3
Coutre padre me esperaba afuera. Se había
demorado para hablar conmigo, y, para despistar, hacía como si
estuviese fijando algún aviso en el tablero de tráfico. No parecía
demasiado preocupado, pero su mera presencia, a escasa distancia
del cabo de la gendarmería encargado de la investigación,
demostraba que no las tenía todas consigo.
—Bueno, ¿y qué?
—Pues, nada —contesté—. Me ha preguntado si
tenia usted un revólver.
—¿Un revólver?
Coutre se echó a reír a mandíbula batiente.
Parecía encontrar más bien tranquilizador el que se quisiese
averiguar si poseía un sacabalas.
—¡Claro que tengo uno! Y está en el cajón de
mi escritorio... ¿Por qué pregunta esto? ¿Cree acaso que me voy a
suicidar?
—No lo sé.
La sombra proyectada por el almacén nos
resguardaba de la tétrica luz amarillenta, y desde allí podíamos
contemplar el tráfico de gabarras en la cámara grande de la
esclusa. El sonsonete metálico de los cabrestantes indicaba que se
estaba procediendo al cierre de una compuerta, allá, río abajo...
La enorme superestructura de un barco de altura, que enarbolaba
bandera noruega, dominaba el muelle con su mole.
—¡Óyeme, Dédé —me dijo Coutre con voz
apremiante—, yo no he sido! ¡Lo sabes de sobra...! ¡Hubert era un
maldito bastardo y no niego que le haya arreado unas cuantas
castañas, pero de ahí a echarlo al río...!
—¿Fue en su busca al salir de la
tasca?
—Es él quien me estaba esperando. Nos
sacudimos unos cuantos mandobles. Y él, que no era manco, me atizó
uno en la oreja que me ha dejado medio sordo... Yo, creo que le
alcancé de lleno en el estómago. Cayó como un saco de patatas en el
terraplén, pero no al agua. ¡Me oyes bien, Dédé, no al agua! ¡Por
lo menos a diez metros de la orilla...! Pero si le cuento esto al
guindilla, ¡no me va a creer, ni a tiros!
—¡Lo más seguro!
—Además, hay otra cosa que me tiene
preocupado —prosiguió—. Como me corresponde a mí avisar
oficialmente a la viuda de lo ocurrido y quería decírselo cara a
cara para convencerla de que yo no era culpable, hace rato me
presenté en el Hematite y no encontré a
nadie a bordo.
—¿Estás seguro?
—Por completo. O a lo mejor es que no han
querido contestarme. Han retirado la pasarela y lo único que se oye
es el ladrido de un perro. Todo estaba a oscuras. ¿Crees que he
hecho bien en ir?
—¡Claro que sí! Si no le han contestado es
porque quizá hayan bajado a tierra en el bote.
—Tal vez tengas razón. Pero si es así, no sé
dónde encontrarlos. Ni siquiera han venido a identificar el cuerpo.
He preguntado por ahí y nadie los ha visto.
—¿Se lo ha comunicado usted a los
gendarmes?
—Sí. ¡Y les tiene sin cuidado!
Caminábamos lentamente por el muelle,
remontando el río. El reloj luminoso del almacén marcaba las doce y
veinte.
—Escúchame —me dijo Coutre—. Pienso volver
ahora al Hematite. Pero me da un no sé
qué ir solo. Antes hubiese sabido arreglármelas, hubiera sabido
explicárselo a la viuda; pero ahora, tengo miedo de quedarme mudo
como un pez. ¿Me acompañas? Creo que tú sabrás encontrar las
palabras adecuadas.
Este era el tipo de encarguito que no me
gustaba en absoluto, pero presentado de esta forma, daba la
sensación de que hacía un favor.
—¡Vamos allá!
Oímos de pronto cómo alguien se acercaba a
nosotros corriendo; se trataba del gendarme Bégout que hacía
méritos...
—¡Eh, usted! ¡Oiga!
¡Bueno, parecía ser que mi interrogatorio no
había terminado aún! Me volví...
—¿Qué pasa ahora?
—¡No usted! —precisó Bégout—. ¡El
otro!
«El otro» era Coutre, que no me andaba a la
zaga en cuanto a poder de deducción.
—¡«El otro»! ¡Tiene un nombre, «el otro»!
¿Es que ya no sabes quién soy?
—Hay algo nuevo —anunció el esbirro—. ¡Venga
conmigo!
Coutre dio media vuelta y, aun cuando no
había sido yo expresamente invitado, le seguí.
—¿Qué ha ocurrido ahora? —preguntó el
esclusero—. ¿Acaso ha resucitado el fiambre?
—¡Difícil que hubiera ocurrido esto!
—replicó el guripa—. ¡Está muerto y bien muerto, y más bien tres
veces que una!
—Creo adivinar de qué va el asunto —aclaré a
Coutre—. A alguien le ha dado por rellenar de plomo a Hubert.
—¡Extraño relleno! —se limitó a decir
Coutre.
Entramos en el almacén por la puerta
principal. Sentía un extraño malestar; no por el interrogatorio que
se avecinaba, sino porque el lugar estaba desierto... Una rata
ahogada hubiese atraído a más público. ¡Parecía enteramente que
hubiese ahí gato encerrado!
Desde la última vez que lo había visto, el
cuerpo había experimentado un cambio: ahora estaba despojado de su
ropa y se podía ver el torso musculoso y bronceado de un hombre
acostumbrado a vivir al aire libre. Uno de los brazos estaba
seccionado a la altura del codo, en tanto que el otro estaba
intacto. El vientre apenas si estaba hinchado. Las tetillas
aparecían negruzcas por entre el vello enmarañado del pecho.
Fumet había adoptado un porte envarado y un
tanto solemne detrás del mostrador. Pareció desagradarle mi
presencia, y ya estaba abriendo la boca para ordenarme que me
retirase, cuando se lo pensó mejor y espetó:
—¡Tú aquí, bueno..., es igual! ¡Puedes
quedarte también, sargento de pacotilla! ¡Harás de testigo!
—Bueno, ¿qué pasa? —quiso saber
Coutre.
En cuanto a mí, me acerqué al cadáver para
examinarlo con detenimiento. Se podía apreciar perfectamente el
orificio de bala en el cuello, justo encima de la nuez. Tardé
bastante en dar con otro en el costado derecho, y, luego, un
tercero que tenía todo el aspecto de un ombligo, en pleno
vientre.
—¿Reconoce usted este objeto? —preguntó el
cabo de la gendarmería al esclusero jefe, con aquella su voz algo
ahogada, característica de todo hombre demasiado grueso.
Señalaba una pistola automática modelo
standard, de calibre medio, que estaba sobre el mostrador. Un arma
corriente, mate, no demasiado cuidada.
—¡Hombre! —exclamó Coutre—. Juraría que es
mi escupe-fuego. ¡Si crees que vas a poder echarme el guante por
esto, Fumet, vas listo! Te saldría el tiro por la culata: ¡tengo
licencia de armas!
El cabo de la gendarmería seguía más tieso
que una varilla de paraguas aquejada de celulitis: estaba en
ejercicio de sus funciones, de servicio, poco dispuesto a la
cuchufleta.
—¿Cuándo ha disparado usted esta pistola por
última vez?
Coutre frunció el ceño y adoptó una
expresión seria. Se dirigió hacia el cadáver, y lo examinó sin
lograr ver nada anormal.
—¿Es verdad que está relleno de plomo?
—preguntó, dirigiéndose a mí.
Con el dedo le indiqué los tres orificios.
No parecía del todo convencido.
—¿Crees que son orificios de bala?
Asentí con la cabeza en tanto que el
Barrigón se aproximaba a nosotros y articulaba con voz henchida de
importancia:
—He formulado una pregunta.
—¿Qué quieres que te conteste? —replicó
Coutre—. ¡No irás a imaginarte que he sido yo quien ha dado el
pasaporte a este prójimo!
—¡Le ruego que se atenga a mi pregunta sin
hacer comentarios!
Me hubiese gustado poder intervenir, o irme.
Por segunda vez, el adiposo guindilla iba a cubrirse de ridículo en
el ejercicio de su función, y esto, en mi presencia: me estaba
ganando un enemigo mortal a marchas forzadas.
—Debería usted examinar el cargador —se me
escapó—; evitaría complicaciones.
—Tú, sargento condecorado...
No aparentaba estar enojado; se mostraba
conciliador como aquel que tiene un triunfo mayor en la manga. Sacó
un objeto de su bolsillo y me lo entregó.
—Toma, ¡a ver si sirves para algo! Has hecho
la guerra, ¿verdad? Sabes sobradamente cómo funciona un arcabuz de
ese tipo... Dime cuántas balas han sido disparadas.
El objeto de marras era un cargador. Con una
simple presión me percaté de que faltaban tres balas. No dije ni
palabra y cogí el arma, envolviéndome la mano con un pañuelo que
había sobre el mostrador. La examiné a contraluz... El interior del
cañón estaba reluciente como el de un arma que acaba de ser
utilizada.
Dejé lentamente la pistola sobre la mesa.
Coutre hizo el ademán de apoderarse de ella, pero el gendarme
contuvo el movimiento de su brazo.
—Vamos a ver —prosiguió Fumet, con una
sonrisa triunfante en su cara de luna—. ¿Qué os han enseñado para
estos casos, en Indochina?
—¡Para el carro! —exclamó Coutre—, Es mi
calibre, ¿no es así? ¿Lo habéis encontrado en el cajón?
—¡Exacto!
—¡Entonces, me gustaría saber a qué
jugamos!
Se dirigía a Fumet, pero aquel gordinflón
estaba demasiado ocupado en saborear su triunfo para dignarse
contestarle.
—Acaban de ser disparadas tres balas con
esta pistola —expliqué—. Para todos los polis del mundo, esto es lo
que se llama una prueba.
—¿Todos los qué? —recalcó el guripa, con
tono amenazador.
—Los auxiliares de la justicia —rectifiqué—,
los avezados detectives, los cerebros privilegiados, los guardianes
del orden, los gendarmes tan incondicionalmente admirados por
nuestros conciudadanos..., ¡ya me parará cuando esté usted harto de
cumplidos!
—¡Fuera de aquí! —me espetó el gordo—. ¡Ves
a sacarles brillo a tus condecoraciones, lechuguino! ¡Héroe o no,
te garantizo que te haré desembuchar todo lo que sabes...! ¡De
momento, aire! ¡Largo!
Por mí, encantado. Coutre no necesitaba
abogado alguno y sabría defenderse por sí mismo. Salí a la
oscuridad de la noche y dirigí mis pasos río arriba. La niebla
parecía haberse disipado algo, barrida por el fresco viento del
nordeste.
Eché a andar bordeando el río. Del otro lado
del canal, se podía vislumbrar las luces de la tasca de Meunier, a
pesar de lo tardío de la hora. Y yo sabía de sobra que la mayoría
de los gabarreros se hallarían reunidos allá, comentando el
suceso.
De nuevo me sentía embargado por aquella
suerte de miedo visceral, semejante al que te encoge el ombligo
antes de lanzarte en paracaídas. Para las personas sensibles,
aficionadas al espiritualismo y a los presentimientos, diré que
creo que fue en aquel momento cuando empecé a entender que en
alguna parte debía haberse encendido una señal de peligro... ¡No
por lo que se refería al asunto de la pistola de Coutre! Esto eran
elucubraciones de la bofia, una especie de rompecabezas policíaco,
sin mayor trascendencia ante incógnitas aún por desvelar...
No, había algo más, todavía sin definir...
Algo latente, agazapado en la oscuridad como una fiera al
acecho...
Me alejé de la esclusa y me puse a pensar en
mi mujer y en mis dos críos... Al fin y al cabo... quizá... ese
presentimiento mío no fuese más que eso, el tener conciencia del
fracaso de mi vida en cuanto me encontraba a solas conmigo mismo,
enfrentado con mi destino incierto... Amaba todavía a una mujer que
ya no me amaba, que tal vez jamás me había amado... Pero mi
propósito no es el de arrancarles lágrimas de compasión, ¡almas de
Dios! Acerca de mis cuitas, no tengo la menor intención de
contarles más que lo que realmente no puedo ocultar.
Seguía bordeando el canal que se iba
hundiendo progresivamente en la oscuridad. Sólo quedaban algunos
jirones de niebla a flor de agua y, al mirar hacia atrás, podía
distinguir una masa luminosa de un cálido color amarillo: era la
esclusa, los barcos y el alumbrado fluorescente que irradiaba una
espuma dorada en la bruma, tal un maravilloso espectáculo
nocturno.
Yo caminaba hacia la negrura de la noche, en
medio de la cual el canal apenas si reflejaba un cielo bajo y
cargado de nubes, en la que los únicos indicios de vida humana eran
las escasas luces encendidas a bordo de gabarras amarradas.
Durante un buen rato, ya no vi chalana
alguna, ninguna clase de embarcación. Empezaba a acostumbrarme a la
oscuridad y podía distinguir a lo lejos la negra silueta del
Hematite, acodada a los pilotes de
seguridad.
De entrada, se percibía algo sospechoso en
el ambiente: Aquella gabarra amarrada en un lugar tan aislado, a
proximidad de un bosquecillo oscuro como boca de lobo, todo esto
olía a manejos turbios, a ganancias poco claras.
No existía ley alguna que prohibiese al
patrón del Hematite amarrar en la
derivación militar, ni a mí bordear el bosquecillo, evitando de
hacer ruido e intentando pasar desapercibido.
De la chalana procedía un rumor de trajín y
un rechino de poleas de polipasto. Durante un breve instante, me
pareció entrever el mástil de carga recortándose en el cielo, con
una pesada caja en la extremidad de sus garras.
—¡Alto ahí!
La intimación no había sido proferida a voz
en grito, sino con tono normal, pero al haber surgido a menos de
dos metros de donde yo me hallaba, me produjo el efecto de una
descarga eléctrica.
Me detuve en el acto y, tras el impacto
auditivo, recibí el impacto luminoso de un faro de automóvil
bruscamente encendido. Sólo me quedaba una cosa por hacer:
resguardarme los ojos con la mano y permanecer inmóvil.
Deslumbrado por el foco, no podía abrir los
ojos, pero tenía la desagradable sensación de que alguien se
acercaba a mí hasta casi tocarme; luego, noté en mi vientre el
contacto de un objeto duro y puntiagudo... Por si las moscas,
levanté ligeramente los brazos, separándolos del cuerpo como para
dar a entender que no abrigaba ninguna mala intención.
—Soy de la esclusa... Estoy tratando de
localizar el Hematite.
Dado que no recibía respuesta alguna, abrí
los ojos y, tras un breve momento de adaptación, vi ante mí a un
militar, debidamente uniformado, con un revólver sobre el ombligo,
casco redondo sobre la closca y polainas abotonadas según el
reglamento.
Volviendo ligeramente ¡a cabeza, el militar
soltó unos sonidos inarticulados. Al cabo de unos instantes, vi
entrar a un hombre en el campo luminoso del faro.
—¿Qué sucede?
—Vengo de la esclusa —me anticipé yo—. He
sido yo quien ha descubierto el cuerpo.
Me miró de arriba abajo, sin pestañear. Me
halagó comprobar que no era un insignificante subalterno quien
había acudido para inspeccionarme, sino el mismísimo jefazo: ni más
ni menos que el señor Yves-Auguste Lanneau de Bromier, constructor
naval, delegado por los ministerios de la Guerra y de la Marina,
oficial de la Legión de Honor, miembro de la Comisión del tráfico
fluvial, presidente del Sindicato regional de la navegación, etc.,
etc., ¡un auténtico pez gordo!
¡Cuánto honor! A éste, poco le importaba que
yo fuera un simple civil, o sargento paracaidista citado tres veces
en la orden del día... ¡Él era uno de los de verdad, un tipo de
carrera, que no hacía la guerra, sino que se dedicaba a redondear
su fortuna!
Escrutó mi rostro durante unos segundos, con
la severidad y la insistencia de un juez de instrucción; podía
estar yo bien seguro de que mi cara había quedado grabada en su
memoria para siempre jamás, debidamente archivada,
etiquetada...
Ahora, haciendo abstracción de mi persona,
había vuelto la cabeza hacia el Hematite,
como para cerciorarse de lo que había podido yo ver y oír.
—¿Hace rato que está aquí?
—Acabo de llegar.
—Estamos llevando a cabo una investigación
acerca de este barco —me aclaró.
No acababa yo de comprender por qué
experimentaba él la necesidad de darme explicaciones; construía
lanchas de desembarco y elementos para patrulleros, pero era un
hombre de buenos modales, de una raza muy diferente a la de un
vulgar guindilla como ese cabo de la gendarmería, el tarugo de
Fumet.
—¿Puedo serle de alguna utilidad?
—¡En absoluto! ¡Se halla usted en una área
sometida a jurisdicción militar! ¡Vuélvase a la esclusa!
La orden era tajante y sin lugar a réplica.
Con el fin de dar la sensación de que era yo un pacífico paseante,
en absoluto ofendido por sus palabras, encendí un cigarrillo antes
de dar media vuelta y retirarme.
No habría dado más de cien pasos cuando la
luz se apagó. Me volvía a encontrar en plena oscuridad, caminando
hacia la espuma dorada de la esclusa.
Al otro lado del agua se hallaba la isla en
la que yo vivía. Una isla artificial, emplazada entre el canal y el
río: dos kilómetros de largo por sesenta metros de ancho. En dicha
isla se habían construido una serie de casas con jardincillos,
desde la chabola de pescador hasta la residencia de recreo.
Algo más lejos río abajo, las tres
imponentes hayas de mi jardín debían recortarse en el cielo, y las
lechuzas debían ulular en sus más altas ramas.
¡Hay que ver en qué clase de Juan Lanas
debía de haberse convertido para aguantar aquella vida estúpida, en
medio de la niebla y las lechuzas, teniendo por toda compañía la
sonrisa estereotipada de Jacqueline y las caritas paliduchas de los
dos críos...! ¡Ojalá tuviese el valor de largarme algún
día...!
Más de una vez me había preguntado dónde
residía el verdadero valor... ¿si en largarme... o en quedarme?
Tampoco sería aquella noche cuando hallaría la solución a mis
problemas.
Me había parado, de cara al canal, pero la
noche era demasiado oscura para que pudiese ver nada. Iba a
reemprender la marcha cuando oí un leve crujido cerca de mí, a mis
espaldas... El tiempo de preguntarme si se trataría de una rata de
agua... y, bruscamente, me atenazó un miedo cerval: ¡ahí había
alguien!
Ni siquiera tuve tiempo de darme la vuelta.
Sentí como una explosión en la base del cráneo y caí de rodillas.
La noche, el canal, el cielo y la tierra se tiñeron de rojo... Tuve
la vaga impresión de que traspasaba las puertas del paraíso, me
desplomé y perdí el conocimiento.