10 de abril de 1485.
Arunda. Palacio de Al-Zagal.
Aquello a lo que Al-Zagal había denominado «el agujero», era en realidad una gruta horadada en la piedra caliza desde un sótano del palacio hasta el mismísimo cauce del río, en la parte más estrecha, recóndita e inaccesible de la garganta. A lo largo de sus doscientos seis escalones podían encontrarse tres salas aledañas, igualmente excavadas en la piedra, que debían tener algo menos de media cuadra de superficie. En ellas, los ciento sesenta desgraciados condenados a acarrear agua desde el cauce del río hasta el interior de la ciudad, comían, dormían y morían sin posibilidad de remisión de sus penas. Aquellas escalofriantes escaleras tenían siete pies de anchura, lo justo para que pudieran cruzarse dos hombres, uno en bajada y el otro en ascenso con sus pesados zaques de agua de algo más de dos cántaras[23] de capacidad.
Cada escalón estaba descascarillado y algo deformado en algún punto, lo que hacía frecuentes los accidentes y el derrame de agua, que era severísimamente castigado por los feroces guardianes de aquel averno.
Los reclusos no conocían el día ni la noche, ya que no existía ninguna ventana. Toda la iluminación dependía de las escasas antorchas y aunque la gruta salía al aire libre, los zaques eran llenados por personal de palacio y depositados en la entrada de la caverna, para evitar fugas. Del mismo modo, en la parte superior los recipientes eran situados en una entrada donde eran recogidos por personal libre de palacio que los distribuían por los diferentes aljibes y depósitos que daban vida a fuentes y canales del palacio, así como al resto de la ciudad. De esta forma el secreto quedaba completamente a salvo.
Todo el recinto era vigilado por más de treinta guardias, que mantenían vivo el ritmo de subida de agua a base de látigo. Un guardia por cada cinco de aquellos famélicos reclusos, que eran alimentados una vez al día con unas gachas frías y tenían prohibido beber el agua que transportaban. La higiene era inexistente por completo; los enfermos eran obligados a trabajar hasta morir y sus cadáveres eran arrojados al lecho del río, algunos cientos de pies más abajo de la entrada de la gruta, con el fin de provocar la putrefacción del agua y las posteriores infecciones de los que tomaban el agua río abajo; a la postre, los cristianos que cercaban la ciudad.
En aquella gruta hombres y mujeres de las tres culturas, aunque había mayoría de cristianos, convivían semidesnudos, desnutridos, castigados y con jornadas de trabajo eternas, para que Al-Zagal oyese correr el agua por sus alegres canales cuando salía a pasear por su jardín.
La esperanza de vida en aquel lugar era de menos de un año.
Batista sería el último invitado a aquel malévolo espectáculo. Nada más llegar fue arrojado desde la entrada escaleras abajo hasta la primera de aquellas penosas estancias. Uno de los guardias le levantó del suelo a golpes y gritándole empezó a arrancarle la túnica árabe que había conseguido ponerse tras la muerte de Fátima.
Aquel guardia le tendió un hatillo similar al que veía que otros hombres llevaban anudado a la cintura. El joven médico se quedó quieto con la prenda en sus manos mirando al guardia que, percibiendo la parsimonia del nuevo reo, propinó un fuerte golpe en su cara que le rompió los huesos propios de la nariz, haciendo que sangrara profusamente. El cristiano se echó al suelo profiriendo gritos de dolor mientras era pateado por su agresor, al que solo detuvo el cansancio y el estado de semiinconsciencia del agredido.
Batista quedó allí tumbado sin que nadie se atreviese a ayudarle para no sufrir el mismo destino.
Al cabo del día, cuando los guardias consintieron que cesase la actividad, dos hombres reanimaron al cristiano hablándole en árabe. Uno de ellos intentó colocar en su sitio la nariz del herido entre los alaridos de dolor de este.
—¿Alguien habla castellano aquí?
—¿Eres de Castilla? —respondió uno de sus samaritanos.
—Sí, de Sevilla. ¿Dónde estoy?
—Esto es el agujero. ¿Cómo has llegado hasta aquí?
Batista recordó de repente todo lo ocurrido y estuvo a punto de contar sus peripecias en palacio, cuando pensó que sería más seguro no hablar de su amistad con el príncipe Al-Zagal.
—No lo sé —mintió secamente.
—Debes descansar, mañana no tendrán piedad de ti y empezarás a trabajar estés como estés.
—¿A trabajar en qué?
Aquella noche, el médico fue puesto al día de lo que se hacía en aquel lugar y de su nueva situación.
Aquellos hombres se llamaban Felipe y Jorge. Ambos eran cristianos y fueron incapaces de saber cuánto tiempo llevaban allí. Pertenecían al ejército de los reyes y habían participado en el asedio. Fueron capturados en las inmediaciones de la ciudad por los hombres de Shahim, que se aseguraban de que cualquiera que se aproximase a la entrada de aquella gruta no pudiese volver para contarlo.
Batista recordó que al llegar a la ciudad había visto a mujeres acarreando pequeñas ánforas de agua sobre sus cabezas accediendo por la puerta de Almocábar y se dio cuenta de lo bien maquinado que estaba aquel engaño.
El absoluto silencio que invadía aquel lugar fue roto de repente por la irrupción de los guardias que, abriéndose paso a latigazos, anunciaban el comienzo de un nuevo día de trabajo. Tres de ellos portaban otras tantas ánforas con las gachas que constituirían la única comida del día. Los prisioneros iban pasando delante de ellas y hundían sus profundos cuencos cilíndricos de madera en aquella masa blanquecina y aceitosa que, a veces, contenía algo que masticar, nadie sabía muy bien qué.
Batista, a pesar del hambre que tenía, pues llevaba ya día y medio sin ingerir alimentos, fue de los últimos en acercarse a tomar aquellas gachas dado que carecía de receptáculo. Tras unos momentos vacilantes se dio cuenta de que no había cuencos para todos y que los que iban terminando su ración, pasaban su peculiar vajilla a aquellos que carecían de ella. Al fin llegó su turno y pudo introducir algún alimento en su maltrecho organismo. Los que terminaban su comida se dirigían rápidamente escaleras abajo con los zaques vacíos sobre la espalda, antes de que algún guardia reparase en la más mínima ociosidad.
Aquella primera bajada le pareció un descenso al mismísimo averno. Los demás presos no levantaban los ojos del suelo, pues cruzar la mirada con un guardia era motivo de castigo. Ni una palabra, ni un gesto, solo un continuo bajar de zaques vacíos, recogida de los que esperaban llenos y trabajosa subida hasta el nivel de palacio. Allí, un leve estiramiento de la espalda y vuelta a empezar el recorrido.
Así durante toda la jornada.
Así durante toda la vida.
Aquel silencioso proceso solo era cortado por el sonido del látigo y algún quejido ahogado por las paredes de roca.
A veces, algún tropiezo o desfallecimiento provocaba un accidente en la horrenda cadena, que era subsanado a golpes por los miembros de aquella inhumana guardia que parecía entrenada para ignorar el sufrimiento. El cristiano perdió la cuenta de las veces que hizo aquel camino. Le dolían las piernas de subir escalones y la espalda por la carga y por los golpes recibidos el día anterior y, debido a la fractura de su nariz, no conseguía llenar sus pulmones del enrarecido aire de aquel recinto.
Cuando pasaba junto al guardia que le había castigado el día anterior, lo hacía receloso, temiendo otra brutal reprimenda, pero ni siquiera este reparó en él. Hasta tal punto llegaba la indiferencia de aquellos hombres hacia las vidas que custodiaban y que castigaban diariamente.
Al fin, con un suave toque de cuerno, se indicó que los que llegasen arriba no debían seguir bajando. Batista calculó que debían haber trabajado desde antes de la salida del sol hasta momentos después de la puesta del mismo. La única forma de medir el tiempo era el relevo de la guardia y de aquellos hombres libres encargados del llenado de los recipientes, que anunciaba la mitad de la interminable jornada laboral.
Solo al detenerse y tumbarse junto a sus benefactores de la noche anterior sintió el hambre y el frío.
Felipe y Jorge le recomendaron encarecidamente que durmiese lo más posible, pues al día siguiente comprobaría lo que provocaba en los músculos aquel trabajo. Batista, que no tenía formación militar ni la fortaleza de aquellos hombres, no necesitaba el consejo, estaba absolutamente derrotado y dolorido. Tan solo el hambre le impedía conciliar el sueño.
En lo que Batista presumió que debía ser el día siguiente, se repitió el proceso inicial y el cristiano ingirió aquellas gachas casi con devoción. Tomó su zaque cuidándose de quedar detrás de sus dos nuevos amigos, con el fin de poder hablar con ellos en algún momento. Eso no se produjo hasta el cambio de la guardia, a mitad del día de trabajo. El cristiano estaba completamente agotado, pero consiguió susurrarles:
—¿Habéis intentado salir de aquí?
—Por el palacio es imposible, y con nuestro aspecto no llegaríamos a ninguna parte. La salida del río parece más factible, pero está vigilada día y noche por varios guardias armados. No sé cuántos porque nos impiden asomarnos, pero no son demasiados. Esto lo sé porque he contado los que entran y salen en los cambios de guardia. —La información la facilitaba Jorge, que quizás, cuando estaba en libertad gozaba de mayor rango que su compañero.
—Nada más llegar nosotros se produjo una escaramuza, los mataron a todos y dejaron sus cuerpos aquí dentro durante tres días, para que no lo intentásemos más. Después nos dejaron sin comer un día a los que no habíamos intentado nada.
—Debe estar bien vigilado si nadie consigue huir y los que se acercan desde fuera son apresados con facilidad —añadió Felipe—. Nosotros éramos una patrulla de seis hombres; nos atacaron al menos veinte moros. Cuando ya nos habíamos rendido, pasaron a cuchillo a los otros cuatro...
Felipe quiso continuar su relato pero vio bajar a un guardia y supo que el final de la historia tendría que esperar a mejor ocasión.
Batista pensó que jamás saldría de allí.
* * *
En el salón del trono, Shahim intentaba convencer a Al-Zagal de la necesidad de abandonar la ciudad.
—Príncipe, tarde o temprano encontrarán la gruta y aunque la sellemos nos quedaremos sin agua y seremos derrotados. Debéis salir de Arunda mientras quede tiempo.
—No dejaré la ciudad, Shahim. La gruta está bien resguardada.
—Príncipe, pronto echarán en falta a las patrullas que hemos abatido merodeando por la entrada. Alguien en la doble muralla se dará cuenta de que todas sus patrullas que no vuelven son enviadas a la misma zona.
—Se ve que los cristianos no controlan mucho las patrullas que envían a reconocer los terrenos adyacentes. La ciudad sigue a salvo gracias a vuestros hombres.
—Si aún no han notado la ausencia de sus patrullas es porque su ejército es demasiado grande y no notan la falta de seis o siete hombres, pero ya han reducido su número de manera importante, solo es cuestión de tiempo. Además podrían interceptar a algún correo que conozca el secreto y hacerle hablar bajo tortura.
—Ningún correo hablará, de eso estoy seguro, y tiempo es lo que nos sobra en esta trampa, Shahim. No puedo traicionar la confianza de mi primo.
—Príncipe, vuestro primo os querrá vivo y cerca de él, para ayudarle en la defensa de Granada. Arunda está perdida.
—En todo caso os necesitará a vos, mi fiel amigo. ¿Cómo puedo ayudar yo en una guerra? Llegado el momento, sois vos quien deberá abandonar la ciudad y contar a Hassan-Alí lo que ocurra en Arunda.
—Príncipe.... —intentó continuar Shahim.
—Esto es una orden, Shahim, te ordeno que salvéis vuestra vida.
A estas alturas el día a día en la ciudadela era una tediosa espera, y aunque la moral no era muy alta tras la derrota de su ejército en la batalla de marzo, todos los habitantes que continuaban vivos estaban seguros de salir indemnes de aquel asedio.
En el palacio el ambiente no era diferente. Shahim y Al-Zagal ocultaban sus más macabros pensamientos. Continuamente se organizaban pequeñas recepciones en las que se informaba de los avances diarios y de cómo el ejercito de los reyes se iba desmoralizando ante la fortaleza de la ciudad. El príncipe seguía atendiendo sus obligaciones, visitaba continuamente su pequeño harem con el fin de justificar la muerte de Fátima y estar más en contacto con sus hijos, que eran los más asustados en aquella situación. Al-Zagal era contrario a mentirles e incluso, en ocasiones se había paseado con ellos y Shahim por las murallas defensivas de la ciudad para iniciar a los críos en el arte de la guerra. Él lo llamaba «aquel don que Alá no quiso concederme».