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Me hallaba repantigado en el sillón grande
del salón, con todo el mundo de pie en torno mío: el mismísimo
señor Bromier y otras hierbas, y el cabo Fumet. Me sentía cansado
como si se estuviese representando una astracanada de la que era yo
la víctima. Habían tenido miramientos conmigo y habían acudido a mi
propia casa para interrogarme. En ningún momento habían pedido a
Jacqueline que abandonase la estancia; me trataban como a un
testigo.
—¿Qué más quieren que les diga? Tan sólo les
estoy dando mi parecer. Esos dos tipos me parecieron
sospechosos...
—¡No se puede acusar a alguien simplemente
porque no les gusta a uno su cara!
—¡Si no les estoy acusando! Me han
preguntado ustedes quién me había dejado sin sentido, y les he
contestado que lo ignoraba. Hace más de diez minutos que estamos
dándole vueltas a lo mismo.
—Cabo —articuló el constructor—, ¿cree usted
que con un careo se lograría aclarar la situación?
—Por mi, que no quede —respondió el barrigón
de Fumet con aquella voz suya tan peculiar—. Pero no tienen
precisamente el aspecto de personas con las que pueda uno jugar a
policías y ladrones... Para una reconstitución, primero deben haber
sido detenidos, ¡eh...! ¡Y yo no puedo hacer tal cosa sólo porque
se me haya dicho que ellos no han dicho nada!
—Quizá —admitió Lanneau de Bromier—. ¿Acaso
no es legal proceder a un interrogatorio con miras a una
identificación?
—Con perdón de usted, ¡conozco mi oficio!
—replicó el irritado gendarme—. ¡Allá está Bégout!
—Allá está Bégout... —remedó Bromier, con
una mueca de hombre de mundo que oye una incongruencia—. ¿Qué
quiere decir con eso de «Allí está Bégout»?
—¡Se trata de mi subordinado! —aclaró
Fumet—. No quisiera meterme en el terreno de usted, pero que yo
sepa no estamos en guerra, ¿eh? Es con simples ciudadanos con
quienes nos las tenemos que ver y no es cuestión de meter la pata.
¿Eh? Mundología, ¡esto es lo que hace falta! Si Bégout va a
examinar el registro del hotel, está cumpliendo con su deber y
nadie le puede criticar por ello. Pero si voy yo «en persona» y la
pifio, ¿qué cara pondré entonces?
—¿Y qué cara pondrá usted si esos pájaros
ahuecan el ala, cabo?
A Fumet se le estaban hinchando las narices
y estaba convirtiendo la cuestión en un asunto personal.
—¿Qué cara pondré? ¿Qué está usted diciendo?
¡Le ruego que mida sus palabras...!
Aquellos dos acababan agotando la paciencia
a cualquiera. Jacqueline me estaba mirando con intensidad y de
sobra sabía yo que la verdadera partida se estaba jugando entre
nosotros dos. Su mirada era la de una persona que se está ahogando,
que se ve inmersa en un elemento en el que la vida ya no es
posible. Al igual que yo, ansiaba que aquel par de payasos se
esfumaran de una vez.
El señor Lanneau de Bromier se empeñaba en
exponer sus razones. El mero hecho de tener que discutir con un
cabo de la gendarmería se le antojaba escandaloso.
—¡Todo esto ha ocurrido en «mi» derivación,
cabo! Mi sector está bajo control militar. Ello significa que
existen secretos de fabricación que atañen a la defensa
nacional...
—¡Vaya cosa! —soltó Fumet, queriendo
mostrarse insolente aposta.
—¡Tomo buena nota de su actitud, cabo! ¡Se
lo comunicaré a quien corresponde!
El tono de la discusión entre ellos dos
estaba subiendo por momentos. El típico conflicto de autoridad
había estallado con virulencia, mostrando su profunda y total
estulticia. Se amenazaban mutuamente con informar a sus respectivos
superiores... Ya verían cómo las gastaban... La presencia de una
hermosa mujer silenciosa les daba más brío. Bromier intentaba
hablar en argot, Fumet trataba de comportarse como hombre de mundo;
¡era para troncharse! Ambos escogían las palabras, parecían
enteramente dos gachís tirándose pullas envenenadas con tono
amanerado.
—Caballeros —les interrumpió Jacqueline—,
todos nosotros estamos cansados, me parece a mí. ¿No podríamos
aplazar este interrogatorio hasta mañana?
—No faltaba más, estimada señora —respondió
Fumet—. Por lo que a mí respecta, me retiro... Hay gente a quien le
gusta meterse en camisa de once varas, ¿no le parece a
usted...?
Daba la sensación de haber quedado
complacido por la ocurrencia que había tenido y se rió por lo
bajini. El rostro de Bromier se congestionó. Aquello se estaba
convirtiendo en un auténtico vodevil y me sentía cada vez más
hastiado.
—¡Acabemos de una vez! ¿Tienen ustedes
alguna otra pregunta a la que deba contestar?
—Podría ser —replicó Fumet—. Pero a mí no me
gusta que se metan en mi terreno. ¡Y hasta que se demuestre lo
contrario, soy yo quien lleva la investigación criminal!
Debía creerse muy astuto y sentirse en plena
forma, capaz de tomar iniciativas de altos vuelos. Vio el teléfono
y dijo:
—¿Me permite?
Pulsó repetidas veces el conmutador y pidió
que le pusieran con el hotel Fichois. Como su comunicante parecía
mostrarse reticente, se enfadó y se identificó:
—¡Maldita sea! ¡Aquí Fumet! ¡Gendarmería!
¡Policía!
Obtuvo la comunicación casi en seguida y
pidió por Bégout. Mientras tanto, el señor de Bromier se calzaba
los guantes, poniendo cara de asco.
—Tengo que presentar un informe a las
autoridades militares —anunció Bromier—. Este acto de sabotaje en
«mis aguas» concierne al Servicio de Información Militar.
—En el caso presente —protestó Fumet—, dado
que son ustedes civiles, el informe me concierne a mí.
—¡He sido delegado por la comisión mixta de
tráfico! —espetó Bromier con tono autoritario—. ¡Asimilado al grado
de comandante! ¡A usted, amiguito, si me diese la gana podría
obligarle a ponerse en posición de firmes! Me dedico a algo más que
a construir buques. ¡Desempeño una función oficial! ¡Tengo vara
alta sobre la navegación fluvial! ¡Tengo el brazo muy largo!
No cabía la menor duda de que el señor
Lanneau de Bromier no estaba jactándose. En la esclusa, ya hacía
tiempo que habíamos aprendido a calibrar su poder oculto de
príncipe del chanchullo. Tenía gente adicta a él en no pocas
oficinas, firmaba las contratas que le apetecían y tenía dominado a
todo un pequeño sector en el que ejercía una autoridad un tanto
altanera. Aun cuando fuera del tipo longilíneo y enjuto, para
nosotros era un «pez gordo», y nuestros pequeños desquites no
podían ir más allá del inofensivo jueguecito de ponerle
apodos.
—¡Oiga! —se desgañitaba Fumet, con el
auricular pegado al oído—. ¿Quién dice usted...? Haga el favor de
articular correctamente, ¡so imbécil...! ¡Yo mismo al aparato...!
¡Ah, bueno...! ¡Dispénseme...! ¡Pues, no faltaba más...!
He aquí de pronto a nuestro Fumet poniéndose
en posición de firmes, esbozando reverencias y no respondiendo más
que con: «¡Bien, bien!» y «¡Por supuesto!...» ¡No hacía falta ser
un lince para deducir que estaba ocurriendo algo fuera de lo
corriente!
Cuando hubo colgado el teléfono, presentaba
el rostro extático del simple mortal que acaba de recibir un
mensaje celestial. ¡Acababa de enterarse de una noticia bomba! En
dos ocasiones, abrió la boca... ¿Acaso iría a compararla con el
pueblo llano?
Se limitó a llamar al constructor con un
ademán, dándoselas más que nunca de hombre de mundo, y le cuchicheó
unas palabras al oído. A Bromier, el notición parecía dejarle
bastante impresionado...
—¡No me diga...!
—¡Como lo oye!
—¿Cree usted que...?
—¡Chitón!
Se despidieron de nosotros en cuestión de
segundos. Jacqueline les acompañó hasta la escalinata y regresó.
Parecía molesta, y se puso a toquetear las copas que se hallaban
sobre la mesa.
—Me pregunto lo que estará ocurriendo —dijo
ella sin mirarme—. He aquí una retirada que más bien parece una
huida... Deberías volver a echarte, André, tu escapada ha sido una
imprudencia.
Hice un esfuerzo para incorporarme. Se
acercó ella con el propósito de ayudarme, pero conseguí ponerme en
pie yo solito.
—¿Puedo preguntarte dónde está mi
revólver?
—¿Lo necesitas ahora mismo?
—Sí.
Pero ella no se movió.
—¿Puedo preguntarle qué piensa hacer con
él?
—Simple precaución. Estaba pensando que
estamos solos en la casa con los niños, ¿no es así?
—Ciertamente.
Se hallaba justo delante de mí, podía
percibir el suave aroma que se desprendía de su pelo. No sabía si
estrecharla entre mis brazos «a pesar de todo», o bien hacer lo que
tenía que hacer.
Di cuatro pasos en dirección al vasar inglés
que se hallaba en un ángulo del salón de estilo rústico; abrí el
cajón y saqué de éste mi revólver. Comprobé que estuviese cargado y
me lo metí en el bolsillo del batín.
—Haz el favor de no moverte de aquí. Voy a
hacer una ronda por la casa y el jardín.
—Puedo hacerla en su lugar —me propuso
ella—. ¡Yo no estoy herida y además no tengo miedo! ¿Quiere darme
el arma? Después de esta operación policíaca, no creo que queden
merodeadores por el vecindario.
Nos seguíamos mirando de hito en hito,
observándonos mutuamente como si fuéramos jugadores de
póquer.
—El vecindario me tiene sin cuidado
—repliqué yo—. Empezaré por las habitaciones del primer piso...
¿Entiendes lo que quiero decir, Jacqueline? ¡Te aseguro que voy a
disparar sobre todo lo que se mueva!
Debió leer una decisión irrevocable en mis
ojos.
—¡Muy bien! —admitió ella—. Hallará usted a
Grégoire en el cuarto de huéspedes. Esto era lo que quería usted
averiguar, ¿verdad?
Este era el tipo de victoria del que hubiera
prescindido con mucho gusto y no me sentía precisamente muy
orgulloso de mí mismo.
—¿Por qué no habérmelo dicho en
seguida?
—¡Bah! Ustedes dos están en total desacuerdo
y Grégoire tendrá que marcharse al alba. No quería echar más lefia
al fuego.
—¿Quieres decirle que baje?
Seguía Jacqueline tan dueña de sí misma como
de costumbre; sin embargo, no pudo reprimir un gesto de
impaciencia.
—¿Cree usted que va a servir de mucho?
—¡Si no vas tú, voy a ir yo mismo!
Se encogió de hombros y se dirigió hacia la
escalera. Saqué el revólver del bolsillo y comprobé una vez más que
estaba en buen estado de funcionamiento. Por el espejo, vi a
Jacqueline subir lentamente la escalera, sin dejar de
observarme.
Me dirigí entonces hacia la ventana que daba
al jardín y me dispuse a esperar, con la espalda apoyada contra el
marco. Desde allí, mi vista abarcaba toda la habitación
profusamente iluminada, en tanto que yo me hallaba en una zona de
semioscuridad.
Me notaba el cuerpo tembloroso de cansancio,
pero .sabía lo que deseaba hacer y estaba dispuesto a llevarlo a
cabo.
Oí unos pasos bajando la escalera, y
Grégoire fue el primero en aparecer. Al llegar, sus ojos
recorrieron la estancia buscándome y acabó conmigo en la
penumbra.
—¿Qué pasa?
Había adoptado la actitud desdeñosa del
comicastro haciendo el papel de barba.
—¿Cree usted que esta entrevista va a servir
de mucho?
—Ya me han hecho esta misma pregunta; pero
aquí, ¡el que pregunta soy yo!
Manoseaba nerviosamente mi revólver en el
bolsillo. Grégoire se dio cuenta de ello, o bien Jacqueline le
había avisado de que yo estaba armado. Me preguntó si tenía
intención de recurrir a las amenazas.
—Mi pregunta es la siguiente —le espeté—.
¿Por qué ha agredido usted a Luden Coutre?
—¿Cómo dice?
Ya suponía yo que rechazaría esta acusación
y estaba plenamente decidido a no hacer caso de lo que dijese.
Empuñé el arma y me acerqué a él. Se puso aún más tenso, pero
permaneció silencioso.
—¡André! —imploró mi mujer.
La mandé callar con un ademán.
—Escúchenme bien los dos. Si no me siento
seguro aquí, me marcharé. ¡Pero no me iré solo! ¡Me llevaré a los
niños!
—Pobre infeliz —articuló mi cuñado—, ¡no
está usted que digamos en condiciones de ocuparse de sus hijos! Le
aconsejo más bien que se vuelva a la cama.
Grégoire no parecía entender de qué iba,
pero mi dulce y tierna esposa ante Dios y ante los hombres sabía
perfectamente a lo que me refería yo.
—Haz lo que quieras, André, ¡pero no te
lleves a Monique!
—¡Ni hablar!
—¡Eres odioso! —escupió ella—. ¡No dejaré
que lo hagas! ¡No llego a comprender por qué me aborreces de esta
manera!
Extendió la mano hacia el teléfono; le di
entonces una fuerte palmada en el brazo. Encajó el golpe y
permaneció inmóvil. Grégoire había intentado acudir en su ayuda
pero, al verse encañonado por el revólver, optó por la
prudencia.
—No resulta todo esto muy ético —soltó
él.
Tenía el rostro demudado y creo que
empezaban ambos a tener miedo de verdad. Me acerqué al teléfono,
descolgué el auricular y pedí que me pusieran con la tasca de
Meunier.
—Me gustaría saber adónde nos va a llevar
todo esto —observó Grégoire que parecía recobrar la seguridad en si
mismo.
Fue Yvonne la que se puso al aparato y me
contestó con aquella voz suya un tanto ruda de chica acostumbrada
al jaleo propio de una taberna.
—¿Diga?
—Aquí André. ¿Sigue Lucien por ahí?
—Sí. Pasará la noche aquí. ¿Quieres algo de
él?
De repente, sentí como si una montaña se
hubiese derrumbado sobre mi espalda. Grégoire se me había echado
encima, me había agarrado por el cuello y me aplastaba contra la
pared, retorciéndome al propio tiempo el brazo que sujetaba el
arma... Sigo pensando que la culpa fue suya; yo no tenía la menor
intención de disparar... El gatillo de aquel revólver era tan
sensible como una balanza de laboratorio. En menos de un segundo
sonaron tres detonaciones... La llave que me tenía inmovilizad^ se
aflojó en el acto, Grégoire profirió un «¡Haa!» y cayó al suelo en
redondo, arrastrándome consigo en la caída.
Tardé algún tiempo en librarme del peso de
su cuerpo y en ponerme trabajosamente de rodillas. Jacqueline no se
había movido del vano de la puerta y ponía carita de niña
horrorizada.
Conseguí por fin levantarme. Grégoire seguía
en el suelo, inerte... En el primer piso, los niños habían sido
despertados por el estruendo de los disparos. El pequeño François
lloraba en tanto que la niña chillaba:
—¡Mamá, mamá! ¿Qué ocurre?
—¡Le has matado! —exclamó Jacqueline.
Grégoire seguía inmóvil. Arriba, los críos
seguían lloriqueando.
—Sube a consolarlos —apremié yo—. Que no se
les ocurra bajar.
Tuve que cogerla de la mano y empujarla
hacia la escalera. Se apartó de mí con repugnancia y subió a
reunirse con los chiquillos.
Volví entonces junto al cuerpo. Recogí el
revólver que estaba en el suelo, saqué el cargador y me puse a
contar tontamente las balas, como si la muerte de un hombre fuera
un asunto de contabilidad... Faltaban tres proyectiles, saltaba a
la vista. No podía dejar de pensar en Hubert que también llevaba
tres balas en el cuerpo...
El pesado corpachón de mi cuñado yacía en el
suelo. Me tenía sin cuidado averiguar dónde habían ido a alojarse
las balas; estaba muerto y esto era lo único que importaba. Para
haber caído fulminado de esta suerte, lo más probable era que los
impactos debían haberse producido en la región del corazón.
Oí en el primer piso a los niños hablar con
su madre y cómo ésta los consolaba con voz átona y estremecida. El
reloj de pared inglés seguía llenando el silencio con su tictac y
yo me encontraba con un cadáver a mis pies. Reparé en el teléfono
cuyo auricular oscilaba todavía a la extremidad del hilo y lo
colgué maquinalmente, con la mente en blanco. De hecho, anhelaba
volver a la cama y dormir... A mi lado había una silla; me dejé
caer en ella, cogiéndome la cabeza entre las manos.
Cuando Jacqueline reapareció, yo seguía en
la misma postura. Pasó por delante de mí como si yo fuera invisible
y fue a arrodillarse junto al cuerpo de su hermano. Le desabrochó
el chaleco y pude ver la camisa de popelín de color claro manchada
de sangre a la altura del estómago... Entonces ella se limpió
torpemente la mano en la alfombra y se echó a llorar.
Yo hubiese deseado poder tender un puente
entre nosotros. Sabía que la amaba, que sus penas me dolían a mí
tanto como a ella, pero también que no existía reciprocidad. El
levantarme, el acariciarle suavemente el pelo, era correr el riesgo
de verla estremecerse de odio y de asco.
Debieron transcurrir así cinco minutos por
lo menos. Ella permanecía arrodillada, yo sentado e intentando
aclararme las ideas. En cierto momento, le pregunté si los niños
habían vuelto a dormirse, pero ella no me respondió.
El haber vivido durante varios años juntos
propiciaba el hecho de que a veces no nos fuera necesario hablar
para comprendernos perfectamente. En cuanto se puso en pie, supe
que iba a llamar a la policía y que yo debía impedírselo. Me
acerqué al teléfono y le dije que no con la cabeza. No insistió,
pero cogió al vuelo un chaquetón de lana del perchero como si
tuviese la intención de salir.
Fue en aquel preciso momento cuando llamaron
a la puerta. A la desesperada, mi primera intención fue la de coger
el revólver y de impedir que nadie entrase en la casa mientras me
quedara una sola bala en la recámara.
—¡Dédé! —gritó una voz.
Era Yvonne, de la que me había olvidado por
completo. Abrí la puerta; la acompañaba Lucien que lucía ahora en
la cabeza un aparatoso vendaje que le prestaba cierto parecido con
un árabe.
Desde el umbral, podían ver el cuerpo
tendido sobre la alfombra, lo que me ahorraba un sinfín de
explicaciones.
—Creí que era a ti a quien habían disparado
—se limitó a decir Yvonne.
Lucien se llevó dos dedos al vendaje que
cubría su cabeza para saludar a mi mujer. Jacqueline seguía sin
reaccionar. Yvonne me preguntó cómo había ocurrido y si había sido
en legítima defensa. Esta era una cuestión que yo no me planteaba y
que ni siquiera tenía sentido para mi; me hallaba aún muy lejos de
situar el drama en el plano judicial.
—¿Qué le había hecho Grégoire? —gritó de
pronto Jacqueline—. ¿Qué le reprochaba usted?
—¡Tranquilícese! —intervino Lucien—. Quizá
fuera un buen chico. En cuanto a mí, aparte de que quiso matarme,
no tengo nada que reprocharle.
—¿Qué cuento es éste? ¿Cuándo ha querido
matarle?
Lucien se la quedó mirando un instante como
si fuera a soltarle algo gordo.
—Dispensé —prosiguió—. Tal vez no estuviera
usted al corriente. Es su hermano, ¿no? Estaba aquí esta noche,
¿no? Me dijo que pasara por el sendero de los pescadores sobre las
nueve, ¿no?
—¿Pero cómo quería usted que supiera yo
esto? ¿Adónde quiere ir a parar?
Había puesto una cara de chiquilla que no
acierta a comprender un problema demasiado difícil para ella.
—¿Matarle a usted? ¿Por qué iba a
hacerlo?
—No para afanarme los monises, ¡esto,
seguro!
—¿Entonces?
—Entonces —repuso Lucien—, André sabe cuál
es mi opinión sobre el particular. Yo era el único en saber que él
estaba vivo, aparte de usted y de...
Señaló el cadáver con la barbilla.
—¡No comprendo! —replicó lentamente mi
mujer.
Pero yo, que la conocía, sabía que había
comprendido perfectamente. Se hallaba frente a mí, al otro lado del
cuerpo de Grégoire. Sus ojos buscaron los míos.
—¿Cómo puedes creer una cosa así? —inquirió
ella con voz dolorida.
Esto es exactamente lo que me preguntaba yo
también.
Había que actuar sin tardanza. Yvonne era,
física y moralmente, la menos afectada de todos nosotros; la
decisión vino de ella.
—¿Qué hacemos con esto?
Señalaba el cadáver con la punta del pie y
tenía todo el aspecto de haber cogitado ya algo al respecto.
—Existe la alternativa de las exequias
nacionales... Y también el río, con los bolsillos llenos de
piedras, pero debemos escoger ya...
Lo fantástico con Yvonne es que siempre iba
derecho al grano. El problema había sido planteado en términos
reales, pero la solución no dependía ni de ella, ni de Lucien, ni
de mi menda.
—¡Esto es monstruoso! —saltó Jacqueline
horripilada.
Yvonne se humedeció los carnosos labios con
la punta de la lengua.
—Yo soy testigo —espetó ella.
—¿Testigo de qué?
—De lo que ustedes decidan. De que fue «el
otro» quien tumbó a Lucien. O de que ha amenazado a André. ¡A
escoger...! No creo que exista ninguna otra salida.
Del rostro de Jacqueline había desaparecido
toda huella de aflicción. En los últimos minutos, parecía haber
envejecido diez años. Podía verle los tendones del cuello, las
arruguitas en torno a los ojos y, de repente, la expresión fría y
decidida de los Duchemin tratando un negocio... Como si la dulce
mujer-niña no hubiera sido más que una máscara debajo de la cual se
ocultaba una burguesa encopetada y dura, de educación
rigorista.
Casi me alegraba de su transformación porque
de esta manera ya no la amaba, ya no la conocía; incluso, casi me
complacía convertirme en su enemigo.
—¿Practica usted el falso testimonio?
—preguntó Jacqueline con voz aguda.
—Llámelo usted como le plazca —replicó
Yvonne—, estoy de parte de los vivos.
—¡Es que es mi hermano!
—¡Es que es su marido!
Yvonne era muy amable, pero, la verdad sea
dicha, se mostraba excesivamente protectora conmigo y aquello no
acababa de gustarme. Le toqué una mano.
—¡Déjalo correr! Siempre queda la
posibilidad de poner este asunto a votación. Yo me inclino por las
piedras en los bolsillos.
—Es el punto de vista propio de un asesino
—expuso Jacqueline—, no le extrañe que no sea de este mismo
parecer.
—¿Podemos preguntarle qué sugiere
usted?
—No veo más que una salida: ¡telefonear a la
policía!
—¡Bien! Esto me acarreará algunos problemas,
pero, con o sin el falso testimonio de Yvonne, mi abogado no tendrá
dificultad alguna en probar que el comportamiento de su hermano
resultaba bastante sospechoso. Alegaré que he actuado en legítima
defensa, contradiciéndola incluso si hiciera falta... ¿Me permite
recordarle que tenemos hijos y que esta forma de presentar los
hechos no beneficia a nadie?
—¿Chantaje?
—Llámelo como quiera. Para mí, es ser
realista.
Ya habíamos dicho todo cuanto había que
decir. Alargar la conversación no conduciría más que a palabrería
inútil y repeticiones. El menos dado a la cháchara de los cuatro
era sin duda Lucien: parecía muy decidido a no darle al pico.
Jacqueline presentaba ahora un aspecto
crispado de solterona; estaba tomando una decisión.
—En el sendero de los pescadores —propuso
ella—. Alguien descubrirá el cuerpo mañana por la mañana.
Aquello parecía razonable. Pero se abriría
una investigación y habría que obrar con cautela.
—Creo que debería deshacerme de mi revólver
tirándolo al río —dije yo.
—Sí —aprobó Lucien—. Tal vez podríamos
también aligerarle de su cartera; sería una pista falsa para los
polis.
Parecíamos estar ahora todos de acuerdo;
pero en cuanto a tocar el cuerpo, nadie parecía estar dispuesto a
hacerlo. Al cabo de un buen rato, fue Jacqueline la que se decidió.
Se inclinó, rebuscó en el bolsillo interior de la chaqueta y sacó
una cartera que tiró sobre la mesa.
¡De haber examinado su contenido en aquel
mismo momento, me hubiese ahorrado un sinfín de problemas!
Dos hombres heridos y dos mujeres para
transportar a un hombrón como Grégoire, no iba a resultar fácil.
Empezamos agarrándole cada uno por un miembro. Levantarlo del suelo
fue más fácil de lo que creíamos, pero en cuanto tuvimos que
avanzar, el cadáver parecía tirar de nosotros hacia abajo. Nos
veíamos obligados a caminar a pasitos cortos, inclinándonos hacia
el exterior para compensar el peso.
Tan pronto llegamos a la puerta de entrada
empezaron las dificultades. El menor esfuerzo me estiraba la piel
del vientre y debía apretar los dientes para no llorar de dolor. No
hubo más remedio que encender la luz que alumbraba la escalinata
para poder bajarla y cruzar el jardín.
Para dirigirnos hacia la ribera había que
seguir un sendero empedrado por el que resultaba difícil caminar
dos de frente. Nos veíamos obligados a pisotear los arriates y a
arañarnos con los rosales cuyas espinas se nos clavaban en la piel.
Me había jurado a mí mismo no ser el primero en darme por vencido,
¡no antes que las mujeres...!
—¡No puedo con mi alma! —jadeó Jacqueline,
poco antes de llegar a la escalera.
Dejamos el cuerpo sobre las losas.
—Así no iremos muy lejos —observó Yvonne—.
Hay que encontrar alguna otra solución.
Todo aquello se desarrollaba como en una
pesadilla. Me latían los oídos y me sentía incapaz de tomar la
menor decisión. Derrengado, fui a sentarme en uno de los escalones.
Todo se me antojaba ajeno y me hallaba en aquel peligroso trance en
el que se acepta todo sin oponer resistencia. Si Fumet se hubiera
presentado en aquel preciso momento, hubiese podido detenerse sin
que me resistiera ni poco ni mucho y habría confesado todo cuanto
él hubiese querido.
Oía a los demás hablar detrás de mí. No
comprendía del todo lo que estaban diciendo, ni me importaba un
bledo. Como inmerso en una espesa niebla, luchaba por no perder el
conocimiento. Estaba empapado en sudor y la fiebre me hacía
tiritar.
Yvonne se acercó y se sentó a mi lado.
—¿A ti qué te parece?
—¿El qué?
—Es inútil ir hasta el sendero de los
pescadores, dejaríamos un rastro así de ancho. Un crío de cuatro
años sería capaz de dar fácilmente con la pista.
—¿Y entonces?
—Entonces, nada. No sabemos qué hacer.
Lucien propone tirar el cuñadito al agua. Tu mujer pone el grito en
el cielo. A ti, ¿qué se te ocurre?
—Nada.
Yvonne me apretó amistosamente el hombro,
como una amiga, como la buena chavala que era.
—¡Animo, André, estrújate la mollera...! Tan
sólo un esfuercito más y luego te dejaremos en paz....
—¡Qué quieres que te diga! No conozco ningún
sistema inédito para hacer desaparecer un fiambre... Estoy pensando
en la chalana cargada de cal que han echado a pique en la
presa.
—Espera —me dijo Yvonne—. Eso de la cal no
es tan mala idea. Con la ayuda de los gabarreros podría hacerme con
diez sacos antes de veinticuatro horas... ¿Verdad que existe un
pozo negro en tu jardín?
—Hay la vieja zanja que se encuentra cerca
de la antigua porqueriza.
—¿Cabrían el Grégoire y tres sacos de
cal?
—Esto y veinte veces más también. Cuando los
cerdos pescaron la enfermedad, los eché ahí, con un poco de tierra
encima. Nadie suele ir por aquella parte, está más allá del vergel
y habrá que cizallar una tela metálica que he colocado alrededor.
Tengo la impresión de que aquello es un hervidero de gusanos. Los
días calurosos, apesta. Pero como está apartado de todo, no molesta
a nadie...
—No comprendo por qué nos estábamos
calentando tanto la sesera —comentó Yvonne—. Al dichoso Grégoire le
vamos a pagar un entierro de primera... Pero que no se entere tu
media naranja, le daría un patatús.
Con tal de no tener que tomar ninguna
decisión, yo estaba conforme con lo que fuera. Sentado en la
oscuridad, permanecí largo rato contemplando las evoluciones de
unos voluminosos insectos fosforescentes. Era casi una novedad para
mí. Dos o tres días antes del drama, Monique había capturado uno de
ellos y nos lo había traído a casa. Yo ignoraba de qué se trataba.
Pero Jacqueline, que había pasado varias temporadas en Italia, los
llamaba candelas nocturnas... A decir verdad, ofrecían más o menos
el mismo aspecto que nuestras luciérnagas, salvo que abultaban el
doble, parecían más blandas y lucían una mancha luminosa en el
extremo de la cola, lo que se asemejaba a una deyección
fosforescente.
Al llegar junto a mí, Lucien me dio una
palmadita en el hombro:
—¿Qué? ¿Vamos?
Me levanté precipitadamente. A cuatro pasos
detrás de mí, el cuerpo de Grégoire seguía tendido sobre las losas
del camino. Jacqueline había desaparecido, e Yvonne también.
—Este trabajito lo vamos a hacer entre los
dos —explicó Lucien—. Yvonne ha conseguido convencer a tu mujer de
que más valía que nos las arregláramos nosotros solos.
Agarró el cuerpo por los hombros. Hice lo
propio con los pies. Pesaba una barbaridad pero ya no teníamos que
bajar escaleras. Abría yo la marcha y seguí el sendero que
bordeaban las hayas y los macizos de flores. Al llegar a la
puertecilla del vergel, lo dejamos una primera vez en el suelo. La
luz difusa que procedía de la esclusa, más allá de los altos
árboles, apenas si nos alumbraba el camino.
Volvimos a cargar con el cuerpo sin chistar.
Me cubría un sudor frío y tenía la angustiosa sensación de que mi
corazón, a semejanza de un viejo motor achacoso, estaba a punto de
reventar. Sólo deseaba que mis manos no soltasen su presa y que mis
piernas, paso a paso, siguiesen obedeciéndome.
Llegamos por fin a la tela metálica. No
llevábamos ni alicates ni cizallas con que abrir una brecha. Tuve
que volver hasta el cobertizo para coger unos alicates y unas
tenazas. Cuando regresé, Lucien ni se había movido.
—Está lleno de culos-verdes por aquí —me
advirtió, señalándome los insectos fosforescentes—. Ten cuidado con
ellos, son bichos venenosos.
Lucien me cogió las tenazas de las manos y
la emprendió con los alambres que sujetaban la tela metálica. A
proximidad de la zanja, el hedor era tremendo. Me recordó mi
evasión cuando conseguí huir del campo donde me habían recluido los
vietcongs, tras un día entero metido hasta el cuello en la
podredumbre; me causó tal impacto, que durante meses con sólo ver
un bistec poco hecho me daban arcadas. De pronto me puse a vomitar
y eché hasta la primera papilla.
—¿Te encuentras mejor? —me preguntó
escuetamente Lucien.
Había practicado una brecha; levantamos el
cuerpo para llevarlo al interior de la zona cercada. Ahí, resultaba
bastante difícil localizar aquel agujero en medio de la hierba
crecida. De no haber sido por Lucien, más tenaz o menos gravemente
herido que yo, hubiera dejado el cuerpo así mismo. Dio unos cuantos
pasos prudentes por en medio de los yerbajos.
—¡Es ahí mismo, y huele que apesta!
—cuchicheó él.
Calló durante unos segundos y cuando volvió
a hablar, su voz me pareció muy cambiada.
—Hay como un resplandor en el fondo... ¡Oh!
¡Oye! ¡Esto está lleno de culos-verdes!
Regresó junto a mí y me tocó el
hombro.
—¡No nos quedemos aquí, amigo...! ¡De prisa!
¡Ayúdame!
Agarramos el cuerpo por última vez y dimos
unos cuantos pasos en dirección al pozo negro.
—¡Aquí mismo! —dijo Lucien.
Nos hallábamos cara a cara, sujetando el
cuerpo entre los dos. Lucien empezó a imprimirle un movimiento de
balanceo...
—Ooo. ¡Hop!
Lo solté a la voz de mando, pero yo estaba
demasiado débil y el cuerpo cayó prácticamente a mis pies. Mi
compañero se aproximó a mí.
—No te preocupes.
Se agachó, e hizo rodar el cuerpo hacia el
agujero al que no me atrevía a acercarme. Hubo un ruido de caída,
con un «floc» apagado y, casi de inmediato, como una pequeña
explosión luminosa acompañada del rumor de una multitud de élitros
y de alas...
—¡Asquerosos bichejos! —resopló
Lucien.
Los insectos parecían como enloquecidos y
revoloteaban por todas partes, enganchándose en la ropa y el pelo;
sallan de aquel hoyo por enjambres y se asemejaban a fuegos de San
Telmo. Hubimos de replegarnos a toda velocidad, apartando con
repugnancia aquellos insectos luminosos.
Cerramos como pudimos la brecha de la tela
metálica con un simple trozo de alambre, retorciéndolo
someramente.
—¡Déjalo ya, Lucien, me ocuparé de esto
mañana!
Regresamos hasta el cobertizo sin añadir una
palabra más. Bajo la luz de la bombilla, mi compañero estaba
lívido, como si fuera a encontrarse mal. No intentaba dárselas de
duro. Me estrechó la mano rápidamente.
—Me largo. ¡Hasta mañana!
Volví solo a casa, con aquella suerte de
satisfacción inconsciente que proporcionaba la conclusión de un
trabajo agotador. Yvonne y Jacqueline se hallaban en el
salón.
—¡Ya está! —exclamé.
—¡Estás más blanco que una sábana! —observó
Yvonne—. ¡Ven a sentarte!
Jacqueline tenía aquella expresión nueva,
ese rostro de solterona calculadora; o de mujer joven cansada hasta
lo indecible. Estaba fumando uno de mis cigarrillos, lo que era muy
raro en ella. Tenia los ojos clavados en mí, pero no parecía
verme.
—¿Os lo habéis llevado muy lejos? —inquirió
Yvonne.
Estaba demasiado cansado para contestar; me
limité a asentir con la mirada.
—¿Y Lucien?
—Se ha marchado.
—¡Bueno! —repuso ella—. Ya es hora de que yo
haga otro tanto.
Se levantó como para despedirse de
Jacqueline y estrecharle la mano, pero se contuvo...
—¡Bueno! Será lo mejor...! ¡Les dejo!
No esperó a que se la acompañase y cerró la
puerta tras si.
—Lo habéis tirado al río, ¿verdad? —espetó
Jacqueline con voz tranquila.
—No.
Yo era incapaz de mentirle. Ya suponía que
me exponía a una reacción desgarrada, pero no podía hacer otra
cosa.
—Lo henos metido en el fondo del
jardín.
—¿En la zanja?
—Sí.
Un gemido de animal herido salió de sus
labios y tiró el cigarrillo. Creo que en aquel momento hubiera
podido llamar a la policía, hubiese podido incluso coger el
revólver para matarme, que yo no hubiera hecho el menor intento
para disuadirla.
Se levantó, fue a la ventana y miró hacia el
fondo del jardín.
La luz del salón apenas la alcanzaba, pero
yo podía ver su silueta recortarse en la oscuridad.
Yo amaba a aquella mujer, y sabía que estaba
sufriendo. Me levanté trabajosamente del sillón y me dirigí hacia
ella. Su mano descansaba en el antepecho y no se apartó cuando posé
mi mano sobre la suya. Comprendí entonces que no me guardaba
rencor.
En el jardín, brillaban las manchitas
luminosas de los insectos fosforescentes. Cogí a Jacqueline del
brazo para apartarla de la ventana.
—Sube a acostarte, Jacqueline.
Asintió con la cabeza como una niña
dócil.
—Sí.
—Yo no quise que pasara esto, ¿lo sabes,
verdad?
—Sí. ¡No me dejes sola!
—¿Quieres que suba contigo?
—Sí.
Fue ella quien me besó. Temblaba como un
animalillo aterrorizado. Había sido educada para vivir en un mundo
de belleza, de orden y de armonía. Como toda hija de familia
acaudalada, la habían aupado a la quintaesencia de una
civilización, y he aquí que todo se venía abajo, que había que
volver a ponerlo todo en tela de juicio. De repente, se veía
retrotraída a varios milenios atrás, volvía a no ser más que una
pequeña hembra atemorizada en busca de protección.
Subimos la escalera. Yo la tenía abrazada
por la cintura y parecíamos una pareja de enamorados azorados en su
primera noche de amor.
En el dormitorio, antes de encender la luz,
distinguí sobre la colcha las manchas luminosas de dos de aquellos
singulares insectos fosforescentes. Los cogí y los tiré por la
ventana que volví a cerrar a pesar de la suavidad de la
noche.
Cuando me di la vuelta, Jacqueline se había
echado, sin desnudarse, a lo ancho de la cama. Me tendí a su lado e
hicimos el amor con un regusto a sudor, a vómito y a sangre, como
si fuéramos los dos únicos supervivientes de una terrible
catástrofe.