Capítulo 2
LA RUTA DE ARUNDA
4 de noviembre de 1484
Había fecha de ida pero no de vuelta. Los preparativos habían concluido. Sobre la mula de pelaje grisáceo, tres alforjas. La primera con túnicas, una capa negra engrasada repelente al agua y algunos leotardos de lana. La segunda contenía varios manuscritos de medicina ricamente encuadernados en vivos colores y con numerosas ilustraciones. La tercera la formaba un completo botiquín, que esperaba ser ampliado por el camino.
Como única arma una daga, herencia de familia, con empuñadura de plata ensartada con pequeños diamantes y amatistas, de algo más de un pie de largo. Batista no era hombre de armas y nunca fue diestro con la espada, e incluso pensaba que la destreza atribuida a su padre era fruto de la leyenda más que de hechos fundados.
Para el camino dos dinerales[7], uno en oro puro y el otro en monedas, veinte peluconas, diez escudos, diez ducados de plata y siete doblones[8], todo ello dividido en tres partes y escondidos entre el equipaje salvo lo que llevaba encima en su bolsa de piel de gacela.
Caía la noche cuando el hombre llegó a casa de su madre. El ama de llaves, silenciosa como siempre, abrió la puerta y se retiró hacia el ala de servicio. Junto a la chimenea, a medio fuego, permanecía sentada doña Luisa.
Estruendoso silencio.
Aún no se había recuperado del golpe sufrido. Estaba demacrada, sus pómulos sobresalían de su piel hundiendo más sus ojos, y sus labios cortados por el dolor parecían incoloros. Estaba muy delgada, algo mal visto en la sociedad de la época donde las palabras delgadez y hambre estaban íntimamente relacionadas. En sus manos, blancas y débiles, un rosario del que en los últimos días no se separaba en ningún instante. Todo ello unido a sus ropas, de riguroso luto, completaban la tétrica escena, donde Batista pensó que solo faltaba la pálida dama con su guadaña amenazante.
—Madre, al alba abandonaré Sevilla.
La mujer no contestó, no elevó su cabeza, no miró a Batista, no se inmutó.
—Madre…
Un largo silencio.
La mujer sacó un pañuelo violeta de un bolsillo, se secó algunas lágrimas, al fin miró a su hijo y dijo:
—Es vuestra decisión y sé que vais a partir, César, pero sois lo único que me queda en este mundo y siento que voy a perderos en vida. Partís a tierras extrañas solo, sin guardia ni acompañante alguno.
—La guardia me la Dios y la compañía aparecerá en el camino.
—¿Estáis seguro de que Dios no os ha dejado después de abandonar tú al obispo?
—Yo no abandoné al obispo, madre, ¿es que no lo entenderéis nunca?
—El obispo es un servidor de Dios igual que su secretario. Ambos velan por la pureza de la religión a través de la Santa Inquisición. Si los reyes les han encargado esa misión por algo será.
—Porque don Fernando está demasiado ocupado planeando el asalto a Granada y doña Isabel busca el matrimonio más conveniente para sus hijos siempre en tierras extranjeras, y mientras los dos tienen sus mentes ocupadas fuera de Castilla, el pueblo se muere de hambre.
—¡No habléis así de los reyes! Os condenaréis con esa actitud.
Batista bajó el tono de voz, consciente de que no lograría convencerla.
—Debo partir.
Madre e hijo se abrazaron fríamente. El médico abandonó la sala, y a su salida se encontró de nuevo con el ama de llaves.
—Señor César, no le guardéis rencor, ella está destrozada y no sabe lo que dice… pero os quiere y os lleva en su corazón. Llevadla vos también.
Batista pensó que era curioso cómo el vocabulario simple de aquel ama de llaves, que no sabía leer ni escribir, podía resumir en unas pocas palabras lo que había ocurrido allí dentro.
* * *
Al amanecer Batista se dirigió a la puerta sur con la única compañía de su cargada mula y su poderoso caballo, Paciente, un animal de pura raza, negro, con anchos cuartos, adquirido en una subasta en Guadalajara algunos años antes y que venía casi sin doma. El propio Batista se encargó de ello consiguiendo del animal una obediencia envidiable, que unida a su presencia hacía del equino un ejemplar muy valioso.
Al aproximarse a la puerta, los soldados que hacían la guardia le reconocieron.
—¿Partís muy lejos, Batista?
Probablemente eran hombres que habían servido en la prisión.
—Parto por mucho tiempo, soldado.
—Buen viaje.
—Que la ventura os acompañe en vuestros días, soldado —dijo Batista, sintiéndose aliviado cuando cruzó el arco de herradura que daba fin a la ciudad. A pocos pasos, una segunda muralla, sin guardia, campo abierto y un largo camino.
Eran ya bastantes los comerciantes que avanzaban con sus carretas de un lado para otro. El camino, algo fangoso debido al rocío matutino, era ancho y despejado. Algunos carros estaban atrapados en el lodo de las cunetas y sus dueños se afanaban por volverlas a poner en marcha sin tener que vaciar su carga, entre ellos un comerciante con pescado seco, cosa que no veía todos los días en Sevilla y por ello estaba al alcance de unos pocos.
El vendedor maltrataba a la mula que tiraba del carro. A todas luces era incapaz de sacarlo del barro. Batista se dirigió a él:
—Os quedaréis sin carne y sin pescado si empleáis con tanto énfasis esa vara.
—Forastero, si queréis ayudar, hacedlo; si no, partid que yo me preocuparé de mi mula y de la carga.
—Introducid algunas ramas bajo las ruedas y permitidme que alivie un poco vuestra carga.
El comerciante tendió algunas piezas de aquel pescado seco a Batista. Eran voladores, llamados así porque eran secados al viento colgados de la cola y al ser mecidos, realmente parecía que estaban volando. Este alimento se unía al resto de las provisiones consistentes en queso, aceitunas, algo de carne salada y algunas frutas. Además contaba con un odre de agua de una cántara.[9] Todo ello podía permitir una autonomía de dos días, lo que era excesivo, dado que apenas cada media jornada de camino podían encontrarse postas y posadas en las que reponer provisiones.
Había que recorrer varias leguas[10] para perder de vista Sevilla cuando se abandonaba con dirección sureste, ya que se tomaba terreno ascendente. Ya estaba el sol casi en lo más alto cuando Batista, al volverse, divisó como un pequeño alfil: el minarete de la Giralda. Comenzó a bajar una pequeña loma y el edificio fue engullido poco a poco por la tierra hasta perderse de vista. La ciudad quedaba atrás. En el horizonte, el reino de Granada, verdadero destino desde un principio a pesar de lo dicho al obispo.
El camino ahora se veía infestado de gentes y Batista empezaba a notar en sus riñones el trasiego del caballo, de modo que decidió parar a comer. Se apartó un poco del camino, bajó de su montura a la que ofreció agua, y caminó tirando de los dos animales hasta un claro cercano. Allí sacó de las alforjas algunos alimentos junto con un cuenco de madera para el agua. Sentado en una piedra, comenzó a degustar el pescado seco. A pesar de su exterior duro, se masticaba con facilidad. En unos segundos casi se deshacía en la boca inundando el paladar de un sabor salado no muy intenso que hacía que se ansiara repetir aquel sabor. Tras tomar varios trozos, probó el queso, muy curado, de color amarillento y un sabor entre fuerte y dulce pero cremoso. El agua, gracias al odre, se mantenía fresca. Batista abusó un poco de ella a sabiendas de que Alcalá de Guadaíra no se encontraba lejos, y en ese pequeño pueblo podría renovar sus existencias e incluso pasar la noche.
Al acabar el refrigerio quedó sentado en el suelo. Los animales también habían terminado de pastar y bebían agua. Debido a la distancia desde el camino, apenas se oía nada.
De repente, Batista percibió un murmullo seguido de algún movimiento de hojarasca. El médico se levantó de un salto y tomó su daga mientras empezaba a arrepentirse de haberse retirado del camino, pero ahora no había remedio. Miró al frente y lo vio más claro: había alguien agazapado entre los arbustos.
—¡Salid de ahí! ―gritó Batista. Por respuesta y tras afinar el oído solo un murmullo extraño.
―He dicho que salgáis de ahí. ¿Qué queréis? —repitió Batista.
Continuaba el murmullo, que cesó de pronto, y se oyó una voz de hombre, estentórea y con acento árabe:
—¿Es que ni siquiera respetáis a un hombre orando a su Dios?
El desconocido se dejó ver claramente: su chilaba, la piel tostada y los ojos oscuros delataban su procedencia nazarí.
—Disculpadme —respondió Batista—. ¿Pero… por qué estabais ahí?
—Busqué un lugar tranquilo donde orientar La Meca para hablar con Alá. ¿Pensáis hacer algo con eso? —preguntó el árabe, refiriéndose a la daga que Batista aún portaba en su mano derecha. Este no respondió y se limitó a guardar su arma. Los dos hombres se observaron unos segundos, algo altivos, solemnes, hasta que por fin el árabe rompió el silencio:
—¿Compartiríais vuestro agua?
Batista continuaba callado, observando al infiel, cuyos únicos pertrechos eran una mochila de piel no demasiado grande con adornos arabescos. Al fin, su naturaleza confiada le hizo asentir con la cabeza y tender el odre. El desconocido lo tomó y bebió con soltura. Volvieron a observarse fríamente hasta que Batista inició una batería de preguntas:
—¿Cómo os llamáis? ¿A dónde os dirigís? ¿A Sevilla?
—Mi nombre es Shahim. Vuelvo a Granada. ¿Y vos?
—Me llaman Batista.
—¿Qué significa?
—Soy cristiano, nuestros nombres no siempre tienen un significado. ¿Significa algo Shanim?
—Shahim —corrigióel musulmán― y significa «el halcón peregrino».
Batista fingió falta de interés por las palabras del musulmán, aunque comenzó a pensar que fuera un interesante compañero de viaje. Al fin y al cabo tenían el mismo destino. Lo pensó un momento y dijo:
—Yo también me dirijo a Granada. ¿Queréis un poco de pescado o carne?
—Muy agradecido. Pescado; he visto pocas terneras en Sevilla.
—¿Qué queréis decir?
—Los musulmanes no comemos vuestro asqueroso cerdo.
Batista quedó en silencio pensando que eso sería en público y cuando no hay otra cosa, porque había visto a muchos moros comiendo cerdo a sabiendas. El médico cristiano comenzó a pensar que podía aprender mucho de ese hombre en el largo viaje a Granada, y que le sería útil al llegar a tierra hostil.
—¿A qué parte de Granada os dirigís? —inquirió Shahim con la boca llena, lo que sumado a su acento hizo casi ininteligible la frase a Batista, que tuvo casi que descifrarlo para contestar.
—A la capital, Granada. ¿Y vos?
—¿Habláis algo de árabe?―preguntó Shahim sin contestar a su interlocutor.
—Algo.
Batista fue escueto. Revelar que todo el árabe que sabe lo aprendió en salas de tortura, se le hacía tan incómodo como peligroso.
—No os será fácil llegar tan lejos sin conocer la lengua.
—Podríamos ir juntos —se atrevió al fin a sugerir Batista.
—Yo os acompañaré hasta la medina de Arunda; ese es mi destino.
—Dijisteis Granada.
—Arunda es la puerta oeste de Granada, amigo, del Reino de Granada.
Algo es algo, pensó Batista mientras comenzaba a recoger sus enseres.
El musulmán sacó unos higos de su bolsa y los tendió a Batista.
—Ayudan a retener el «aqua» —explicó.
—Agua —corrigió Batista mientras tomaba un par de los frutos. Su piel era áspera, pero al primer bocado inundaba el paladar de un sabor dulce intenso, gelatinoso y fresco a la vez. Batista pensó que eran exquisitos.
Los dos hombres sonrieron al entender su simbiosis y se prepararon para partir. En la mente de los dos, la extraña unión, que sabían iba a ser beneficiosa aunque por motivos muy diferentes.
Shahim miró al asno de Batista sin pronunciar palabra, hasta que el cristiano entendió lo que deseaba.
—Poned vuestros pertrechos sobre el asno si lo deseáis.
—Será mejor que los mantenga conmigo.
No es usual en Castilla ver a compañeros de viaje tan dispares, y no digamos en Granada. Sin embargo, Batista confiaba en su nuevo acompañante para cuando llegaran tierras más hostiles.
Desde que comenzaran a moverse, curiosamente los dos hombres mantienen un silencio absoluto.
Batista observaba un paisaje nuevo para él, puesto que solo había viajado al norte. Se sorprende de la abundancia de palmeras y de cómo el terreno comenzaba a encresparse en el horizonte, salpicado de mil y una tonalidades de verde, dado que la vegetación era muy densa a los lados del camino. Bosques de pinos, alcornoques, encinas y fresnos se perdían en el bellísimo horizonte dejando el olor de la naturaleza fresca. De vez en cuando se cruzaban con algún viajero o comerciante que casi nunca sabían cómo reaccionar ante la pareja. En estos caminos y en la dirección que seguían, si uno quería permanecer seguro al cruzarse con un musulmán, se le saludaba en su idioma de manera cortés por lo que pueda acontecer. Y al cruzarse con un cristiano se insultaba a la madre de toda la tierra árabe, de forma que ver ambos bandos cabalgando unidos, no hacía más que descolocar al más resabiado de los viandantes.
Habían recorrido unas seis leguas cuando, en lontananza, divisaron el poblado de Alcalá de Guadaíra. El sol estaba en lo más alto, y el musulmán pidió un descanso. Batista pensó que debía estar cansado de andar aunque el ritmo fuese lento. Los dos hombres pusieron pie en tierra y se apartaron del camino unos metros, no demasiado lejos, ya que el sevillano aún recelaba de su acompañante y no quería alejarse de la pista de tierra. Sin embargo, Shahim con total normalidad, se alejó algo más que Batista sin mediar palabra. Este le observó hasta darse cuenta de que iba de nuevo a rezar. Vio cómo miraba al sol para orientarse y finalmente se arrodillaba y comenzaba a murmullar algo.
Batista se olvidó por un momento de los rezos y pensó en la noche que les aguardaba. No podía confiar en aquel hombre de modo que la noche la pasarían en Alcalá de Guadaíra: sería más seguro que estar a solas con el infiel. Sacó algunos alimentos de sus alforjas y preguntó:
—¿Os apetece algo?
Por única respuesta obtuvo una especie de gruñido de desaprobación. Batista sabía que no debía interrumpir a un cristiano rezando, pero no conocía la costumbre ante el rezo de un infiel. En realidad le molestaba tanto rezo y su propia crisis de fe le llevaba a cuestionar cualquier rezo.
Shahim terminó y acudió raudo a por aquel bocado antes ofrecido, sin hacer mención alguna a la inoportuna interrupción.
—¿A qué os dedicáis en Sevilla? —preguntó a Batista.
—Soy médico.
—¿Y qué queréis de Granada?
—Dicen que vuestros doctores son los más avanzados; quiero conocer sus técnicas y ampliar conocimientos.
—¿No os parece arriesgado?¿Qué piensa vuestra familia?
—Todos creen que me dirijo a Lisboa, y en cuanto al peligro... soy hombre de paz, Shahim.
—Desde luego no os veo demasiado armado...
—Y vos, ¿qué hacéis en esa Arunda? —interrumpió Batista.
El musulmán se tomó su tiempo.
—Arunda es la puerta de Granada al tiempo que su más fiel defensa, no la toméis a broma. Vuestro rey, don Fernando, se equivocará si ataca la capital sin tomar antes sus defensas.
Batista quedó boquiabierto.
—No os pregunté eso ni quería minimizar la importancia de vuestra tierra, Shahim, os ruego no os molestéis.
El musulmán se mostró incómodo.
—Yo era soldado, me licencié del servicio del emir y decidí viajar a conocer Castilla, como vos.
El brusco giro de la conversación hizo pensar a los dos hombres que debían proseguir su camino. Sin decir palabra recogieron las monturas y volvieron al camino. Por su parte, Batista decidió no profundizar en la vida de su compañero de viaje a partir de ese momento.
En Alcalá de Guadaíra, por la que pasaba todo el agua de la que bebía Sevilla, debían vivir unas doscientas personas repartidas en veinte o treinta[11] casuchas. De ellas solo destacaba la parada de postas que hacía las veces de restaurante y pensión. Era un edificio de dos plantas, con grandes ventanales enrejados y dos entradas, una para los clientes y otra de acceso directo a la gran cocina. Contaba con catorce habitaciones donde la limpieza brillaba por su ausencia, como pronto comprobaría Batista. Sorprendía el pulcro encalado exterior del edificio, cualidad que ayudaba con las extremas temperaturas que soportaba la zona tanto en verano como en invierno.
Nada más llegar, un harapiento mozo se encargó de las monturas, preguntando a los viajeros si harían noche allí. Batista contestó afirmativamente antes de que su acompañante pudiera dar su opinión y entró en el recinto pensando: Yo al menos, sí. Que el moro duerma bajo un árbol si así lo desea.
Accedieron a una primera estancia en la que se ubicaba el comedor y una amplia barra de adobe y madera atestada de productos como pan, miel y polen de abejas, distintos tipos de mantecas y zurrapas, algún dulce, sobre todo de membrillo y un gran queso envuelto en nea. Todo ello dirigido a los viajeros que paraban allí y necesitaban provisiones no perecederas.
Aquel comedor tan solo contaba con cuatro mesas y unas pocas sillas destartaladas, y junto a la barra se distinguían unos pocos bancos altos de dudosa seguridad. Por toda decoración, unos viejos apeos de labranza repartidos desigualmente por unas paredes que hacía tiempo que no olían la cal que rebosaba en el exterior. El mesonero acudió raudo al encuentro de sus clientes. Salió entre voces de una sucia cocina que Batista prefirió no inspeccionar.
—Muy buenas tardes, caballeros —saludó entrecortadamente al darse cuenta de la extraña pareja que tenía delante.
Era un hombre entrado en carnes de unos cincuenta años que se acercaba sudoroso. Hacía días que no rasuraba su poblada barba que ya presentaba numerosas canas.
—Saludos. ¿Sería posible pasar la noche aquí? —contestó Batista obviando la sorpresa del mesonero.
—Por supuesto, bienvenidos a mi casa. Soy Arturo Toledano. ¿Dónde dormirá el criado? —preguntó el anfitrión refiriéndose al moro.
—No soy criado de nadie —espetó Shahim.―Dos habitaciones, queremos.
―Shahim me acompaña en mi camino a tierras árabes. Yo soy César Batista —aclaró el doctor.
Toledano les indicó dónde estaban las habitaciones y la única letrina del edificio, así como los horarios de las diferentes comidas que no estaban incluidas en el precio. Tras subir una angosta escalera, llegaron a un pasillo con una ventana sin cierres al fondo que iluminaba las quince puertas sin numerar.
El panorama en la habitación de Batista era desolador. Las paredes amarillentas sin ningún tipo de decoración, salvo la marca ennegrecida de un crucifijo. Un catre pequeño y a todas luces incómodo con unas mantas roídas por los años―y probablemente algo más, dado que la presencia de ratas estaba asegurada―, perfectamente dobladas a los pies y una especie de cojín sucio por almohada, para facilitar un poco el sueño. Una funda también algo roída y rellena de paja, que, eso sí, parecía reciente. Junto al terrible catre, una pequeña mesa sin cajón coronada por una vela de cera casi consumida y otra nueva. Al indecente mobiliario solo cabía añadir la ingente cantidad de suciedad que podía apreciarse en cualquier rincón. Batista pensó que debía pedir al mesonero una silla para no dejar sus pertrechos, entre los que estaba su botiquín, en el asqueroso suelo.
Ya había anochecido cuando bajó a cenar. Ni rastro de Shahim. No había dado señales desde que entró en su habitación.
Ni que decir tiene que no había carta ni menú. Simplemente se comía lo que se preparaba en cocina. Generalmente un par de platos entre los que sí se podía elegir, precedidos de una sopa poco sustanciosa o unas gachas. Batista estaba eligiendo el cerdo asado justo cuando apareció Shahim. Toledano esperó para ofrecerle las viandas, entre las que sospechosamente había desaparecido el cerdo anteriormente ofrecido al cristiano. Ahora el asado era de rica ternera. Sin duda el mesonero conocía su oficio y contaba ya de por sí con la complicidad de todos los cristianos que pudieran estar presentes. Batista decidió no intervenir.
La sopa no podía ser más insípida pero estaba bien caliente y agradaba al traspasar el gaznate, dado que empezaba a hacer frío. Después, como Batista sospechaba, el asado era idéntico en los dos platos. Venía acompañado de una leve guarnición de verduras casi crudas y, a decir verdad, no estaba malo. La carne estaba crujiente en su exterior pero era fácil de masticar y proporcionaba al paladar un interesante abanico de sabores de ricas especias, fruto sin duda de la especial situación del mesón, que podía adquirir productos venideros de los dos reinos colindantes. Del terrible vino que acompañó la cena era mejor no hablar.
Durante la comida, los dos hombres hablaron de sus ciudades de nacimiento, de su juventud y del viaje de Shahim, que había encontrado numerosos problemas en su periplo por una Castilla que cada día odiaba más a los musulmanes. Batista se mostró algo cansado, dado que era su primer día de viaje y estaba deseando alcanzar su catre. Además recordaba la salida de tono de Shahim esa tarde en al campo y no quiso abusar del talante hablador que empezó a demostrar su compañero, de modo que, tras degustar la copiosa cena, se retiró a su habitación después de pedir a Toledano que fuesen despertados al alba para continuar su camino.
Shahim, sin embargo, se dirigió al exterior y caminó hacia la orilla del río, disfrutando del intenso murmullo del agua. En ese mismo lugar, se orientó con la ayuda de la Osa Mayor y comenzó a rezar la quinta y última oración obligatoria del día. Al acabar aún permaneció un rato paseando por las estribaciones del río, pensativo, con la mirada perdida en aquellas aguas oscuras, anhelando quizás, unos tiempos que jamás volverían a estas tierras. Su pasado militar le hacía recordar viejas glorias musulmanas, aunque el momento que le tocó vivir solo trajo a su pueblo la destrucción de la antigua grandiosidad del reino nazarí.
Cuando Toledano se dignó a despertar a sus huéspedes el sol estaba bastante alto en el horizonte, a pesar del encargo de Batista de ser avisados al alba. Aquella mañana no empezaba bien para él. Una vez más llegó a la planta baja antes que Shahim, ya que este estaba rezando. Los dos hombres, una vez juntos, tomaron un desayuno consistente en algo de queso y pan. Toledano ofreció leche, pero Batista prefirió vino caliente.
Tras el refrigerio, en el que Batista no dejó de refunfuñar contra Toledano, los dos viajeros pidieron al tabernero sus respectivas cuentas, que ascendía a casi tres escudos, cantidad que ambos consideraron excesiva. Aunque el regateo era una práctica ampliamente extendida en toda Castilla, decidieron partir sin más discusión. Batista pidió al mesonero su caballo pensando en no volver a ver a aquel hombre.
—¿Llamáis caballo a esa mula? —espetó Toledano entre extrañado y sorprendido.
—La mula también debéis traerla —contestó Batista con tono cansino.
—Mi buen señor, solo metí una mula ayer en el establo.
—Llamad al mozo. Él tomó mi montura y la mula.
—¿Qué mozo? —preguntó Toledano con tono preocupado.
—Ayer al llegar un mozo tomó al caballo y la mula nada más entrar en el patio —intervino Shahim.
—Por ventura os digo que no existe tal mozo. La mula estaba en el patio atada a una columna, e imaginé que era vuestra por el volumen del equipaje que portáis, pero no hay mozo ni caballo.
Antes de que Batista pudiera esbozar palabra, el árabe amenazaba el gaznate de Toledano con una daga que ni siquiera había visto desenvainar.
—Pues tendrás que localizar a ese mozo —amenazó Shahim.
—Os juro que no sé de quién habláis —susurró Toledano mientras se orinaba encima. ―No es la primera vez que ocurre, han robado varios animales en la zona.
Batista miró a Toledano y apartó lentamente la mano de su compañero con la que amenazaba al tabernero.
—Dice la verdad —sentenció Batista, al tiempo que bajaba la mirada y se le llenaban los ojos de lágrimas. Tomó su equipaje y salió despacio del recinto mientras era observado por sus dos interlocutores.
Shahim cogió también sus bultos y siguió al cristiano casi a la carrera.
Ambos hombres permanecieron en silencio un buen rato mientras caminaban junto a la mula, que iba con la brida suelta. Batista no podía evitar recordar a su hermano que había sido linchado y ajusticiado por el populacho pocos días antes justamente por el robo de un caballo. Un delito grave en la Castilla reconquistada.
Al fin Shahim rompió el silencio.
—¿Era vuestro desde hacía tiempo?
—¿Paciente? Desde que hace algunos años lo compré en Salamanca. Pero no es eso lo que me afecta, Shahim… Mi único hermano fue ajusticiado hace unos días por delito semejante.
El árabe puso su mano sobre el hombro de aquel cristiano al que empezaba a apreciar por su sinceridad y al que veía fuertemente afligido. En ese momento brotaron gruesas lágrimas de sus ojos. Shahim respetó su dolor a la vez que volvía al silencio.
Los dos hombres caminaron junto con la sobrecargada mula durante toda la mañana sin apenas articular palabra. Tan solo el momento de un nuevo rezo provocó una parada en la marcha. Aprovechando que el árabe se alejaba discretamente del camino y se orientaba, Batista descargó la mula, cansada del trasiego y sedienta. Mientras el médico esperaba a su compañero de viaje apareció un carro por el sur, tirado por un viejo percherón. Al acercarse, Batista pudo observar que era guiado por una mujer, algo poco habitual en cualquiera de las tres culturas que podían encontrarse en la zona. Además la marcha era precipitada, por lo que dedujo rápidamente que había algún problema. Se volvió buscando entre la abundante maleza a Shahim, del que podía oír su murmullo pero no le divisaba. Entretanto, el carro casi llegaba a su altura, con lo que pudo ver claramente el rostro desencajado y sucio de la mujer. Esta le gritó:
—¡Necesito ayuda! ¡Mi marido se muere!
Batista se aproximó al carro con cautela, mientras observaba a la mujer, de mediana edad, pelo oscuro recogido en un desarreglado moño, algo regordeta y de sonrosados carrillos.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó distante.
—Hubo un incendio, mi marido necesita ayuda —balbuceó la mujer.
Ahora sí, Batista se acercó definitivamente al carro del que aún desconfiaba. Apartó los faldones traseros y encontró a un hombre semidesnudo con abundantes quemaduras en todo el cuerpo y emitiendo leves gemidos. En un primer examen apenas se apreciaban zonas libres de heridas. El dolor debía ser terrible. Además, el faldón que cubría el carro aumentaba considerablemente la temperatura en su interior, lo que provocaba aún más dolor al moribundo.
Batista comenzó por descubrir el carro hasta la mitad para que el sol no incidiese directamente sobre el enfermo, y la mínima brisa le alivió de forma instantánea. Sin embargo la mujer lloraba desconsolada.
—¿Cómo os llamáis? —preguntó a la mujer.
—Isabel —contestó entre sollozos.
—No lloréis; tenéis nombre de reina y yo soy médico. Ya cambió vuestra suerte.
—¿Vivirá? —dijo con preocupación.
—Aun no lo sé, pero parece grave. De momento aliviaremos su dolor.
Batista se aproximó a sus alforjas y buscó su botiquín. De un recipiente de barro sacó un ungüento compuesto de fango negro, excrementos cocidos y triturados con cerveza y paja cocida y humedecido con resina de acacia y aceite de girasol. El efecto fue inmediato, el enfermo se calmó y se durmió por unos momentos.
Batista preguntó a la mujer qué había ocurrido, y esta empezó a contar la truculenta historia de un incendio, posiblemente provocado, en su granja fronteriza entre ambos reinos. Casi cuando acababa pudieron oír a alguien corriendo. Se volvieron y vieron a Shahim huyendo en dirección sur como alma que lleva el diablo. Batista se levantó desconcertado. Gritó al árabe varias veces antes de verle desaparecer por donde había aparecido el carro. Sin entender nada, se acercó a la mula para recoger también sus cosas que estaban algo desperdigadas tras la búsqueda del botiquín.
Entonces lo comprendió todo. Junto a sus pertrechos y a medio abrir, yacía el salvoconducto entregado por el obispo en Sevilla antes de partir para aquel viaje y cuyo encabezamiento era el sello de la Inquisición, la Gran Cruz de Santiago roja. Sin duda Shahim lo había visto mientras observaba la escena de la curación. Aquel moro hablaba castellano pero sin duda no lo leía, así que solo la visión de aquel escudo le hizo huir despavorido sin dar posibilidad a explicarse al cristiano. Así, aquel salvoconducto, extendido para atravesar el reino portugués sin problemas, había provocado la disolución de la extraña pareja.
A medida que se iba avanzando en aquel camino, iban desapareciendo los vestigios cristianos y todo se arabizaba. Batista apreciaba la arquitectura musulmana, mucho más rica que la castellana en ornamentos y acabados. A pesar de que la reconquista católica procuraba enterrar los antiguos signos, pueblos como Utrera o Arcos de la Frontera conservaban ese halo romántico arabesco que tanto atraía a los estudiosos cristianos pero que rara vez podían contemplar in situ.
Utrera debía contar con unos quinientos habitantes, de los que apenas la mitad eran católicos puros, muchos musulmanes y algunos judíos conversos, todo un ejemplo de integración porque las tres culturas vivían en paz y fomentaban un sólido comercio en la zona, por supuesto, a espaldas de la Inquisición. Batista decidió alojarse a la entrada del pueblo en una hacienda que aceptaba huéspedes, y que olía a potaje desde el exterior. Llegaba hambriento y ni siquiera subió a las habitaciones. Decidió probar aquella delicia en cuanto supo que podría alojarse allí.
Una muchacha de unos quince años, con prominentes ojos verdes, alta, menuda y de piel muy tostada por el sol, debido probablemente al trabajo en el campo, sirvió vino al desconocido nada más tomar asiento.
—¿Solo va a comer o querrá una habitación?
—Pasaré la noche aquí tras probar esos garbanzos —respondió Batista.
La muchacha sonrió y se alejó con dirección a la cocina. Mientras tanto, Batista observaba el lugar, pulcramente encalado, con alguna que otra pintura de dudosa calidad en las paredes desnudas. El médico pensó que debía haber un artista en la familia.
El vino era mediocre. Sin duda cosecha propia, de sabor áspero y algo espeso que, por suerte, se disipaba rápidamente en el paladar. Al fin llegó el potaje de garbanzos servido en una gran cazuela de barro de la que podrían comer tres. Al probarlo, todo un mundo de sensaciones, especias, hierbas y mucha cocción creaban sabores y olores imposibles en ningún otro lugar. Los garbanzos se deshacían en la boca, provocando un punto dulzón al tiempo que desprendían un leve sabor picante. Una delicia.
La muchacha volvió a retirar los enseres. Esta vez traía los brazos descubiertos ya que había estado fregando. Batista reparó en la abultadas picaduras de insectos que presentaban. Algunas de ellas aparecían infectadas tras haberse rascado. Buscó en su botiquín y sacó grasa de oropéndola que regaló a la muchacha, indicándole cómo usarla y las cantidades que debía aplicar. La joven quedó agradecida y se volvió a sus tareas mientras Batista, agotado, accedía a su habitación.
A la mañana siguiente cuando Batista bajó, la joven estaba acompañada de un anciano completamente plagado de pústulas en cara y cuerpo. Se acercó al hombre sin que nadie se lo pidiera y examinó sus heridas.
—¿Cómo os llamáis?
—Jacob —contestó con un hilo de voz—. Mi nieta dice que vos sois médico.
—Así es. ¿Tratáis estas heridas con algo?
—No, doctor, tan solo agua y sol.
—No es suficiente —dijo pensativo.
Batista comenzó a buscar en su equipaje hasta hallar natrón.
—-Debéis mezclar esto con arena y grasa. El resultante untadlo sobre la piel dos veces al día. Desinfectará y cicatrizará en breve.
—-Muchas gracias, doctor.
—¿Y vos? ¿Cómo os llamáis?
—Irene —contestó la muchacha.
—Muy bien Irene, ¿traeríais algunas viandas antes de empezar mi camino?
La muchacha se retiró a la cocina y volvió poco después con queso curado, frutas, pan y una deliciosa compota, que Batista degustó copiosamente mientras ella observaba. El médico se sació y pidió su cuenta. Tras abonarla, Irene le obsequió con un tarro de aquella compota que Batista añadió a sus víveres y partió de nuevo entre agradecimientos y buenos deseos.
El cristiano avanzaba por aquel camino de tierra polvoriento y que empezaba a estar completamente despoblado, en compañía de su mula y de sus pensamientos. A la salida de una amplia curva pudo ver cómo se acercaba en sentido contrario una numerosa comitiva, compuesta por hombres a caballo fuertemente armados, sin uniforme ni distinción y un carro tirado por cuatro poderosos bueyes. Su ritmo era lento y cansino, y por el número de animales que tiraban de aquel carro, debía transportar una pesada carga.
Al divisar al forastero, uno de los jinetes espoleó a su caballo adelantándose a la comitiva hasta la altura de Batista que, receloso, ya se apartaba a un lado del camino. El hombre intentaba detener su montura junto al viandante y su mula, pero el equino parecía nervioso y se encabritaba sin cesar, mientras su dueño intentaba desviar su atención del desconocido. Al fin tranquilizó al animal y pudo dirigirse al extraño:
—¿A dónde os dirigís? —preguntó secamente y con mucha autoridad.
—Mi destino es Granada.
Batista observaba al jinete y al resto de la comitiva que ya se aproximaba y comenzó a entender la naturaleza de aquella expedición.
—Sois cristiano, ¿no? ¿Por qué a Granada?
Batista comenzaba a estar cansado de aquella pregunta y de tener que dar la consiguiente explicación.
—No veo signo de autoridad alguna en vuestra expedición. ¿A qué viene tanta pregunta?
El jinete le miró sorprendido mientras su montura volvía a revolverse levantando aún más polvareda. De nuevo consiguió detener al caballo y espetó:
—Apartaos del camino —y se marchó para unirse a la comitiva que ya se encontraba a unos pies de distancia.
Retomó su lugar a la cabeza de las dos filas que rodeaban al carro y pasó indiferente a la altura del cristiano.
Batista pensó que, probablemente, esa comitiva era una de las caravanas encargadas de poner al día las arcas de los prestamistas judíos que proporcionaban dinero a desconocidos mediante aquellas cartas de crédito que el propio Batista llevaba encima y que le había suministrado su banquero, Radí. Dedujo aquello por la fuerte custodia de hombres que, a priori, parecían mercenarios y el peso del carro, que por supuesto iba tapado. Era la opción más plausible.
Batista aprovechó aquel forzado alto en el camino para tomar algo de agua y un poco de queso. Dio de beber al asno y se dejó a mano unos higos para ir comiendo mientras reanudaba su marcha.
Había caminado unas pocas leguas cuando pudo divisar humo en el horizonte. Al momento, vio una centena de soldados a caballo con casacas mostazas y grana, el uniforme real. Avanzaban hacia su posición al galope. Se apartó del camino una vez más y aquellos jinetes pasaron a su lado como una exhalación, aunque tuvo tiempo de ver cómo algunos de ellos cabalgaban heridos. Ni siquiera repararon en él.
Batista continuó caminando, aligerando su paso para llegar con prontitud hasta la fuente de aquella humareda. Al superar un pequeño desnivel, pudo observar cómo unas pocas casuchas ardían sin control, mientras algunas personas hacían lo posible por atender a la decena de cuerpos que yacían en el suelo tirados. Al acercarse un poco más pudo fijarse con atención en la dantesca escena. Mujeres y niños llorando intentaban socorrer a hombres con miembros amputados y la mirada perdida. Algunos de ellos, a pesar de estar muertos de necesidad debido a la gravedad de sus heridas, seguían siendo zarandeados por sus familiares en un vano intento por devolverles la vida. Algunas mujeres rezaban, se rasgaban las vestiduras y arrojaban ceniza sobre sus cabezas.
Batista comprendió que se trataba de una razzia y se encaminó al poblado. Al verle acercarse, una de las mujeres tomó una espada corta y le miró amenazante. El cristiano intentó hacerle ver a la desconocida que solo pretendía ayudar y que no iba armado. Otra mujer reparó en el extraño, y gritó algo a la primera que continuaba con la espada en ristre, amenazante. Al fin exclamó algo ininteligible para el visitante que empezaba a sentirse inseguro con la situación. Uno de los niños se acercó de repente a la escena y comenzó a golpear al extraño en el bajo vientre entre sollozos. Batista le apartó con cuidado mientras volvía a ser vilipendiado por la mujer de la espada. El cristiano tuvo que comprender por la fuerza que su presencia no era bien recibida. Volvió al camino caminando hacia atrás, mientras tiraba de la brida del animal, que pastaba indiferente. Una vez en la pista de tierra, se alejó del poblado sin haber podido prestar su ayuda.
Solo una cosa le quedó clara: en algún momento de aquella mañana, había entrado en tierras musulmanas y no se había dado cuenta, puesto que no existía frontera física alguna que delimitara ambas tierras.
Apenas comenzaba a anochecer cuando Batista divisó desde el noroeste la imponente ciudadela de Arunda.