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Cuando recobré el sentido, resonaba en la
noche un silbido agudo como el que producen las válvulas de
seguridad de las máquinas de vapor y que iba amplificándose hasta
alcanzar proporciones fantásticas. Parecía enteramente como si toda
el agua del canal hubiese entrado en ebullición.
Abrí los ojos y vi un espectáculo
monstruoso. El canal estaba efectivamente en ebullición, violentos
borboteos agitaban el agua y una densa humareda se elevaba en el
aire en medio de un estruendo de tempestad.
Debían de haberme llevado a más de
quinientos metros de distancia del lugar donde había caído, pues me
hallaba ahora frente a la presa.
El sitio donde me encontraba estaba cubierto
de zarzas y de ortigas. Nadie solía venir por aquí, ni siquiera los
pescadores de caña cuyas estacadas se hallaban sensiblemente más
lejos, río abajo.
Enfrente, en la isla, ninguna casa a la
vista, salvo la masa carcomida y en ruinas de lo que había sido
tiempo atrás la vivienda del guarda de la presa. Actualmente, se
controlaba el nivel del agua mediante un sistema de sifones y de
canalizaciones que Coutre podía abrir o cerrar a discreción, a dos
kilómetros de allí.
Di con el sendero y eché a andar, un poco
titubeante. Me había desgarrado el costado derecho, debía de estar
sangrando abundantemente y tan pronto sentía náuseas como sudaba a
mares.
Al llegar a la altura de las primeras casas,
simples chamizos de tablas, la mayor parte de los cuales servían
para guardar material para picnics y pesca con caña, bajé hasta la
orilla y desaté la amarra de una barquita plana. Me sentía aún
medio atontado y conseguí dejarme caer en el fondo del bote,
temblorosa^ empapado en sudor.
Vi cómo iba aproximándome a mis tres
hermosas hayas que eran árboles de una magnífica especie,
fácilmente reconocibles desde muy lejos. Valiéndome de un remo,
abordé al pequeño embarcadero de cemento. No serían aún las dos de
la madrugada; ahora la noche era fría y clara, y se podían
distinguir las estrellas. El menor esfuerzo me resultaba penoso,
debía de haber perdido mucha sangre y jadeaba
dificultosamente.
Ya en tierra, permanecí inmóvil un rato sin
atreverme a hacer el menor movimiento.
Estaba cerca de mi casa, en mi feudo, y
experimentaba aquel mismo desasosiego que solía embargarme al
regresar a las cinco de la mañana, haciéndome dudar con la mano
sobre el tirador de la puerta...
¡Ahora me tocaba afrontar a Jacqueline, mi
mujer!
Subí lentamente el tramo de escalones
practicados en el talud y me llevaban hasta la verja. Ahí estaba la
casa, confortable e imponente, incluso de noche.
Con su cuidado vergel, su jardín cuajado de
flores y sus amplios ventanales que daban al río, era, sin lugar a
dudas, la morada más hermosa de la isla. Durante los soleados días
de verano resultaba muy agradable, con la proximidad del agua y el
cenador en el que solíamos almorzar... Pero en los tres años
transcurridos había tenido tiempo de tomarle ojeriza y a menudo
soñaba con una sencilla cabaña, desprovista de calefacción central,
sin teléfono ni agua corriente, ¡pero donde me encontraría a
gusto!
Abrí la verja y seguí subiendo por la
escalera rústica de cemento, imitación madera. Las rosas Darwin
exhalaban inútilmente su perfume en el aire nocturno y, en la rama
más alta de las tres hayas, una lechuza hizo: «uuu, uuu» como
rechazando la presencia de un extraño.
Saqué mi llavero del bolsillo e introduje la
llave en la cerradura.
Sentía frío y las piernas casi ya no me
aguantaban. Crucé el recibidor embaldosado para llegar a la cocina
donde me dejé caer sobre un taburete... No podía con mi alma y me
sentía más solo que nunca. De buena gana me hubiese echado a
llorar... Pensaba en todos aquellos hombres sencillos para quienes
la esposa es una compañera de fatigas y alegrías... Para mí, era
diferente. Estaba casado con una mujer hermosísima, rica y
esmeradamente educada que me llamaba «amigo mío», que no me
rechazaba cuando yo la deseaba, pero que me resultaba más extraña
que un ser de otra galaxia.
No había demasiadas bebidas fuertes en el
armario de la cocina. Lo único que encontré en el fondo de una
botella fue un poco de marrasquino, un licor más bien empalagoso,
que bebí a morro. Luego, al querer dejar la botella sobre la mesa,
se me escurrió de entre las manos, cayendo al suelo y haciéndose
añicos.
Esperé un momento, como paralizado, pero
nada se movió en el interior de la casa. Regresé entonces al
recibidor e inicié la ascensión de la escalera de madera que
llevaba a los dormitorios.
Fue en aquel preciso momento cuando
Jacqueline apareció en el descansillo del primer piso.
—¿Eres tú, André?
Pasó un rato antes de que consiguiese yo
articular la menor palabra. Me había detenido y, agarrado al
pasamanos, me la quedé mirando. Estaba muy atractiva con su salto
de cama verde. Presentaba un aspecto descansado y lozano, y parecía
flotar en un universo de serenidad y de belleza...
—¿Qué te pasa?
Como siempre, se dirigía a mí con dulzura.
Debió verme cubierto de sangre y su afabilidad se trocó en
inquietud.
—¿Qué te ha ocurrido?
—Estoy herido —contesté—. ¡Sobre todo, no
vayas a llamar al médico!
Bajó unos peldaños y se acercó a mí, pero
sin atreverse a tocarme.
—¿Qué ha pasado, André? ¡Me das miedo!
—Ayúdame. He perdido mucha sangre.
Me observó con mayor detenimiento y su
mirada se detuvo en mis manos.
—¡Arriba, no! —exclamó—. ¡Vamos a mancharlo
todo!
Me ayudó a bajar de nuevo hasta la cocina,
perfectamente dueña de sí misma, aunque tal vez algo más pálida que
de costumbre. Me hizo sentar nuevamente en el taburete y apartó con
el pie los trozos de botella. Salió unos instantes y regresó al
punto con el botiquín.
Debía yo haber caído sobre un pilote o sobre
una piedra que me había ocasionado un profundo desgarrón en el
costado derecho. Jacqueline me abrió la camisa y limpió rápidamente
la herida con éter. Me dolió tanto que hubiese deseado poder
gritar. Le así la muñeca y se la apreté con todas mis fuerzas... Vi
cómo se le crispaba el rostro, cómo se le llenaban los ojos de
lágrimas, pero no profirió queja alguna.
Tiró al suelo los algodones empapados de
sangre y prosiguió la limpieza sistemática de la herida.
—Debe de hacerte mucho daño —manifestó
ella—. No se puede dejar así. ¿Quieres decirme por qué no debo
llamar al médico?
—¡Han querido matarme! No tengo el menor
interés en que se sepa que sigo vivo. ¡Por ahora no!
—¿Matarte?
Pareció de pronto muy joven, con una
expresión de chiquilla asombrada. Vi cómo le temblaban las manos y
se me antojó más accesible, menos inhumana... La atraje hacia mí y,
con el rostro hundido en su pecho, me eché a llorar.
—Matarte, ¿por qué? —quiso saber ella,
mientras me acariciaba el pelo—. ¿Alguna riña de taberna?
Hubiera querido contárselo todo, pero me di
cuenta de que no podía. Algo me lo impedía, era más fuerte que yo,
una suerte de desconfianza soterrada e inconsciente que hacía que
siempre viese en ella a una enemiga, incluso en los momentos en que
se entregaba a mí...
Viendo que permanecía yo callado, se apartó
ligeramente de mi lado.
—¡No hablemos más del asunto! Siendo así, no
telefonearé al médico.
—Escúchame, Jacqueline. Esta noche están
pasando muchas cosas que no acierto a comprender. Mañana por la
mañana, te enterarás de que un gabarrero ha sido asesinado... Más
tarde, me han dejado sin sentido de un porrazo por razones que aún
ignoro. También creo que han echado a pique en la presa a una
chalana con un cargamento de cal viva.
La expresión de Jacqueline era nuevamente la
de una chiquilla sorprendida por una serie de acontecimientos que
no conseguía asimilar.
—Lo mejor sería avisar a la policía...
—¡Sobre todo no lo hagas! Creo prudente
ocultarme.
—¿Puedo saber dónde?
—Prefería que esto saliese de ti —repuse—.
A! fin y al cabo, esta casa y sus dependencias son tuyas.
Se encogió imperceptiblemente de
hombros.
—No digas tonterías, André. Somos marido y
mujer ante Dios para lo bueno y para lo malo. ¿Es al pequeño
pabellón a lo que querías referirte?
—Así es.
Vi cómo vacilaba ligeramente y experimenté
un arranque de cólera.
—¡Déjalo correr! ¡Por nada del mundo
quisiera mancillar con mi presencia la habitación de Arthur!
—¡Por favor! —reaccionó ella
instantáneamente—. ¡Te ruego que no ironices en lo tocante a este
asunto! De acuerdo, André, puedes instalarte en ese cuarto. Ahí
cuidaré de ti, ¡y nadie sabrá de tu presencia!
Jacqueline había puesto agua a calentar para
preparar una bebida caliente o para seguir limpiando mis heridas.
Entretanto, me aconsejó que fuera a echarme en el sofá del
salón.
Al ver que me costaba mucho trabajo
levantarme, me cogió del brazo para ayudarme. Me solté, y le
espeté:
—¡No te preocupes! ¡Todavía puedo tenerme en
pie!
Me di cuenta entonces de que ella tenía
lágrimas en los ojos.
—¡André! ¿Cuándo comprenderás que no soy tu
enemiga?
Apenas di dos pasos en el salón, cuando caí
cuan largo era sobre la alfombra.