Capítulo 44
No digo nada más tras eso. Doy media vuelta y salgo del despacho, agradecida de que el escritorio de Sandra siga vacío porque tengo la cara llena de lágrimas.
Camino rápidamente, con la cabeza gacha para que nadie que pase por el pasillo me vea la cara. Mis pies apenas hacen ruido en la moqueta del edificio; probablemente solo yo oigo el suave golpeteo. Llego al ascensor y aprieto el botón de bajada, contenta por estar esperando sola. Gracias a Dios, la zona está tranquila.
Llega un ascensor y entro. Le doy al botón del vestíbulo y me desplomo en la esquina, permitiendo que el ascensor me sostenga en pie. Un sollozo estrangulado se me escapa antes de reprimirlo y me limpio la cara con las mangas de mi camisa. El ascensor aminora la velocidad y gruño cuando se detiene para dejar entrar a otras personas. Y otra vez dos pisos más abajo. Y en el siguiente después de ese. No puedo tener un respiro hoy.
Mantengo los ojos en el suelo, pero sé que todos me oyen hacer esos sonidos a medio camino entre sorber por la nariz y gruñir que uno hace cuando se aguanta las lágrimas. Me pregunto qué piensan de mí, de una chica cualquiera apiñada en la esquina del ascensor que intenta no llorar. Entonces me pienso que puede que yo no sea una chica cualquiera al fin y al cabo. Es posible que conociera a algunas de estas personas en la fiesta de Fin de Año. No voy a levantar la vista para comprobarlo. Ya me siento lo suficientemente humillada por hoy.
El ascensor llega al vestíbulo y salgo. La puerta que lleva al exterior es mi único objetivo en este momento. Mis zapatos chirrían en el suelo. Alguien me sostiene la puerta cuando salgo y digo «Gracias» cuando paso.
Gracias. Me río. Gracias es una respuesta apropiada cuando alguien te sostiene la puerta. No es una despedida apropiada para una ruptura. Qué idiota.
Busco el paso de peatones para cruzar los cuatro carriles que rodean la plaza Logan. En realidad tiene forma de círculo. Una gran tarta circular de espacio verde en el centro de Filadelfia separada por trozos de acera que dirigen a la fuente del centro. Ahora está vacía, porque es invierno. Pedazos de hielo medio derretidos e islas pequeñas de nieve salpican la superficie de la fuente.
Me siento en el borde, paso las piernas por encima y me meto en la fuente, porque… ¿por qué no? ¿Cuántas veces puedes caminar por una fuente seca? Meto las manos en los bolsillos y camino hacia el centro. Paso junto a una rana de piedra del tamaño de un niño pequeño. Tiene la boca abierta, preparada para soltar un chorro de agua en cuanto el tiempo lo permita. Llego al centro después de dar unos cuantos pasos, lo rodeo y veo de cerca las tres estatuas: una niña con un cisne en la cabeza, una mujer también con un cisne en la cabeza y un hombre recostado con el brazo estirado hacia la espalda para coger un arco o una espada. Tiene un enorme pescado en la cabeza. Decido que esto tiene tanto sentido como Sawyer y me siento al lado del tipo de la espada.
Me llevo las rodillas al pecho, busco el monedero en el bolso y luego vierto todo el cambio que tengo en la mano. «Espero que te dé diarrea, Sawyer», es mi primer deseo cuando arrojo una moneda de diez centavos a la fuente seca. «Espero que tengas una mierda de conexión a internet». Una de veinticinco para ese deseo. «Espero que tu próxima novia ronque. Espero que se te pinche la rueda en una autopista». Un momento, ese deseo es un poco peligroso. Bueno, que le jodan. Lanzo al aire un penique y observo como choca con el cemento y rueda. «Espero que tu vuelo se retrase. Todos los vuelos. Espero que tengas poca batería y que haya un apagón. Espero…».
Dios, esto se me da fatal.
«Espero que un día te des cuenta del enorme error que acabas de cometer y que nunca lo superes».
Arrojo el cambio que me queda a la fuente con la fuerza de un lanzador de béisbol profesional. Las monedas vuelan por el aire antes de caer como la lluvia sobre el cemento. Lo único que oigo es ruido blanco.
La cabeza me da vueltas, pero no siento nada. Vacía. Me siento vacía. Con los brazos me rodeo las rodillas dobladas y miro fijamente el edificio de Sawyer hasta que se me duerme el trasero y me gotea la nariz. Entonces me levanto y camino en sentido opuesto a la dirección por la que me he metido en la fuente y me dirijo a la calle 20, donde puedo coger un taxi para volver a la universidad.
«Adiós, Sawyer».