5

Al abrir los ojos, vi la luz del día filtrarse a través de las persianas. El tufo a salitre era más intenso que el olor a farmacia.
De una ojeada abarqué la estufa de leña, las reproducciones de obras maestras colgadas en las paredes, el vaciado de Menefta... Me hallaba en la habitación de Arthur.
No recordaba muy claramente los detalles de la noche anterior, pero estaba casi seguro de no haber llegado por mi propio pie a aquel dormitorio. Por otra parte, vi con extrañeza un sombrero que no era mío sobre una silla.
Lo que probablemente me había despertado, era el chirrido de una puerta. Y en aquel preciso momento, pude ver cómo la puerta que daba al jardín se abría poco a poco; Luden Coutre la estaba empujando con mucha precaución.
—¡Adelante!
—¡Ah! —exclamó el recién llegado—. ¿Te encuentras ya mejor, compañero?
Luden rebosaba de cordialidad, se mostraba contentísimo y me apretaba la mano con afecto.
—¡Vaya con el bromista este, qué susto nos has dado! Tú tendido sobre la alfombra y tu mujer hecha un mar de lágrimas... ¡Creí que la estabas espichando sin más... así, por las buenas...! Ella y yo nos decíamos: «Hay que hacer algo...» Pero ¡vete tú a hacer algo sin meter a nadie en el ajo...! ¡Qué contento estoy, no sabes lo contento que estoy...! ¿Cómo te sientes, muchacho?
—Así, así, Lucien... ¿Y tu padre?
Me alegraba volver a ver su cara redonda y simpática, sus ojos azules tan saltones como los faros de un viejo Ford.
—¡Papá está a la sombra! —respondió—. Fumet lo ha empapelado esta mañana.
Este hecho no parecía preocuparle lo más mínimo. Ni a mí tampoco. El Fumet de las narices era un estúpido redomado, pero sus superiores debían ser probablemente gente con más sesera.
Desde el exterior llegaba hasta nosotros el «put-put-put» de una chalana pasando por el canal.
—Y del Hematite, ¿qué se dice por ahí?
—A eso iba —dijo Lucien—. Fumet acusa a papá de haber hundido la gabarra. Ayer por la noche, tan pronto como te fuiste tú, él se marchó...
—¿Se me acusa a mí de algo?
—Por supuesto. De haber dado el golpe con papá... Así que, no asomes la nariz... si no quieres ir a parar a la sombra.
Me dolía todo el costado derecho como si me lo hubiese planchado un camión de veinte toneladas. Lucien seguía apretando y estrechándome la mano como si yo fuera su ser más querido; aquello no era normal.
—¿De verdad te encuentras mejor?
—Bastante mejor —le tranquilicé—. Eres como una madre para mí, Lucien. ¿Qué es lo que te ocurre? ¿Le has dado a la botella?
Me miraba con ternura, como si yo fuera algo suyo.
—Antes de la transfusión, tenías muy mala pinta, Dédé. ¡Pero ahora estás mejor y me alegro mucho!
¿Transfusión...? No cabía la menor duda, para mostrarme tanto cariño, el amigo Coutre debía haberme obsequiado con su propia sangre.
—Sí —reconoció él, con expresión de falsa modestia—. Un cuartillo, pero no merece la pena hablar siquiera de ello...
Le di unos cuantos golpecitos cariñosos sobre la mano para demostrarle mi agradecimiento y, de repente, me alarmé...
—Oye, Lucien, una transfusión no la hace cualquiera. ¿Ha avisado alguien a Pigeon?
Señaló con un ademán el sombrero que estaba sobre la silla:
—A Pigeon, no.
—¿A quién, entonces?
—No sabría decírtelo. No le conozco. En cambio, tu mujer sí que parece conocerle un rato largo, como si fuera alguien de la familia.
Me dio un vuelco el corazón y sentí un escalofrío en el espinazo. Me encontré de pronto sentado en la cama, con el cuello tenso y la cabeza proyectada hacia adelante, pendiente de sus palabras.
—¿Alguien de la familia...? ¿No me estarás hablando de un tipo alto, ancho de espaldas y con gafas?
—Lleva gafas y es todo un chicarrón, en efecto. Y si me dices de que es alegre como unas castañuelas, te diré que todo lo contrario. Es más bien del tipo estreñido. Si yo fuera productor, le endilgaría los papeles de clergyman.
—Has dado en el clavo. No hace falta que me expliques más: se trata de Grégoire.
Permanecí un rato sin decir nada, con la vista perdida y bastante preocupado.
—¡Eh! —hizo Luden con tono amistoso—. Me da en la nariz que el Grégoire de marras no es lo que se dice un amigo del alma para ti.
—No precisamente. Es el hermano de Jacqueline.
—¡Ah...!
Lucien empezó a liar un pitillo.
—Los asuntos de familia, ¿eh...? ¡Ya se sabe!
Hizo un ademán con la mano como para darme a entender que no se metía en lo que no le importaba, y se puso a mirar al jardín por la ventana.
—¿Has visto al Estirado? —pregunté.
Así era como habíamos apodado a Lanneau de Bromier, supervisor de tráfico de la derivación militar.
—¡Hemos visto a un montón de tipejos furiosos! Son ellos que nos han dicho que el Hematite había sido hundido.
—¿Sabes tú por casualidad si el barco transportaba explosivos?
Lucien parecía ahora muy interesado por lo que sucedía en el jardín.
—Por ahí viene tu cuñadísimo... ¿Explosivos, decías? No tengo ni idea. Me han hablado de cemento y de cal, creo... sí, de cal viva. Al parecer, ha formado un bloque compacto en la presa. Es por eso que las autoridades están que trinan. Hablan de sabotaje.
Se dirigió hacia la puerta y la abrió.
—¡Pase, doctor! ¡André está como nuevo!
Vi a Grégoire recortarse en el umbral de la puerta. No había cambiado un ápice: ancho de espaldas como un jugador de rugby y tan solemne como la ciencia oficial. Se acercó a mi cama con cara de pocos amigos.
—¡Haga el favor de echarse!
Me quedé mirándole fijamente durante un momento, sin hacer caso de sus palabras. No teníamos nada que decirnos. La idea de estrecharnos la mano ni siquiera se nos ocurrió. Me puso una mano sobre el hombro y me obligó a echarme.
—Tienes que portarte bien, ¡estás muy débil!
—Se encuentra mucho mejor —apuntó Lucien, aproximándose.
Grégoire se volvió hacia él, tan amable como un puerco espín:
—Por favor, ¡le ruego que nos deje solos!
—Bueno —dijo mi reciente hermano de sangre—. Ya volveré en otro momento para ver como sigues, Dédé. Puedes contar conmigo; pondré acerca de todo esto, no diré ni una palabra, ni siquiera a mi parienta.
Le hice un guiño amistoso y le vi marchar, cerrando la puerta tras sí.
El silencio se prolongó durante un minuto largo. Estaba decidido a no ser el primero en abrir la boca y el fortachón de mi cuñado que se hallaba a mi cabecera no tenía precisamente fama de parlanchín.
—Jacqueline me ha avisado y he venido de inmediato —soltó finalmente—. Huelga decir que desapruebo la conducta de usted.
—¡Huelga decir que me importa una higa...! Tal vez resulte de lo más incorrecto dejarse aporrear, pero no me han preguntado mi parecer.
—No me refiero a eso... Si han atentado contra su vida, ¿por qué no avisar a la policía?
—Quizá porque aquellos a quienes protege la policía no son precisamente amigos míos. Doctor, le estoy muy agradecido por su asistencia médica, pero no creo que esto le dé derecho a sermonearme.
Quitó su sombrero de la silla y se sentó como si quisiese mostrarse más cordial.
—Gústenos o no, usted forma parte de la familia Duchemin —expuso él—. Por favor, le ruego que no lo olvides...
—¡Déjese de historias! —exclamé yo, cortándole en seco—. ¡Para el carro...! Los cuentos sobre la familia Duchemin se los coloca usted a otro, amigo... ¡He pasado cinco años ignorándola por completo, y me han pagado ustedes con la misma moneda!
—Lo siento muy de veras —afirmó Grégoire—. Pero un poco más de flexibilidad por su parte hubiese facilitado mucho las cosas. En diversas ocasiones le hemos ofrecido colocaciones interesantes y siempre las ha desestimado.
Yo había vuelto a sentarme en la cama y le miraba de hito en hito.
—Señor mío, no me siento en condiciones de discutir. Creo no obstante recordar que el día en que Jacqueline me presentó a su padre, al padre de usted, cabeza visible de la distinguida y poderosa familia Duchemin, éste ni siquiera se dignó darme la mano. Meneó la cabeza con desprecio y...
—...y le dijo: «¡Excelente negocio, caballero!» —terminó él—. De esto hace cinco años, Lenoir. Abriga usted el rencor propio de un don nadie.
—Creo que no me siento en condiciones de discutir —repetí—. Gracias una vez más por sus excelentes cuidados. Ahora le ruego que me deje solo.
—¡Le compadezco! —soltó Gregoire, levantándose—. Acabo de discutir de todo esto con Jacqueline; no la comprendo... Aceptar vivir en semejantes condiciones... La verdad, ¡no la comprendo!
Me daba perfecta cuenta de que si se me desataba la lengua, ya no podría detenerme: lo soltaría todo, tanto lo que quería decir como lo que de ninguna manera quería decir... ¡No a ese tío! ¡No, a éste menos que a cualquier otro! «¡Largo de aquí, payaso! ¡Que me tomes por un retrasado mental lleno de rencor, me da igual! ¡Tengo la conciencia bien tranquila!»
Al mirarme, debió adivinar por mi expresión que no añadiría nada más y se encogió de hombros, con una mueca de desprecio pintada en el rostro.
—Dejemos esto por ahora —prosiguió él—. He venido por otro motivo... Parece ser que el cabo de la gendarmería de esta zona no es ningún lince; comprendo que puede resultar desagradable ser interrogado por esta clase de individuo, de acuerdo... Pero el señor Lanneau de Bromier se encuentra en este momento con Jacqueline...
—¡No quiero verle!
—Déjeme proseguir... Tengo entendido que está encargado de la vigilancia del tráfico fluvial. Me han relatado el asunto a grandes rasgos, y, según él, parece ser que el naufragio de esta gabarra interesa de manera directa a la Defensa Nacional.
—¿Acaso le han dicho que sigo vivo?
—Jacqueline se opone a ello. En cualquier caso, no lo hará antes de haberle avisado a usted; esto es lo que se supone que estoy haciendo en este instante.
—Entonces, ¡no se lo digan!
—No acabo de comprenderte, Lenoir. Me parece usted un hombre de entendimiento limitado.
—Tal vez —concedí—. No le negaré que en el afán de querer salvar el pellejo no haya algo de primitivo. Formo parte de esa clase de gente sin importancia a la que resulta muy sencillo hacer desaparecer cuando estorba. Creo del mayor interés para mí que ciertas personas me den por muerto.
—¿Qué personas son ésas?
—No lo sé exactamente y no me apetece lo más mínimo hablar de esto con el señor Lanneau de Bromier.
Grégoire apretó los labios.
—Siempre le he tenido a usted por un muerto en vida; de ahora en adelante, bastará con invertir los términos. Tiene un extraño concepto de la existencia, Lenoir. A primera vista, aparenta tener más dinamismo. Me pregunto cómo se las ha arreglado para portarse como es debido durante la guerra.
—¡Hasta las piedras saben que lo hice para seducir a una rica heredera...! Me da usted asco, Duchemin. Si no me encontrase como me encuentro y si estuviese en condiciones de arrearle un tortazo, no se atrevería a hablarme en este tono.
—¡No se preocupe por esto, ya proseguiremos esta conversación en otro momento!
Se encasquetó el sombrero con un ademán furioso y se dirigió hacia la puerta.
—¡Deme su palabra de que no revelará a nadie mi presencia aquí! —le grité en el momento en que salía.
—¡Los muertos no me interesan lo más mínimo! —escupió él—. ¡Hasta más ver!