6
Pasé todo aquel día inmerso en una profunda
somnolencia, producto del debilitamiento, de la fiebre y de las
medicinas. Cada vez que abría los ojos, podía ver ante mí la figura
de Menefta, faraón de la XIX dinastía. Y cada vez que salía de mi
amodorramiento febril, volvía a experimentar aquella angustia de
vivir, aquel hastío tremendo que engendra el ser consciente de que
tu vida es un auténtico fracaso...
Debia de estar delirando cuando, al
atardecer, me levanté, metí en la estufa un periódico al que había
prendido fuego e introduje en ésta la estatuilla del faraón... Era
un vaciado de yeso pintado y no había cuidado de que ardiese... Por
lo demás, debí desinteresarme muy pronto del asunto y volví a
acostarme con la gratificadora sensación de haber llevado a buen
término mi propósito.
Caía la noche cuando me desperté al
encenderse la luz de la habitación. Era Jacqueline que me traía
ella misma la cena en una bandeja.
Dejó ésta sobre una mesita baja y sacó de la
estufa la estatuilla a medio meter. Volvió hacia mí una mirada
cargada de angustia y de recriminación. Cuando se dio cuenta de que
estaba yo despierto, se acercó a la cama con Menefta en las
manos... El pobre faraón tenía la jeta un tanto chamuscada, pero
fuera de esto no había sufrido daño alguno.
—¿Por qué ha hecho usted esto? —me preguntó
con su dulzura habitual.
Con gusto hubiese dado todas mis
condecoraciones y medallas con tal de aplazar aquel tipo de
explicaciones. Tenía yo razones muy, muy personales para no tenerle
ninguna simpatía a Menefta; la más genuina, y la menos contable por
supuesto, era que estaba celoso de él.
—Dejemos esto, Jacqueline. Ha debido ser la
fiebre...
—Le tengo apego a este objeto —me reprochó
ella—. Nuestros gustos difieren en muchos aspectos; pero téngalo en
cuenta, André, ¡tengo muchísimo apego a este objeto!
El vaciado de Menefta quizá no tuviese en sí
mismo un enorme valor comercial, pero yo sabía en cuánta estima lo
tenía Jacqueline. Se trataba de una copia que había mandado traer
expresamente del museo de Dresde y a la que siempre había rodeado
de cuidados personales y muy especiales.
Desde un punto de vista puramente artístico,
no tengo nada en contra de los faraones de la XIX dinastía;
exceptuando el caso en que se parezcan a alguien en particular. Y,
si bien no había tenido el gusto de conocer a Menefta en la cúspide
de su gloria, había conocido en cambio muy bien de cerca a Arthur
Houssequin.
¿A través de qué extraño milagro podía
parecerse al joven faraón de la decimonovena dinastía tebana? No
sabría explicarlo yo; pero éste era un hecho incontrovertible.
Tenía aquellos mismos pómulos separados, aquella misma nariz recta,
aquella mandíbula algo prominente, que habían caracterizado el
rostro de Arthur.
Jacqueline volvió a colocar la estatuilla
sobre su pedestal, y limpió los tiznajos negros de humo con la
servilleta que tomó de la bandeja.
—Los actos más inconscientes son
posiblemente los más reveladores —apunté yo—. ¿No sería posible que
quitases de mi vista a este bueno de Menefta mientras tenga que
permanecer recluido en esta habitación?
—¿A usted no le gusta?
—Por motivos completamente ajenos al arte,
digamos que más bien lo odio.
—¿Significa esto que me reprocha el estar
encariñado con el recuerdo de Arthur?
—Lo encuentro desleal, porque no puedo
luchar contra un muerto. Además, la pequeña Monique, que lleva mi
nombre, es su vivo retrato. ¿Le parece a usted poco?
—Esta clase dé discusiones no nos llevan
nunca a ninguna parte —objetó ella—. Lo sabemos ambos de sobra...
¿Tienes apetito?
Pasando sin transición al trato familiar,
ahora me tuteaba. Hacía ya tiempo que me había acostumbrado a sus
alternancias de «tú» y de «usted».
—¡Sed, sobre todo!
Me sirvió naranjada en un vaso grande y
luego fue a guardar la estatuilla en un arcón. Si bien aquel gesto
no podía contemplarse como una deferencia hacia mí, demostraba al
menos su deseo de hacer concesiones.
—Háblame de Bromier —le pedí yo—. ¿Hay
alguna novedad?
—Ignora tu presencia aquí —contestó
Jacqueline—. ¿Qué más quieres que te diga? Es todo un caballero.
Grégoire considera que haces mal en desconfiar de él.
—¿Y tú eres de su mismo parecer?
—Pues... sí.
Ahí estaba ella. Era mi mujer y yo la amaba.
Me hallaba en un momento delicado de mi vida y ahí estaba, junto a
mí; nada le podía reprochar. Cumplía con su deber de esposa.
Entonces, ¿por qué se empeñaba en que las cosas se desarrollaran en
un clima de frialdad, mientras yo ardía de pasión por ella...?
Siempre he creído que en esto residía el verdadero drama; la
tibieza de los sentimientos no suele generar dramas.
—¿Cómo explica Bromier el naufragio del
Hematite?
—Creo que se sitúa en un plano técnico, lo
que le permite no decir más que lo que está dispuesto a decir en el
plano mundano. Parece afectarle en gran medida el que haya
desaparecido usted... Al margen de esto, me ha preguntado por sus
tendencias políticas.
—¿Mis tendencias políticas?
—Así es... A propósito, ¿sabía usted que
tenemos una huelga en puertas...? Sus compañeros de la esclusa
están pensando en dejar el trabajo si no ponen en libertad
inmediatamente a Coutre. Según la asistenta, los gabarreros tienen
la intención de solidarizarse con ellos... André, usted hace
política..., ¿verdad?
Mi indiferencia absoluta por el acontecer
político era la que experimenta uno hacia algo que no le interesa.
De haber podido disponer de mi vida a mi antojo, tal vez me hubiese
interesado por ser la política algo que entraña peligro... Pero
ahora, no era yo más que un cero a la izquierda, un ex héroe
dándole a una manivela, lo que se dice una nulidad.
—¿Le has dicho que...?
—Es él quien me lo ha preguntado. Le he
contestado que no lo sabia.
Jacqueline me había acercado la bandeja en
la que había un trozo de asado de ternera con pepinillos. No tenía
apetito, me sentía destemplado; de buena gana hubiera dado quince
toneladas de asado de ternera con pepinillos por un poco de
cariño...
—Le deseo un feliz descanso —dijo ella, ya
cerca de la puerta—. ¡Les daré un beso de su parte a los
niños!
¡Como para tirar la bandeja al suelo de un
manotazo, saltar de la cama, correr hasta ella y soltarle un par de
guantazos! Me quedé solo, sintiéndome aún más pachucho y apagué la
luz.
Debían ser cerca de las diez de la noche y
el tráfico en el canal parecía haber disminuido considerablemente.
Me había desvelado y poco faltó para que me levantara y fuera a dar
una vuelta por el jardín.
Cerré los ojos durante un instante y oí a lo
lejos tañer la campana de la iglesia del pueblo. Más cerca, unos
cuantos sapos en celo celebraban croando la llegada de la
primavera. Todo mi costado derecho ardía de fiebre, lo que no
impedía que desease desesperadamente la compañía de una
mujer.
Me pareció de pronto que alguien estaba
llamando suavemente a la puerta.
El ruido era tan discreto como el que hace
un perro cuando pide permiso para entrar en el salón. Por un
momento creí que se trataba del pequeño podenco, el compañero de
juegos de los niños, que me había olisqueado a través de la puerta.
Al no recibir contestación, llamaron con mayor insistencia.
—¡Adelante!
La puerta se abrió suavemente y vi cómo una
silueta femenina se recortaba en la oscuridad del jardín. No era
Jacqueline.
Alargué el brazo para dar la luz.
—¿Eres tú, Dédé? —inquirió una voz
ligeramente apagada.
Pulsé el interruptor de la lamparilla de la
mesilla de noche, y reconocí a Yvonne Meunier, con un pañuelo verde
alrededor del cuello y un suéter azul... Tenía el semblante
descompuesto y los ojos hundidos; nunca la había visto en semejante
estado.
—¿Qué quieres?
—Vengo a buscarte —me contestó ella—. ¡Date
prisa, Dédé, es urgente!
Siempre la había visto riendo con todo el
mundo; era una muchacha agraciada, de cuerpo algo macizo, pero de
mente despierta. La expresión trágica que reflejaba su rostro le
sentaba lo mismo que unos calzoncillos a una gallina.
—¿Qué ocurre, Yvonne? ¿Cómo has sabido que
estaba escondido aquí?
—Por Lucien.
—¡Y esto que le había dicho que cerrase el
pico!
—No te preocupes, no se lo ha dicho a nadie
más. ¡Muévete, Dédé! Ven conmigo, ¡estoy asustada!
Ese comportamiento suyo me inquietaba.
Parecía estar fuera de sí y me atrevería a decir incluso que estaba
temblando; ¡ella, a la que yo había visto hacer frente a media
docena de gabarreros borrachos como una cuba!
—¿Te ha dicho que me habían herido?
—Sí, pero también que podías andar. ¡Más
vale que apagues la luz, nos podrían ver!
Algo muy raro debía estar pasando. Mejor era
que hiciese lo que me pedía Yvonne.
Me levanté sin demasiada dificultad y, con
el pantalón del pijama y un batín por toda indumentaria, la
acompañé afuera. Yvonne no era lo que se podría decir del tipo
socorrista y no me ofreció su brazo para que me apoyase, me indicó
sencillamente que la siguiera por el jardín. Comprendí que la
puerta de la verja estaba cerrada y que tendríamos que pasar por la
brecha.
El cielo estaba oscuro y nublado, no se
distinguía nada. Se veía luz a través de la ventana del dormitorio
de Jacqueline y creí oír la voz de ella; tal vez estuviese hablando
con los niños. Quise detenerme para comprobarlo, pero Yvonne me
apretó con fuerza el brazo y me hizo señas de que siguiese
andando.
Bastaba con pasar por encima de la cerca,
que en aquel lugar estaba medio caída, para encontrarse en el
sendero que lleva al embarcadero. Ahí había un bote amarrado a un
viejo sauce, entre la barca con puente y el esquife. Subí a bordo
trabajosamente e Yvonne saltó con agilidad tras de mí. Se hizo
cargo de los remos, tanteó la corriente y dejó deslizarse el bote
al filo de ésta.
La noche estaba oscura como boca de lobo.
Del otro lado de la isla, los postes del alumbrado del canal
seguían invisibles; incluso la luz amarillenta parecía como
absorbida por los árboles. Lo único que se oía era el susurro del
agua a lo largo de las orillas.
Yvonne tenía todas las trazas de estar
acechando algo. Mantenía los remos alzados y observaba la ribera
con mirada escrutadora. En un momento dado, hundió uno de los remos
en la corriente y con rápidos golpecitos hizo que se desviase el
bote hasta llevarlo junto a un embarcadero.
Ejecutó la maniobra de atraque con la
destreza y la rapidez propias de una hija de gabarrero. Podía tener
yo por seguro que ese nudo marinero hecho a la velocidad del rayo
aguantaría por lo menos un mes sin que fuera preciso retocarlo. Me
tendió una mano para ayudarme a bajar de la embarcación. El sendero
estaba lleno de ranas que saltaron al agua, produciendo las
consabidas salpicaduras.
—¿Aguantarás? —me preguntó Yvonne,
solícita.
Seguía sin saber muy bien dónde nos
hallábamos; lo único seguro era que no se trataba de la tasca de
Meunier. Yvonne empujó un simple encañado y nos introdujimos en un
jardín abandonado que olía a col granada. Ahora, las luces del
canal eran nuevamente visibles.
—¿Dónde estamos?
—¡En la Dèche! —me contestó ella.
Yo conocía aquel chamizo por el lado que
daba al canal, al borde de un camino empedrado. Se trataba de la
cabaña de un tipo simpático que acudía a pescar ahí cinco o seis
veces al año. Hacía por lo menos diez o quince tacos de calendario
que no se había gastado ni una perra en lavarle la cara a su
palacio. El conjunto presentaba un aspecto desolador, invadido por
yerbajos y apestando a humedad.
Yvonne empujó la puerta, que rechinó al
abrirse, y pude ver en seguida un viejo quinqué encendido en el
fondo del cuartucho, así como a un hombre tumbado sobre un vetusto
somier desprovisto de colchón y de toda ropa de cama. Reconocí a
Lucien Coutre, desencajado, crispado, tieso como un cadáver. Tenía
la cabeza más baja que el cuerpo y parecía colgarle hacia atrás
sobre el desvencijado somier... Se me hizo un nudo en la
garganta.
—¿Acaso...?
—¡Lucien! —llamó Yvonne.
Este se movió ligeramente, primero una mano,
y luego sus ojos se entreabrieron. Parecía sufrir y daba verdadera
pena verle en tal estado.
—Pero, ¿qué ha pasado? —pregunté a
Yvonne.
—¿Conoces a un tal Grégoire?
—Sí.
—Él es el responsable de este desaguisado.
He encontrado a Lucien en el camino y lo he traído hasta aquí...
¿Cómo estás? —dijo ella, dirigiéndose a Lucien.
Este levantó la cabeza y me vio.
—¡Has venido!
—¿Qué ha sucedido, muchacho?
—No te fíes ni un pelo de tu cuñado. ¡A mí,
por poco me envía a criar crisantemos! —exclamó Lucien con voz
apagada.
Parecía ir recobrándole gusto a la vida e
intentaba incorporarse, apoyándose en un codo; Yvonne le ayudó,
pasando un brazo por detrás de sus hombros. Me di cuenta entonces
de que llevaba una tosca compresa en la nuca, un simple pañuelo
empapado en agua que había chorreado a través del somier, formando
una amplia mancha húmeda en el suelo.
—¿Te han atizado en la cloaca? —pregunté,
como quitándole importancia al asunto.
—¡Ya lo ves!
No me lo acababa de creer.
—¿Has visto a Grégoire? —pregunté yo.
Se rebulló inquieto sobre el somier, como
queriendo convencerme.
—Verle, lo que se dice verle, no puedo
decirlo dado que me asestó el golpe por detrás. Lo que sí puedo
decirte es que me había indicado que volviese esta noche hacia las
nueve, al terminar mi turno, y que pasase por el camino de los
pescadores para no llamar la atención... ¡Es lo que podría llamarse
una cita!
Su razonamiento no era descabellado, pero yo
conocía a Grégoire mucho mejor que él. No es que le creyese incapaz
de hacerle tragar la partida de nacimiento a alguien, pero no de
esta forma... A menos que...
Una idea espantosa cruzó por mi mente. Temía
oírsela formular a Lucien y, de pronto hubiese deseado hallarme muy
lejos de ahí.
—¿Has visto a tu mujer esta noche? —quiso
saber él.
—Sí, justo antes de que llegase
Yvonne.
—¿Te ha comentado si Grégoire seguía
allí?
—No... Pero no veo lo que...
¡Mentira! ¡Claro que lo veía, y muy bien
además...!
—Es muy posible que al Grégoire de marras yo
le importe un rábano —prosiguió Lucien—. Pero mira por donde, yo
era la única persona, con tu mujer y él, en saber que estabas
vivo.
—¿Qué quieres decir?
—Sólo esto. Si, por casualidad, tuviesen que
decidir si les convenía o no que te curases, yo era la única
persona que hubiese podido irse de la lengua... ¿Sigues mi
razonamiento, chaval?
Lo seguía a las mil maravillas. Lucien era
un amigo fiel a carta cabal, un verdadero compañero que creyéndome
en peligro había querido ante todo avisarme... Y, sin embargo, en
aquel momento casi le odiaba, casi deseaba que la diñase ahí mismo
por haberse atrevido a decir sin pelos en la lengua lo que yo mismo
estaba pensando horrorizado.
Intentaba rememorar el rostro de
Jacqueline... ¿Existiría alguna correlación entre la agresión de la
que había sido yo víctima la víspera y la de Lucien, caracterizadas
ambas por un aporreamiento más o menos similar? ¿Acaso intentaban
realmente hacerse desaparecer? ¿Se encontraría en este momento
Grégoire con Jacqueline?
Hacía meses, para no decir años, que la
buena armonía entre mi mujer y yo no pasaba de ser una mera ficción
de cara a la galería. Ella ya no me amaba y yo lo sabía. Sentía
incluso a veces cómo su mirada se clavaba tal un puñal en mi
espalda; giraba entonces bruscamente la cabeza para pescarla en
flagrante delito de odio, pero siempre me topaba con aquella misma
mirada helada, impersonal, de sus hermosos ojos azules que ni
siquiera parecían verme...
—¡Lucien, no digas disparates! —le reprendí
con suavidad—. ¡Vas demasiado al cine, muchacho!
Cerró los ojos y no volvió a abrir la boca,
como alguien que sabe perfectamente a qué atenerse.
Yvonne retiró el pañuelo de la nuca del
herido y fue a mojarlo en una palangana llena de agua. Aproveché
ese momento para echar una ojeada a la contusión. Un coágulo de
sangre empezaba a formarse justo detrás de la oreja.
Instintivamente, me palpé el cogote, ahí donde había recibido el
golpe que me había dejado sin sentido. Lucien abrió los ojos y
ambos nos echamos a reír como un par de viejos compinches, pero su
risa parecía más bien una mueca.
—¿Te duele mucho?
—Verás, no estoy precisamente gozándola
—repuso—. En cuanto me haya recuperado un poco, iré a que me vea
Pigeon. En cuanto a ti, Dédé, ya sabes lo que deberías hacer. Si yo
estuviese en tu pellejo, me iría a dar una vueltecita por la tasca
de Meunier, por ejemplo; para que me viesen, para que todos se
enterasen de que no me he ido al otro barrio. Cuéntales lo que se
te ocurra, ¡pero que te vean, Dédé! ¿Me comprendes,
compañero?
Me encogí de hombros y le dije que sí para
que estuviese contento.
—No nos eternicemos aquí —apuntó Yvonne—.
Lucien, amiguito, debemos ir a reunimos con los demás en seguida,
ya que así lo habéis decidido. No soy ninguna miedica, pero me
gusta sentirme en lugar seguro.
A Lucien se le iba un poco la cabeza cuando
le ayudamos a levantarse.
—¡Madre mía! —exclamó—. Estoy mareado.
¡Sujetadme bien, pareja!
Lucien levantaba mucho los pies, como si
fuera a trepar por algún sitio. Tenía todo el aspecto de un tío que
ha cogido una trompa o que está chapoteando en el barro. Volvimos a
cruzar aquel lúgubre jardín que olía a col podrida. Yvonne, que
tenía más fuerzas que yo, había pasado el brazo de Lucien alrededor
de sus propios hombros; parecía enteramente la mujer de un
gabarrero, llevando de vuelta al barco a su hombre borracho.
En vez de encaminarse hacia el bote, la
muchacha se dirigió hada el camino empedrado que bordeaba el canal.
El local de Meunier quedaba ahora a tan sólo doscientos metros de
ahí; ir allá era lo mejor que podíamos hacer. No podía dejar de
pensar, a pesar mío, que, bajo aquella luz amarillenta que prestaba
a nuestras caras un aspecto fantasmal, constituíamos los tres un
blanco perfecto.
Había agarrado yo el otro brazo de Lucien y
lo había colocado asimismo sobre mis hombros; pero así y todo, no
estaba muy seguro de quién ayudaba a quién. El canal estaba
desierto y el agua negra brillaba como papel celofán, con reflejos
inmóviles y sin formar la más pequeña onda.
Al cabo de un momento, recordé que iba
vestido tan sólo con el pantalón del pijama y un batín, y casi
sentí ganas de volver a casa.
—¡Óyeme, Yvonne, con esta facha me van a
tomar el pelo cuando lleguemos!
—¡No te preocupes por esto! —me tranquilizó
ella—. Los muchachos no están de humor para tomar las cosas a
chirigota. Precisamente, han organizado una reunión en la tasca de
papá ¡y si querías testigos, los vas a tener a porrillo!
—¿Es cierto entonces eso de la huelga?
—¡Lo es! —afirmó Lucien.
Estábamos ya muy cerca de casa Meunier. Las
ventanas estaban abiertas de par en par y se podía ver cómo la luz
se proyectaba en la acera; pero no se oía el menor ruido, ni
berridos, ni música a todo volumen... Tenía uno la sensación de que
algo faltaba en el decorado.
El aire, aun cuando un tanto bochornoso, me
había sentado bien, pero me notaba empapado en aquel sudor viscoso
propio de un estado enfermizo y me temblaban las piernas. En cierto
sentido me alegraba de que fuéramos a la tasca de Meunier a
reunimos con nuestros compañeros de fatigas.
Yvonne subió los dos peldaños y empujó la
puerta.
El local era de lo más peculiar, pues hacía
las veces de tienda de comestibles y de cantina; encima del
mostrador, colgaban de las vigas de la espaciosa sala salchichones
y codillos de jamón. Además, una de sus paredes estaba cubierta de
casilleros en los que podía encontrar uno todo cuanto era necesario
para el barcaje: desde sellos de correo hasta patatas tempranas,
sin olvidar las alpargatas y las revistas a todo color... Del otro
lado, había mesas y bancos y, por lo general, una caterva de tíos
fumando, dándole al morapio y pegando puñetazos en las mesas.
Aquella noche, no hubiese cabido ni media
nalga más en los banquillos de roble, pero el comedido y grave
silencio que reinaba era propio de una reunión formal... El tipo
que estaba hablando calló al vernos entrar, y todo el mundo clavó
la mirada en nosotros.
—¡Vaya, vaya! ¿A quién tenemos aquí? ¡A un
resucitado!
Los compañeros de la esclusa se habían
levantado para darnos un apretón de manos. Los gabarreros, por su
parte, se mostraban más reservados y nos observaban con una
seriedad digna de conjurados. Al darse cuenta de que Lucien estaba
medio mareado, le hicieron sitio en un banco para que pudiese
echarse un par de tragos de aguardiente al coleto. Me vi a mi vez
instalado ante una copa, rodeado de la benevolencia general y en un
tris de echarme a llorar a moco tendido como un chavalillo
extraviado que de nuevo vuelve a encontrar a su madre. Mis buenos
compañeros de siempre... ¡Cuánto me alegraba de volver a ver sus
entrañables jetas!
—¡Grandísimo hijo de puta! —profirió de
pronto el gordo Robert—. ¡El muy cerdo! ¡Estabas soñando con los
angelitos mientras nosotros nos calentábamos los cascos rumiando lo
que había podido ser de ti!
—¿Estamos en carnaval? —preguntó Soulas al
contemplar mi extraña indumentaria—, ¿O es que se ha estropeado tu
despertador?
Y todos querían darme palmadas en la espalda
o en el estómago, como viejos camaradas felices de volver a
verme.
—¡Creíamos que habías estirado la
pata!
Cuando les decía que estaba herido, apenas
si daban fe a mis palabras. Tuve que abrir el batín y enseñarles mi
vendaje. Luego examinaron la closca de Lucien. Silbaron por lo bajo
y se les quitaron las ganas de bromear.
Me sentía débil. Sudaba a mares y no me
encontraba con fuerzas para hablar. Sin embargo, me acosaban a
preguntas, querían saber el cómo y el porqué de todo. Me resultaba
grata aquella familiar mezcla de olores de casa Meunier: patatas
fritas, mesas manchadas de vinazo, tufo a colillas...
—Ayer noche, unos tipos me dejaron sin
sentido de un porrazo. ¡Es todo lo que sé!
Lucien también estaba contando lo que le
había sucedido. Le estaba muy agradecido de que no nombrase a
nadie, de que no hiciera alusión alguna a mi cuñado Grégoire. Los
demás nos rodeaban e intentaban comprender lo ocurrido. Un
gabarrero me preguntó si yo conocía bien a Hubert.
—De vista tan sólo, tomamos una copa. No
creo que sea Coutre el que le haya matado. Un tío tan buena persona
como él, ¡imposible!
—Eso pensamos nosotros también —apuntó el
gabarrero—. Si cada vez que nos las tenemos acabase la cosa con un
pasaporte para el otro barrio, a estas alturas ya no quedarían ni
gabarreros ni escluseros. Lo que no impide que haya muerto y que
sea un maldito berzotas el que lleva el caso...
—Ese gordinflón de Fumet no es ninguna
lumbrera.
—No se trata de Fumet, éste no es más que un
odre hinchado. No, yo hablo de Lanneau de Bromier y otras
hierbas.
—¿El Estirado?
—El mismo. ¡A mal bicho, no hay quien le
gane!
No acertaba a comprender. Lanneau de Bromier
no tenía potestad alguna para ocuparse de un caso criminal; lo suyo
era vigilar el tráfico para la derivación del astillero de
Bulle.
—Exacto —asintió Robert—. Pero lo está
convirtiendo en una cuestión de tráfico y de defensa nacional. Y
como nosotros hemos decidido ir a la huelga, ¡somos unos
despreciables saboteadores!
Todos a la vez quisieron explicarme de qué
iba la cosa y yo no entendía nada. Sus bienintencionadas pero
embrolladas aclaraciones se transformaron para mí en un runrún
lejano. Parecía estar escuchándolos pero, en realidad, estaba
pensando en Jacqueline y en lo que me había dicho Lucien poco
antes.
—Te están buscando —me avisó el corpulento
Robert—. Te han visto rondar cerca del Hematite; es el Estirado quien lo ha dicho. Nos ha
preguntado si no te dedicabas a hacer propaganda subversiva. ¿No es
así, compañeros?
Me daba cuenta de manera confusa que debia
aprestarme a librar batalla. Muy a pesar mío, me encontraba metido
de lleno en un asunto del que no entendía ni jota, que se me
antojaba tan absurdo como la vida misma, pero que sería solucionado
con, o contra mi menda. El quedarme de brazos cruzados no dejaba de
ser una escapatoria facilona... Era preciso poner manos a la
obra.
Apreté la mano de Yvonne, que estaba sentada
a mi lado.
—¿Querrías llamar por teléfono y pedir que
te pongan con el astillero de Bulle?
—¿Piensas hablar con Bromier?
—Así es.
—Tal vez sea lo mejor —aprobó ella—. ¡Sólo
que son tan cretinos que son capaces de hacerte enchironar!
—Es un riesgo que tengo que correr.
Cerré los ojos durante unos instantes para
concentrarme mejor. Era absolutamente imprescindible que me
sobrepusiera, pues si me limitaba al papel de espectador en ese
berenjenal, ¡andaba listo...! Al fin y al cabo, ¡qué caray!, tenía
tras de mí la limpia trayectoria > de un hombre dinámico; era
inconcebible pensar que el matrimonio me hubiese convertido en una
piltrafa humana.
Quise levantarme para hablar. Pero la herida
me hacía sufrir demasiado y tuve que volver a sentarme. Por
supuesto, los demás habían reparado en mi intento frustrado.
—¡Eh! ¡A callarse todo quisque, que Dédé
quiere darle a la sinhueso!
Los conocía a casi todos. Además de los
siete compañeros de la esclusa, mis viejos compadres, sabía el
nombre de todos los patrones de gabarras, o cuando menos el nombre
de sus barcos... Y si bien en aquel momento tres o cuatro se me
habían borrado de la memoria, todos pertenecían al mismo gremio.
Guardaron silencio.
—Tengo algo que deciros, pero antes que
nada, una pregunta: ¿quién ha decidido lo de la huelga?
—Un momento —soltó Robert—. No vamos a la
huelga, compadre. No queremos hacer nada que pueda volverse en
contra nuestra. No queremos arriesgarnos a ser militarizados. Lo
único que ocurre es que aquí hay una esclusa sin esclusero jefe. Y
nosotros, que somos tontos del culo, no damos pie con bola... Nos
hace falta nuestro esclusero jefe porque si no, ¡todo anda manga
por hombro! ¿Chanelas la jugada, muchacho?
—Esto está muy bien... Pero normalmente se
designa a alguien para cubrir el puesto vacante...
—A mí —explicó Lucien—. ¡Pero mira qué mala
pata, estoy enfermo! Y luego, vienes tú, Dédé... y ¡qué casualidad,
también estás tú enfermo!
—¡Vale! Pero entonces, Caminos, Canales y
Puertos nos enviarían a un esclusero jefe. ¿Cómo pensáis parar el
golpe?
—Esto es precisamente lo que debemos decidir
esta noche —intervino Robert—. Nos enviarán a un ingeniero, no
tiene vuelta de hoja... Pero, ¿quién dice que llegará aquí?
—¿Qué pensáis hacer con él, borrarlo del
mapa?
—¡No somos tan malvados! —repuso Soulas—.
¡Tendría comida y techo asegurados durante el tiempo que fuese
necesario!
—¡Un secuestro!
—Y a mi padre, ¿no le tienen secuestrado,
acaso? —replicó Lucien—. Además, tal vez no sea preciso llegar tan
lejos. Nuestros compadres, los gabarreros, están de nuestra parte.
Colaborarán.
—Así es —asintió el capitán del Taureau— Un embotellamiento de órdago puede
organizarse en menos de treinta minutejos. Uno confunde las
señales, no entiende lo que está diciendo el nuevo esclusero
jefe... Dispense usted, ¿cómo dice...? Y ya está, los demás llegan
por detrás, se forma el atasco padre, y, ¡en menos de lo que canta
un gallo se ha armado el gran follón! En una ocasión, en Conflans,
bloqueamos de esta forma doscientos cuarenta barcos. La tropa tardó
cinco días en deshacer el embotellamiento... ¡y dos días después
volvíamos a las andadas!
Todo esto lo sabía yo. También sabía que los
gabarreros eran muy capaces de poner toda la carne en el asador
cuando se trataba de defender sus intereses en lo de las tarifas y
de los salarios. Pero lo de ahora, era harina de otro costal.
Querían solidarizarse con nosotros para protestar contra la
detención arbitraria de un inocente. Pero era una causa demasiado
altruista como para que la defendieran a machamartillo durante
mucho tiempo.
—¡Escuchadme, compañeros! —intervine—. Yo
veo las cosas de otra manera. La jugada esa de la huelga encubierta
no me parece mal, pero éste no es el fondo de la cuestión. Lo más
grave del asunto es que se han producido tres agresiones en menos
de veinticuatro horas. Hubert la palmó. Yo, es como si hubiese
vuelto a nacer, y Lucien tiene para rato antes de poder volver al
trabajo...
—¡Han sido los del astillero! —afirmó
Soulas.
—¡Seguro! —asintió Robert—, Pero si vas con
este cuento a la bofia, lo primero que harán es empapelarte. ¡Ya
ves que no nos queda más remedio que defendernos!
—¡Ojo! —advirtió Paulot del Veda, que miraba
hacia la puerta.
Todo el mundo se volvió. Dos hombres habían
entrado y nos observaban con fijeza.
En lo primero que reparaba uno, era en que
se trataba de dos tipos fortachones. Llevaban ambos una gabardina
de color beige y una maletita; y unos sombreros de fieltro
encasquetados hasta los ojos. Olían que apestaban a guripas o a
truhanes. Uno de ellos lucia un nutrido mostacho en su jeta de
bruto nórdico; el otro era de rostro más delgado, de cintura más
estrecha pero de hombros igual de anchos. Nos guipaban sin soltar
su maletín y traían cara de pocos amigos.
El tío Meunier se levantó y se dirigió hacia
ellos. No era ningún escuchimizado, pero al lado de ellos, tenía
enteramente la pinta de un chaval con cara de viejo.
—¿En qué puedo servirles?
—¡Habitaciones! —soltó el más corpulento sin
apartar la mirada de nuestro grupo.
—Hace ya tiempo que no alquilo habitaciones
—contestó Meunier, servicial—. Intenten a ver si encuentran alguna
en la posada de Fichois, en el pueblo.
El gordo del bigote dejó su maleta en el
suelo y el otro hizo tres cuartos de lo mismo. Nos iban mirando con
detenimiento a todos, uno por uno, como si estuviesen buscando a
alguien. No hadan el menor caso a Meunier, como si ni estuviese
allí.
—Si han venido en coche —prosiguió este
último—, no está ni a cinco minutos de aquí. La niebla no les
molestará y...
El fornido Robert, que ya no podía
aguantarse, se levantó, interrumpiendo a Meunier:
—¡Si alguno de ustedes quiere mi
foto...!
El bigotudo se llevó la mano al ala de su
flexible:
—¡Buenas noches, caballeros! ¡Vaya
tiempecito! ¿Verdad?
No sabíamos a rienda cierta si nos estaba
tomando el pelo o si quería mostrarse amable.
—Vuelven a cruzar la esclusa —proseguía
Meunier—, toman la primera a la derecha... ¡Cuidado con el estado
del firme...!
—Ya nos lo explicará después —dijo el
gordinflón—, ¡Póngame una cerveza!
—¡Lo mismo! —soltó el otro quídam—. ¡Vaya
tiempecito!
Yvonne regresaba de la trastienda y me hizo
una seña, llevándose el puño al oído. Me levanté para atender al
teléfono. La repentina llegada de aquellos dos andobas hacía que
reconsiderase la cuestión.