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Con el crepúsculo, la luz emitida por las
lámparas de vapores metálicos adquiere una tonalidad roja
sanguínea; sabido es... Y tan pronto como ha anochecido, difunden
una claridad amarillenta en la zona del canal; es un fenómeno que
se repite cada noche.
Este es el motivo por el cual, cuando cruza
uno la esclusa para ir a echar un trago a la tasca de Meunier, la
piel cobra un aspecto grisáceo como la de un cadáver. Las cuencas
de los ojos parecen vacías, y todo color, toda vida parecen haber
desaparecido. Hasta la más incitante de las gabarreras se ve
convertida en un esqueleto ambulante.
Aquella noche, 1a niebla era espesa. Eran
algo menos de las nueve y yo llegaba para hacer el turno de
noche.
—Hay bastante movimiento —me había advertido
Coutre hijo, que acababa sus ocho horas—. Estamos con cortocircuito
en la «pequeña» desde las tres. Mi viejo ha hecho instalar los
tornos de mano. ¡Vaya nochecita la que te espera, dale que te pego
a las manivelas!
La esclusa constaba de dos cámaras: la
grande, de ciento cincuenta metros, y la pequeña, de sesenta. En
principio, las puertas y compuertas eran accionadas eléctricamente,
pero como cada dos por tres se producía una avería, no quedaba más
remedio que recurrir nuevamente al antiguo sistema de tornos
manuales y cabrestantes.
El esclusero jefe, Coutre padre,
menospreciaba cordialmente a los ingenieros responsables y opinaba
que el «kilovatio» y el «hombre» son dos unidades de medida del
todo incompatibles...
—Por muchos millones de condenados
kilovatios que haya, ¿quieren decirme quién tendrá que acabar
echándole cojones al asunto? ¿Eh, eh...?
Tenerlos o no, éste era el punto de vista de
Coutre. Según él, los ingenieros no los tenían; ¡no tenía vuelta de
hoja! En vista de lo cual no era precisamente santo de la devoción
de esos señoritingos y éstos trataban de hacerle perrerías. Como
nada podían reprocharle acerca de su trabajo, intentaban atacarle
por la banda, decían que era un saboteador.
—¡Reconozcan que hace propaganda
antinacional! —nos insinuaba a veces en la tasca, con la copa en la
mano y sonriendo de manera supuestamente amistosa.
Nosotros estábamos todos a favor de Coutre,
por antipatía a los tipos de camisa blanca y corbata.
—¡Habría que ver si es antinacional querer
sindicarse!
—¡Por supuesto que no! —replicaban ellos—.
Claro que en el terreno profesional deben defender sus intereses,
muchachos... Pero nada de política, ¡eh! ¿No creen ustedes que
Coutre hace algo de política...? ¿Que tiene preferencias? ¿No es
así...?
Todo esto me rondaba por la cabeza, aquella
noche, mientras cargaba con mis huesos por el malecón de
derivación. En un caso como éste, con un poco de perspectiva, se
las da uno de listo y se dice: «Tenía un presentimiento...» ¡Pues
no, en absoluto! No tenía el menor presentimiento. Lo único que
ocurría es que estaba de mala uva porque me veía dándole a la
manivela durante toda la noche.
Desde tiempo inmemorial nadie sabía de un
equipo de electricistas que se hubiese puesto en movimiento a las
nueve de la noche. No había que contar con que la avería de la
esclusa pequeña fuese arreglada antes del día siguiente... ¡A mí me
iban a tocar las ampollas, pero no las eléctricas, en este caso!
Ampollas en las palas de tanto trajinar con el cabrestante.
¡Vaya! Me doy de narices con Coutre padre,
me suelta:
—¡Ah! Eres tú, Dédé.
A la luz opaca del alumbrado fluorescente
teníamos nuestra habitual pinta nocturna: un cadáver charlando con
otro cadáver. Afortunadamente, la costumbre mitigaba las
impresiones. Pero de inmediato tenía uno que ponerse al curre y no
había tiempo para hacer de Hamlet.
¡Tiuuuuu...! El zumbido estridente de una
sirena... Era una chalana que remontaba la corriente y que empezaba
a impacientarse en medio de la niebla. Y las demás también le
contestaban... Y dale que dale a la bocina, a la campana y a la
sirena de niebla... Una batahola infernal en el canal.
—¡Cerrad el pico! —vociferaba Coutre.
Aunque hubiese dispuesto de treinta y seis
megáfonos, hubiera dado lo mismo. La peculiaridad que distingue la
sirena de niebla de las demás no es tanto su potencia como su
longitud de ondas privilegiada que barre todo a su paso; borra
positivamente los demás ruidos. Se la acepta o no... Si se la
acepta, no son únicamente los huesecillos del oído los que vibran,
sino todo el cuerpo; entonces se la asume y acaba uno por no
hacerle ya caso. Si intenta uno resistirse a ella, ¡pues bien!, más
vale buscarse otro tipo de trabajo porque al cabo de tres noches
acabaría uno majareta.
Coutre me indicó con un ademán el extremo
del malecón y me dio a entender que fuese a accionar el torno
manual. El, por su parte, se metió en la cabina de señales y largó
tres puñetazos en el STOP... Allá, la luz roja del semáforo situado
río abajo anunciaba claramente a los patrones de las gabarras que
remontaban la corriente que el esclusero jefe no había nacido
ayer.
—¡Hola, Dédé! —me soltó Soulas, escupiéndose
en las manos—, ¡Que no sea dicho que nos rajamos! ¿Estás en forma
para pegarle duro a las manivelas esta noche?
Ya se hallaba situado ante el torno manual y
había lanzado el cable sobre la pasarela.
Yo tenía que cruzar ésta para ir a accionar
el otro torno que estaba en el otro lado... Estaba de malhumor. En
el preciso momento en que llegaba yo a la mitad de la pasarela, una
gabarra dirigió sobre mí el foco de su proyector; furioso, me
encaré con ella y solté una sarta de improperios. El gabarrero hizo
sonar de inmediato su sirena y mis voces cobraron la ínfima
importancia de un chillido de rata en medio del estruendo de una
carga de elefantes.
De hecho, el fundamento de la maniobra por
medio del tomo era sencillo. Se fijaba el cable de acero en un
enganche situado cerca de la junción de los batientes, ¡y duro con
la manivela! El torno estaba adecuadamente desmultiplicado y
precisaba únicamente fuerza de puño. El pesado portón de doble hoja
se iba abriendo lentamente en el tramo de canal.
Al principio, todo funcionó perfectamente.
El trinquete de mi torno entonaba en el silencio de la noche su
sonsonete metálico y familiar, ligeramente más rápido que el de
Soulas, más apagado... La esclusa se iba aproximando lentamente al
borde del canal, con suavidad y sin tropiezo alguno... Ya se podía
oír los motores Diesel de las gabarras que se iban acercando.
Y de pronto... una resistencia al giro del
torno, leve primero, progresiva, rápidamente invencible.
Era la clásica pega, el «cuerpo extraño» que
ha ido a alojarse entre el batiente del portón y el muro de
contención, y que hay que desalojar con el bichero, en medio de los
imperiosos toques de sirenas.
En los tres años que llevaba ejerciendo este
oficio, había visto ya producirse este caso repetidas veces: vigas
flotando, bidones, gallineros... Me esperaba cualquier cosa menos
enganchar un magnifico fiambre con el bichero... Uno de los de
verdad, muy pesado, no hinchado todavía, casi intacto; uno muy
reciente.
Soulas se hallaba en el otro ribazo y
gesticulaba. El chalado del Veda seguía
deslumbrándome con su faro, ensordeciéndome con su sirena... Le
hice señas para que bajase su foco y que comprendiese que ocurría
algo insólito. El poderoso haz luminoso se alejó de mí y empezó a
barrer la superficie del agua.
Descubrí entonces que se trataba del cuerpo
de un hombre, con toda seguridad un gabarrero. De que estaba
muerto, no cabía la menor duda; flotaba con la cabeza bajo el agua
y uno de sus brazos, seccionado probablemente por una hélice,
brindaba a la vista un muñón ensangrentado en una manga hecha
jirones.
El piloto del Veda
dejó bruscamente de tocar la sirena y puso su diesel al ralentí. Oí
cómo Soulas me gritaba que no me moviese de donde estaba.
Seguidamente, le vi dirigirse renqueante y arrastrando su pata
galana hacia la cabina de señales, para dar parte de lo ocurrido a
Coutre padre, cuya función de esclusero jefe preparaba para hacer
frente a todas las eventualidades.
Lo único que podía hacer yo era mantener
enganchado el cadáver en la extremidad del bichero. Con los tres
metros de mampostería vertical que había, no cabía siquiera pensar
en izarlo hasta ¡a orilla.
—¿Quién es?
Era el piloto del Veda quien me lo preguntaba desde la proa de su
embarcación. A mí me empezaba a crecer la barba, allí solo con
aquella cosa prendida en la extremidad del bichero. Le contesté que
lo viniese a ver por sí mismo. Me dijo: «¡Ahí voy!» y oí cómo
echaba su bote al agua.
En éstas, Coutre se presentó en el malecón
junto con otros dos compañeros.
—¿Quién es? —gritó a su vez el
esclusero.
Todos empezaban a ponerse nerviosos. ¡Y cómo
iba a saberlo yo!
Precisamente en aquel momento llegaba el
bote del Veda a fuerza de remos. En éste
iban dos, los hermanos Veda, unos tipos taciturnos, fornidos, a los
que ya habíamos visto atizarse en la tasca de Meunier cierto día en
que llevaban una copa de más.
—¡Llegáis pintiparados! —exclamó Coutre
padre—. ¡A ver si reconocéis el tío éste!
Se aproximaron al bulto, y uno de los
hermanos, inclinándose hacia adelante, le dio la vuelta al cadáver
para que la luz amarillenta iluminase su cara.
—¡Esta jeta ya la he visto yo en alguna
parte! —aseguró—. ¡Paulot, ven a verlo tú!
Paulot soltó los remos, se acercó y se
inclinó a su vez.
—¡También le tengo visto! —exclamó
asimismo—. ¡Es uno de los nuestros!
Yo veía ahora claramente el rostro, no más
cadavérico que el de los demás bajo aquella luz tétrica, pero con
la expresión descompuesta propia de un ajusticiado. Tenía la vaga
impresión de reconocerlo también... ¡Hasta era posible que
hubiésemos tomado alguna copa juntos!
—¡Toma, castaña! —lanzó Soulas desde la otra
orilla—. ¡Pero si parece el Hematite...!
—¡El Hematite!
—exclamó Coutre a su vez—, ¡Demonios, me parece que has dado en el
clavo!
También le reconocía yo, ahora; era él,
apostaría lo que fuera... El patrón del Hematite.
Se produjo un silencio; nos habíamos quedado
sin saber qué hacer.
—¡Vaya follón! —soltó uno de ellos.
—Hay que llevarlo al almacén —ordenó
Coutre—. ¡Eh, vosotros dos, cargadlo en vuestro bote!
De haberse tratado de un ahogado corriente,
los hermanos Veda con toda seguridad se hubiesen desentendido del
asunto; pero al pertenecer el muerto a su mismo gremio, mostraron
una cierta consideración. Izaron el cuerpo a bordo y se dieron
cuenta de que estaba seriamente mutilado.
Paulot se puso a remar de nuevo, en tanto
que su hermano tendía el cadáver sobre la regala de proa. El muflón
presentaba un aspecto siniestro bajo la luz amarillenta. Suponía yo
que el brazo seccionado había debido quedar aprisionado en una
compuerta, a menos de que hubiese sido despedazado por una
hélice.
El otro hermano Veda se aprestaba a
desabrochar el chaquetón impermeable del muerto, que chorreaba
agua. Me quedé mirando cómo el bote se alejaba sobre el agua, pero
pronto quedó tragado por la niebla.
¡Vamos! Un suceso sin la menor
trascendencia... La lamentable historia del borracho que se cae al
agua... En el mejor, o en el peor de los casos, un mero ajuste de
cuentas...
Por lo pronto, lo más interesante del caso
era que el Veda cerraba el paso a las
gabarras que remontaban la corriente durante todo el tiempo
necesario para llevar el cadáver a la otra orilla y dejarlo en el
almacén.
Como me hallaba en la margen en la que está
situada la tasca de Meunier, me pareció apropiado y de lo más
oportuno ir a echar un trago y contar lo sucedido a todo el
mundo.