las dependencias donde residían las mujeres y concubinas del príncipe. Al fondo de aquellas se encontraban las habitaciones de los niños. Batista, casi por un acto reflejo había acompañado al príncipe hasta allí. Era la primera vez que accedía hasta el harem y una vez más se quedó maravillado con este rincón de palacio. Lo conformaban numerosas habitaciones distribuidas alrededor de un patio central deliciosamente perfumado, que contaba con varias alturas, donde las mujeres convivían en perfecta armonía y compartían las labores encomendadas, básicamente el cuidado de los niños y la supervisión de su educación. Todo estaba pintado en tonos anaranjados y rebosaban los maceteros con todo tipo de plantas. Además, el patio central recibía luz natural desde unos altos ventanales. Sin embargo ninguna de las habitaciones privadas disponía de ventana propia o balcón. Era evidente el celo del príncipe por sus mujeres.
El pequeño Amed ya había recuperado el sentido gracias a un ungüento de vinagre, cuando los dos hombres irrumpieron en la estancia. Al-Zagal apartó sin contemplaciones a cuantos se hallaban congregados en torno al muchacho y le besó en la frente. Ambos cruzaron palabras en árabe que Batista no pudo entender, pero vio como padre e hijo eran cómplices en algún juego dialéctico que iluminó por unos momentos la pálida cara del niño.
El cristiano se atrevió a preguntar qué le ocurría. El mismo Al-Zagal, demostrando algunos conocimientos médicos explicó brevemente los síntomas que aquejaban al pequeño paciente y al terminar tras un momento de reflexión preguntó:
—Vos sois médico. ¿Podríais hacer algo?
Los dos doctores árabes presentes en la habitación casi sufrieron un síncope y empezaron a quejarse ostensiblemente en árabe. Ambos hombres abandonaron la estancia tras una mirada y un simple gesto de cabeza de Al-Zagal.
—Lleva casi un mes así y no saben qué hacer. Quizás podáis ayudar, amigo.
Al-Zagal enfatizó el «amigo» todo lo que pudo.
—Creo que dispongo de algún remedio, esperadme.
Batista salió corriendo hacía sus dependencias, consciente de que una ayuda así podría significar su libertad, al tiempo que su profesionalidad le obligaba a intervenir.
Cuando volvió, el príncipe hacía carantoñas a su retoño y una mujer había accedido a la estancia a la vez que permanecía en un discreto segundo plano. Por su cara de sufrimiento y sus lágrimas debía ser la madre del muchacho.
El cristiano asía un recipiente pequeño con un líquido dentro que quiso administrar al enfermo casi inmediatamente. Sin embargo, Al-Zagal le paró en seco.
—Eso antes deberéis probarlo vos.
—Príncipe.... ¿Me consideráis capaz...?
Batista acercó el brebaje su boca y tomó un sorbo, mientras comprendía que a un cristiano en aquellas tierras se le consideraba muy capaz de administrar veneno a un moribundo.
Una vez hecho esto, Al-Zagal dio su aprobación y el pequeño bebió unos sorbos de aquel remedio compuesto de zumo de dátiles, hojas de ricino y leche de sicómoro.
Batista tendió el envase a la madre y le dijo que debía administrárselo tres veces al día durante cuatro jornadas. La mujer tomó el remedio, temerosa, justo cuando Al-Zagal le traducía lo dicho por el cristiano. Entonces ella sonrió y se acercó al niño que pataleaba y sacaba la lengua por lo amargo del sabor del brebaje.
Esa misma noche el niño había mejorado.
* * *
A los pocos días, en un intento por dar muestras de normalidad, Al-Zagal organizó una fiesta en palacio a la que asistieron unas sesenta personas. Entre ellas, el nuevo protegido del príncipe, Batista, y ninguna mujer.
En un gran salón de la segunda planta se habían dispuesto varios triclinios donde recostarse al más puro estilo romano, en torno a mesas bajas con variedad de frutas y pescados secos. Al tiempo, en el centro de la sala, eran horneados dos corderos en posición vertical. Esta práctica, además de la propia preparación culinaria, conseguía una agradable temperatura en la sala.
Al-Zagal presidía la estancia reclinado y atendía a cuantos le preguntaban por el estado de la sitiada ciudad y si recibiría ayuda de su primo Hassan-Alí. Algunos hombres pasaban bandejas de plata con pequeños pinchos de queso a la ceniza y en un rincón cuatro músicos tocaban danzas triviales. Nadie diría que había un ejército a las puertas de aquel palacio.
Al-Zagal mantenía, al fin, una distraída conversación sin importancia, cuando vio entrar a Batista acompañado de Shahim. Inmediatamente comprendió el motivo del retraso. El médico vestía una túnica azul típicamente árabe, bordada en oro. Había sido maquillado en los ojos, estaba descalzo y lucía un turbante también azul; hubiera pasado por moro en cualquier iglesia cristiana. Su atuendo era fruto de la insistencia de Shahim y desde luego el cristiano no se encontraba nada cómodo. Al-Zagal se acercó entre halagado y divertido e invitó a su nuevo amigo, entre risas, a sentarse a su izquierda.
Se sirvió te y algún tipo bebida muy fuerte que Batista no supo identificar, pero que poco a poco turbaba los sentidos. Los corderos eran troceados y colocados sobre finas empanadas saladas, aderezados con varias especias y verduras. El conjunto era un auténtico regalo para el olfato y el paladar. Conforme fue transcurriendo la noche, Batista fue encontrándose más cómodo con aquel atuendo y aceptaba mejor las chanzas de Shahim. Cuando acabaron de comer se apartó el material de cocina y en el centro de aquella sala se esparcieron pétalos de rosa perfumados, con lo que se disipó cualquier mal olor. Al tiempo entraron en acción tres bailarinas a los que los comensales apenas atendían, salvo el cristiano. Una de las muchachas era alta y muy delgada, tenía unos prominentes pechos y un vientre, que contoneaba al ritmo de la música, que casi hipnotizó al cristiano. Sus ojos, negros como la noche, se posaron varias veces en Batista, dedicándole varias sonrisas bajo el transparente velo negro que cubría sus labios.
Shahim notó el embelesamiento del cristiano y le susurró:
—Es Fátima, una concubina del príncipe. Puedes mirarla cuanto quieras pero jamás podrás tocarla, aunque ella se te acerque.
Casi no había terminado aquella frase, cuando la muchacha se acercaba insinuante a Batista. En algunos de sus trepidantes contoneos sus caras quedaban a menos de un pie de distancia, llamando la atención de Al-Zagal que miraba la escena con interés por ver la reacción del cristiano. La música cesó de repente y la mujer quedó en una postura imposible a los pies de Al-Zagal, que la ayudó a levantarse al tiempo que empezaba un son más tranquilo aunque también alegre. La bailarina se alejó y desde otra esquina de la sala se volvió para mirar atrás, pero no a Al-Zagal, sino a Batista. Este estaba algo turbado entre la súbita presencia femenina y lo que estaba bebiendo para reaccionar y dejó correr la situación, entreteniéndose de nuevo con Shahim, que cambiaba de tema con rapidez y eficacia. Aunque los ojos de aquella joven quedaron grabados en la mente del cristiano.
Al-Zagal interrumpió las divagaciones de los dos hombres ofreciendo unas pequeñas milhojas con miel que acababan de servirle.
—César Batista —exclamó—, tenéis nombre de gran conquistador.
Batista le miró extrañado; aún le cohibía aquel hombre.
—Julio César —aclaró el musulmán —estuvo en estas mismas tierras antes que nosotros.
—Sí, aprendí algo sobre él mientras estudiaba, pero no sabía que estuvo en Granada.
—Cristianos —dijo Al-Zagal con desgana—… Olvidáis vuestras raíces y a los que os precedieron, por eso nunca ganaréis esta guerra.
Al decir la palabra «guerra» en el salón se hizo un silencio, el príncipe alzó la mirada y dio por terminada aquella fiesta.
Batista no conseguía entender cómo con una simple mirada el príncipe hacía saber a toda su corte, incluso a él mismo, lo que quería en cada momento. Sin duda empezaba a tener gran aprecio por aquel hombre tan lejano de los estereotipos que los cristianos tenían de los moros. Al-Zagal era muy culto y refinado, y atendía a todo el que le necesitaba ya fuese de la corte o no. Era aseado, educado, de modales exquisitos y aquello que no conocía, como el arte de la guerra, lo dejaba en manos de hombres más capaces, en este caso Shahim. Unas semanas en aquel palacio comenzaban a bastarle para dudar de quiénes eran los invasores en aquella tierra.
A la mañana siguiente, Al-Zagal invitó a Batista a recorrer las defensas de Arunda y el cristiano no quiso perder la oportunidad de salir, al fin, de aquel palacio.
De nuevo iba vestido con ropajes arabescos. Recorrieron callejones serpenteantes que Batista no tuvo tiempo de conocer antes de su arresto.
En sí, la ciudadela permanecía en absoluta tranquilidad, y casi mantenía el ritmo normal de vida, completamente ajena al ejército invasor. Sin duda la actitud del príncipe ayudaba al resto de las tres mil personas allí confinadas.
—Oí a algunos hombres preguntaros anoche si recibiremos ayuda de Granada en breve. ¿Creéis que os ayudará Hassan-Alí? —preguntó Batista, distraídamente
—En realidad no creo que Arunda necesite ayuda, amigo mío, pero llegado el caso, mi querido primo no nos dejará solos. En cualquier caso ya veis cuál es la estrategia cristiana. Nos han sitiado pero ni siquiera han lanzado un furibundo ataque, se limitan a esperar, y te aseguro que Arunda puede permitirse mucha espera.
—En palacio los hombres hablan de que este, para los reyes, es el ataque definitivo.
—Lo único cierto es que ya no nos necesitan aquí y que el papa Inocencio VIII les presiona para unir Castilla. Mis infiltrados judíos también dicen que esta vez no cederán, pero ya hemos oído eso muchas veces los últimos cien años. No te niego mi angustia, pero confío en estas murallas.
Tras un intrincado sistema de callejuelas salieron a un amplia plaza que estaba en el mismo borde de la garganta, hacia el norte. En ella habían concentrado el grueso de los animales de los que disponía la ciudad, y debía haber en torno a dos mil cabezas de ganado entre vacas, terneras, ovejas, corderos, y aves de corral. Existía una gran organización para que los animales estuviesen perfectamente alimentados, pero lo que llamó la atención a Batista de nuevo fue el agua. Además de la fuente central de aquella plaza, que manaba agua sin cesar, algunos hombres llenaban a rebosar los abrevaderos destinados a aquel ganado, como si verdaderamente sobrase el agua en aquella situación, o como si el afluente más cercano no estuviese a más de una cuerda bajo sus pies y no fuese totalmente inaccesible.
Batista al fin se atrevió a preguntar:
—Príncipe, hay algo que quiero preguntaros.
—Hablad, Batista —contestó Al-Zagal sin darle importancia a la intensidad que ponía el cristiano en sus palabras.
—¿Cómo es posible que en pleno asedio, la ciudad derroche agua de esta forma? —inquirió el cristiano mientras introducía sus manos en el agua de la fuente central. Y continuó: —Todas las fuentes de palacio e incluso los canales de los jardines siguen con abundancia de agua y no sabemos cuánto durará esta situación.
—Hay muchas cosas que no sabéis de Arunda, cristiano, y os aseguro que algunas preferiríais no saberlas.
Batista entendió que el príncipe había acabado la conversación.
Ambos se acercaron a aquel precipicio custodiado por numerosos guardias y pudieron contemplar desde una privilegiada posición la faraónica obra realizada en el campamento cristiano. Su doble muralla rodeaba el valle anexo a la ciudad hasta donde se perdía la vista, y entre ambas, infinidad de tiendas minuciosamente colocadas para permitir el paso entre ellas a modo de calles por la que circulaban hombres armados, preparados para el asalto. Además, empezaban a situarse junto al campamento cristiano numerosos comerciantes con todo tipo de viandas para vender a aquel inmenso ejército. Muchos de estos comerciantes eran de la misma Arunda, pero prefirieron quedarse fuera de sus murallas, sabedores de que los cristianos proporcionarían más negocio, una vez instalados. Verdaderamente parecía imposible entrar o salir de allí sin que el rey Don Fernando diese su autorización.