8

A la mañana siguiente, fueron los niños quienes nos despertaron al llamar alegremente a la puerta. Jacqueline se levantó y les dijo que procurasen no hacer ruido: ¡papá había vuelto de viaje y necesitaba descanso!
Reapareció media hora más tarde, con el desayuno. Parecía muy cansada, pero había recobrado aquella expresión suya de mujer equilibrada, dulce y dueña de sí misma.
—He telefoneado a Pigeon; llegará en seguida.
El doctor Pigeon era un hombre en la flor de la edad. Era prácticamente el único en la región en ejercer la medicina como es debido; era campechano y llano, como todo médico al que se molesta principalmente para cólicos infantiles. Conocía perfectamente su oficio y la gente solía confiar en él.
Examinó mi herida y me preguntó quién me había atendido.
—Mi hermano —contestó Jacqueline—. Ha regresado ya a Villeneuve.
Pigeon alabó mucho la cura que me había hecho el profesor Duchemin; luego me rehízo el vendaje y me mandó guardar reposo absoluto, recetándome una tanta de inyecciones que me entonarían rápidamente.
—¡Reposo absoluto! ¡No permito ninguna visita! —puntualizó el galeno.
Pero ya a primera hora de la tarde se presentó precisamente una visita que difícilmente podía eludir.
Acababa de echar un sueñecito y me hallaba en ese estado de acusada debilidad que provoca el haber perdido mucha sangre, cuando Jacqueline entró en mi habitación.
—Fumet está abajo, con dos caballeros que desean verte.
—No me apetece lo más mínimo. Estoy enfermo. No quiero ver a nadie.
—Es lo primero que les he dicho —explicó Jacqueline—, Pero estos caballeros han insistido. Son inspectores de policía, y se muestran muy interesados por el suceso del Hematite.
El dichoso asunto parecía cobrar realmente importancia y salirse del ámbito local.
—¡Conforme! ¡Diles que en seguida bajo!
Mientras me ponía los pantalones, miré por la ventana. Hacia el fondo del jardín, todo parecía tranquilo. La luz del sol cabrilleaba entre las ramas de los ciruelos y de los membrillos, y el lugar ofrecía el aspecto sosegado y apacible de una tarde cualquiera.
Pensaba en Jacqueline. Había venido a comunicarme esta visita sin preocupación aparente, sin aprensión visible; tal vez su sorprendente dominio de sí misma había vuelto a hacer acto de presencia tras la tempestad de la víspera.
Hice una entrada muy estudiada en el salón y reconocí en el acto a los dos matasietes que se habían presentado en la tasca de Meunier. Se habían quitado el sombrero y la gabardina, pero su aspecto seguía siendo impresionante. Muy en su papel de joven señora de buena familia, Jacqueline les había servido café y unos pastelillos que saboreaban en silencio.
Fumet fue el único en levantarse en cuanto entré. Al lado de aquellos dos montones de músculos parecía más adiposo, más gordo y más fofo aún que de costumbre. Tenía toda la pinta de querer hacer méritos ante aquellos dos e intentaba dárselas de finolis.
—¡He aquí a nuestro héroe! ¿Cómo está usted, Lenoir? Su esposa nos ha dicho que se encuentra usted mejor...
Ya que él solito se encargaba de las preguntas y de las respuestas, no tenía por qué calentarme la sangre. Dado que se le olvidaba hacer las presentaciones, Jacqueline intervino...
—Estos caballeros desean hablar contigo.
El más imponente, el bigotudo, fue el primero en levantarse.
—Cornaud, de la Süreté. Encantado de conocerle, señor Lenoir.
El otro se levantó a su vez. Tenía la jeta enjuta y chupada de un actor dramático, pero debajo de su americana, se adivinaban unos músculos de luchador.
—Fournier. ¡Mucho gusto!
No intentaban en absoluto darse importancia y yo no experimentaba la sensación de un peligro inminente. Habían venido efectivamente por lo del Hematite, no por lo de Grégoire.
—Le vi a usted ayer noche en el sofá de la esclusa —dijo Cornaud—. Sus compañeros no deberían ir a la huelga. ¡No es precisamente lo que el país necesitaba en este momento!
Si era aficionado a las frases estereotipadas, no debía ser muy sutil. Para bien, o para mal, la eficacia no es cuestión de sutileza.
—Tenemos que formularle algunas preguntas, si no le importa.
—No faltaba más.
Mi sillón favorito no estaba ocupado. Jacqueline y Fumet me ayudaron a acomodarme con un pelillo de ostentación.
—Señor Lenoir —empezó Cornaud—, tengo entendido que durante la guerra fue usted un valeroso suboficial; es al soldado a quien me dirijo para pedirle que nos ayude en todo lo que pueda.
Con su catadura y sus frases estereotipadas, debía de haber sido suboficial instructor, o monitor de cultura física o algo por el estilo. Había debido ingresar en la policía por oposiciones y debía redactar sus informes con estilo florido.
—Pueden ustedes contar conmigo —aseguré—. Me gustaría mucho averiguar quién me agredió.
—¿Está usted en condiciones de andar? —me preguntó Fournier.
Este parecía más anodino, pero también más difícil de calar. Daba la sensación de ser más joven y su comportamiento era el de un subordinado.
—Me han mandado reposo absoluto —contesté—. Ahora bien, si se trata tan sólo de dar unos pocos pasos, no hay inconveniente.
Fournier miró al hombre del mostacho y éste hizo un ademán afirmativo.
—Vayamos hasta el canal. El cabo le hará compañía a la señora Lenoir durante nuestra ausencia.
Si lo que buscaban era deshacerse del viscoso Fumet, ésta era una solución. Cada uno de ellos me cogió por un brazo, como si me fuesen a empapelar, y cruzamos el jardín. Cornaud admiró mis rosales y me aseguró tener en su jardín unos tan hermosos como los míos, pero poco tiempo para disfrutar de ellos.
Llegamos al canal. El tráfico parecía estar detenido por completo y se podía ver una larga sucesión de chalanas en las que las familias de gabarreros aprovechaban el tiempo bonancible para poner a secar la colada.
—Hay que soltar a Coutre —insté—. No tiene nada que ver en todo este embrollo y sería la mejor manera de evitar la huelga.
—Escuche —replicó Cornaud, sin contestar a mi sugerencia—. Usted es un soldado, ¿no es así? Es suboficial y se ha portado con valentía. ¿Me puede usted jurar por su honor que no es un activista?
¿Pero qué mosca les habría picado a todos con la dichosa política? Yo no tenía nada que ver en todo este tinglado; todo aquello me tenía absolutamente sin cuidado. Tal vez hacía mal, lo ignoro; pero mi vida había tomado otros derroteros, lo que no había impedido que disfrutase plenamente de ella, tanto en la alegría como en el sufrimiento.
—¿Qué quiere usted que le diga? Tengo tres condecoraciones que responden por mí. ¿Acaso me he convertido en un sospechoso porque le doy a una manivela para ganarme la vida?
—No se trata de esto —repuso Cornaud que por lo visto era un tiquismiquis—. ¿Me puede usted jurar por su honor...?
—¡Y dale! ¡Por mi honor, por mi vida y por todo lo que usted quiera, le juro que yo no hago política! ¿Le parece suficiente?
—Sí. Caso de que fuera necesario, ¿podría prestar juramento con arreglo a los usos legales y reafirmarse en su declaración?
Reprimí a duras penas un encogimiento de hombros.
—¡Delo por seguro!
—¡Bien! —exclamó Cornaud con satisfacción—. Me dirijo entonces al sargento Lenoir y le ruego que guarde el silencio más absoluto acerca de todo cuanto se diga a partir de ahora. ¡Silencio absoluto, sargento! ¡Incluso con respecto a la señora Lenoir!
Aquel hombre no había debido pasar por trances muy duros en su existencia; no tenía el menor sentido del ridículo.
—Se lo prometo. ¡Pero me tiene usted intrigadísimo!
—Se supone que debe mostrarnos el lugar donde fue usted agredido —explicó Fournier.
—En el extremo de la isla, en la otra orilla.
—¡Bien! ¿Y el Hematite se hallaba amarrado un poco más arriba?
—A unos cien pasos. Justo frente a aquel bosquecillo que se ve allí.
—¿Y es con el propio señor Lanneau de Bromier que habló usted?
—En persona.
—¿Conoce usted bien el timbre de su voz?
—La luz de un faro de coche nos daba de lleno. No tengo la menor duda al respecto.
—Intente usted contarnos lo que ocurrió a proximidad del Hematite. ¿Imagino que se quedaría sorprendido al ver gente por ahí? Y ante todo, ¿a cuántas personas vio usted?
—Al centinela, al señor de Bromier... Sin contar a los que accionaban el polipasto en la gabarra.
—¡Vaya! Con que accionaban...
—Me pareció que estaba cargando una caja. Con toda seguridad, el señor de Bromier les habrá informado mucho mejor que yo.
Ambos se habían acercado a mí, a todas luces la mar de interesados.
—Cuéntenoslo usted como si él no nos hubiera dicho nada, Lenoir. ¡Hable!
¿Acaso sería realmente sospechoso el armador Lanneau de Bromier y otras hierbas? Esto me hacía mucha gracia, pero si el tarugo de Fumet hubiera despertado a su vez las sospechas de estos funcionarios de la Sûreté, entonces habría yo disfrutado horrores.
Me atuve a la estricta verdad.
—¿Una caja de qué tamaño? —inquirió Fournier.
—Bastante grande.
—¿Como para contener un motor?
—Ni idea. Esto depende del motor...
Empezaba a vislumbrar el verdadero motivo de la presencia de esos caballeros de la policía. En las altas esferas les importaban una higa Coutre, Hubert y mi menda; pero que un prototipo de motor desapareciese sin dejar rastro, esto era harina de otro costal y la Sûreté se había puesto en pie de guerra.
—¿Estaban descargando la caja en la ribera?
—No. La estaban cargando en el entrepuente.
—Esto ya no encaja. ¿Está usted seguro?
—No pondría las manos en el fuego.
Les di claramente a entender que me gustaría disponer de más detalles acerca del objeto de sus pesquisas.
—Esto, habría que preguntárselo a los técnicos —replicó Cornaud—. Por lo que a nosotros respecta, se trata tan sólo de un paquete extraviado. Hasta hace dos minutos podíamos sospechar la existencia de un sabotaje extremista...
—¿Y ahora sospechan ustedes que el señor Lanneau de Bromier...?
—Nuestro oficio es el de no descartar ninguna hipótesis. ¡Le recuerdo, Lenoir, que todo cuanto aquí se dice debe permanecer en el más estricto secreto!
—¡Pueden ustedes confiar en mí! ¿Van a soltar a Coutre?
—¡De esto, ni hablar!
Desde hacía unos instantes, Fournier parecía muy interesado por un coche que avanzaba lentamente por el camino de sirga, del otro lado del canal. Cuando llegó a nuestra altura, pude ver que había cuatro hombres dentro y que el vehículo llevaba la escarapela Astilleros de Bulle.
Lo seguimos con la mirada y, sin demasiada extrañeza, vimos cómo se detenía junto al bosquecillo frente al cual había estado amarrado el Hematite. Cuatro hombres se apearon del coche. Dos oficiales, un soldado y el señor de Bromier.
Cornaud y Fournier se habían puesto tensos, como si se hallaran en presencia del enemigo. Intercambiaron una mirada, y Cornaud hizo aquel gesto típico en él que significaba: «¡Vamos allá!»
—¿Sería usted tan amable de regresar solo a su casa? —me dijo el bigotudo—. Queremos cambiar unas palabras con aquellos señores de ahí enfrente.
Les vi alejarse rápidamente y encaminarse hacia un bote que se hallaba amarrado frente a la casa de Roland. Fournier se puso a remar, dirigiéndose en línea recta hacia el grupo de militares. A éstos no parecía que les importara ser vistos y examinaban el terreno con todo detenimiento, hablando entre sí y haciendo ademanes concisos mientras el soldado, indiferente, liaba un pitillo.
Oí cómo Cornaud los llamaba de lejos, poco antes de tomar tierra en la otra orilla. Los del grupo dejaron de parlotear y observaron, con un poco de guasa, a los policías que atracaban.
Estaba demasiado lejos como para comprender lo que decían, pero los ademanes eran la mar de explícitos.
Caminando por la orilla, pude ver la inscripción con pintura roja:
BROMIER — ASESINO