9
La huelga empezó efectivamente a las cinco.
Lucien vino a comunicármelo a última hora de la tarde. Venía
empujando un pequeño remolque montado sobre neumáticos que contenía
tres sacos.
El sol todavía calentaba. Me hallaba
repantigado en una tumbona sobre el césped, y cuando Lucien me
anunció: «He traído la mercancía», le invité a dejar los sacos en
el cobertizo, sin entrar en más detalles.
Por él me enteré de que ahora los guripas
estaban a partir un piñón con de Bromier. Que un ingeniero de
caminos había llegado para cubrir el puesto dejado vacante por
Coutre padre y que el equipo de la esclusa había abandonado el
trabajo a renglón seguido. Media hora después, llegaban tres
camiones con unos cuarenta militares procedentes del acantonamiento
de Bulle.
—¡Nada menos!
—Sí —repuso Lucien—. Algunos están haciendo
maniobras y los demás ponen la isla en estado de sitio... ¡Ven a
ver!
Valía la pena ir hasta la verja. En el
camino empedrado, dos sorches armados iban y venían, montando la
guardia.
—Los hay a todo lo largo del canal. Está
prohibido cruzar la esclusa sin tener la autorización de un
chusquero de mierda. Está prohibido pasar al otro lado del canal.
Hace un rato, el tío Alozard ha querido cruzar en bote ¡y han
disparado dos tiros al aire para hacerlo regresar!
—¿Qué pueden estar buscando?
—Ni idea —respondió Lucien—. Desde luego, si
quisieran sacarnos adrede de nuestras casillas, no podrían hacerlo
mejor.
Ambos soldados caminaban lentamente en
nuestra dirección, con ese típico paso cansino y cadencioso propio
de todo centinela.
—¿Qué tal, amigos? —saludó Lucien cuando
llegaron a nuestra altura.
Pero no parecían muy comunicativos y
siguieron su camino.
—Robert está que se sube por las paredes —me
comentó Lucien—, Se le ha metido en la sesera enviar al Estirado a
pudrir malvas. Cuatro de los nuestros están tratando de hacerle
entrar en razón.
—¿Has visto a tu padre?
—No, está incomunicado.
—¿E Yvonne?
—Atiende el negocio... Hemos hablado de ti;
ayer noche, regresando...
Tenía todas las trazas de un tío que está a
punto de hacer una confesión difícil. Me cogió del brazo y me
señaló el cobertizo donde había descargado los sacos de cal.
—No te preocupes por esto, ya me encargaré
yo de este asunto en cuanto se haga de noche... Quisiera hacerte
una pregunta, Dé-dé.
—Tú dirás.
—Me contestas si quieres. Sé que me meto en
camisa de once varas, pero por algo somos amigos. ¿Por qué estás
cabreado con tu mujer?
—Creo que esto es un asunto muy personal que
sólo me importa a mí.
—Sí, ya lo sé —insistió Lucien—. Pero se da
la circunstancia de que me encuentro metido en este follón, de que
hay un montón de cosas que no comprendo del todo y de que me
gustaría saber de qué va.
A través del polvoriento cristal del
ventanuco del cobertizo, podíamos ver a Monique y a François
jugando en la escalinata.
Monique tenía cinco años. Con Jacqueline, yo
era la única persona en el mundo que era hija de Arthur Houssequin.
Para todos los demás, el viejo Duchemin incluido, yo era el
soldadote que había dejado preñada a una heredera... «¡Excelente
negocio, caballero...!» Basta a veces con una simple frase para
destrozar a una persona. Por mi parte, hubiese encajado la afrenta
sin mayor inconveniente y me hubiera convertido en alguien de
provecho, a pesar de todo e incluso enfrentándome con la familia
Duchemin si se hubiera terciado... Pero, había habido otra cosa y
tal vez fuera ya hora de que aclarase esta situación a un viejo
amigo como Lucien.
Yo había conocido a Arthur Houssequin en
Hanói. Este era un tipo alto y desgarbado, un tanto frío pero
relativamente simpático cuando se avenía a salir de su concha. No
voy a pretender que fuese mi mejor amigo, dado que me sentía más a
mis anchas con los compañeros de mi sección.
Una noche, él salió con la suya para
Co-Bang, pero jamás llegaría a su destino.
Yo acababa de ser citado por segunda vez en
la orden del día y la medalla me seria concedida oficialmente una
semana más tarde. En la misma promoción figuraba el alférez
Houssequin, a título póstumo. Me dieron dos semanas de permiso y me
encargaron la misión un tanto teatral de hacer entrega a la familia
Houssequin de la medalla de Arthur.
Así fue cómo conocí a Jacqueline, en casa de
los Houssequin. Por aquel entonces, yo era un héroe, todo el mundo
me tenía en gran estima y la vida me parecía la mar de fácil.
Jacqueline Duchemin pertenecía a otro mundo, a un mundo de
distinguidos y poderosos señores a los que, en otras
circunstancias, nunca me hubiese atrevido a acercarme. Llevaba luto
por su prometido y me pidió que le hablase de él. Y eso era
todo.
Me enamoré perdidamente de ella: un
auténtico flechazo. Durante mi permiso, no la vi más que siete
veces y siempre me comporté con ella como un amigo correcto y leal,
no hablándole más que de su prometido desaparecido. En aquellos
tiempos, yo tenía de la vida la idea que se forja uno al leer
novelas rosas, novelas «inglesas», en las que todo está
suntuosamente idealizado, en las que prevalecen los sentimientos
nobles; todo ello dentro de un marco de recepciones mundanas, de
magníficos paisajes y de carreras de caballos.
No fue hasta el día de mi marcha que me
atreví a escribirle una extensa carta en la que le confesaba mi
amor, pero añadía que pertenecía a una clase social muy superior a
la mía, ¡y que regresaba a Indochina con la esperanza de hallar ahí
la muerte! ¡Tal como lo digo! No tengo por qué avergonzarme de
ello; era totalmente sincero.
Al llegar al aeropuerto, tuve la sorpresa de
ver su coche parado delante de la puerta. Seguían desarrollándose
los acontecimientos como en una novela. Ella me pareció muy
conmovida. Me senté al volante de su automóvil y fuimos a dar un
paseo por el campo. Vimos cómo el avión que hubiese debido tomar yo
emprendía el vuelo. Había otro a las siete de la mañana. Aquella
noche la pasamos en una posada. Lo que me estaba sucediendo se me
antojaba prodigioso. Ahí fue donde Jacqueline me anunció que estaba
embarazada y que el niño que iba a nacer era de Arthur
Houssequin...
Luden me escuchaba atentamente. Tenía las
facciones un poco contraídas y me miraba con desesperación:
—¿Y esto es todo? ¿Por esto le estás
poniendo mala cara desde hace cinco años...? No te ha jugado
ninguna mala pasada, ¿no es así? Te avisó antes, ¿verdad...?
—No se trata de esto. ¡Jamás le he echado en
cara ese crío! Lo único que ocurre es que cuando regresé de allá,
me volví a vestir de paisano y guardé mis condecoraciones en un
cajón, perdí por completo mi aureola.
Volví a convertirme en un don nadie que
buscaba trabajo y que rechazaba por dignidad los empleos que me
brindaba la familia Duchemin.
—¡Eres muy susceptible!
—¡Quizás! Uno de estos días te contaré lo
ocurrido con todo detalle y tú mismo me dirás que he tenido razón.
En cualquier caso, Jacqueline ha acabado distanciándose por
completo del oscuro pelagatos que soy yo. Es una mujer recta y
tiene un alto sentido del deber; existía entre nosotros una especie
de contrato; no ha tratado de recobrar su libertad... Lo que pasa
es que le ha dado por cultivar el recuerdo de Arthur... Lo que aún
es más grave, es que ha empezado a establecer diferencias entre
«su» hija y «mi» hijo... Hasta muy recientemente, del chaval se
ocupaba la asistenta, en tanto que Jacqueline se iba de paseo con
Monique o jugaba con ella en el cuarto consagrado a Arthur...
Le indiqué que saliese. El pequeño pabellón
en el que nos hallábamos, constaba de dos partes bien distintas.
Una hacía las veces de taller y de trastero, y la otra,
completamente independiente, era el «cuarto de Arthur». Había que
pasar por el jardín para tener acceso a él.
Abrí la puerta y encendí la luz, dado que
las persianas estaban bajadas. En el aire flotaba aún un leve olor
a farmacia, pero la cama estaba hecha. La estatuilla de Menefta no
había vuelto sin embargo a ocupar su lugar habitual sobre la mesita
baja. La encontré en el arcón donde la había guardado
Jacqueline.
—¿Qué puedo hacer contra esto? Es un faraón
de no sé qué dinastía tebana... Se da el caso de que se parece a
Arthur como una gota de agua a otra.
Había también dibujos debidamente
enmarcados. Y además, en la cómoda había flores secas en una cajita
de celuloide. Había mechones de pelo, cartas y menús de
restaurantes... Había fotos, recortes de periódicos. Había novelas,
y más flores, y un mapa de Indochina con el delta señalado con una
cruz hecha con tinta violeta. Y todo aquello estaba estrechamente
relacionado con Arthur Houssequin, un muerto del que mi mujer
estaba enamorada ¡y que me ponía cuernos desde el otro
barrio!
—De haber estado tú en mi lugar, Lucien,
¿qué habrías hecho? ¡A ver!
—No lo sé —respondió éste—. Creo que hubiera
probado con el jarabe de palo, pero tampoco te puedo asegurar que
hubiese sido ésta la mejor solución.
Estaba violento y yo también: es lo que
ocurre siempre cuando hace uno ese tipo de confidencias.
Afortunadamente, Lucien no era ningún palurdo y, dándome una
palmada en la espalda, en vez de darme el pésame, me propuso:
—¡Ven, vamos a mojarnos el gaznate!
La tasca de Meunier quedaba un poco lejos
para mi. Así pues, cruzamos el jardín para ir a averiguar si había
algo que echarnos al coleto en la cocina. En el preciso momento en
que subíamos la escalinata, empezó a sonar el timbre del teléfono.
Llegué al recibidor en el instante en que Jacqueline bajaba del
primer piso.
—¿Diga? —respondí.
Una voz femenina pidió por la señora
Lenoir.
—Ahora se pone.
Jacqueline tomó el auricular y dijo que era
ella misma... En el momento en que iba yo a alejarme, me contuve
bruscamente, poniéndome la mano sobre el brazo.
—Buenas tardes, Marthe, ¿cómo está
usted?
Durante un instante me pregunté de qué
Marthe podía tratarse. De repente comprendí que era la esposa de
Grégoire la que estaba hablando con Jacqueline. Entonces, me
acerqué para poder seguir la conversación.
Mi mujer estaba temblando, pero el timbre de
su voz era de una pureza absoluta, con ese acento suyo tan peculiar
cuando habla por teléfono.
—¡No, Marthe, claro que no, Grégoire ya no
está aquí...! Se fue... Vamos a ver..., ayer mismo por la tarde...
¿Aún no ha vuelto?
A Marthe, la conocía yo algo. La había visto
varias veces en casa de los Duchemin, o en su propio domicilio, en
Villeneuve. La encontraba absolutamente odiosa y además era una
pelmaza. Me caía fatal. Pertenecía a ese tipo de mujer sabihonda,
de corazón insensible y de mente rígida, dura de entendederas y de
una ambición insaciable; era la típica tipeja acostumbrada a
mangonear, a organizar, capaz desmovilizar a todo un regimiento con
tal de encontrar una chuchería extraviada. Si había perdido a su
marido, podía uno estar seguro de que iba a dar la lata a todo
quisque hasta dar con él, vivo o muerto.
—No lo entiendo —refunfuñaba ella—. ¿Desde
ayer por la tarde? ¡Explíquese, Jacqueline...! Salió de aquí en
plena noche, después de que usted le llamase. Lo único que tuvo
tiempo de decirme, es que su marido estaba herido... A propósito,
¿cómo se encuentra este pobre André?
Incluso rebosante de salud, para ella yo era
siempre «el pobre André»; hay pequeñas atenciones de esas que te
sacan de quicio.
—André está mejor, gracias... Había perdido
mucha sangre y se le ha tenido que hacer una transfusión.
—¿A qué hora se marchó Grégoire?
Aquello se desarrollaba como era de esperar
por parte de ella. Preguntaba a qué hora se había ido, calculaba
que su hombre hubiera debido reintegrarse al domicilio conyugal
desde hacía cerca de veinticuatro horas y ahora empezaba a
manifestar su preocupación.
—Me pregunto si no le habrá ocurrido algo...
Debía regresar directamente, ¿no es así?
—Supongo que sí —contestó Jacqueline—. No
hablamos de ello de manera específica. Tal vez haya sufrido un
accidente de automóvil...
Jacqueline no hubiera debido decir esto. Si
bien su voz seguía inalterable, su mente estaba aturullada. Se
tambaleaba y la notaba tensa, con la frente empapada en sudor, como
un atleta en pleno esfuerzo. Instintivamente, rodeé su cintura con
mi brazo, como para darle a entender que no estaba sola.
—¿Un accidente...?
Se notaba a Marthe escandalizada al otro
extremo del hilo. Cosas así no se dicen nunca... Escandalizada y,
de repente, muy intranquila.
—¿Qué ocurre, Jacqueline? Usted sabe algo,
¿verdad? Me está hablando de un accidente...
—Yo no sé nada, mi querida Marthe.
Su cuerpo vibrante se estremecía junto al
mío. Pareció recuperarse un poco y adoptó un tono
desenfadado:
—¡A nuestro Grégoire, le han debido
raptar!
A la otra no le hizo ninguna gracia. Repetía
que estaba preocupada... Jacqueline había empezado a temblar de
nuevo y sentía cómo se iba apoyando más y más en mi brazo como si
estuviera a punto de desplomarse. Cortó a su cuñada en medio de una
frase:
—¡Vaya! Aquí viene André precisamente.
¿Quiere usted hablar con él?
No esperó siquiera la respuesta, me puso el
auricular en la mano y echó a correr hacia la cocina, donde se
encerró. Vaya, bueno era saberlo, Jacqueline no era de las que
aguantan el tipo. Notaba mi corazón latir con fuerza y oía unos
«Oiga..., oiga...»
Nada nervioso, Lucien se había sentado sobre
la mesa y me miraba. Me hizo un guiño amistoso y con la mano un
ademán apaciguador, moderador... Y me lancé...
—¿Es usted, Marthe...? Jacqueline acaba de
decirme que Grégoire no ha vuelto...
—Pero, ¿qué le pasa a su mujer? —espetó
ella—, ¿Qué ocurre? ¡Es muy extraño todo esto! ¡Quiero hablar con
ella!
—¡Así y todo, hola, querida Marthe!
—Hola. ¿Acaso Grégoire le ha dicho algo a
usted?
El tono que empleaba ella conmigo era
exactamente el que se utiliza para hablar con el último mono. Por
un instante, sentí la tentación de soltarle así por las buenas, que
su encopetado marido se estaba pudriendo en una fosa, en compañía
de algunos cerdos en descomposición. Los chillidos que hubiera
lanzado ella me hubiesen sabido a gloria.
—¿A propósito de qué, queridísima
Marthe?
—Pues, si pensaba volver directamente a casa
o no.
—No recuerdo. Yo estaba con fiebre... ¿Cómo
están los niños, querida Marthe?
—Están bien. ¡Póngame con Jacqueline!
—¡Ahora mismo! Creo que ha salido al jardín.
Dele recuerdos a Grégoire de mi parte en cuanto vuelva, no se
olvide. ¡Le estoy muy agradecido por haberme atendido...! Voy a
buscar a Jacqueline.
Me quedé un momento dubitativo, pero Lucien
me hizo un gesto negativo con la cabeza y, tendiendo la mano, cortó
la comunicación.
—¡Ya está bien así! ¡Tu mujer no está en
condiciones de hablar por teléfono en este momento!
¡Cómo se veía que no conocía a Marthe! Esta
era capaz de volver a llamar veinte veces en tanto quedase algún
punto oscuro en su mente.
Empujé la puerta de la cocina; Jacqueline
estaba llorando, desplomada sobre la mesa y con la cabeza entre los
brazos.
—¡No podré..., no podré hacerlo...! ¡Es
demasiado horrible!
—Tranquilízate, Jacqueline. Nos las
arreglaremos para que no tengas que hablar con Marthe. ¡Deja eso de
mi cuenta!
—Sí, deje que lo arreglemos nosotros, señora
Lenoir —insistió Lucien.
El teléfono volvió a sonar en el
recibidor.
—¡Aquí le tenemos otra vez!
Era preciso encontrar algo definitivo para
soltarle a Marthe. El truco ese de la comunicación cortada no podía
repetirse indefinidamente; era pueril. Descolgué el aparato sin
saber siquiera lo que le iba a decir. No tenía miedo, no estaba
preocupado, pero me embargaba una rabia irreprimible que me haría
contarle las cuarenta a mi queridísima cuñada política.
—¿Diga?
No era Marthe. Reconocí en el acto la voz de
Yvonne que me telefoneaba desde su casa.
—¡André, vas a tener visita!
—¿De quién?
—¡Sube al primer piso y verás cómo se está
acercando una muchedumbre a tu casa!
Lucien había salido de la cocina y había
venido a situarse a mi lado.
—¿De qué muchedumbre me estás hablando?
—pregunté yo a Yvonne.
—El trompo de tu cuñado acaba de ser
descubierto oficialmente en el bosque de Godeau. El botarate de
Fumet se dirige hacia tu casa para comunicároslo.
—¡Bueno, pues que venga...! Pero esto no
hace una muchedumbre que digamos...
—¡Sí, contando con la media docena de
sorches que les acompañan para protegerlo, y los treinta tíos y
tías que van tras él, abucheándole! ¡Hace un rato, al pasar por la
esclusa, por poco le echan al agua! ¡Asómate a la ventana si
quieres ver algo bueno, André!
Dicho lo cual, colgó el aparato. Se lo
expliqué en dos palabras a Lucien; éste ya había comprendido lo
esencial. ¡Para asomarnos a la ventana estábamos! Le dije a
Jacqueline que se secase las lágrimas y le anuncié la inminente
visita de Fumet.
Por extraño que parezca, esta noticia
pareció más bien tener un efecto sedante sobre ella. En efecto, la
fría inteligencia y la perspicacia de Marthe podían
intranquilizarla, pero el caricaturesco Fumet no debía de
infundirle gran temor. Sin embargo, subió al cuarto de baño para
retocarse el maquillaje.
—¿Crees que va a empezar la investigación?
—inquirió Lucien.
No tenía la menor idea. Estaba atento al
teléfono, pues seguía temiendo una nueva llamada de Marthe. En
efecto, desde afuera me llegaba ahora como un rumor.
El ventanal del salón daba al río, pero
abriendo una ventana de la escalera, se podía oír claramente lo que
ocurría. La comitiva se hallaba ya bastante cerca de la casa y
hasta nosotros llegaban abucheos y groserías lanzadas a pleno
pulmón. No resultaba especialmente dramático y comprendía ahora el
tono jocoso de Yvonne al teléfono; mientras la gente de la isla se
limitaba a dar voces, la sangre no llegaría al río.
Oímos la campanilla de la puerta del jardín;
bastaba con empujar ésta para entrar. Vi llegar al gordinflón de
Fumet en medio de un grupo de soldados armados.
Me estaba preguntando si se haría escoltar
dentro de la casa, pero tras un breve conciliábulo, enfiló solo el
sendero empedrado.
—¡Es increíble! —exclamó al entrar—.
¡Escuche usted a este hatajo de cerdos!
—¿Qué sucede?
Reparó de pronto en la presencia de Luden y
su rostro se congestionó como si fuera a darle un patatús... Abrió
varias veces la boca como una vieja carpa asmática, pero no salió
de ella ningún sonido. Finalmente, optó por enjugarse el sudor y
soltar un resoplido. Aquello pareció aliviarle.
—¡De buena te has librado al estar aquí!
—espetó a Lucien—. De haber estado en medio de esa pandilla, te
empapelaba... ¡Ah, pero les voy a enseñar quién soy yo!
A decir verdad, eran más bien los otros
quienes se lo estaban enseñando. Le estaban poniendo a parir,
haciendo alusiones nada lisonjeras con respecto a su
virilidad...
Más que un drama, aquello parecía un
vodevil.
Jacqueline bajó la escalera y Fumet le
dedicó aquel numerito suyo de hombre de mundo que era como para
mondarse.
—Señora, ¡a sus pies! Tengo un montón de
cosas que comunicar a la distinguida concurrencia.
Jacqueline había recobrado su apariencia
sosegada, un tanto fría y perfectamente equilibrada. Le invitó a
pasar al salón donde, por lo menos, ya no se oiría la batahola de
afuera.
—¿Se halla aquí el profesor Duchemin?
—preguntó Fumet tras haber echado un vistazo en torno suyo.
—Se volvió a marchar ayer por la tarde
—contestó Jacqueline con toda calma—. ¿Acaso deseaba usted hablar
con él?
—No precisamente, señora Lenoir. Me han
notificado simplemente que su coche está estacionado en el bosque
de Godeau desde ayer por la noche. Ha permanecido todo el día al
sol, y hacia las doce Godeau se ha permitido desinflar los
neumáticos.
—Grégoire habrá tenido una avería —apunté—.
Se marchó de aquí ayer por la tarde.
—Ha debido de tomar el autobús de Villeneuve
—observó el obeso Fumet—, ¿quiere usted que uno de mis hombres se
encargue de llevar el automóvil al taller de reparaciones?
Pasó un ángel. Convenía ahora hablar de la
llamada telefónica de Marthe y, lógicamente, le tocaba a mi mujer
hacerlo.
—Me asusta usted —saltó Jacqueline sin
demasiada convicción—. Mi cuñada acaba precisamente de telefonear
para decirme que Grégoire no había regresado aún...
—¡Ah! —se limitó a decir el grueso
gendarme.
Era duro de mollera y necesitaba tiempo para
asimilar la situación y averiguar si este asunto le competía a él o
no.
Antes de que hubiese emergido de sus
cognaciones, llamaron a la puerta. El andoba que entró en el salón
tenia muy mala catadura. Lo primero que llamaba la atención de él
era la enorme pistolera que le colgaba sobre la bragueta, y luego
el atuendo desaseado, desgastado y arrugado típico de un solterón.
Todo ello rematado por unos morros chatos de dogo y una gorra de
guarda con la sigla: «C.A.C.N.B.».
—¡Disculpen! —dijo, llevándose la mano a la
gorra en un vago amago de urbanidad—. ¡Eh!, cabo, ¿vienes?
Fumet intentaba en vano darse
importancia.
—¿Qué sucede? —preguntó con cierta
desenvoltura.
—¡Que vengas! —replicó el otro—. Han
empezado a tirar piedras a los sorches.
Fumet se volvió hacia Jacqueline, tan
mundano como un obispo en una asamblea de nudistas.
—Permítame presentarle al señor Derinque,
brigada retirado, jefe de los guardas del astillero.
Jacqueline hizo una leve inclinación con la
cabeza a 1S que el otro ni tan siquiera respondió. Me estaba
mirando a mí y yo parecía interesarle mucho más que todos los demás
juntos. Me estremecí... Tenía ante mí a un enemigo, un elemento que
parecía conocerme ya, y en los ojos del cual se podía leer la rabia
del toro que ha fallado la embestida.
Duró sólo un instante, pero sentí que me
ponía pálido. La verdad surge a veces de las entrañas, y las mías
se encogían a la vista de aquel bestia redomado que llevaba un
pistolón en el lugar que corresponde al sexo. Tras él, mucho más
discreto, un sargento bajito y tocado con casco, que debía estar al
mando del destacamento, parecía nervioso.
—¡Conservemos la calma! —indicó Fumet—. ¡No
voy a dar la orden de disparar contra la gente porque algunos tiren
piedras!
—¡Usted no es quién para darnos órdenes!
—replicó el sargento bajito—. ¡Ni éste tampoco! —recalcó, señalando
al guarda Derinque.
—Y es una verdadera lástima —soltó éste—.
¡En menos de lo que canta un gallo, yo habría despejado la
plaza!
—¡Calma, calma! —apaciguó Fumet—. Todavía me
queda algo por decir a estos señores. Luego, ¡ya les enseñaré yo a
esa caterva de alborotadores que no me dan miedo, por muchos que
sean!
—¡A mis hombres no les gusta esto! —objetó
el joven sargento—. ¡No estamos aquí para hacer el trabajo de la
policía!
A Fumet le pareció prudente suavizar las
cosas. Al fin y al cabo, tendría que regresar bajo la protección de
los militares. Se mostró conciliador:
—¡Tiene usted toda la razón, sargento! Un
momentito, y voy con usted.
El otro gruñó por lo bajo no se sabe qué y
dirigió un breve saludo a Jacqueline. Dio media vuelta y, al tener
sus botas suelas de goma, ni siquiera se le oyó bajar la
escalinata.
—Es como para cagarse —soltó Derinque,
poniendo cara de asco—. Si yo...
Sacó la pistola a medias y la volvió a
enfundar...
—¡Que me alcance siquiera un terrón y ya
verás tú...!
Rezumaba un odio feroz, ciego, que daba
miedo y que nos dejó impresionados a todos. Salió a su vez de la
casa.
—¡Qué bestia! —dijo Fumet a media voz,
prudentemente.
Volvió a enjugarse el sudor y alivió la
presión del cuello de su uniforme, pasando un dedo por dentro. Yo
estaba pensado en el tipo que acababa de salir, mi mente se hallaba
muy lejos y no me di cuenta en seguida de que Fumet se estaba
dirigiendo a mí.
—Tenía interés en informarle personalmente
de un hecho nuevo... Creo que tiene usted una ligera tendencia a
tomarme por un imbécil... ¡Eh! ¡Lenoir, le estoy hablando!
—¿Me decía usted?
Observé al gordinflón de Fumet. Tenía todo
el aspecto del hombre que no cabe en sí de gozo. Empecé a sospechar
que no había venido únicamente por el asunto de los neumáticos
deshinchados, sino que había tomado esto como pretexto para
anunciarme lo que a él le parecía una excelente noticia.
—Como iba diciendo, Lenoir, usted me ha
tomado por un cretino... No se moleste en protestar, no le guardo
rencor...
Por supuesto, yo no tenía la menor intención
de protestar.
—Quiero que sepa que la investigación por la
muerte de Hubert ha quedado cerrada.
—¡Qué bien! —repliqué sin convicción—. Su
viuda se va a poner muy contenta.
—¿Su viuda? —se extrañó Fumet—. ¡No la
conozco! ¡No es de mi incumbencia! ¡Ya se constituirá parte civil
si le apetece! Yo, he encontrado al culpable del asesinato de
Hubert, ¡y punto final!
—¡Espero que no sea yo! —ironicé.
El triunfo le hacía brillar los ojos a
Fumet, al propio tiempo que adoptaba la actitud solemne de un
empleado de pompas fúnebres para dirigirse a Lucien:
—Amigo mío...
¡Vaya, seguía con el mismo rollo! Me sentía
vagamente inquieto. Si acusaba públicamente al esclusero, Lucien
era muy capaz de echarle escaleras abajo a puntapiés en el trasero.
Intenté anticiparme a los acontecimientos.
—¡No irá a decirnos que Coutre es el
culpable!
—¡Pues sí, lo digo!
¡El muy imbécil! A pesar mío, me eché a
reír.
—¡Pobre hombre! ¿Y puede saberse cómo lo ha
hecho?
—Muy sencillo —contestó Fumet—. Se zurraron
la badana en casa Meunier. Luego, afuera, Coutre le atizó con una
barra de hierro y al ver que el otro ya no se movía lo escondió en
unos matorrales. Volvió al cabo de media hora y vio que Hubert
seguía tirado ahí. Aprovechando entonces que una sirena atronaba la
noche, disparó tres veces a bocajarro en el cuerpo y lo echó al
agua.
Miré a Lucien y vi que no reaccionaba.
Parecía muy triste y tenía los ojos clavados en la alfombra. Había
en su actitud algo que yo no acertaba a definir. ¿Acaso empezaría a
creer él también en la culpabilidad de su padre?
—Pues, ¡se ha lucido usted! —le solté a
Fumet—. Con semejante razonamiento, yo le podría demostrar a usted
que es el presidente Toriol quien ha cometido el crimen.
—Puede que sí —admitió plácidamente Fumet—.
¡Pero el presidente Toriol, él, no ha confesado!
—¡Ah! ¿Porque Coutre sí lo ha hecho?
—¡Una confesión en toda regla firmada de su
puño y letra, señor Lenoir! ¡Y después de un interrogatorio de lo
más cortés, señor Lenoir! ¡Como puede usted ver, uno conoce su
oficio, sargento de las tres condecoraciones! Hagamos las paces,
¿de acuerdo?
Yo estaba consternado. Lo que dijera el
pánfilo ese me tenía sin cuidado. En cambio, la actitud de Lucien
resultaba de lo más elocuente. Si seguía sin despegar los labios,
es que no había nada que decir. Fumet se volvió hacia él.
—¡Lo siento!
Lucien no respondió. Dio tres pasos hacia la
ventana y se quedó mirando fijamente el río, el agua que fluía en
el crepúsculo. Saltaba a la vista que Fumet no le había revelado
nada que no supiera ya.
Fui hacia él y le rodeé los hombros con mi
brazo.
—¡Vamos, amigo...!
Hizo un ademán de desaliento y de tristeza,
como para dar a entender que todo había terminado.
—Es un duro golpe para él —observó Fumet—.
¡Triste oficio el mío, pero represento a la Justicia!
Alzaba un dedo en el aire como si estuviese
soltando un sermón de Cuaresma. ¡Le hubiera dado de bofetadas! Se
inclinó ligeramente ante Jacqueline:
—Señora, ¡a sus pies!
Conmigo se mostró indiferente, menos
ceremonioso:
—¡Hasta la vista, Lenoir!
Un tiroteo malogró su salida de escena.
Afuera, acababa de oírse el tableteo de una sulfatadora soltando
dos ráfagas, subrayadas por las detonaciones más secas de un arma
de mayor calibre.
—¡Dios mío! —exclamó Jacqueline.
Vi cómo de pronto se le demudaba el rostro
hasta convertirse en una máscara trágica. Lucien y Fumet ya habían
salido disparados para enterarse de 16 ocurrido.
En el exterior, se seguían oyendo gritos, en
tanto que proseguían las detonaciones en el anochecer.
—¿Dónde están los niños? —me preguntó
Jacqueline.
En el preciso momento en que salía yo de la
casa para ir a buscarlos, les vi llegar procedentes del río y le
hice entrar. Los dejé con su madre y fui a mi vez hasta la verja
que da al camino. Las lámparas de vapores metálicos que alumbran el
canal emitían esa luz de tonalidad roja sanguínea que hubiese
puesto un toque tétrico en la más animada de las ferias.
El tiroteo había cesado, pero se seguían
oyendo alaridos, gritos de mujeres espantadas. El destacamento
estaba aún ahí, y Fumet tenía una agarrada con el sargento.
—¡Pandilla de asesinos! —chillaban las
mujeres, exaltadas.
—¡No hubiesen debido disparar!
—¡Hemos disparado al aire! —replicaba el
sargento.
Derinque, sin hacer caso, soltó otro
pistoletazo al aire.
—¡Tienes canguelo! —vociferaba Lucien con
tono provocativo—, ¡No estás entre salvajes aquí! ¡Estás entre
ciudadanos decentes que pagan sus impuestos para llenar el buche de
tipejos de tu calaña!
—¡Vamos, vamos! —decía Fumet, tratando de
calmar los ánimos—. ¡No ha pasado nada! ¡Un poco de mieditis y
sanseacabó!
Le tiré de la chaqueta a Lucien,
diciéndole:
—¡Déjalo correr!
Mi aparición hizo el efecto de una ducha de
agua fría sobre Derinque que estaba echando espumarajos de cólera.
Me miró con una especie de respeto incrédulo y sus ojillos de
verraco se clavaron de nuevo en mi costado derecho. Optó por volver
a enfundar su arma en la pistolera que le colgaba sobre el bajo
vientre.
—¡Yo no discuto con indeseables! —replicó
Derinque—. ¡Vamos, sargento, soy guarda jurado! ¡Haga su informe y
yo le respaldaré!
—Eso es —asintió Fumet, tranquilizado—.
¡Vámonos de aquí!
Quedamos solos, Lucien y yo, mientras iba
apagándose el rumor de los pasos del destacamento en marcha.
—¡He aquí a un matasiete a quien me gustaría
ponerle una cara nueva! —rezongó Lucien.
La expresión que se pintó en su cara no
auguraba nada bueno. Le aconsejé que no hiciese caso y que no se
buscase complicaciones; tenía yo razones para suponer que Derinque
era un mal bicho y no quería que un buen día mi compadre apareciese
agujereado como un colador.
—¿No te has fijado en las miradas que me
echaba? —pregunté a Lucien.
—No sé, pero me ha parecido que había algo
entre vosotros dos. ¿Le conoces de algo?
—Yo, no —contesté, un tanto meditabundo—.
Pero él, en cambio, tengo la impresión de que me recuerda
perfectamente.
—¿Recordarte? ¿A título de qué?
—De blanco. ¡Me da en la nariz que es este
tipo el que me atizó la otra noche!
Lucien me apretó la mano, cordial, pero más
bien escéptico. No se lo tenía en cuenta, pero me daba que pensar.
Si ni siquiera un viejo compinche tenía fe alguna en mis dotes
adivinatorias, pocas posibilidades tenía de que me creyesen si
hacía una acusación oficial. Al fin y al cabo, tal vez no fueran
más que imaginaciones mías... Había otra cosa que me tenía
preocupado:
—Dime, Lucien, conmigo puedes hablar con
franqueza. No es posible que tu padre esté complicado en este
asunto... Tal como le conozco, ¡no me cabe en la cabeza! ¡O
entonces es que ya no entiendo nada de nada de la naturaleza
humana!
—¡Mi padre es una buena persona! —soltó
escuetamente Lucien—. ¿Qué más quieres que te diga? Es verdad, ha
confesado, ya has oído lo que ha dicho este alcornoque de Fumet. Lo
malo es que son esas tres balas disparadas contra Hubert cuando ya
estaba muerto, ¡está listo! No creo que nada le pueda salvar de la
guillotina.
—Pero, ¿qué mosca le habrá picado?
—¡Así son las cosas! —contestó lacónicamente
Lucien—. ¡Hasta la vista, Dédé! Intenta dormir un rato. ¡Se está
acercando una tormenta!
A lo lejos, hacia el sureste, se veían en
efecto, relámpagos rasgando el cielo en la anochecida. Durante un
momento todavía pude ver a Lucien alejándose sin volver la cabeza
atrás; y yo volví a casa.
Los niños, sentados a la mesa de la cocina,
estaban cenando. Jacqueline parecía cansada, pero seguía siendo la
estampa misma de la serenidad. Yo me sentía completamente agotado,
la herida me daba punzadas y me ardía todo el costado derecho. No
tenía el menor apetito y me limité a tomar un tazón de caldo y un
poco de fruta.
Era demasiado temprano aún para mandar a los
críos a la cama, pues no se habrían dormido. Yo me había tendido en
el diván del salón y hacía como si leyese unas revistas. Los niños
jugaban tranquilamente en la alfombra, con un juego de construcción
y con libros de cuentos. Sentada junto a la ventana, Jacqueline
hacía punto de media. Formábamos un cuadro de lo más apacible,
mientras en la lejanía se oía el retumbar de los truenos.
En un momento dado, oí un ligero aleteo: era
uno de aquellos insectos fosforescentes que se había introducido en
la habitación y que chocaba contra el cristal de la ventana en su
intento por salir. Jacqueline también lo había visto, había dejado
la labor sobre sus rodillas y miraba la bestezuela con una
expresión de profundo dolor... En efecto, nos hallábamos en pleno
centro de un ciclón y el ratito de descenso del que disfrutábamos
era tan ficticio como ilusorio. Un cuerpo se estaba pudriendo en el
fondo del jardín y pronto tendría que ir yo a echar la cal en la
zanja antes que descargase la tormenta.
Sugerí que ya era hora de que los niños se
fueran a la cama. Hubo un coro de protestas por parte de ellos,
pero su madre se levantó para llevarlos a su cuarto. Entonces me
puse en pie para recuperar mi revólver.
No había tirado el arma al rio, tal como
había sido decidido unas veinte horas atrás, pero la prudencia me
aconsejaba que cuanto antes me deshiciese de ella, tanto mejor. Fui
hasta el vasar inglés, abrí el cajón y ahí lo encontré, negro,
impersonal, simple objeto inanimado que, sin embargo, era
responsable del drama de la noche anterior.
No tan sólo estaba ahí el revólver, sino
también la cartera de Grégoire. Para hablar con mayor propiedad, se
trataba de un porta documentos con un bloc de hojas móviles; era de
cuero y estaba muy desgastado. En los departamentos había unos
cuantos billetes de banco y también fotografías. No les eché más
que una mirada superficial y tal vez hice mal.
Cuando Jacqueline bajó, mi primera intención
fue la de meterme en el bolsillo la cartera para evitar todo tipo
de complicación sentimental; luego, me avergoncé de lo que iba a
hacer y la dejé sobre la mesa.
—¿Ya duermen?
—Están a punto —me contestó
Jacqueline.
Lo único que se oía era el tictac del reloj
de pared y el zumbido amortiguado de los insectos nocturnos. De
tarde en tarde, llegaba hasta nosotros el fragor aún lejano del
trueno, rompiendo el silencio de la noche y recordándome que aún me
quedaba un trabajo urgente por hacer.
Me sentía con muy pocos ánimos y tenía en la
boca ese sabor extraño que suele aparecer cuando está uno muy
cansado y febril. Me daba perfectamente cuenta de que si iba a la
fosa en ese estado corría el riesgo de que me diese un soponcio. Lo
más prudente seria que alguien me acompañase, pero, por supuesto,
no podía pedírselo a Jacqueline... Sin llegar a decidirme,
permanecía de pie, torpón, dejando transcurrir el tiempo, yendo de
vez en cuando a la ventana y haciendo como si mirase al
exterior.
Al volver una vez más hacia la mesa, quedé
impresionado por la expresión que se había pintado en el rostro de
Jacqueline. Estaba sentada a la mesa y examinaba las fotografías de
la cartera. Lo hacía con una suerte de dignidad pausada y cansina,
dejando volar su imaginación probablemente muy lejos. En aquel
momento, tenía cogida una fotografía con ambas manos y la estaba
mirando con cara horrorizada, como si de un objeto maléfico se
tratase... Sus facciones se habían crispado de manera horrenda y
podía apreciar la fuerte tensión de los tendones de su cuello;
tenía carne de gallina. Su rostro aparecía desfigurado por el
pánico y parecía incapaz de apartar los ojos de la
fotografía.
Le puse suavemente las manos sobre los
hombros, como para despertarla de una pesadilla. Pero no reaccionó.
Entonces, le cogí la foto de entre las manos; no opuso resistencia
e, incluso, se echó un poco hacia atrás contra el respaldo de la
silla como para relajar los músculos tensos. Miré la fotografía:
una foto pequeña, cuadrada, de aficionado. En el acto reconocí a
Grégoire con Arthur Houssequin. ¡Así que de esto se trataba! ¡Le
había bastado con ver un retrato del fantasma de Arthur para
ponerse así!
En cualquier otra circunstancia,
posiblemente me habría marchado dando un portazo. Pero en aquel
momento, me di cuenta de que Jacqueline tenía los nervios
destrozados y que debía mostrarme comprensivo. Me limité a decirle
con amargura que comprobaba una vez más el lugar predilecto que
ocupaba Arthur en sus pensamientos.
Ella había cerrado los ojos y no me
contestaba. Cuando los volvió a abrir al cabo de unos segundos,
tenía ante mí a una mujer distinta. Su terror había desaparecido y
solamente se mostraba dolorida. Me miró ya sin horror,
amistosamente incluso, y acabó diciéndome con voz apenas
perceptible:
—¡Arthur está vivo!
Parecía absolutamente convencida de ello y,
durante un par de segundos, yo mismo me quedé dudando, para luego
volver a mostrarme escéptico al examinar la fotografía más
detenidamente.
—Mi pobre Jacqueline, esta foto no es
reciente. Arthur y Grégoire se conocían de antiguo...
—Esta fotografía ha sido tomada el invierno
pasado —me replicó ella—. Yo intuía que se me ocultaba algo, ¡pero
no podía suponer que fuera esto!
Volví la foto y vi al dorso, en una esquina,
escrita con tinta, una fecha: el 14 de diciembre del año anterior.
Yo podía juzgar las cosas con mayor frialdad que Jacqueline y le
comenté que esa fecha no significaba forzosamente que la foto
hubiese sido tomada aquel mismo día. Alguien había podido
encontrarla traspapelada en un cajón y habérsela entregado a
Grégoire; también cabía la posibilidad de que la inscripción fuera
totalmente fortuita y no tuviera relación alguna con la foto
propiamente dicha. La desaparición de Arthur podía antojársele a
Jacqueline incierta, pero para mí que conocía la guerra de
Indochina no cabía la menor probabilidad de que Arthur hubiese
podido ganar a nado ninguna costa desconocida.
—Ahuyenta de tu cabeza esas ideas
rocambolescas, Jacqueline; estás agotada y...
—Tal vez esté agotada, André, pero mi
memoria sigue siendo excelente. Haz el favor de fijarte en la
corbata que lleva Grégoire en esta fotografía.
Miré detenidamente la dichosa corbata y no
le encontré nada especial, a no ser un motivo pintado o bordado que
representaba instrumentos musicales estilizados. Por añadidura, la
corbata de Arthur Houssequin ostentaba idéntico motivo.
—¿De sus tiempos de estudiantes?
—No han ido a las mismas universidades
—replicó ella—. Este motivo decorativo lo dibujó la propia Marthe
el invierno pasado y sirvió de emblema para la semana musical de
Villeneuve que había más o menos organizado ella..
Recordaba yo ahora vagamente aquella
manifestación cultural. Nos habían enviado invitaciones para ir a
escuchar música de Bach o de Couperin que se prodigaba
generosamente en la buena villa de Villeneuve. Debido a mi trabajo,
me había sido imposible asistir; en cuanto a Jacqueline, había
acudido un martes en un breve viaje de ida y vuelta para deleitarse
con no recuerdo qué concierto.
—Grégoire llevaba este traje y esa misma
corbata. Reconozco perfectamente ese motivo; bastante me había
machacado los oídos Marthe con sus significaciones
esotéricas...
Ahora recordaba yo. En efecto, Jacqueline me
había hablado de ello en su día: la razón por la cual Marthe había
preferido un violoncelo de perfil y no de frente, porque resultaba
«más viril y más contrapunto...» No podía imaginar entonces que
algún día semejantes pamplinas cobrarían una importancia
capital.
Debíamos conservar todavía algún que otro
programa de aquella memorable «semana» entre nuestros papeles.
Jacqueline abrió el secreter. No recibíamos demasiada
correspondencia y no le resultó difícil encontrar varios de
aquellos programas e invitaciones impresos en papel cuché. No cabía
la menor duda ahora; aquel motivo de pésimo gusto, con un
violoncelo azul y una lira carmesí enredado en un pentagrama
amarillo, era el mismo que el que figuraba en la corbata.
Noté a mi vez como un escalofrío en la
espalda. Podía detestar a un Arthur Houssequin muerto del que sólo
el recuerdo permanecía vivo en el corazón de mi mujer; ahora bien,
un Arthur «clandestinamente» vivo era algo más grave y resultaba
para mí infinitamente más peligroso.
No tenía tiempo ahora de calcular el alcance
de este nuevo hecho ni sus repercusiones sobre nuestra situación,
pero de repente podía poner un nombre al peligro que se cernía
sobre la isla y sobre mí. En aquel preciso momento retumbó un
trueno, ahora mucho más cercano, y dado que tenía los nervios de
punta no pude reprimir un sobresalto.
La tensión nerviosa hacía temblar asimismo a
Jacqueline, que respiraba precipitadamente. Podía darme cuenta de
que hacía un gran esfuerzo sobre sí misma para no perder el
control, pero una nadería hubiera bastado para que se pusiera a dar
alaridos. Me esforcé en sonreír y le cogí la mano.
—¡Asombrosa coincidencia! Todas las «semanas
musicales» del mundo deben tener un emblema más o menos igual...
Sin darse cuenta, Marthe habrá reproducido uno de ellos...
—¡No! —me cortó Jacqueline—. No se trata de
una coincidencia. ¡Arthur está vivo! ¡Estoy asustada!
De pronto, se oyó el violento repiqueteo de
un timbre. Sentí que me ponía pálido, en tanto que Jacqueline
soltaba un gritito y se echaba a llorar. Era el teléfono y me sentí
aliviado al oír la voz de Yvonne.
—¿Eres tú, André?
—El mismo. ¿Qué hay de nuevo?
—Es necesario que vengas inmediatamente
aquí. ¡Es muy importante!
Su voz era tensa y contenida, como si me
fuera a anunciar el fin del mundo. Quizá sintiese cierta
curiosidad, pero estaba demasiado cansado para tener ganas de
moverme y así mismo se lo dije.
—Esto es más importante que tu cansancio
—repuso ella—, ¡Ven en seguida!
—La tormenta está a punto de descargar. ¡Va
a empezar a llover pronto!
—¡Me importa un rábano! ¡Ven inmediatamente,
aunque caigan chuzos de punta!
Yvonne empezaba a intrigarme, pero seguía yo
sin ganas de moverme de casa. Le dije que viniese ella aquí si tan
importante era lo que me tenía que contar.
—No es posible —rechazó ella—. Es preciso
que veas a alguien.
—¿A quién?
—No te lo puedo decir por teléfono... ¡A una
persona a la que hemos encontrado!
Hubo como un cuchicheo a la otra extremidad
del hilo y, a continuación, llegó a mi oído la voz de Luden.
—¡Cógete de la mano y ven, Dédé! ¡Te
llevarás una sorpresa!
—¿No puedes decirme a quién habéis
encontrado?
—Ya lo verás. No podemos ser más explícitos
por teléfono.
Pero yo pensaba en la patrulla y también en
los encuentros peligrosos que podía tener yendo a casa de
Meunier.
—No es únicamente por la tormenta, Luden.
Además, hay ese buitre de Derinque que parece tener la intención de
borrarme del mapa. Hazte cargo...
—Me hago cargo —repuso Lucien—. Así y todo,
ven, no lo lamentarás. ¡Tienes que correr el riesgo!
Esa expedición nocturna no me hacía pizca de
gracia, pero en aquella isla había algo más grave que arrostrar una
tormenta y el revólver de Derinque juntos, y era pasar por un
rajado a los ojos de los compañeros. Traté de mostrarme
animoso:
—¡Tú ganas! ¡Allá voy!
—¡Hasta ahora! —se limitó a decir Lucien, al
colgar el teléfono.
Colgué a mi vez y miré a Jacqueline. Esta se
había levantado y, con el oído pegado al aparato, había intentado
seguir nuestra conversación.
—¿Qué quieren de ti ahora? ¡No me dejes
sola!
Le sonreí como suele uno hacerlo para
apaciguar a un niño al que se quiere tranquilizar. Le dije que nada
malo podía ocurrirle dentro de la casa, que estaba hecha un manojo
de nervios y que un sueño reparador la dejaría como nueva.
—¿Es absolutamente necesario que vayas a
casa de Meunier?
—Así lo creo. Pero no será más que ir y
volver y, dentro de media hora a más tardar, estaré de vuelta. Voy
a cerrar todos los postigos de la planta baja y la puerta con
llave. Tú sube al dormitorio y acuéstate.
Había adoptado un tono tranquilizador y
Jacqueline debió comprender que estaba decidido a no hacer caso de
sus temores. Dejó que le diese un beso.
—¡Vuelve pronto, André...! ¡No te olvides de
ponerte el impermeable!
Me la quedé mirando mientras subía la
escalera. Al llegar al descansillo, se dio la vuelta e intentó
sonreírme, luego entró en la habitación y encendió la luz.
La cartera había quedado sobre la mesa, pero
mientras cerraba los postigos metálicos, una súbita ráfaga de
viento había dispersado las fotografías. Lo dejé todo tal cual.
Cerré asimismo los postigos de la cocina, me metí luego el revólver
en el bolsillo del impermeable y salí.
La tormenta se estaba acercando por momentos
y el viento zumbaba en la noche. Cerré la puerta con dos vueltas y
me interné por el sendero que lleva a la verja. Todos los olores
parecían exacerbados y el penetrante aroma de las rosas flotaba en
el aire. Los insectos fosforescentes brillaban como estrellas a ras
de suelo.
En principio, el camino hasta la esclusa
estaba alumbrado. Cada cien pasos, aproximadamente, había una
bombilla protegida por una pantalla metálica en lo alto de un poste
de cemento y ocurría a veces, en las noches serenas, que se
distinguiese una difuminada perspectiva de puntos luminosos en
medio de la oscuridad. En cuanto soplaba el más ligero viento, en
cambio, lo único que emitían eran breves destellos de luz en los
momentos más inesperados... Podían surgir tres de ellos en menos de
diez segundos y luego te quedabas a oscuras durante media hora:
algún contacto defectuoso en alguna parte. Como aquello no influía
en el suministro doméstico de electricidad, a nadie preocupaba
demasiado esta anomalía.
Afortunadamente para mí, Nuestro Señor
proveía mediante su propio y personalísimo generador. La tempestad
que se desencadenaba sobre la región parecía especialmente
violenta; venía a ser como un fragor ininterrumpido y una sucesión
de fucilazos que iluminaban todo el suroeste, crujiendo en la noche
con un estruendo de batalla naval. Grandes, pesadas y cálidas gotas
de lluvia empezaban a estrellarse en el suelo.
Hubiese querido echar a correr, pero mi
inflamada herida me obligaba a caminar a pasitos lentos y prudentes
de anciano. Cuando oí un rugido estremecedor que se iba aproximando
a la velocidad de un tren expreso, me apresuré a abrocharme lo más
herméticamente posible el impermeable y a ajustar estrechamente la
capucha. La tromba de agua me alcanzó cuando apenas me hallaba a
medio camino; después de todo, prefería esto a tener que jugar al
escondite con el guarda Derinque.
El agua caía del cielo con tanta fuerza que
en más de una ocasión me quedé prácticamente sin respiración. Era
una auténtica tromba con un peso enorme que me hacía encorvar la
espalda en una noche cargada de electricidad. A pesar de la
protección de mi impermeable, en pocos instantes me encontré tan
empapado como si me hubiese metido en el río. Fue con verdadero
alivio que localicé por fin el tejadillo de la tasca de Meunier,
pero me sobresalté violentamente al ver precipitarse hacia mí una
silueta. Era Lucien que me estaba esperando para indicarme que
pasase por el gallinero. Le seguí y segundos más tarde me
encontraba en lugar seco, bajo un cobertizo techado con chapa
ondulada.
El ruido era tan ensordecedor que hacía
imposible cualquier tipo de conversación. Me limité a sentarme en
una carretilla y a vaciar concienzudamente mis zapatos llenos de
agua.
Al cabo de un momento, Lucien, que había ido
hasta el fondo del cobertizo, regresó junto a mí y me dio una
palmada en el hombro. No podía oír lo que me estaba diciendo, pero
al resplandor de los relámpagos su mímica era bastante expresiva.
Le seguí en la oscuridad, tropezando con barriles vacíos y aros de
fleje. El aire estaba impregnado de olor a polvo, como si nos
hallásemos en un cuchitril. Si bien el fragor de los truenos era el
mismo, por lo menos ya no oíamos el estrépito metálico del agua
cayendo sobre la chapa ondulada. Lucien cerró la puerta en cuanto
hubimos entrado. El fulgor de los relámpagos llegaba hasta nosotros
por un ventanuco bajo, tan polvoriento y cubierto de telas de araña
que casi se había vuelto opaco.
Así y todo, distinguí una forma sentada en
un viejo sillón de desecho. Flotaba un olor indefinible, pero
bastante fuerte, que se situaba entre queso rancio, perro mojado y
vómito de borracho.
—¿Dónde está Yvonne?
Ahora podíamos oírnos, siempre y cuando
aprovechásemos el breve momento de silencio que se producía entre
dos truenos; Luden me explicó que se había originado un apagón y
que Yvonne había ido a buscar unas velas.
Me acerqué a la forma sentada y el olor a
vomitona se acentuó. Pude ver que se trataba de una mujer que
parecía atemorizada y enferma.
—¿Quién es?
—¡La viuda de Hubert!
¡Vaya! Sí que era importante, qué duda cabe,
pero al hacerme venir aquí en plena tempestad, Lucien había dado
muestras de falta de sangre fría. Si estaba viva, la patrona del
Hematite no iba a convertirse en
ectoplasma antes del alba. Me puse a pensar en Jacqueline, asustada
por la falta de luz y con los niños que debían de haberse
despertado a causa de los truenos y estar berreando en la
oscuridad.
—¿Qué se supone que estoy haciendo
aquí?
Una conversación normal parecía imposible
con aquel nuevo paroxismo de la tormenta que hacía temblequear
todos los objetos ahí acumulados. Durante los breves momentos de
calma, podíamos oír gimotear a la viuda de Hubert como una perra
herida.
Llegó Yvonne, resguardándose la cabeza de la
lluvia con un viejo impermeable ya empapado por completo
simplemente por el hecho de haber cruzado el patio. Desató un
paquetito de velas y le ayudamos a encender tres o cuatro.
Pude ver entonces con toda claridad a la
viuda de Hubert. Yo no la conocía, pero me di cuenta en seguida de
que aquella mujer acababa de vivir momentos atroces. Dejé de pensar
en mí .y en mi hogar; había otros que estaban peor que yo.
—Derinque está a dentro, tomando una copa
—me comunicó Yvonne.
—¿No habrás dicho nada a nadie? —inquirió
Lucien.
—A nadie.
Hubo una nueva salva de truenos, y luego la
intensidad de la tormenta pareció empezar a decrecer. Había dejado
de llover, o cuando menos había amainado, pero lo que se oía ahora
era la masa de agua que vertían todos los canalones, con ese ruido
que resulta tan grato cuando se encuentra uno seco y calentito en
un lugar acogedor.
—¡Menos mal que ya no está a la intemperie!
—comentó Yvonne a la pobre mujer.
Pregunté dónde la habían encontrado... Había
sido Yvonne quien, habiendo salido a dar una vuelta por la
extremidad de la isla, la había descubierto dentro de una barca,
escondida entre las cañas y muerta de miedo.
La mujer parecía agotada y se asemejaba a
esos ahogados sacados del agua antes de que se les empiece a
hinchar la carne. Acababa de devolver en el suelo de tierra
apisonada e Yvonne intentaba hacerle beber un poco de
aguardiente.
Pregunté a Lucien qué había pasado.
—Espera —respondió él—. Quisiera que fuera
ella misma quien te relatase los hechos. Es algo demasiado grave
como para que yo añada de mi propia cosecha.
Me llevé a Lucien aparte y le pregunté en
voz baja si la pobre mujer sabía que era el padre de él quien había
liquidado a su hombre.
—¡No! —replicó Lucien—. Además, muy bien
podría ser que hubiese alguna novedad a este respecto. Por ahora,
¡punto en boca!
Nos hallábamos en un cuarto bastante
estrecho que antiguamente había debido servir de bodega o de
tonelería y que ahora hacía las veces de trastero; por todas partes
había muebles desvencijados, cestos, cebollas puestas a secar y
tarros de confitura. Afuera, un canalón desaguaba en una tina,
produciendo un estruendo parecido al de una catarata.
—Este es André Lenoir —presentó
Yvonne.
La viuda de Hubert volvió la cara hacia mí y
yo hice una ligera inclinación con la cabeza, sin saber qué
decirle.
—Enséñale tu herida —me indicó Yvonne—, para
que vea lo que te han hecho a ti.
Me abstuve de hacerlo, pero esta observación
me daba pie para iniciar la conversación.
—Me han hecho esto cuando me hallaba cerca
del Hematite.
—A mí —respondió la mujer con voz casi
inaudible—, me han matado al niño ante mis propios ojos.
—¿Oyes esto, Dédé? —subrayó Lucien.
No acababa yo de comprender todavía de qué
niño me estaba hablando, pero me daba cuenta ahora de que el
testimonio de la viuda de Hubert podía resultar sumamente
interesante. El hecho de que Lucien e Yvonne hubiesen mantenido en
secreto su descubrimiento para que yo pudiese hablar con ella antes
de que sus declaraciones fueran del dominio público era de
agradecer, y bien valía el haberme calado hasta los huesos.
—¡Cuéntemelo todo! —le rogué.
Pero una vez más rompió a llorar y
comprendimos que el relato sería de lo más laborioso.
—¡Adelante! —le dije a Lucien—. Explícame lo
ocurrido en dos palabras.
—¡Es Lanneau de Bromier! —exclamó éste—.
Bromier y Derinque. Me gustaría que te lo contase ella misma,
tendría más peso.
—¿Conoce usted al señor Lanneau de Bromier?
—pregunté a la viuda.
—Conozco su nombre —musitó ella entre dos
sollozos—. Me lo han matado allí mismo, en la sala de
máquinas.
De momento, no había quien le arrancase una
palabra más. Hice una seña a Lucien.
—No lo he acabado de entender del todo
—manifestó él—. Parece ser que se trata de un compresor
ultrasecreto que la Marina habría hecho instalar a bordo del
Hematite... ¡Intente usted contarle esto,
señora Hubert! Lenoir es un hombre instruido y lo entenderá mucho
mejor que nosotros. Tú tienes el título de ingeniero, Dédé, ¿no es
verdad?
No, no lo era y además no veía nada claro lo
que un título de ingeniero pintaba en ese lío. Para animarla a
hablar, le pregunté a la mujer de qué compresor se trataba.
—No tengo ni idea —contestó ella—. Hubert
tal vez hubiera podido decírselo, pero yo no entiendo nada de todo
esto. Según parece, era el no va más, y todavía estaba a prueba. A
cada viaje había un ingeniero de la Marina que bajaba con Hubert en
Rochefort. Pasaban horas y horas juntos. Sacaban piezas así de
grandes y ponían otras...
Nueva crisis de llanto.
—Este tipo de detalles técnicos tendrán
quizá alguna utilidad cuando se proceda a la investigación —dije a
Lucien—; pero por ahora, lo que me gustaría saber es a quién
demonios han matado y cómo ha sido.
—¡A su hijo, un chaval de quince años!
Ahora comprendía la desesperación de la
pobre mujer y lo ignominioso del drama.
—Resumiendo —prosiguió Lucien—, Bromier fue
a anunciarle que Hubert había sido asesinado. Y luego fue cuando
ocurrió lo del compresor. Quería incautarse de él o no sé qué. El
chico cogió una carabina para echarles fuera y entonces Derinque le
descerrajó un tiro. Esto es lo que ha sucedido... La madre estaba
arriba, saltó al agua y nadó hasta la isla. Preferiría que fuese
ella quien te diese los detalles. No me invento nada, Dédé; ¡éste
es un asunto demasiado grave!
—Así pues, ¿ella conocía a Derinque?
—No, hemos sido nosotros quienes le hemos
dicho que se trataba de Derinque, después de que nos hubo dado la
descripción del individuo: nos habló de una especie de gorila con
una pistolera que le colgaba por delante...
—¿Y en cuanto a Lanneau...?
—¡No cabe la menor duda de que era él!
Hubo un momento de silencio.
—¿Qué piensas tú de todo esto? —inquirió
Yvonne.
—Creo que habéis hecho muy bien en no ir
pregonando la noticia. Esta noche, la vida de un ser humano tendrá
muy poco valor en esta isla.
La pobre mujer seguía lloriqueando. Si
Derinque daba con ella, aquí o en cualquier otra parte, no tendría
más que introducirle la pistola en la boca para liquidarla a la
chita callando.
—Pasará la noche conmigo en mi habitación
—me anunció Yvonne—. Me la llevaré a casa en cuanto cierre mi
padre. Tendré que ponerle al tanto de lo que ocurre, pero se puede
contar con él... Tú, Dédé, ¡ni una palabra a nadie! ¡Ni siquiera a
tu mujer!
Yo no compartía este parecer. Tal como había
evolucionado la situación, la isla estaba prácticamente tomada por
los militares. Si a éstos se les antojaba hacer registros, nada ni
nadie podría impedírselo. Así que convenía encontrar ayuda del
exterior lo antes posible.
—¿Qué piensas hacer? —me preguntó Lucien—.
¿Avisar a Fumet?
Sería ridículo, por supuesto. No, no pensaba
en Fumet, sino en los inspectores de la Sûreté que tal vez se
encontrasen aún en el pueblo. Que fuesen del tipo chanchullero, no
cabía la menor duda; pero seguro que avisarían a sus superiores
antes de tomar cualquier decisión... Y no veía qué clase de razón
de Estado podía ser lo bastante fuerte como para contrarrestar el
horror de semejante crimen.
La luz volvió de golpe; es decir que una
bombilla de escasa potencia se puso a difundir un débil resplandor
a través de la capa de mugre que la cubría. Se podía oír los «¡Ah!»
de satisfacción procedentes de la tasca.
—¿Hay manera de llamar por teléfono sin
tener que pasar por la taberna?
—Sí, puede ser —respondió Yvonne—. Pasa por
la cocina. ¿Vas a meter a los de la bofia en el ajo?
—Creo que es lo mejor.
—Quizá...
No parecía muy convencida; ni Lucien
tampoco. Les notaba reticentes, como si me estuviesen ocultando
algo... Tal vez fuese sencillamente que no tenían mayor confianza
en la policía estatal que en los esbirros locales. No se lo podía
reprochar.
—Señora —dije, dirigiéndome a la viuda de
Hubert—, voy a avisar a la policía. ¿Está usted completamente
segura de que se trata del señor Lanneau de Bromier y de un guarda
de los Astilleros de Bulle?
—Si.
—¿Había militares rondando por ahí?
—No lo creo. Cuando estaba escondida en la
isla, oí llegar un camión. Pero el señor y el gorila habían llegado
antes que los demás, en un coche descapotable.
—¿Estaba usted presente cuando hicieron
funcionar el polipasto?
—No, estaba muy asustada, corrí como una
descosida, sin volver la cabeza y me oculté.
Aquella mujer estaba temblando. Me miraba a
los ojos y hablaba con el acento de la verdad más absoluta. Me daba
cuenta del tremendo esfuerzo que hacía para centrar sus aturulladas
ideas, para tratar de ser concisa y ayudar.
—Estábamos comiendo, el chico y yo. Llamaron
desde la orilla, y entonces colocamos la pasarela. Aquel señor me
dijo que venía a cumplir una triste misión... Que Hubert había
tenido un accidente... Y en seguida, me habló del compresor.
Parecía perfectamente al corriente. Bajó con el gorila a echar un
vistazo... Mi chico me dijo que le parecía que había gato encerrado
en todo esto, que su padre no había tenido ningún accidente y que
aquellos hombres habían tomado esto como pretexto para subir a
bordo... Mi hijo tenía quince años, pero era tan fuerte como un
hombre. Bajó para verse las caras con ellos, y entonces los otros
le dijeron que embargaban la gabarra y que iban a sacar el
compresor por cuestión de seguridad... Y el muchacho les dijo así:
«¡Ustedes no van a tocar nada!» Entonces, el gorila le soltó un
soplamocos...
Estaba llorando de nuevo y había que
adivinar un poco lo que iba diciendo:
—...Entonces, cogió la carabina y los
encañonó. Fue en aquel momento cuando el gordo ese le disparó... Mi
Jacquot cayó en el acto... El señor me miró y le gritó algo al
otro...
—¿El señor?
—Sí... Cuando oí que subían por la escala,
corrí a proa, agarré el cabo y me tiré al agua. Entonces, nadé
hasta la isla... Unas horas después, en plena noche, oí el ruido
que hizo la gabarra cuando la hundieron en la presa. Al amanecer,
fui a ver. Vi los restos del Hematite,
flotando en el agua en medio de la espuma de la cal. Tomé una barca
para ir a ver de cerca, pero habla una lancha de la Marina
patrullando por el río, y entonces me fui a esconder entre las
cañas.
—Intente beber un poco —le animó
Yvonne.
Esta había traído leche y naranjas, y había
preparado un zumo en un vaso.
—Durante todo el día siguieron patrullando
—proseguía la desconsolada mujer—. Los había en la isla, en los
barcos. Vi a unos pasar muy cerca. Eran jóvenes, y lo más seguro es
que no comprendiesen lo que les hacían hacer. Cantaban y
reían...
Bebió un poco, como un animal sediento, y
luego empezó a contar la historia desde el principio, incluso su
boda con Hubert, y sus relaciones con la compañía... Le hice una
seña a Yvonne para que saliese.
Fuera, ya no llovía, pero el suelo del patio
estaba enfangado, con charcos en los que se hundía uno hasta el
tobillo. En la cocina no había nadie y pude llegar sin que me
viesen hasta el rincón donde se hallaba el teléfono. A través del
cristal podía ver el interior de la tasca abarrotado de militares
que bebían y vociferaban.
—Quédate cerca de la puerta, Yvonne. Avísame
si ves venir a alguien hacia aquí.
Debían ser las diez de la noche, pero me
pusieron enseguida con el hotel Fichois. Pedí por Fournier.
—El señor Fournier se ha marchado ya —me
contestó una voz femenina—. ¿Quiere usted hablar con el señor
Cornaud?
—Sí, por favor.
No me preguntaron de parte de quién y el
polizonte se puso de inmediato al aparato, muy atento, con voz
ahuecada.
—¡Aquí Cornaud, a su disposición!
—¡Aquí, André Lenoir!
—¡Ah, vaya!
Noté el tono desilusionado de su voz, debía
esperar que fuera otra persona.
—Siento mucho molestarle —empecé yo—. ¿Sigue
interesándole el asunto del Hematite?
—Claro que sí, señor Lenoir. Precisamente en
este momento estoy cenando con el señor Lanneau de Bromier. ¡Una
bellísima persona, señor Lenoir!
Tenía todas las trazas de estar tomándome el
pelo y podía yo estar seguro de que mi testimonio de la tarde no
debía tener ya mucho peso.
—Señor Cornaud —proseguí yo—, escogiendo
cuidadosamente mis palabras, le pregunto: ¿Le interesaría saber que
está usted cenando con un asesino?
—No sería la primera vez que me ocurriese
—replicó él con tono irónico—. Intentaré olvidar este calificativo,
señor Lenoir; podría llevarle a usted más lejos de lo que pudiera
desear.
—Precisamente ésta es mi intención, señor
Cornaud: ir lo más lejos posible. ¿Recuerda usted que Hubert tenía
esposa e hijo?
—¡Soy todo oídos! —repuso él.
Había dejado de repente la ironía a un lado
y le notaba ahora pendiente de mis palabras.
—Al muchacho le han matado, se encuentra
ahora en el fondo de la presa y yace cubierto de cal entre los
restos del Hematite. En cuanto a la
viuda, ¡podrá usted escuchar su relato en cuanto le apetezca!
—¿La han encontrado?
—Así es.
—¿Dónde está?
—Prefiero no decírselo por teléfono.
Se produjo un silencio, pero le oía respirar
en el aparato. Luego me llamó por mi nombre:
—¡Lenoir!
—¿Sí?
—¿Sabe qué? ¡Me está usted tocando las
narices...!
Y oí el ruido característico que hace el
aparato al ser colgado al otro extremo de la línea. El polizonte me
había soltado eso sin ira, pero sonaba a definitivo, como cuando
quiere uno quitarse de encima a un crío.
Miré a Yvonne. Esta había seguido toda la
conversación, pero no manifestaba extrañeza alguna, como si hubiese
sabido de antemano lo que iba a suceder. Me miraba más bien con
expresión reprobatoria:
—¡Vaya! ¡Con esto ahora ya están al
corriente!
—Cornaud debe ser duro de entendederas
—repliqué yo—. Y si se lo toma de esta manera es para tener tiempo
de digerir la noticia.
—¡Claro! —exclamó Yvonne—. Y si quieren
averiguar dónde se encuentra la viuda de Hubert, no tienen más que
preguntar a la centralita de dónde procedía la llamada... ¡En menos
de cinco minutos, puede estar enterado Derinque!
Yo comprendía perfectamente lo que esto
podía significar, pero ya no había remedio. Aconsejé a Yvonne que
no fuese tan pesimista.
—Siempre queda la posibilidad de poner al
tanto del asunto a los compañeros de la esclusa e incluso a los
gabarreros, caso de que fuera necesario. ¡Esos sinvergüenzas no van
a atreverse a liquidar a todos los habitantes de la isla!
Yvonne se encogió de hombros como si yo
acabara de soltar una sandez, y luego me tendió la mano.
—¡Vuelve a casa, Dédé, ya no te tienes en
pie!
Tuve la impresión de que iban a intentar
algo sin contar conmigo, pero ya no me sentía con las fuerzas
suficientes como para seguir en la brecha. Me limité a aconsejarle
que no se metiera en líos.