3 de mayo de 1485.

 

 

El pequeño Amed volvía a sufrir aquellas fiebres acompañadas de vómitos, diarreas y fuertes dolores de estómago. Permanecía en su camastro, emitiendo leves y continuos quejidos. Estaba pálido y sudoroso. Los médicos habían recomendado ventilar la habitación continuamente, por lo que dos sirvientes agitaban hojas de palma en la puerta de la misma, dado que carecía de ventana.

Al-Zagal, con algo de barba y sin maquillar,  permanecía junto al muchacho, mientras los doctores intentaban dar alivio al enfermo, con escaso resultado. En aquel patio que comunicaba todas las habitaciones del harem, no se oía un ruido por mandato expreso del príncipe. Las mujeres permanecían en sus habitaciones y el resto de los críos estaban con Shahim aprendiendo a usar el arco.

Cuando los médicos se retiraron accedió a la estancia la madre del niño. Le secó la frente y le acarició el enmarañado pelo. El pequeño respondió con una leve sonrisa y otro quejido. La mujer se dirigió a Al-Zagal:

—¿Es que vais a permitir que muera?

—Encontraremos un remedio, mujer, el niño es fuerte y saldrá adelante.

—Al-Zagal, ya estuvo a punto de caer en marzo. Si no es por el cristiano hubiera muerto y lo sabéis. ¿Hasta dónde llega vuestro maldito odio?

Esta vez la mujer gritaba y añadió:

—Traed al cristiano de una vez.

—El cristiano ha muerto —respondió el príncipe con voz cavernosa.

—Ha muerto Fátima y morirá Amed. Al cristiano le permitísteis seguir viviendo, le disteis una oportunidad que le negáis ahora a tu propio hijo.

—¡Calla, mujer!

—¡No callaré mientras pueda salvar la vida de Amed!.

El pequeño rompió a llorar y se escondió entre las sedas y pieles que le cubrían. La madre le cogió en brazos, entre lágrimas y le sacó al patio, donde las otras mujeres salieron a consolarla.

Todos en palacio sabían que era difícil bregar con Al-Zagal cuando estaba ofuscado.

En ese momento entró Shahim con el resto de los críos. Al ver la escena y el semblante del príncipe, pudo imaginar lo que había ocurrido.

Se acercó y se sentó junto a la mujer y al niño enfermo.

—¿Le habéis hablado de Batista? —preguntó con dulzura.

—No quiere salvar a su hijo —contestó la mujer entre sollozos mientras abrazaba fuertemente al pequeño.

Los niños ya jugueteaban con un pequeño ejército de madera, en el centro de la sala.

Shahim se incorporó solemnemente y se dirigió hacia la habitación pobremente iluminada donde continuaba Al-Zagal con las manos en la cara. Shahim sabía que su amigo se debatía entre su deber como padre y la rabia contenida. Ya hacía días que todo el palacio opinaba que debían sacar al cristiano de la gruta y pedirle que curase al niño.

—Al-Zagal, amigo mío, debéis sacarle mientras continúe vivo, no se negará.

—Shahim, ¿qué clase de hombre antepone su dolor personal a su reino?

—Solo anteponéis vuestro orgullo y vuestro odio a la vida de vuestro hijo.

Tan solo Shahim podía permitirse hablar así al príncipe.

—Podría hablar de la gruta.

—No si no sale de aquí. Que salve al niño  y que vuelva a acarrear agua.

—No somos salvajes, Shahim. Si salva la vida de mi hijo, tendré que perdonar la suya.

—Bien, mantenedle en palacio y que comparta la suerte de Arunda.

—¿Y ver cada día al hombre que yació con Fátima?

—Príncipe, es vuestro hijo. Encerrad o matad al cristiano si queréis, pero salvad a Amed.  Sacad al cristiano de la gruta y preocupaos después por su destino.

—Tan solo si mis médicos no consiguen resultados en los próximos días.

La madre de Amed volvía junto con el niño de nuevo a la habitación, ya que este tiritaba de frío en la gran sala. Nada más acostar al pequeño, todos salieron de la estancia.

—¿Lo haréis? —preguntó la mujer expectante y con lágrimas corriéndole por el rostro y arrastrando su abundante maquillaje.

—Tan solo si mis médicos no consiguen avances.

—¡Maldito seáis, Al-Zagal! —vociferó ella—. Vais a matar a vuestro hijo por no tragaros vuestro orgullo. ¿Qué clase de padres sois?

El príncipe abofeteó a la mujer, dejándola sentada en el suelo, mientras abandonaba la estancia seguido de cerca por Shahim, que ni siquiera ayudó a incorporarse a la desconsolada madre. Ambos hombres fueron directamente al gran salón de audiencias, bajando una planta y atravesando medio palacio.

—Príncipe, tras cinco meses de asedio, la situación creada con vuestro hijo os hace perder más autoridad que todo lo ocurrido en esta guerra.

—Eso es porque Arunda es más fuerte que yo. Shahim, el cristiano mancilló mi nombre y aun así le sigo guardando cierto aprecio. No hay día en que no piense en él.

—Príncipe, el cristiano es el menor de nuestros problemas, sacadle o matadle, pero que no haga más daño a tu autoridad. Las dos mil personas que continúan vivas aquí dentro confían en vos.

Acabada aquella conversación pasó a informar del parte de guerra.

—Hoy recibimos noticias del exterior. Un correo consiguió atravesar las líneas cristianas con un mensaje de Granada. Hassan-Alí ha reclamado ayuda a Damasco pero aún no recibido noticias. Es posible que los mensajes hayan sido interceptados por la flota real y estemos aislados. Vuestro hermano permanece sitiado en Málaga con pocos hombres y también espera ayuda de Granada.

—Hassan-Alí no ayudará a mi hermano y sospecho que entre Rabat y Damasco hay demasiadas guerras internas como para que se preocupen de Al-Andalus. Estamos a merced de Alá.

—Deberíamos empezar a pensar en negociar una salida con los reyes.

—Ya rechazamos su oferta una vez —recordó Al-Zagal, sin muestra alguna de arrepentimiento—, y prefiero  morir luchando a vivir exiliado. Enviad respuesta a Hassan-Alí al Palacio Rojo y decidle que la cuidad resistirá. Que no envíe más tropas. Los cristianos se ven incapaces de entrar y no tenemos problemas de abastecimiento.

Shahim cumplió aquella orden a sabiendas de que Hassan-Alí no podría enviar más tropas aunque se las pidieran encarecidamente, porque simplemente no las tenía.

La respuesta de Hassan-Alí no se hizo esperar y en unos días otro de aquellos niños correo se acercaba a la ciudadela desde el oeste disfrazado de mendigo y con el mensaje de Granada grabado en su memoria. Debía buscar la cuenca del río lo más arriba posible. Metió sus pies en el agua en un lugar que los lugareños llamaban «baño de los hombres» a más de cinco leguas al suroeste de la ciudad, distancia suficiente para que las patrullas cristianas no la vigilasen. A partir de ahí debía seguir el lecho rocoso de aquel afluente del Guadiaro hasta divisar el inicio de la garganta. En un principio apenas levantaba treinta pies de altura, y después el río iba profundizando en aquel desfiladero, con frecuentes saltos y pozas, que lo hacían bastante peligroso de transitar. Sin embargo, una vez que se iniciaba aquel camino, se quedaba muy resguardado de ojos malévolos, con lo que el muchacho se sintió protegido por las paredes de piedra que le separaban apenas dos leguas en línea recta hasta su destino.

El cauce iba pronunciando una curva hacia la derecha que hacía imposible divisar demasiado terreno, pero el muchacho permanecía ojo avizor, sabedor de que si era capturado, moriría sin remisión. Avanzaba sin un solo ruido, mirando donde ponía sus pies en cada paso, como había sido entrenado en la cuenca del Genil. Cuando empezó a divisar las primeras edificaciones abandonadas de las afueras de la cuidad, oyó voces y algunas risotadas, provenientes de lo alto de la garganta que distaba ya más de media cuerda. No había duda: eran cristianos. El corazón se le desbocó en un instante, quedó quieto y agazapado buscando alguna maleza con la cubrirse la cabeza, pues los guijarros tras los que se encontraba se le antojaban insuficientes. Cuando se atrevió a mirar, divisó al menos a cinco cristianos al borde de aquel abismo, lanzando piedras al fondo. Si era apresado en aquel punto, además de perder su mensaje, pondría en peligro la seguridad de la ciudad.

Debía continuar antes de ser visto.

Comenzó a arrastrarse muy despacio, cuidándose de ser inaudible. Sus pies descalzos sufrieron algún que otro corte con los filos de las rocas. Tuvo que reprimir  algún grito  de dolor y casi detuvo su respiración hasta alejarse de la patrulla cristiana.

Cuando se sintió a salvo debió pararse a descansar. Tomó agua entre sus manos y la bebió a sorbos sin dejar de vigilar las paredes de piedra. Al fin oteó los baños árabes. Sabía que debía penetrar entonces en lo más profundo de la garganta y buscar la entrada de la gruta en la pared norte tras un recoveco del río.

Comenzó a avanzar por la orilla sur, pegado a la pared de roca para evitar ser visto desde lo alto. Varias veces debió cambiar de orilla ante la imposibilidad de seguir su camino y quedar a la vista de un posible observador al meterse en el agua. De repente dio un pequeño traspiés, no supo con qué, pero unas fuertes manos detuvieron su caída, al tiempo que tapaban su boca con fuerza para evitar un grito de auxilio.

Alguien le susurró al oído en árabe:

—Estás a salvo, enseña tu credencial.

El muchacho sacó de debajo de su empapada camisola un colgante de madera ennegrecida que representaba un escudo de armas. El militar que había capturado el muchacho reconoció al instante un tosco escudo de Granada. Hizo señas al muchacho para que quedase en completo silencio y le señaló la entrada de la gruta que ya había dejado atrás. Si no llega a ser visto por aquel guardia, no la habría encontrado.

 

 

Las órdenes de Hassan-Alí eran claras. Resistir o morir en el intento. Los reyes no podrían avanzar dejando esa fortísima plaza sin conquistar. Cada día que resistiera Arunda, significaba una pequeña victoria para el Reino de Granada. No debían esperar refuerzas del exterior, pues medio reino estaba desprotegido ya, y la única ayuda posible debería venir de ultramar y aún tardaría en llegar. Por otra parte, si Said-Hamed seguía vivo, como indicaban los informes de campo, se debían entablar negociaciones inmediatamente para procurar su rescate. Era el general más valorado por Hassan-Alí.