La bolsa del siglo XXI

En un artículo del Business Week de agosto de 1998, algunos de los agentes de bolsa más veteranos de Wall Street reconocían no dar crédito a los cambios que había sufrido la bolsa en pocos meses. Los corros habían desaparecido. Las pantallas lo inundaban todo. Se podían ejecutar órdenes en milisegundos. Un agente de Bolsa de París —si estaba bien informado— podía operar con más eficiencia en Wall Street que otro que estuviera sobre el parquet neoyorquino; incluso más de prisa. Y las máquinas eran capaces de tomar decisiones por sí mismas.

 

La globalización de la economía, las innovaciones tecnológicas y la eliminación de los cortafuegos que limitaban las operaciones trajo consigo un espectacular incremento de la negociación. En la bolsa entraba más dinero que nunca. Pero, hay que decirlo, también aumentó la inestabilidad. Sólo en la primera década del siglo XXI la bolsa estadounidense ha sufrido el reventón de dos burbujas, llevándose por delante al resto de los mercados mundiales.

 

El reventón “punto com”

La primera tuvo como protagonistas a las empresas tecnológicas. Se empezó a fraguar a finales de la década de 1990 y explotó entre los años 2000 y 2001. Ésta te la cuento en sólo tres pasos.

 

1.   Internet era un fenómeno reciente y, para casi todo el mundo, bastante desconocido. Estaba claro que la red iba a abrir un montón de nuevas vías de negocio, pero, a la hora de la verdad, nadie sabía cómo se iban a materializar esas expectativas.

 

2.   En lugar de actuar con prudencia, el mercado se dejó llevar por el entusiasmo, movido por los bajos tipos de interés y el dinero que entraba desde los fondos de capital riesgo (inversores que apuestan por empresas recién creadas y que creen que pueden tener éxito).

 

3.   Nadie quería quedarse sin su trozo del pastel y se invirtió a lo loco en empresas recién nacidas que eran poco más que una idea. Hacia el año 2000, muchas de aquellas empresas “punto com” no sólo seguían sin ofrecer beneficios, sino que eran incapaces de obtener ingresos. La burbuja reventó.

 

¿Alguien recuerda hoy empresas como Boo.com o GeoCities? Los que perdieron mucho dinero con ellas, seguro. Los pocos que se hicieron millonarios, también. Pero los demás ya no sabemos ni a qué se dedicaban, aunque en su día llegaron a valer millones de dólares y muchos inversores creyeron que iban a ser las nuevas Time Warner. Como que no.

 

Y en español se llama “Terra”

En España, la burbuja tecnológica también se hinchó, y explotó. Tuvo un nombre propio: Terra Networks, la filial para Internet de Telefónica, creada en 1999. En unos tiempos en que ni la conexión a alta velocidad ni las tarifas planas eran algo habitual, fuimos muchos los que pensamos que una empresa como Terra, que venía avalada por un peso pesado como Telefónica, iba a ser la próxima sensación.

 

A su salida a bolsa, una acción de Terra costaba 11,81 €. Al final de ese día, había subido hasta 37 €. Un aumento de más del 200 %. Una auténtica burrada. Y en febrero del 2000, tocaba techo en los 157 €. Periódicos de prestigio como La Vanguardia o Expansión decían que la acción podía llegar hasta los 400 €. Espectacular. Terra ya cotizaba en el Ibex 35, el índice de empresas españolas que más valen. En la bolsa sólo había una empresa más valiosa: Telefónica.

 

El estallido de la burbuja americana hizo que también estallara la española. Las empresas de Internet no encontraban la manera de obtener ingresos. No eran un buen negocio. Terra, siete meses después de valer 157 € por acción, ya sólo se compraba a 36 €. Y en su último día de cotización, en el 2005, rondaba los 3 €. Se perdió muchísimo dinero en el camino.

 

La caída de Terra atrapó a muchos inversores, entre los que me cuento. Aún era un novato y no lo vi venir. Yo también confié en el poder de Internet y en un mundo feliz. Cuando la acción rondaba los 40 €, muchos aún creíamos que volvería a subir. Y no lo hizo. Desapareció. En el momento, fue un duro golpe perder mucho dinero con las terras. Pero con el tiempo me recuperé y viví unos años muy buenos para la bolsa española. Y también, hay que decirlo, me llevé algún golpe mucho más bestia. De los que te dejan sin aire, tirado al lado de la carretera.

 

Dicen que el sentido común es el menos común de los sentidos. Gran frase. Pero el que consigue ponerlo en práctica al operar en bolsa consigue algo que no tiene precio. ¿Tenía sentido que una empresa que era poco más que un servicio de email y una web de contenidos generales, muchos sin definir, cotizara en el Ibex 35 al lado del Banco Santander? ¿Y que una acción de Terra valiera 157 €, como si fuera la Apple de los iPhones, iPads, iTunes y Macbooks? Por sentido común, no. Y el sentido común tenía razón. Lo que me lleva a la segunda burbuja de nuestros tiempos, y de la que todos vivimos las consecuencias.

 

De cabeza contra el ladrillo

La burbuja tecnológica, con el tiempo, se veía como una especie de mareo, de delirio, como un gran colocón. Internet aún se estaba definiendo, era un mercado inestable, una inversión de riesgo... Se empezó a creer que había puesto a cada uno en su sitio, porque empresas como Amazon, PayPal o Google, con un modelo de negocio claro, seguían vivas, obtenían ingresos y contaban con recoger beneficios en un futuro. Todos pagamos la novatada. Internet, claro, ese gran desconocido. Pero... ¿el ladrillo? ¡El ladrillo es seguro! ¡Todo el mundo necesita una casa!

 

Y volvió ocurrir. Y esta vez no sólo se llevó por delante a unas cuantas empresas “punto com” que habían crecido en el mercado como setas. Algunos de los bancos de inversión más importantes del mundo desaparecieron. Bearn Stearns, fundado en el año 1923, quiebra en marzo del 2008. Lehman Brothers, operativo desde 1850, se va en septiembre del 2008. Merril Lynch se vende al Bank of America para evitar el desastre total. Fannie Mae y Freddie Mac, las mayores entidades de Estados Unidos dedicadas a la concesión de hipotecas, tienen que ser nacionalizadas, como si Hugo Chávez fuera el presidente de ese país. Wall Street, en octubre del 2008, se deja el 20 %. Y no se recupera. Esta crisis es bestia, pero de verdad.

 

Se ha hablado y escrito hasta la saciedad sobre la crisis del 2007-2008. En esta misma colección ... para Dummies puedes profundizar sobre el tema en el libro de Leopoldo Abadía, Cómo funciona la economía. También yo escribí largo y tendido sobre la crisis en el 2011, por lo que ahora no me entretendré demasiado con ello. Aquí de lo que se trata es de ver cómo funciona la bolsa. Así que me limitaré a apuntar algunos detalles que me llaman la atención, porque recuerdan a anteriores caídas y deberían servir para que no volvamos a tropezar en la misma piedra. Me temo que será en vano.

 

  Cuando empieza a hincharse la burbuja, hacia el 2003, los tipos de interés están por los suelos. A los bancos les sale barato conseguir dinero. A los consumidores, también.

 

  De nuevo se forma una burbuja basada en el crédito. Los bancos prestan dinero a mansalva, sin mirar demasiado cómo ni a quién. Se financia incluso más del 100 % del precio de una casa a personas que llegan justas a fin de mes y que son incapaces de ahorrar.

 

  Se invierte una cantidad descomunal en un sector que se cree imparable. Parece que la bolsa nunca dejará de subir. En España, Zapatero dice que estamos en la Champions League de la economía mundial. Todo el mundo piensa que invertir en ladrillo es un gran negocio, porque los precios de los pisos nunca bajarán.

 

  Las empresas relacionadas con la burbuja —bancos e inmobiliarias— se sobrevaloran. El BBVA se pagaba a 20 € en noviembre del 2006; en marzo del 2009 rondaba los 4 €. Bankinter, 12 € en noviembre del 2006; menos de 3 € en verano del 2012. Metrovacesa 124 € en enero del 2007; y 0,5 € en verano del 2012. Y el caso más espectacular: Inmobiliaria Colonial se pagó a 579 € en enero del 2007; y en verano del 2012 a 0,9 €. Esto no era una burbuja, era un hongo atómico.

 

  Como ya no hay cortafuegos entre la banca comercial y la de inversión, el mal negocio de las hipotecas acaba contaminando a todo el planeta. Empieza en Estados Unidos, con las hipotecas subprime, y se lleva por delante el resto de los países. ¿La vía de contagio? Los mercados globalizados. De ahí, al ahorro privado y a las finanzas públicas. Y viceversa. Todo el mundo se acaba comiendo el marrón.

 

  Los gobiernos, los Estados, tienen que salir al rescate de los bancos. En Estados Unidos, la Reserva Federal salva literalmente al sistema capitalista; una contradicción absoluta en la tierra del liberalismo económico. En Europa, la Unión Europea tiene que hacer el mismo papel.

 

  Aunque el dinero público entra a mansalva para salvar el sector privado, y se promete “refundar el capitalismo” —dijeron Obama y Sarkozy—, los gobiernos imponen políticas de recortes al estilo de Herbert Hoover (el de la crisis del 29, tal como se ha visto en el capítulo anterior) y no hacen absolutamente nada por controlar las agencias de calificación, los bancos o los mercados de valores. Visto lo visto, me parece que nuestro problema es que los gobiernos, la clase política, no sabe casi nada de economía.

 

Aunque la crisis del 2008 haya sido calificada por algunos como peor que la del 29, muy poco —o nada— ha cambiado en la política económica de gobiernos y organismos internacionales. Respecto a la bolsa, la única medida que se toma de vez en cuando es la suspensión temporal de las operaciones en corto (a la baja) en la bolsa; es decir, vender primero algo que no tienes, esperando que el precio baje para comprarlo después. Así esperan evitar que la bolsa baje... Te hablaré de este procedimiento en el cuadro gris del capítulo 5; ahora sólo diré que es tan útil como poner una tirita cuando te han seccionado la aorta. Buena prueba de ello es que los especuladores, después de estar a punto de cargarse el sistema capitalista en el 2008, no tardaron ni un año en buscar nuevas víctimas: los Estados europeos.

 

Y ahora, a por los Estados

En el 2008, Lehman Brothers y Bearn Stearns echan el cierre. Fue un duro golpe. Como decir que mañana la Danone ya no va a fabricar más yogures o que la Coca-Cola se acabó. Acciones que un jueves valían 60 $, al día siguiente se vendían por 30 y, después del fin de semana, sólo costaban 3. Días antes, las agencias de calificación, los líderes de opinión en los mercados, avalaban las acciones de Lehman o Bearn Stearns como una inversión segura: triple A.

 

Ahí el mundo se dio cuenta de que la bolsa se había convertido en un terreno muy inestable, más allá de la burbuja tecnológica o de ocasionales bajadas de un día. Todos vimos que las empresas que cotizaban en bolsa mentían, y sin remordimiento, respecto a sus inversores. Uno de los bancos más importantes del mundo había mentido sobre sus cuentas y las agencias de calificación le habían seguido el juego. ¿En quién se podía confiar?

 

Cuando aún estábamos pagando los platos rotos de aquella burbuja, de aquella gran mentira que tuvo un efecto devastador en España —nuestra economía de Champions era más crédito y ladrillo que otra cosa—, los especuladores profesionales encontraron una nueva vía de negocio: la deuda pública de los países europeos; les dio igual que tras esa deuda hubiera un país entero. La crisis había dejado escaldada a la bolsa americana, desde el Gobierno Federal se estaban abriendo investigaciones para ver qué había pasado y muchos pensaron que lo mejor era hacer las maletas e ir a hacer el pirata a otra parte.

 

Una muestra más de la inoperancia de nuestros políticos es que dejaron que los principales bancos de inversión sembraran el terror respecto a la solvencia de los Estados europeos. Hace años, los bancos, con JP Morgan a la cabeza —hoy investigado por fraude en la crisis del 2008—, se habían sacado de la manga un indicador llamado CDS (Credit Default Swap) que cuantifica hasta qué punto es seguro un bono o un préstamo. Es un contrato que, a cambio de una cuota, asegura al inversor ante una posible caída del valor que ha adquirido. En otras palabras, se trata de un indicador que cuantifica el miedo; cuanto más alto es el precio de un CDS, mayor es el riesgo de que la inversión salga mal. Lo grave de los CDS es que no son un indicador creado por el Fondo Monetario Internacional, una agencia independiente o una escuela de economía. Son producto de un banco de inversión, cuyo único interés es sacar el máximo beneficio del dinero de sus clientes, no importa cómo.

 

Primero lo probaron con Grecia. En enero del 2007, el valor del CDS era de 7,38 puntos. En enero del 2009, ya estaba en 230. En septiembre del 2011, tenía un valor de 5.349. Vamos a ver. Que nos hagan creer que el riesgo de quiebra de Grecia era setecientas veces superior en el 2011 que en el 2007 es una mentira. En España, más o menos lo mismo. En el 2007, el CDS estaba en 3,40 puntos. En el 2011, había subido a 300. El riesgo de quiebra se había multiplicado por cien en sólo cuatro años. ¿Quién se lo cree?

 

A día de hoy, el miedo artificial que fabricaron los bancos de inversión se ha acabado transformando en un miedo real. Y el precio de la deuda pública de los países del sur de Europa, que —junto con los impuestos— sirve para obtener dinero con el que pagar nóminas, construir carreteras o asegurar las pensiones, empezó a subir hasta alcanzar cotas insostenibles. Los intereses que hoy tienen que pagar las economías del sur de la zona euro para financiarse son estratosféricos. No se pueden sostener sin provocar la bancarrota del país. Por eso tuvo que aparecer la Unión Europea y rescatar a todos los que tenían problemas.

 

En tierra peligrosa

Al problema de los CDS y de la deuda pública se suman muchos otros que dejan inestables a los mercados. Hay miles de millones de euros puestos en bolsa que esperan que baje un valor para hacer el negocio del siglo. Da igual que se lleven por delante a una gran compañía —mírate el capítulo 5—. Como he comentado, para intentar frenar esta cascada, de vez en cuando las autoridades suspenden las operaciones a la baja. Creen que así se evita el colapso. Pero ¿qué pasa cuando se levanta la suspensión? Pues que en una semana ocurre lo que debería haber sucedido en meses. ¿Y qué pasaría si se prohibiera este tipo de operaciones? Habría mucha menos liquidez en la bolsa y perdería una de sus funciones más importantes: dinamizar la economía.

 

Como si la situación no fuera lo suficientemente compleja, ¿qué pensarías si te dijera que más de la mitad de las operaciones que se cierran y abren el mismo día —las intradía— en la Bolsa de Nueva York están hechas por máquinas? No, no me refiero a que estén hechas a través de máquinas, sino a que las máquinas toman las decisiones de forma autónoma, vendiendo y comprando sin que ningún humano pulse un botón. Puedes preguntarte si ya vivimos en Matrix o si nos falta un poco. Échale un vistazo al cuadro “Trading de alta velocidad” para salir de dudas.

 

Trading de alta velocidad

 

Como si estuviéramos en una precuela de Terminator o Matrix, en la bolsa, las máquinas han tomado el control. Al menos por lo que se refiere a las operaciones intradía, las que se abren y cierran en una misma jornada, y que son las que trataré más detenidamente en las páginas de este libro. En cada una de estas operaciones se gana muy poco dinero, unos céntimos por acción en cada transacción. Pero si se hacen muchas a lo largo del día, y se manejan millones de acciones, el negocio está claro.

 

Este tipo de operativa, que se realiza de forma automática desde un ordenador, se conoce como High Frequency Trading (HFT) o también High Speed Trading. Según datos de distintas fuentes, el volumen de operaciones intradía realizado exclusivamente por máquinas está entre el 51 y el 65 % del total del New York Stock Exchange. En Europa, donde la bolsa es menos volátil, el porcentaje es menor.

 

Como los ordenadores que juegan al ajedrez, las máquinas HFT están programadas a partir de una serie de algoritmos que recogen un sinfín de variables, desde medias móviles hasta máximos y mínimos, soportes y resistencias... los mismos datos que usamos los traders en nuestro trabajo diario, con la diferencia de que ellas calculan a toda velocidad, en milisegundos. En esto, las máquinas tienen ventaja. Pero, por otro lado, no saben distinguir. Si están programadas para actuar de una forma determinada ante una situación, lo harán sin dudarlo; sin sentido común, sin sabiduría, sin paciencia.

 

Así, el 6 de mayo del 2010, el Dow Jones cayó un 9 % en unos minutos, para recuperarse poco después. Esa caída se conoció como el Flash Crash o el Crash de las 2.45. Ante un pequeño descenso, las máquinas provocaron una avalancha de órdenes de venta, muchas de ellas a precios absurdos. Todas están programadas igual y van a una. Así que el sistema se volvió loco y, durante unos instantes, hubo quien se imaginó la posibilidad de que todo saltara por los aires en dos minutos, y sin humanos de por medio.

 

Después del Flash Crash descendió el porcentaje de High Frequency Trading en el Dow Jones, el índice del NYSE con mayor visibilidad. ¿Complejo de culpa? Para nada, simplemente movieron las máquinas a mercados menos visibles, como el de divisas o de materias primas. Desde entonces, el HTF no ha dejado de crecer. Así, estos mercados menos visibles han sufrido oscilaciones tan bestias como las del Flash Crash, pero las cámaras no estaban allí para hablar de ellas. ¿Es legal, el HFT? De momento, sí. ¿Es ético? Eso ya es otra cuestión. Algunas agencias y bancos de inversión están ganando un montón de dinero gracias a las máquinas. Un gran montón. Pero, para mí, la idea de que miles de personas puedan perder su dinero por la acción conjunta de un grupo de máquinas... me da más miedo que otra cosa. Por eso la Unión Europea, con Francia y Alemania a la cabeza, contempla la posibilidad de limitar el HFT en nuestros mercados. Incluso en Estados Unidos se empiezan a levantar voces en el mismo sentido.

 

Lo que está claro es que estos tiempos que nos ha tocado vivir no son los más seguros para invertir en bolsa. Menos mal, porque nosotros no vamos a invertir; vamos a especular. Ya, ya sé que suena raro, así que échale un vistazo al capítulo 9, El día más largo, para resolver dudas. Lo que quiero decir es que no vamos a comprar 50.000 € de un valor y esperar un año —o más— para vender las acciones y recoger beneficios. Eso es lo que hacen los inversores a largo plazo, como Warren Buffett. Lo que haremos nosotros es abrir una operación y, cuanto antes, en minutos si es posible, cerrarla con una pequeña ganancia. Y tantas veces como sea posible en un mismo día. Vamos a crear dinero sin tenerlo.

 

Y es que en un año, tal y como están las cosas, en la bolsa puede pasar de todo: la explosión de una nueva burbuja, un nuevo ataque inesperado de los especuladores profesionales, la entrada en vigor de una nueva normativa que lo cambie todo... Quizá hace unos años, en el 2003, no era una mala idea sentarse y esperar. Pero ahora todo aquel que no esté muy bien informado y que no sepa lo que hace perderá dinero con una seguridad del cien por cien. El mercado es más inseguro e inestable que nunca, y sólo quienes lo conozcan y le presten atención cada día tienen posibilidades de éxito. Ya ves, te toca seguir leyendo.