Capítulo 32


Sawyer está esperándome en el vestíbulo cuando bajo. Siempre espera. Aparca el coche, sale y entra a buscarme. Nada de quedarse parado en la cuneta sin hacer nada. Y no es porque yo llegue tarde. Si bajara las escaleras dos minutos antes de tiempo, ya estaría allí. Eso hace que me moje un poco.

Otra vez está observando los tejemanejes de la residencia Stroh mientras me acerco. Hoy llevo ropa cómoda —unos leggings estampados supermonos, botas y una camiseta blanca ajustada de manga larga—. Ya me he subido la cremallera del abrigo de plumas cuando llego al vestíbulo y tengo el bolso preparado para el fin de semana colgado del hombro. Sawyer lo coge en cuanto llego junto a él.

Lleva vaqueros y un abrigo de estilo marinero del que sobresale el cuello de una camisa color crema. Lo lamería; está muy guapo. Sonríe cuando me ve; cada vez que veo su sonrisa el corazón se me para durante un instante. Su cabello oscuro está revuelto como si se hubiera duchado hace poco y no le hubiera dedicado mucho más tiempo, pero a él le sienta bien. Perfectamente. Levanto la cabeza para saludarlo y él se inclina para besarme, pero yo me agarro a su chaqueta para que no se aleje.

—Tengo que contarte algo —susurro con complicidad.

—¿Qué? —contesta en un susurro con los ojos brillantes por la expectación.

A nuestro alrededor, el caos típico de la vida en la residencia continúa. Creo que oigo a alguien con el monopatín seguido de una voz estruendosa que dice: «Dentro no». Los buzones se abren y se cierran detrás de nosotros, pero yo hago una pausa.

—Quiero hacer cosas guarras contigo —digo finalmente, mirándolo a los ojos y guiñando el ojo antes de soltarle la chaqueta.

Él me responde con una de sus sonrisas perezosas que se extiende por su cara con asombro y que termina en un hoyuelo en la mejilla izquierda. No dice nada; solo me apresura hacia la salida y su coche. Estamos en la calle 36 cuando dice:

—Cuéntame.

Estoy ajustando la calefacción de mi asiento y me lleva un segundo pillar de qué habla, pero, una vez lo hago, continúo.

—Me gustaría meterme tu polla en la boca —respondo.

Es verdad, se me hace un poco la boca agua al mirar su perfil. No miento cuando digo que pensar en rodearle el miembro con los labios me pone cachonda.

Le da un tic en la mandíbula y da un golpecito con el dedo en el volante, pero me deja seguir. Le pongo la mano en el muslo lo suficiente inocentemente. En la mitad del muslo, con los dedos hacia el interior de la pierna y el pulgar hacia fuera. No subo, tan solo la dejo allí, y noto en la palma el calor de su piel incluso a través del vaquero.

—Pondría una mano en la base, la agarraría bien y usaría la otra mano para guiar la punta hacia mi lengua. Tendría que abrir mucho la boca cuando la punta pasara más allá de los labios. —Hago una pausa y uso un dedo para recorrerme el labio inferior—. Me duele la mandíbula solo de pensarlo.

Llegamos a un semáforo en rojo en la calle Spruce y él gira la cabeza hacia mí con una ceja levantada, retándome.

—Quisiera metérmela hasta la garganta —añado, y, con la mano derecha, me paso las puntas de los dedos por el cuello—, pero eso no va a ser posible con el tamaño que te gastas.

Coloca una mano sobre la mía, que está en su muslo, y la aprieta. El semáforo cambia y él acelera.

—Me encantaría meterte la polla más allá de esos labios tuyos. Pero no esta noche.

—¿Qué? ¿Por qué? —Sueno un poco asombrada y, si soy sincera, quejumbrosa. ¿Me está diciendo que hoy no vamos a acostarnos? Porque tengo muchas ganas. Llevo pensando en ello toda la mañana. Vale. Toda la semana.

—Relájate, Botas. Voy a follarte de todos modos.

—Uf. —Suelto un gran suspiro, y él me mira y sacude la cabeza.

—¿Puedo follarte sin condón?

—Ni de coña. Pero te la chuparé sin condón. Y me lo tragaré.

—Vale, me parece bien.

—Oye, es una buena oferta. No me lo he tragado desde el instituto. —Hemos parado en un semáforo para girar a la derecha en la calle 22 y él me mira con odio. Arrugo la nariz y hago una mueca—. Pero puede que no necesitases oír eso.

—Puede que no.

—Ups. —Me encojo de hombros—. De todas formas, ¿por qué no te la puedo chupar esta noche? Estás siendo poco razonable.

Se muerde el carrillo para evitar reírse de mí. Estamos en la calle Market en dirección a la plaza Penn. Espero mientras mete el coche en el garaje del Ritz-Carlton, entra en su plaza y me presta toda su atención. Coloca el brazo sobre mi reposacabezas y me recorre el interior de la oreja con un dedo antes de decirme en voz baja:

—Porque quiero correrme dentro de ti, incluso si es con condón. Y luego quiero hacerlo otra vez. Y otra vez. No sé si me quedará algo para tu garganta hasta mañana.

Quiero hacerle una mamada en este coche ahora mismo, pero supongo que él pasó esa etapa de la vida hace unos años. Además es un coche muy pequeño.

—Pero te prometo que no te traeré a casa mañana por la noche sin dejar que me chupes la polla. ¿Trato hecho?

—Trato hecho —accedo—. Pero los Eagles y los Cardinals juegan mañana, así que solo estoy disponible para una mamada en los descansos.

—¿Te gustan los Eagles? —Sus ojos se iluminan con interés.

—Me encantan. Solía ver los partidos con mi padre cada fin de semana. —Me río—. Puedes darle las gracias a Finn por eso.

—¿Por qué? —Eleva una ceja a modo de pregunta.

—Una vez vino a mi casa cuando yo tenía, no sé, unos doce años con una camiseta de los Eagles. Así que, por supuesto, le dije lo mucho que me gustaba el fútbol.

—Por supuesto que sí.

—Nunca había visto un partido en mi vida, pero Eric me oyó decirle a Finn lo mucho que me gustaba el fútbol, así que contraatacó y le dijo a mi padre que me moría por ver los partidos con él cada domingo. —Me encojo de hombros—. Al final acabó por gustarme.

Sawyer sonríe ampliamente.

—Yo le di esa camiseta. A Finn no le gustaba otra cosa que no fuera correr.

—Así que has estado entrometiéndote en mi vida sin querer durante una década —contesto para quejarme en broma.

—Me habría entrometido en tu vida queriendo si hubiera tenido la oportunidad. —Frunce el ceño—. Tacha eso. Gracias a Dios que no te conocí entonces. Eric me habría matado.

—Probablemente —coincido.

Sus ojos azules brillan bajo la luz tenue del alumbrado del garaje, y el diminuto coche consigue parecer incluso más pequeño. Sawyer resulta casi abrumador, algo a lo que no estoy acostumbrada. Yo suelo ser la abrumadora, no al revés. Hace que mi corazón se desboque en el mejor de los sentidos, pero no puedo evitar preocuparme porque esta relación sea demasiado fácil, porque Sawyer sea demasiado perfecto y porque, en cualquier momento, ocurrirá algo malo.