7

Me hallaba repantigado en el sillón grande del salón, con todo el mundo de pie en torno mío: el mismísimo señor Bromier y otras hierbas, y el cabo Fumet. Me sentía cansado como si se estuviese representando una astracanada de la que era yo la víctima. Habían tenido miramientos conmigo y habían acudido a mi propia casa para interrogarme. En ningún momento habían pedido a Jacqueline que abandonase la estancia; me trataban como a un testigo.
—¿Qué más quieren que les diga? Tan sólo les estoy dando mi parecer. Esos dos tipos me parecieron sospechosos...
—¡No se puede acusar a alguien simplemente porque no les gusta a uno su cara!
—¡Si no les estoy acusando! Me han preguntado ustedes quién me había dejado sin sentido, y les he contestado que lo ignoraba. Hace más de diez minutos que estamos dándole vueltas a lo mismo.
—Cabo —articuló el constructor—, ¿cree usted que con un careo se lograría aclarar la situación?
—Por mi, que no quede —respondió el barrigón de Fumet con aquella voz suya tan peculiar—. Pero no tienen precisamente el aspecto de personas con las que pueda uno jugar a policías y ladrones... Para una reconstitución, primero deben haber sido detenidos, ¡eh...! ¡Y yo no puedo hacer tal cosa sólo porque se me haya dicho que ellos no han dicho nada!
—Quizá —admitió Lanneau de Bromier—. ¿Acaso no es legal proceder a un interrogatorio con miras a una identificación?
—Con perdón de usted, ¡conozco mi oficio! —replicó el irritado gendarme—. ¡Allá está Bégout!
—Allá está Bégout... —remedó Bromier, con una mueca de hombre de mundo que oye una incongruencia—. ¿Qué quiere decir con eso de «Allí está Bégout»?
—¡Se trata de mi subordinado! —aclaró Fumet—. No quisiera meterme en el terreno de usted, pero que yo sepa no estamos en guerra, ¿eh? Es con simples ciudadanos con quienes nos las tenemos que ver y no es cuestión de meter la pata. ¿Eh? Mundología, ¡esto es lo que hace falta! Si Bégout va a examinar el registro del hotel, está cumpliendo con su deber y nadie le puede criticar por ello. Pero si voy yo «en persona» y la pifio, ¿qué cara pondré entonces?
—¿Y qué cara pondrá usted si esos pájaros ahuecan el ala, cabo?
A Fumet se le estaban hinchando las narices y estaba convirtiendo la cuestión en un asunto personal.
—¿Qué cara pondré? ¿Qué está usted diciendo? ¡Le ruego que mida sus palabras...!
Aquellos dos acababan agotando la paciencia a cualquiera. Jacqueline me estaba mirando con intensidad y de sobra sabía yo que la verdadera partida se estaba jugando entre nosotros dos. Su mirada era la de una persona que se está ahogando, que se ve inmersa en un elemento en el que la vida ya no es posible. Al igual que yo, ansiaba que aquel par de payasos se esfumaran de una vez.
El señor Lanneau de Bromier se empeñaba en exponer sus razones. El mero hecho de tener que discutir con un cabo de la gendarmería se le antojaba escandaloso.
—¡Todo esto ha ocurrido en «mi» derivación, cabo! Mi sector está bajo control militar. Ello significa que existen secretos de fabricación que atañen a la defensa nacional...
—¡Vaya cosa! —soltó Fumet, queriendo mostrarse insolente aposta.
—¡Tomo buena nota de su actitud, cabo! ¡Se lo comunicaré a quien corresponde!
El tono de la discusión entre ellos dos estaba subiendo por momentos. El típico conflicto de autoridad había estallado con virulencia, mostrando su profunda y total estulticia. Se amenazaban mutuamente con informar a sus respectivos superiores... Ya verían cómo las gastaban... La presencia de una hermosa mujer silenciosa les daba más brío. Bromier intentaba hablar en argot, Fumet trataba de comportarse como hombre de mundo; ¡era para troncharse! Ambos escogían las palabras, parecían enteramente dos gachís tirándose pullas envenenadas con tono amanerado.
—Caballeros —les interrumpió Jacqueline—, todos nosotros estamos cansados, me parece a mí. ¿No podríamos aplazar este interrogatorio hasta mañana?
—No faltaba más, estimada señora —respondió Fumet—. Por lo que a mí respecta, me retiro... Hay gente a quien le gusta meterse en camisa de once varas, ¿no le parece a usted...?
Daba la sensación de haber quedado complacido por la ocurrencia que había tenido y se rió por lo bajini. El rostro de Bromier se congestionó. Aquello se estaba convirtiendo en un auténtico vodevil y me sentía cada vez más hastiado.
—¡Acabemos de una vez! ¿Tienen ustedes alguna otra pregunta a la que deba contestar?
—Podría ser —replicó Fumet—. Pero a mí no me gusta que se metan en mi terreno. ¡Y hasta que se demuestre lo contrario, soy yo quien lleva la investigación criminal!
Debía creerse muy astuto y sentirse en plena forma, capaz de tomar iniciativas de altos vuelos. Vio el teléfono y dijo:
—¿Me permite?
Pulsó repetidas veces el conmutador y pidió que le pusieran con el hotel Fichois. Como su comunicante parecía mostrarse reticente, se enfadó y se identificó:
—¡Maldita sea! ¡Aquí Fumet! ¡Gendarmería! ¡Policía!
Obtuvo la comunicación casi en seguida y pidió por Bégout. Mientras tanto, el señor de Bromier se calzaba los guantes, poniendo cara de asco.
—Tengo que presentar un informe a las autoridades militares —anunció Bromier—. Este acto de sabotaje en «mis aguas» concierne al Servicio de Información Militar.
—En el caso presente —protestó Fumet—, dado que son ustedes civiles, el informe me concierne a mí.
—¡He sido delegado por la comisión mixta de tráfico! —espetó Bromier con tono autoritario—. ¡Asimilado al grado de comandante! ¡A usted, amiguito, si me diese la gana podría obligarle a ponerse en posición de firmes! Me dedico a algo más que a construir buques. ¡Desempeño una función oficial! ¡Tengo vara alta sobre la navegación fluvial! ¡Tengo el brazo muy largo!
No cabía la menor duda de que el señor Lanneau de Bromier no estaba jactándose. En la esclusa, ya hacía tiempo que habíamos aprendido a calibrar su poder oculto de príncipe del chanchullo. Tenía gente adicta a él en no pocas oficinas, firmaba las contratas que le apetecían y tenía dominado a todo un pequeño sector en el que ejercía una autoridad un tanto altanera. Aun cuando fuera del tipo longilíneo y enjuto, para nosotros era un «pez gordo», y nuestros pequeños desquites no podían ir más allá del inofensivo jueguecito de ponerle apodos.
—¡Oiga! —se desgañitaba Fumet, con el auricular pegado al oído—. ¿Quién dice usted...? Haga el favor de articular correctamente, ¡so imbécil...! ¡Yo mismo al aparato...! ¡Ah, bueno...! ¡Dispénseme...! ¡Pues, no faltaba más...!
He aquí de pronto a nuestro Fumet poniéndose en posición de firmes, esbozando reverencias y no respondiendo más que con: «¡Bien, bien!» y «¡Por supuesto!...» ¡No hacía falta ser un lince para deducir que estaba ocurriendo algo fuera de lo corriente!
Cuando hubo colgado el teléfono, presentaba el rostro extático del simple mortal que acaba de recibir un mensaje celestial. ¡Acababa de enterarse de una noticia bomba! En dos ocasiones, abrió la boca... ¿Acaso iría a compararla con el pueblo llano?
Se limitó a llamar al constructor con un ademán, dándoselas más que nunca de hombre de mundo, y le cuchicheó unas palabras al oído. A Bromier, el notición parecía dejarle bastante impresionado...
—¡No me diga...!
—¡Como lo oye!
—¿Cree usted que...?
—¡Chitón!
Se despidieron de nosotros en cuestión de segundos. Jacqueline les acompañó hasta la escalinata y regresó. Parecía molesta, y se puso a toquetear las copas que se hallaban sobre la mesa.
—Me pregunto lo que estará ocurriendo —dijo ella sin mirarme—. He aquí una retirada que más bien parece una huida... Deberías volver a echarte, André, tu escapada ha sido una imprudencia.
Hice un esfuerzo para incorporarme. Se acercó ella con el propósito de ayudarme, pero conseguí ponerme en pie yo solito.
—¿Puedo preguntarte dónde está mi revólver?
—¿Lo necesitas ahora mismo?
—Sí.
Pero ella no se movió.
—¿Puedo preguntarle qué piensa hacer con él?
—Simple precaución. Estaba pensando que estamos solos en la casa con los niños, ¿no es así?
—Ciertamente.
Se hallaba justo delante de mí, podía percibir el suave aroma que se desprendía de su pelo. No sabía si estrecharla entre mis brazos «a pesar de todo», o bien hacer lo que tenía que hacer.
Di cuatro pasos en dirección al vasar inglés que se hallaba en un ángulo del salón de estilo rústico; abrí el cajón y saqué de éste mi revólver. Comprobé que estuviese cargado y me lo metí en el bolsillo del batín.
—Haz el favor de no moverte de aquí. Voy a hacer una ronda por la casa y el jardín.
—Puedo hacerla en su lugar —me propuso ella—. ¡Yo no estoy herida y además no tengo miedo! ¿Quiere darme el arma? Después de esta operación policíaca, no creo que queden merodeadores por el vecindario.
Nos seguíamos mirando de hito en hito, observándonos mutuamente como si fuéramos jugadores de póquer.
—El vecindario me tiene sin cuidado —repliqué yo—. Empezaré por las habitaciones del primer piso... ¿Entiendes lo que quiero decir, Jacqueline? ¡Te aseguro que voy a disparar sobre todo lo que se mueva!
Debió leer una decisión irrevocable en mis ojos.
—¡Muy bien! —admitió ella—. Hallará usted a Grégoire en el cuarto de huéspedes. Esto era lo que quería usted averiguar, ¿verdad?
Este era el tipo de victoria del que hubiera prescindido con mucho gusto y no me sentía precisamente muy orgulloso de mí mismo.
—¿Por qué no habérmelo dicho en seguida?
—¡Bah! Ustedes dos están en total desacuerdo y Grégoire tendrá que marcharse al alba. No quería echar más lefia al fuego.
—¿Quieres decirle que baje?
Seguía Jacqueline tan dueña de sí misma como de costumbre; sin embargo, no pudo reprimir un gesto de impaciencia.
—¿Cree usted que va a servir de mucho?
—¡Si no vas tú, voy a ir yo mismo!
Se encogió de hombros y se dirigió hacia la escalera. Saqué el revólver del bolsillo y comprobé una vez más que estaba en buen estado de funcionamiento. Por el espejo, vi a Jacqueline subir lentamente la escalera, sin dejar de observarme.
Me dirigí entonces hacia la ventana que daba al jardín y me dispuse a esperar, con la espalda apoyada contra el marco. Desde allí, mi vista abarcaba toda la habitación profusamente iluminada, en tanto que yo me hallaba en una zona de semioscuridad.
Me notaba el cuerpo tembloroso de cansancio, pero .sabía lo que deseaba hacer y estaba dispuesto a llevarlo a cabo.
Oí unos pasos bajando la escalera, y Grégoire fue el primero en aparecer. Al llegar, sus ojos recorrieron la estancia buscándome y acabó conmigo en la penumbra.
—¿Qué pasa?
Había adoptado la actitud desdeñosa del comicastro haciendo el papel de barba.
—¿Cree usted que esta entrevista va a servir de mucho?
—Ya me han hecho esta misma pregunta; pero aquí, ¡el que pregunta soy yo!
Manoseaba nerviosamente mi revólver en el bolsillo. Grégoire se dio cuenta de ello, o bien Jacqueline le había avisado de que yo estaba armado. Me preguntó si tenía intención de recurrir a las amenazas.
—Mi pregunta es la siguiente —le espeté—. ¿Por qué ha agredido usted a Luden Coutre?
—¿Cómo dice?
Ya suponía yo que rechazaría esta acusación y estaba plenamente decidido a no hacer caso de lo que dijese. Empuñé el arma y me acerqué a él. Se puso aún más tenso, pero permaneció silencioso.
—¡André! —imploró mi mujer.
La mandé callar con un ademán.
—Escúchenme bien los dos. Si no me siento seguro aquí, me marcharé. ¡Pero no me iré solo! ¡Me llevaré a los niños!
—Pobre infeliz —articuló mi cuñado—, ¡no está usted que digamos en condiciones de ocuparse de sus hijos! Le aconsejo más bien que se vuelva a la cama.
Grégoire no parecía entender de qué iba, pero mi dulce y tierna esposa ante Dios y ante los hombres sabía perfectamente a lo que me refería yo.
—Haz lo que quieras, André, ¡pero no te lleves a Monique!
—¡Ni hablar!
—¡Eres odioso! —escupió ella—. ¡No dejaré que lo hagas! ¡No llego a comprender por qué me aborreces de esta manera!
Extendió la mano hacia el teléfono; le di entonces una fuerte palmada en el brazo. Encajó el golpe y permaneció inmóvil. Grégoire había intentado acudir en su ayuda pero, al verse encañonado por el revólver, optó por la prudencia.
—No resulta todo esto muy ético —soltó él.
Tenía el rostro demudado y creo que empezaban ambos a tener miedo de verdad. Me acerqué al teléfono, descolgué el auricular y pedí que me pusieran con la tasca de Meunier.
—Me gustaría saber adónde nos va a llevar todo esto —observó Grégoire que parecía recobrar la seguridad en si mismo.
Fue Yvonne la que se puso al aparato y me contestó con aquella voz suya un tanto ruda de chica acostumbrada al jaleo propio de una taberna.
—¿Diga?
—Aquí André. ¿Sigue Lucien por ahí?
—Sí. Pasará la noche aquí. ¿Quieres algo de él?
De repente, sentí como si una montaña se hubiese derrumbado sobre mi espalda. Grégoire se me había echado encima, me había agarrado por el cuello y me aplastaba contra la pared, retorciéndome al propio tiempo el brazo que sujetaba el arma... Sigo pensando que la culpa fue suya; yo no tenía la menor intención de disparar... El gatillo de aquel revólver era tan sensible como una balanza de laboratorio. En menos de un segundo sonaron tres detonaciones... La llave que me tenía inmovilizad^ se aflojó en el acto, Grégoire profirió un «¡Haa!» y cayó al suelo en redondo, arrastrándome consigo en la caída.
Tardé algún tiempo en librarme del peso de su cuerpo y en ponerme trabajosamente de rodillas. Jacqueline no se había movido del vano de la puerta y ponía carita de niña horrorizada.
Conseguí por fin levantarme. Grégoire seguía en el suelo, inerte... En el primer piso, los niños habían sido despertados por el estruendo de los disparos. El pequeño François lloraba en tanto que la niña chillaba:
—¡Mamá, mamá! ¿Qué ocurre?
—¡Le has matado! —exclamó Jacqueline.
Grégoire seguía inmóvil. Arriba, los críos seguían lloriqueando.
—Sube a consolarlos —apremié yo—. Que no se les ocurra bajar.
Tuve que cogerla de la mano y empujarla hacia la escalera. Se apartó de mí con repugnancia y subió a reunirse con los chiquillos.
Volví entonces junto al cuerpo. Recogí el revólver que estaba en el suelo, saqué el cargador y me puse a contar tontamente las balas, como si la muerte de un hombre fuera un asunto de contabilidad... Faltaban tres proyectiles, saltaba a la vista. No podía dejar de pensar en Hubert que también llevaba tres balas en el cuerpo...
El pesado corpachón de mi cuñado yacía en el suelo. Me tenía sin cuidado averiguar dónde habían ido a alojarse las balas; estaba muerto y esto era lo único que importaba. Para haber caído fulminado de esta suerte, lo más probable era que los impactos debían haberse producido en la región del corazón.
Oí en el primer piso a los niños hablar con su madre y cómo ésta los consolaba con voz átona y estremecida. El reloj de pared inglés seguía llenando el silencio con su tictac y yo me encontraba con un cadáver a mis pies. Reparé en el teléfono cuyo auricular oscilaba todavía a la extremidad del hilo y lo colgué maquinalmente, con la mente en blanco. De hecho, anhelaba volver a la cama y dormir... A mi lado había una silla; me dejé caer en ella, cogiéndome la cabeza entre las manos.
Cuando Jacqueline reapareció, yo seguía en la misma postura. Pasó por delante de mí como si yo fuera invisible y fue a arrodillarse junto al cuerpo de su hermano. Le desabrochó el chaleco y pude ver la camisa de popelín de color claro manchada de sangre a la altura del estómago... Entonces ella se limpió torpemente la mano en la alfombra y se echó a llorar.
Yo hubiese deseado poder tender un puente entre nosotros. Sabía que la amaba, que sus penas me dolían a mí tanto como a ella, pero también que no existía reciprocidad. El levantarme, el acariciarle suavemente el pelo, era correr el riesgo de verla estremecerse de odio y de asco.
Debieron transcurrir así cinco minutos por lo menos. Ella permanecía arrodillada, yo sentado e intentando aclararme las ideas. En cierto momento, le pregunté si los niños habían vuelto a dormirse, pero ella no me respondió.
El haber vivido durante varios años juntos propiciaba el hecho de que a veces no nos fuera necesario hablar para comprendernos perfectamente. En cuanto se puso en pie, supe que iba a llamar a la policía y que yo debía impedírselo. Me acerqué al teléfono y le dije que no con la cabeza. No insistió, pero cogió al vuelo un chaquetón de lana del perchero como si tuviese la intención de salir.
Fue en aquel preciso momento cuando llamaron a la puerta. A la desesperada, mi primera intención fue la de coger el revólver y de impedir que nadie entrase en la casa mientras me quedara una sola bala en la recámara.
—¡Dédé! —gritó una voz.
Era Yvonne, de la que me había olvidado por completo. Abrí la puerta; la acompañaba Lucien que lucía ahora en la cabeza un aparatoso vendaje que le prestaba cierto parecido con un árabe.
Desde el umbral, podían ver el cuerpo tendido sobre la alfombra, lo que me ahorraba un sinfín de explicaciones.
—Creí que era a ti a quien habían disparado —se limitó a decir Yvonne.
Lucien se llevó dos dedos al vendaje que cubría su cabeza para saludar a mi mujer. Jacqueline seguía sin reaccionar. Yvonne me preguntó cómo había ocurrido y si había sido en legítima defensa. Esta era una cuestión que yo no me planteaba y que ni siquiera tenía sentido para mi; me hallaba aún muy lejos de situar el drama en el plano judicial.
—¿Qué le había hecho Grégoire? —gritó de pronto Jacqueline—. ¿Qué le reprochaba usted?
—¡Tranquilícese! —intervino Lucien—. Quizá fuera un buen chico. En cuanto a mí, aparte de que quiso matarme, no tengo nada que reprocharle.
—¿Qué cuento es éste? ¿Cuándo ha querido matarle?
Lucien se la quedó mirando un instante como si fuera a soltarle algo gordo.
—Dispensé —prosiguió—. Tal vez no estuviera usted al corriente. Es su hermano, ¿no? Estaba aquí esta noche, ¿no? Me dijo que pasara por el sendero de los pescadores sobre las nueve, ¿no?
—¿Pero cómo quería usted que supiera yo esto? ¿Adónde quiere ir a parar?
Había puesto una cara de chiquilla que no acierta a comprender un problema demasiado difícil para ella.
—¿Matarle a usted? ¿Por qué iba a hacerlo?
—No para afanarme los monises, ¡esto, seguro!
—¿Entonces?
—Entonces —repuso Lucien—, André sabe cuál es mi opinión sobre el particular. Yo era el único en saber que él estaba vivo, aparte de usted y de...
Señaló el cadáver con la barbilla.
—¡No comprendo! —replicó lentamente mi mujer.
Pero yo, que la conocía, sabía que había comprendido perfectamente. Se hallaba frente a mí, al otro lado del cuerpo de Grégoire. Sus ojos buscaron los míos.
—¿Cómo puedes creer una cosa así? —inquirió ella con voz dolorida.
Esto es exactamente lo que me preguntaba yo también.
Había que actuar sin tardanza. Yvonne era, física y moralmente, la menos afectada de todos nosotros; la decisión vino de ella.
—¿Qué hacemos con esto?
Señalaba el cadáver con la punta del pie y tenía todo el aspecto de haber cogitado ya algo al respecto.
—Existe la alternativa de las exequias nacionales... Y también el río, con los bolsillos llenos de piedras, pero debemos escoger ya...
Lo fantástico con Yvonne es que siempre iba derecho al grano. El problema había sido planteado en términos reales, pero la solución no dependía ni de ella, ni de Lucien, ni de mi menda.
—¡Esto es monstruoso! —saltó Jacqueline horripilada.
Yvonne se humedeció los carnosos labios con la punta de la lengua.
—Yo soy testigo —espetó ella.
—¿Testigo de qué?
—De lo que ustedes decidan. De que fue «el otro» quien tumbó a Lucien. O de que ha amenazado a André. ¡A escoger...! No creo que exista ninguna otra salida.
Del rostro de Jacqueline había desaparecido toda huella de aflicción. En los últimos minutos, parecía haber envejecido diez años. Podía verle los tendones del cuello, las arruguitas en torno a los ojos y, de repente, la expresión fría y decidida de los Duchemin tratando un negocio... Como si la dulce mujer-niña no hubiera sido más que una máscara debajo de la cual se ocultaba una burguesa encopetada y dura, de educación rigorista.
Casi me alegraba de su transformación porque de esta manera ya no la amaba, ya no la conocía; incluso, casi me complacía convertirme en su enemigo.
—¿Practica usted el falso testimonio? —preguntó Jacqueline con voz aguda.
—Llámelo usted como le plazca —replicó Yvonne—, estoy de parte de los vivos.
—¡Es que es mi hermano!
—¡Es que es su marido!
Yvonne era muy amable, pero, la verdad sea dicha, se mostraba excesivamente protectora conmigo y aquello no acababa de gustarme. Le toqué una mano.
—¡Déjalo correr! Siempre queda la posibilidad de poner este asunto a votación. Yo me inclino por las piedras en los bolsillos.
—Es el punto de vista propio de un asesino —expuso Jacqueline—, no le extrañe que no sea de este mismo parecer.
—¿Podemos preguntarle qué sugiere usted?
—No veo más que una salida: ¡telefonear a la policía!
—¡Bien! Esto me acarreará algunos problemas, pero, con o sin el falso testimonio de Yvonne, mi abogado no tendrá dificultad alguna en probar que el comportamiento de su hermano resultaba bastante sospechoso. Alegaré que he actuado en legítima defensa, contradiciéndola incluso si hiciera falta... ¿Me permite recordarle que tenemos hijos y que esta forma de presentar los hechos no beneficia a nadie?
—¿Chantaje?
—Llámelo como quiera. Para mí, es ser realista.
Ya habíamos dicho todo cuanto había que decir. Alargar la conversación no conduciría más que a palabrería inútil y repeticiones. El menos dado a la cháchara de los cuatro era sin duda Lucien: parecía muy decidido a no darle al pico.
Jacqueline presentaba ahora un aspecto crispado de solterona; estaba tomando una decisión.
—En el sendero de los pescadores —propuso ella—. Alguien descubrirá el cuerpo mañana por la mañana.
Aquello parecía razonable. Pero se abriría una investigación y habría que obrar con cautela.
—Creo que debería deshacerme de mi revólver tirándolo al río —dije yo.
—Sí —aprobó Lucien—. Tal vez podríamos también aligerarle de su cartera; sería una pista falsa para los polis.
Parecíamos estar ahora todos de acuerdo; pero en cuanto a tocar el cuerpo, nadie parecía estar dispuesto a hacerlo. Al cabo de un buen rato, fue Jacqueline la que se decidió. Se inclinó, rebuscó en el bolsillo interior de la chaqueta y sacó una cartera que tiró sobre la mesa.
¡De haber examinado su contenido en aquel mismo momento, me hubiese ahorrado un sinfín de problemas!
Dos hombres heridos y dos mujeres para transportar a un hombrón como Grégoire, no iba a resultar fácil. Empezamos agarrándole cada uno por un miembro. Levantarlo del suelo fue más fácil de lo que creíamos, pero en cuanto tuvimos que avanzar, el cadáver parecía tirar de nosotros hacia abajo. Nos veíamos obligados a caminar a pasitos cortos, inclinándonos hacia el exterior para compensar el peso.
Tan pronto llegamos a la puerta de entrada empezaron las dificultades. El menor esfuerzo me estiraba la piel del vientre y debía apretar los dientes para no llorar de dolor. No hubo más remedio que encender la luz que alumbraba la escalinata para poder bajarla y cruzar el jardín.
Para dirigirnos hacia la ribera había que seguir un sendero empedrado por el que resultaba difícil caminar dos de frente. Nos veíamos obligados a pisotear los arriates y a arañarnos con los rosales cuyas espinas se nos clavaban en la piel. Me había jurado a mí mismo no ser el primero en darme por vencido, ¡no antes que las mujeres...!
—¡No puedo con mi alma! —jadeó Jacqueline, poco antes de llegar a la escalera.
Dejamos el cuerpo sobre las losas.
—Así no iremos muy lejos —observó Yvonne—. Hay que encontrar alguna otra solución.
Todo aquello se desarrollaba como en una pesadilla. Me latían los oídos y me sentía incapaz de tomar la menor decisión. Derrengado, fui a sentarme en uno de los escalones. Todo se me antojaba ajeno y me hallaba en aquel peligroso trance en el que se acepta todo sin oponer resistencia. Si Fumet se hubiera presentado en aquel preciso momento, hubiese podido detenerse sin que me resistiera ni poco ni mucho y habría confesado todo cuanto él hubiese querido.
Oía a los demás hablar detrás de mí. No comprendía del todo lo que estaban diciendo, ni me importaba un bledo. Como inmerso en una espesa niebla, luchaba por no perder el conocimiento. Estaba empapado en sudor y la fiebre me hacía tiritar.
Yvonne se acercó y se sentó a mi lado.
—¿A ti qué te parece?
—¿El qué?
—Es inútil ir hasta el sendero de los pescadores, dejaríamos un rastro así de ancho. Un crío de cuatro años sería capaz de dar fácilmente con la pista.
—¿Y entonces?
—Entonces, nada. No sabemos qué hacer. Lucien propone tirar el cuñadito al agua. Tu mujer pone el grito en el cielo. A ti, ¿qué se te ocurre?
—Nada.
Yvonne me apretó amistosamente el hombro, como una amiga, como la buena chavala que era.
—¡Animo, André, estrújate la mollera...! Tan sólo un esfuercito más y luego te dejaremos en paz....
—¡Qué quieres que te diga! No conozco ningún sistema inédito para hacer desaparecer un fiambre... Estoy pensando en la chalana cargada de cal que han echado a pique en la presa.
—Espera —me dijo Yvonne—. Eso de la cal no es tan mala idea. Con la ayuda de los gabarreros podría hacerme con diez sacos antes de veinticuatro horas... ¿Verdad que existe un pozo negro en tu jardín?
—Hay la vieja zanja que se encuentra cerca de la antigua porqueriza.
—¿Cabrían el Grégoire y tres sacos de cal?
—Esto y veinte veces más también. Cuando los cerdos pescaron la enfermedad, los eché ahí, con un poco de tierra encima. Nadie suele ir por aquella parte, está más allá del vergel y habrá que cizallar una tela metálica que he colocado alrededor. Tengo la impresión de que aquello es un hervidero de gusanos. Los días calurosos, apesta. Pero como está apartado de todo, no molesta a nadie...
—No comprendo por qué nos estábamos calentando tanto la sesera —comentó Yvonne—. Al dichoso Grégoire le vamos a pagar un entierro de primera... Pero que no se entere tu media naranja, le daría un patatús.
Con tal de no tener que tomar ninguna decisión, yo estaba conforme con lo que fuera. Sentado en la oscuridad, permanecí largo rato contemplando las evoluciones de unos voluminosos insectos fosforescentes. Era casi una novedad para mí. Dos o tres días antes del drama, Monique había capturado uno de ellos y nos lo había traído a casa. Yo ignoraba de qué se trataba. Pero Jacqueline, que había pasado varias temporadas en Italia, los llamaba candelas nocturnas... A decir verdad, ofrecían más o menos el mismo aspecto que nuestras luciérnagas, salvo que abultaban el doble, parecían más blandas y lucían una mancha luminosa en el extremo de la cola, lo que se asemejaba a una deyección fosforescente.
Al llegar junto a mí, Lucien me dio una palmadita en el hombro:
—¿Qué? ¿Vamos?
Me levanté precipitadamente. A cuatro pasos detrás de mí, el cuerpo de Grégoire seguía tendido sobre las losas del camino. Jacqueline había desaparecido, e Yvonne también.
—Este trabajito lo vamos a hacer entre los dos —explicó Lucien—. Yvonne ha conseguido convencer a tu mujer de que más valía que nos las arregláramos nosotros solos.
Agarró el cuerpo por los hombros. Hice lo propio con los pies. Pesaba una barbaridad pero ya no teníamos que bajar escaleras. Abría yo la marcha y seguí el sendero que bordeaban las hayas y los macizos de flores. Al llegar a la puertecilla del vergel, lo dejamos una primera vez en el suelo. La luz difusa que procedía de la esclusa, más allá de los altos árboles, apenas si nos alumbraba el camino.
Volvimos a cargar con el cuerpo sin chistar. Me cubría un sudor frío y tenía la angustiosa sensación de que mi corazón, a semejanza de un viejo motor achacoso, estaba a punto de reventar. Sólo deseaba que mis manos no soltasen su presa y que mis piernas, paso a paso, siguiesen obedeciéndome.
Llegamos por fin a la tela metálica. No llevábamos ni alicates ni cizallas con que abrir una brecha. Tuve que volver hasta el cobertizo para coger unos alicates y unas tenazas. Cuando regresé, Lucien ni se había movido.
—Está lleno de culos-verdes por aquí —me advirtió, señalándome los insectos fosforescentes—. Ten cuidado con ellos, son bichos venenosos.
Lucien me cogió las tenazas de las manos y la emprendió con los alambres que sujetaban la tela metálica. A proximidad de la zanja, el hedor era tremendo. Me recordó mi evasión cuando conseguí huir del campo donde me habían recluido los vietcongs, tras un día entero metido hasta el cuello en la podredumbre; me causó tal impacto, que durante meses con sólo ver un bistec poco hecho me daban arcadas. De pronto me puse a vomitar y eché hasta la primera papilla.
—¿Te encuentras mejor? —me preguntó escuetamente Lucien.
Había practicado una brecha; levantamos el cuerpo para llevarlo al interior de la zona cercada. Ahí, resultaba bastante difícil localizar aquel agujero en medio de la hierba crecida. De no haber sido por Lucien, más tenaz o menos gravemente herido que yo, hubiera dejado el cuerpo así mismo. Dio unos cuantos pasos prudentes por en medio de los yerbajos.
—¡Es ahí mismo, y huele que apesta! —cuchicheó él.
Calló durante unos segundos y cuando volvió a hablar, su voz me pareció muy cambiada.
—Hay como un resplandor en el fondo... ¡Oh! ¡Oye! ¡Esto está lleno de culos-verdes!
Regresó junto a mí y me tocó el hombro.
—¡No nos quedemos aquí, amigo...! ¡De prisa! ¡Ayúdame!
Agarramos el cuerpo por última vez y dimos unos cuantos pasos en dirección al pozo negro.
—¡Aquí mismo! —dijo Lucien.
Nos hallábamos cara a cara, sujetando el cuerpo entre los dos. Lucien empezó a imprimirle un movimiento de balanceo...
—Ooo. ¡Hop!
Lo solté a la voz de mando, pero yo estaba demasiado débil y el cuerpo cayó prácticamente a mis pies. Mi compañero se aproximó a mí.
—No te preocupes.
Se agachó, e hizo rodar el cuerpo hacia el agujero al que no me atrevía a acercarme. Hubo un ruido de caída, con un «floc» apagado y, casi de inmediato, como una pequeña explosión luminosa acompañada del rumor de una multitud de élitros y de alas...
—¡Asquerosos bichejos! —resopló Lucien.
Los insectos parecían como enloquecidos y revoloteaban por todas partes, enganchándose en la ropa y el pelo; sallan de aquel hoyo por enjambres y se asemejaban a fuegos de San Telmo. Hubimos de replegarnos a toda velocidad, apartando con repugnancia aquellos insectos luminosos.
Cerramos como pudimos la brecha de la tela metálica con un simple trozo de alambre, retorciéndolo someramente.
—¡Déjalo ya, Lucien, me ocuparé de esto mañana!
Regresamos hasta el cobertizo sin añadir una palabra más. Bajo la luz de la bombilla, mi compañero estaba lívido, como si fuera a encontrarse mal. No intentaba dárselas de duro. Me estrechó la mano rápidamente.
—Me largo. ¡Hasta mañana!
Volví solo a casa, con aquella suerte de satisfacción inconsciente que proporcionaba la conclusión de un trabajo agotador. Yvonne y Jacqueline se hallaban en el salón.
—¡Ya está! —exclamé.
—¡Estás más blanco que una sábana! —observó Yvonne—. ¡Ven a sentarte!
Jacqueline tenía aquella expresión nueva, ese rostro de solterona calculadora; o de mujer joven cansada hasta lo indecible. Estaba fumando uno de mis cigarrillos, lo que era muy raro en ella. Tenia los ojos clavados en mí, pero no parecía verme.
—¿Os lo habéis llevado muy lejos? —inquirió Yvonne.
Estaba demasiado cansado para contestar; me limité a asentir con la mirada.
—¿Y Lucien?
—Se ha marchado.
—¡Bueno! —repuso ella—. Ya es hora de que yo haga otro tanto.
Se levantó como para despedirse de Jacqueline y estrecharle la mano, pero se contuvo...
—¡Bueno! Será lo mejor...! ¡Les dejo!
No esperó a que se la acompañase y cerró la puerta tras si.
—Lo habéis tirado al río, ¿verdad? —espetó Jacqueline con voz tranquila.
—No.
Yo era incapaz de mentirle. Ya suponía que me exponía a una reacción desgarrada, pero no podía hacer otra cosa.
—Lo henos metido en el fondo del jardín.
—¿En la zanja?
—Sí.
Un gemido de animal herido salió de sus labios y tiró el cigarrillo. Creo que en aquel momento hubiera podido llamar a la policía, hubiese podido incluso coger el revólver para matarme, que yo no hubiera hecho el menor intento para disuadirla.
Se levantó, fue a la ventana y miró hacia el fondo del jardín.
La luz del salón apenas la alcanzaba, pero yo podía ver su silueta recortarse en la oscuridad.
Yo amaba a aquella mujer, y sabía que estaba sufriendo. Me levanté trabajosamente del sillón y me dirigí hacia ella. Su mano descansaba en el antepecho y no se apartó cuando posé mi mano sobre la suya. Comprendí entonces que no me guardaba rencor.
En el jardín, brillaban las manchitas luminosas de los insectos fosforescentes. Cogí a Jacqueline del brazo para apartarla de la ventana.
—Sube a acostarte, Jacqueline.
Asintió con la cabeza como una niña dócil.
—Sí.
—Yo no quise que pasara esto, ¿lo sabes, verdad?
—Sí. ¡No me dejes sola!
—¿Quieres que suba contigo?
—Sí.
Fue ella quien me besó. Temblaba como un animalillo aterrorizado. Había sido educada para vivir en un mundo de belleza, de orden y de armonía. Como toda hija de familia acaudalada, la habían aupado a la quintaesencia de una civilización, y he aquí que todo se venía abajo, que había que volver a ponerlo todo en tela de juicio. De repente, se veía retrotraída a varios milenios atrás, volvía a no ser más que una pequeña hembra atemorizada en busca de protección.
Subimos la escalera. Yo la tenía abrazada por la cintura y parecíamos una pareja de enamorados azorados en su primera noche de amor.
En el dormitorio, antes de encender la luz, distinguí sobre la colcha las manchas luminosas de dos de aquellos singulares insectos fosforescentes. Los cogí y los tiré por la ventana que volví a cerrar a pesar de la suavidad de la noche.
Cuando me di la vuelta, Jacqueline se había echado, sin desnudarse, a lo ancho de la cama. Me tendí a su lado e hicimos el amor con un regusto a sudor, a vómito y a sangre, como si fuéramos los dos únicos supervivientes de una terrible catástrofe.