15 de noviembre de 1484

 

 

Batista recibió curas de médicos árabes. Fue lavado con agua de rosas y masajeado por profesionales de palacio, agasajado con ropas y chucherías, y se le hospedó en una habitación de palacio donde estaban todos sus pertrechos intactos, incluyendo el dinero y la totalidad de sus medicamentos  y remedios. Además podía moverse libremente por casi todo el palacio. Disfrutó de manera especial de sus maravillosos jardines colgantes sobre la parte interior de aquella impresionante garganta. Sin embargo, no se le permitía salir al exterior. Shahim había desaparecido de nuevo y  aunque todo el mundo en palacio hablaba un correcto castellano, nadie le daba una explicación.

Sin duda los jardines eran una de las maravillas de aquel palacio. En ellos, al igual que en el Palacio Rojo[18]de Granada, se rendía culto al agua. Varias fuentes y numerosos canales serpenteaban todo la estancia, llenándola de vida. El palacio en sí estaba al borde de la garganta y sacaba sus poderosos muros de ella. Contaba con cuatro plantas repletas de grandes ventanales y alguna que otra terraza. La tercera planta era de uso exclusivo de Al-Zagal. Todas sus habitaciones, al menos a las que Batista tenía acceso, estaban minuciosamente decoradas, y eran opulentas, majestuosas. Cada  viga de los techos de maderas nobles estaba tallada con una increíble minuciosidad con motivos coránicos. En las paredes, pan de oro, todas las habitaciones perfumadas, los muebles tallados y deliciosamente pintados, cortinas y tapices luminosos y motivos policromados que irradiaban luz. En definitiva, muy lejos de las oscuras cortes castellanas.

La habitación de Batista estaba dotada de una gran chimenea, así como de una ventana que daba a la monumental garganta. Por desgracia,  al tercer día allí, empezó a convertirse en una cárcel de oro.  Necesitaba salir de aquel palacio y continuar su viaje. Al fin, en la mañana del cuarto día de encierro, fue llamado a encontrarse con Shahim.

Por primera vez accedió al ala pública de aquel palacio. En una majestuosa sala, que debía medir algo más de una cuadra y que carecía completamente de columnas, unas cuarenta personas trabajaban en diferentes corros. Al fondo, tras una mesa, el príncipe Al-Zagal junto a Shahim. Ambos iban pulcramente ataviados con túnicas de vivos colores y numerosas joyas. Además, el príncipe, de unos cuarenta años, estaba tocado con un turbante de seda rojo que aumentaba su ya de por sí considerable estatura. Llevaba los ojos pintados, lo que le daba aún más profundidad a su mirada, las cejas depiladas y perfectamente afeitado. Casi parecía imberbe. También se apreciaba una leve sombra de maquillaje en los labios, a pesar de todo su rostro era netamente masculino aunque intrigante y misterioso.

Shahim reparó en Batista y le invitó a acercarse.

—Majestad, el cristiano del que os hablé.

Al-Zagal observó a Batista unos momentos que a este se le hicieron eternos y al fin le habló en perfecto castellano:

—Creo que os debo una disculpa, cristiano.

—Quizás podríais explicarme qué ha pasado y por qué me retenéis.

—En realidad me confundí yo, Batista —intervino Shahim. —Durante vuestra cura a aquel quemado vi el documento que portabais con la insignia de la Inquisición y os tome por espía, informé a Al-Zagal y el resto podéis imaginároslo. Estamos en tiempos de guerra, debéis entenderme.

—¿Pero, quién sois vos? —preguntó Batista desorientado.

—No os mentí en mi nombre pero sí en oficio...

—Shahim es el jefe de mi guardia personal —interrumpió Al-Zagal.

—Yo estaba en Sevilla comprobando las fuerzas cristianas cuando nos encontramos.

Eso lo dejaba todo explicado para Batista.

—Ya sabemos lo que dice vuestro salvoconducto. Ahora nos gustaría que permanecierais unos días más en palacio —concluyó Al-Zagal dando por terminada la breve reunión.

Batista hubiera replicado, pero Shahim le tomó del brazo y le retiró de allí. Además, Al Zagal imponía una gran majestuosidad cada vez que hablaba: casi era imposible poner objeciones.

—¿Por qué tengo que quedarme?

—¿Por qué queréis marchar?

—Quiero seguir mi viaje, sabéis que me dirijo a Granada.

—Al Zagal quiere conoceros algo más, os considera osado por vuestro viaje en medio de una guerra.

—En realidad cuando salí no había guerra.

—Estaréis aquí unos días y después partiréis, solo eso. Tendréis más libertad de movimientos y podréis conocer la ciudad, aunque no salir de ella. Lo que necesitéis, pedidlo.

—Necesito salir de Arunda.

—Batista, podéis consideraros invitado o detenido, de vos depende. Satisfaced la curiosidad del príncipe y os iréis.

—¿Y si somos asediados?

—No debéis preocuparos por eso: los que montarán el asedio son cristianos como vos.