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Me llamaron a declarar hacia las doce de la noche. Era un privilegiado, era testigo; había sido yo quien había descubierto el cadáver.
En el almacén, me las tuve que ver con ese malcarado de barrigón, ese viejo cabrón de Fumet en persona. Ciento diez kilos de grasa blandengue amontonados sobre un taburete, con ojillos de cachalote... Para que el cabo de la gendarmería consintiese en desplazar sus células adiposas en plena noche, debía tratarse de algo más que de un mero atestado de ahogamiento; me di cuenta en seguida.
Me hallaba a solas con él en la habitación grande que hace las veces de oficina de correos para los gabarreros. Declaré que debían ser alrededor de las nueve cuando había hecho aquel hallazgo macabro, que me había parecido reconocer al patrón del Hematite...
—En esto, no te has equivocado —convino Fumet—. En efecto, se trata de Hubert, el capitán del Hematite. ¡Suelta todo lo que sepas! ¡A ver cómo explicas tú cómo es posible que Hubert, que amarró su gabarra hacia las cuatro de la tarde en el tramo río arriba, haya sido encontrado a las nueve convertido en fiambre, «dentro» de la esclusa, del lado río abajo! ¡A ver, listorro!
Le repliqué que si tuviese dotes de este tipo, me hubiera establecido como detective y no estaría dándole vueltas a la manivela.
—¿Sabes contar?
No estaba dispuesto a que ese montón de sebo siguiese tuteándome.
—¿Y tú? —que le suelto yo.
—De las cuatro de la tarde a las nueve de la noche, van cinco horas. ¡Son la tira...! Un pajarito me ha dicho que el tal Hubert todavía estaba mojándose el gaznate en casa de Meunier hacia las siete de la tarde... ¿Sigues mi razonamiento?
—¡Genial! —ironicé—. Hubert ha caído al agua entre las siete y las nueve.
—¿Caído...? ¿Por qué caído?
En efecto, a mí también un pajarito me había dicho un montón de cosas; entre otras que el patrón del Hematite había tenido una agarrada de aquí te espero con el esclusero jefe. Todo el mundo estaba al corriente de este incidente en casa Meunier. Los dos hombres habían salido con unos minutos de diferencia...
—¿No crees más bien que alguien podría haberlo empujado? ¿No...? ¿Comprendes lo que quiero decir?
Le dije que no pasaba ni un solo día sin que se produjesen una docena de broncas entre gente del canal; era más bien una buena prueba de salud moral.
—¿Salud? —resopló él—. ¡Vaya descaro! ¿No estarás complicado en este fregado, por casualidad...? ¡Todos vosotros en la esclusa os ayudáis mutuamente! ¡Pero te advierto que para dársela con queso a Fumet, hacen falta quince como tú!
Como yo le seguía mirando irónicamente, de pronto se levantó, furioso como un marido agraviado...
—¡Ojo con intentar tomarme el pelo, capullo!
No salgo precisamente de la Academia Militar, pero la vida que he llevado me ha enseñado a calibrar con bastante exactitud el tono y los términos que infunden respeto a este tipo de alcornoque.
—Señor Fumet —articulé—, mi nombre es André Lenoir... Sargento André Lenoir, condecorado con la Cruz de Guerra y citado tres veces en la orden del día, teatro de operaciones: Extremo Oriente... ¡Mucho le agradecería que para dirigirse a mí utilizase un tono adecuado!
No andaba equivocado, el guripa ése era de los que saludan impecablemente cualquier coche oficial, sin saber siquiera si está ocupado o no. Rió de dientes afuera para salvar las apariencias y me preguntó si lo que buscaba yo era impresionarle.
—¿Y qué haces aquí, ilustre condecorado?
—Esto es asunto mío, señor Fumet. Formúleme preguntas corteses y precisas, y yo le contestaré con cortesía y precisión.
—Cortesía...
Me echaba miradas de reojo; ya no muy seguro de tenerme dominado... Quiso apuntarse un tanto y se lanzó al agua:
—¡Ven a echar un vistazo!
Me hizo pasar al cuarto de al lado donde se hallaba el cuerpo. Allí, sentado descuidadamente sobre una mesa y con los brazos colgando entre las piernas, montaba guardia un gendarme. Del techo colgaba una bombilla de escasa potencia que proporcionaba una luz mortecina.
El cuerpo yacía sobre tres o cuatro sacos de yute tirados sobre el suelo embaldosado. No lo habían desnudado; estaba tal cual lo había visto cuando lo habían sacado del agua. Los sacos estaban empapados como bayetas, y se había formado un charco de agua sucia que había que salvar para poder acercarse al cadáver.
—¡Anda, mira! —me ordenó Fumet—. Puede que hayas sido condecorado y que hayas visto muchos muertos en la guerra, pero ese cuento tuyo de salud moral, ¡yo no me lo trago!
Me encogí ligeramente de hombros como para darle a entender que su apreciación me dejaba más bien indiferente.
—Claro —prosiguió él—, ya no se tiene el menor respeto por un cadáver. Déjeme que le diga una cosa, sargento, ¡mejor dicho!, sargento citado tres veces en la orden del día... A propósito, me gustaría de paso echarle una ojeada a tu cartilla militar; ¡mera formalidad, por supuesto!
—No la llevo encima.
—Mera formalidad... Sí, déjeme que le diga una cosa, sargento. Una generación que ya no tiene el menor respeto por un cadáver, es como el fin de una generación... ¡Medite usted mis palabras, sargento tres veces condecorado!
Parecía tan satisfecho de sí mismo como si acabase de comportarse como un hombre de mucho mundo. Yo, lo que creo, es que trataba de darse importancia ante su subalterno.
—Una pregunta —prosiguió él—. Hace tres años que trabaja usted aquí, ¿verdad? ¿Conoce bien a Coutre?
—¿Al padre o al hijo?
—A los dos... Tengo entendido que se suben a la parra con mucha facilidad. ¿No es así?
—En efecto, tienen un temperamento irascible. Un temperamento como para armar trifulcas y liarse a tortazos... Pero el echar un hombre borracho al agua sería más bien lo propio de un temperamento solapado; exactamente lo contrario de lo que son.
—¡Bravo! —exclamó Fumet con soma—. ¡Condecorado, y psicólogo, por si fuera poco! ¡Pues no son pocos méritos para estar dándole a una manivela! Me parece que resultaría interesante oír la historia de su vida, pollo. ¡Me da en la nariz que debe haber lagunas!
—¡Nada que tenga que ocultar!
—¡Soy todo oídos!
—No tan de prisa —advertí—. Declararé mi nombre, apellidos y profesión; pero, ¿acaso existe una ley que me obligue a contarle mi vida y milagros?
—Le conviene ayudarnos a descubrir al culpable, joven. Mientras no hayamos conseguido detener al culpable, todo el mundo será sospechoso. Debería contarme voluntariamente la historia de su vida. De cualquier forma, se abrirá una investigación sobre la moralidad de cada uno de los testigos.
Afuera, la noche era lóbrega; llegaba hasta nosotros el zumbido de los dieseis de las chalanas que seguían utilizando la esclusa grande. Era como un rumor lejano, apagado, que transmitía sin embargo, vibraciones hasta en el rostro exangüe del muerto.
—La historia de mi vida no tiene nada de particular —empecé—. Estoy casado, tengo dos niños pequeños. Durante la guerra, disponía de toda clase de armas con que pasmar a los demás y coleccionar condecoraciones y medallas... Acabada la guerra, acabóse el héroe. ¡Y eso es todo! Supongo que somos muchos los que estamos en esta situación.
—Sin embargo, yo creo que con todos estos méritos hubiese usted podido aspirar a algo mejor que a este vulgar trabajo de peón...
—¡Quizá! ¿Ha visto usted combates de boxeo, señor Fumet?
—Alguno que otro.
—¿Sabe lo que hace un boxeador cuando está harto de recibir puñetazos? Se cubre la cabeza con los brazos y espera a que acabe el asalto... Es precisamente lo que hago yo aquí. Estoy presente en el cuadrilátero, no abandono, no se me puede descalificar; ¡pero he dejado de luchar! Si no tuviese la responsabilidad de dos críos, me hubiese convertido en un trotamundos... ¿Tiene alguna otra pregunta que formularme?
—¡No! —contestó Fumet.
El gendarme que montaba guardia junto al cuerpo pareció salir de su estado somnoliento.
—Ahora le reconozco —me dijo, sonriente—. Es usted el padre de esos dos chavalillos... Su esposa es de muy buena familia, ¿verdad? Lo comentamos a veces cuando voy a pasar el domingo en la isla, a casa de mi cuñada...
—¡Perfecto! —convino Fumet—. Persona bien considerada en su barrio... Una última pregunta, Lenoir. Coutre es su jefe, ¿no es así?
—En efecto.
—Quiero decir con esto que es él quien puede recomendarle para un ascenso o para un aumento de sueldo... Es muy comprensible que no quiera usted hablar mal de él...
Hacía ya un buen rato que estaba yo observando el cadáver y había algo que me intrigaba. Había visto ya con anterioridad a ajusticiados, especialmente en Indochina, en los primeros días de la ocupación. Tres jóvenes vietcongs ejecutados por un casco blanco. Me encontraba con un compañero empapado en alcohol y rebosante de odio hacia los vietcongs, que no pudo resistirse a la delicada atención de vaciar su cargador en los cadáveres... He olvidado el nombre de aquel compañero, pero no el impacto de las balas en los cuerpos sin vida, ni los pequeños orificios lívidos que se iban formando en las carnes exangües.
Y hete aquí que el cadáver de Hubert luda ese mismo orificio lívido en el cuello, justo encima de la nuez.
Me acerqué para salir de dudas y me incliné sobre el cuerpo que despedía un tufo a agua estancada.
—¿Qué? —observó Fumet, irónico—. ¿Instruyéndose?
Le contesté que me gustaría conocer el parecer de un médico.
—Pigeon vendrá mañana por la mañana. ¡No te apures, el fiambre no se va a resfriar!
—Si estuviese en el lugar de usted —repliqué—, trataría de averiguar si hay más impactos de balas en el cuerpo.
—¿De más balas?
Aquel pánfilo gordinflón no se había dado cuenta de nada, saltaba a la vista. Se inclinó a su vez, resoplando, y examinó lo que yo le señalaba con el dedo.
—¡Le han zurrado la badana de mala manera! —constató Fumet—. Las hélices han hecho una escabechina... —prosiguió, interrumpiéndole de pronto.
Tocó con la yema del dedo el minúsculo orificio, poniendo cara de asco; permaneció pensativo durante un momento. El otro gendarme, curioso, se había aproximado.
—¡Qué cosa más extraña! —rezongó el corpulento policía, incorporándose—, ¡Bégout, muchacho, hay que desnudarlo!
—¡Vaya faenita que me encarga! —protestó Bégout—. ¡Está mojado, helado y pringoso!
Así y todo, puso manos a la obra, es decir, que trató de cortar el chaquetón de gruesa tela impermeable con un cuchillo... Sudaba tinta. Resultaba más trabajoso que abrir una lata de conservas.
—¿Posee Coutre un arma? —quiso saber el gordinflón de Fumet.
—¡Ni idea! ¡De todas maneras no es en absoluto la clase de hombre que vaya a dispararle a un fiambre!
El voluminoso guripa se me quedó mirando con ojos tan inexpresivos como los de un pez, y me soltó:
—¡Me parece que me estás ocultando algo! ¡Desembucha de una vez y no te las des de listo conmigo! ¡Y así ganaremos tiempo!
—¿Qué quiere que le cuente ahora? Si le hubiese examinado usted a conciencia, sabría tanto como yo.
Hubiese hecho mejor en no soltarle esto; más vale no crearse enemigos.
—¡Nos volveremos a ver las caras! —me espetó él—. ¡Vuelve a tu trabajo, héroe condecorado!