2
2
—Si me hubieran dicho hace sólo unos días que ahora iba a estar aquí, charlando tranquilamente con vosotros, habría pensado que me estaban tomando el pelo.
Osmán y Cristina me miraban sonrientes. Era evidente que intentaban reconfortarme con su afecto, ayudarme a superar la pena que me afligía tan hondamente, pero yo flaqueaba bajo el peso de una deuda demasiado grande. Por un lado, me sentía responsable de los asesinatos de Bamako, y por otro, sabía que no había hecho bien desapareciendo de San Francisco así, sin decir nada, dejando a todo el mundo en la incertidumbre durante meses.
Xihab también trataba de mostrar una actitud positiva, al menos poniendo buena cara, pero yo era consciente del pesar que le causaba aquella absurda prohibición por la cual no podía estar en Alemania junto a su esposa, viéndose obligado a andar errante la mayor parte del año.
Estábamos de sobremesa en el Berebar, saboreando un té a la menta tras una larga cena. El camarero nos trajo unas pastas y, aprovechando que no había más clientes en el restaurante, abandonó la barra y se sentó con nosotros para ponerse al día sobre mis andanzas. Durante la velada habían ido saliendo los pasajes más tristes de mi historia: la profunda desesperación que me empujó a irme del barrio, los días que pasé vagabundeando por los suburbios de Bilbao, las redadas, la deportación, los terribles sucesos de Bamako… Pero al final nos centramos en lo único que podía compensar un poco tanta desgracia: los detalles de mi regreso y la alegría que nos había producido a todos el reencuentro.
—Nuestras vidas dependen del azar —resumió Osmán, después de escuchar la historia del pasaporte prestado—. En esta ocasión has llegado a Europa casi sin enterarte, pero la vez anterior tuviste que hacer un viaje largo y penoso, tardaste meses en llegar aquí, igual que yo.
—Sí, fueron unos tiempos muy duros —añadí.
—¡Qué me vais a contar a mí! —intervino Xihab—. Aunque yo estaba mucho más cerca de Europa que vosotros, tuve que intentarlo un montón de veces. Insistí e insistí hasta que, al final, pude cruzar la frontera escondido en el hueco diminuto de un camión, haciendo de contorsionista. Tú, sin embargo —me alegró ver en el rostro de nuestro amigo bereber su habitual expresión de guasa—, has viajado con esas patazas bien estiradas, sentado cómodamente mientras una sonriente azafata blanca y macizorra se acercaba cada poco a preguntar si al caballero le apetecía un poco más de champán.
—Pues sólo has acertado en lo de la sonrisa, porque el espacio entre los asientos no era tan amplio, la azafata era negra y, para beber, me tuve que conformar con vino.
—¿Y te parece poco?
—Pues no, me parece demasiado. Llegué a París prácticamente borracho. Durante el vuelo casi no podía disimular lo nervioso que estaba, y los colegas de la BUMDA me hicieron beber para que pasara un poco más tranquilo el control de aduana. Pero lo más sorprendente es que tampoco fue para tanto porque, una vez en Francia, me sellaron el pasaporte casi sin mirarme a la cara y me dejaron continuar sin poner ninguna traba.
—¡Ya te notaba yo un poco piripi cuando fui a recogerte al aeropuerto! —saltó Sa Kené.
—Fui muy afortunado al encontrar tan buena gente en Bamako —miré a Osmán, inevitablemente—. Alou no se pudo portar mejor conmigo, del pobre Bob tendría que decir lo mismo, y en cuanto a Ismail…, al menos conmigo fue un tío legal. No sé, quizás incluso se haya arriesgado demasiado por mí, tal vez ahora tenga problemas con sus mandos o con los nigerianos.
—Ismail es un tanto especial, pero muy amigo de sus amigos —dijo Osmán—, y no debes preocuparte por él, sabrá cuidarse. En cuanto a Alou y Bob… ésos sí que eran buenos tipos.
Los remordimientos volvieron a mi cabeza al recordar cómo habían terminado los dos amigos de mi compañero maliense, y tampoco podía olvidarme del viejo Yakouba, ni de las familias de todos ellos…
—El caso es que ahora estás aquí, Touré —Cristina intentaba anclarme al presente cortando amarras con mi tristeza—, y aquí te queremos. No vuelvas a desaparecer sin avisar, por favor.
Me encogí de hombros.
—Yo me quedaría tan a gusto en San Francisco, pero eso no depende sólo de mí —contesté.
—Parece que la pasma va a dejarte tranquilo —dijo Xihab.
—Ya veremos lo que me piden a cambio…
—Bueno, todos estamos en una situación parecida frente a la Policía, pero seguro que el famoso detective-adivino Touré saldrá adelante, le lloverán las ofertas y ganará un montón de dinero resolviendo los misterios más fascinantes —sobreactuó el bereber, tan chistoso como en los mejores tiempos.
—¡Qué remedio! —respondí, sin poder seguir su tono jocoso—. Si antes tenía una familia que mantener, a partir de ahora serán dos; no puedo faltar a la promesa que les hice a Alou y a Aisha. Y aún debo alegrarme de no tener que hacerme cargo de la parentela de Moussa también; menos mal que, por lo que me han dicho, el pobre va recuperándose de sus heridas —respiré aliviado al pronunciar esas palabras, pero aún faltaba alguien en la larga lista de damnificados por mi culpa—. Y tampoco debería olvidarme de las familias de Bob y Yakouba…
—Bob y Yakouba eran ricos y sus familias tienen recursos —puntualizó Osmán, quitándome un peso de encima—. Los hijos y la mujer de Alou, sin embargo… Ellos sí que nos necesitarán.
—Nos arreglaremos entre todos —añadió Cristina.
Era un consuelo tener unos amigos tan solidarios en la Pequeña África. Por un momento me sentí afortunado, pero, mientras meditaba sobre ello, se oyó de repente un sonoro “buenas noches” desde la puerta del Berebar. Nos volvimos todos hacia allí y comprobamos con disgusto de quién procedía el saludo: eran los dos nigerianos que habían enviado a Bilbao para buscarme. Entraron con actitud arrogante, luciendo ropa moderna de marca y unos peinados hechos con esmero, seguramente siguiendo lo último en moda afro. Uno de ellos ocultaba su mirada tras unas gafas oscuras, mientras que a su compañero le delataban las pupilas dilatadas y los ojos vidriosos. Estaba claro que acababan de meterse en el cuerpo alguna sustancia poco saludable. Los recién llegados se pararon en mitad de la barra, el de las gafas sonriendo hipócritamente; el otro, más serio. Xihab se levantó de la mesa y volvió a ocupar su puesto en el bar.
—¿Qué queréis? —preguntó, con aspereza.
—Nos han dicho que aquí se sirve un té muy bueno. Saca dos, por favor.
El bereber cogió unas ramitas de menta y preparó las infusiones.
—Dos euros con cuarenta —les soltó, sin disimular que allí no eran bienvenidos.
Ellos, indiferentes a la antipatía del camarero, dejaron unas monedas sobre el mostrador y se apalancaron en la barra, como si estuvieran a lo suyo y pasaran de nosotros. Xihab cobró la consumición y retornó a la mesa.
Entonces se hizo un incómodo silencio. Allí todos nos conocíamos; mis amigos habían tenido que soportar la chulería y las amenazas de aquellos matones, y hacía poco que yo había mantenido una larga y tensa conversación con ellos en el locutorio. Ninguno de nosotros sabía qué coño pintaban en el Berebar a esas horas, cuando en la calle ya no quedaban más que los sin techo. Era una situación muy extraña, me pregunté si realmente tenían intención de cumplir su promesa y dejarme en paz de una vez por todas.
Al cabo de unos minutos, uno de ellos, el que parecía más colocado, se giró y me llamó haciendo una señal con los dedos. Sa Kené se aferró a mi brazo, pero le pedí que se tranquilizara, me levanté y me acerqué a los dos tipos. En ese mismo momento, Xihab volvió al interior de la barra y comenzó a trocear limones con un gran cuchillo, muy cerca de nosotros, mientras Cristina y Osmán permanecían en la mesa, mirándonos de reojo.
—Mañana volvemos a París —habló el de los cristales oscuros—, y antes queríamos despedirnos de ti.
—Agradezco el detalle. Que tengáis un buen viaje de vuelta.
Probablemente tenía motivos para estar acojonado, pero en ese momento mis sentimientos sólo eran de hartazgo.
—Como ésta es nuestra última noche aquí —intervino el de la mirada vidriosa—, queríamos hacer algo especial para llevarnos un buen recuerdo de Bilbao, pero aún no tenemos plan. ¿No tienes ninguna sugerencia?
—No sé… —me costaba aparentar normalidad—. Si buscáis diversión casi mejor que vayáis al centro, aquí no hay mucho ambiente a estas horas.
Ninguno de ellos respondió, aunque noté que ambos miraban descaradamente hacia la mesa donde esperaban Osmán y Sa Kené.
—¿Cuánto cobra la puta pelirroja? —soltó finalmente, en un susurro, el de las gafas de sol.
Intenté conservar la cabeza fría.
—¿Lo haría con los dos a la vez? —añadió su compañero, mostrándome toda su dentadura.
Sentí cómo se me aceleraba el pulso y reparé en Xihab, que seguía la conversación con gesto serio, sin dejar de cortar limones. En ese momento agradecí tenerlo cerca de mí. Era un tipo duro, curtido en la adversidad; había tenido que aprender a defenderse él solo en Tánger cuando no era más que un mocoso, un niño de la calle, y pocas cosas podrían ahora acobardarle.
—Nos ha dicho un pajarito que esa zorra hace mamadas a muy buen precio —volvió a la carga el que se ocultaba detrás de las gafas—. Ya sé lo que podemos hacer: ella le chupa el rabo a mi amigo y mientras tanto yo la enculo —su compañero empezó a reírse como una hiena—. ¿Cuánto crees que cobrará por ese servicio? —esperó un segundo y, al ver que yo no reaccionaba, continuó—. Lo mejor será que vaya a preguntárselo yo mismo.
Se despegó de la barra para dirigirse hacia la mesa donde estaba Cristina, pero lo detuve con mi mano firme sobre su pecho. El impacto y la inercia hicieron que las gafas se deslizaran por su nariz hasta quedar colgando. Al tipo no le hizo ninguna gracia, seguramente estaba acostumbrado a que todo el mundo se dejara humillar ante sus provocaciones. Se puso las gafas sobre la frente y me dirigió una mirada asesina que supe sostener sin vacilar. Mi mano seguía sobre su pecho, aguanté con fuerza, sin ceder un ápice, impidiéndole avanzar.
Osmán se percató de que los ánimos estaban caldeados y vino enseguida hacia nosotros.
—¿Algún problema, señores? —dijo a los visitantes.
—No, ninguno —respondió el provocador, dando un paso hacia atrás para liberarse de la presión de mi mano—. De momento —añadió, desafiante.
El otro individuo no movió un dedo, seguía apoyado en la barra, mirándome con expresión de asco. Tenía una mano oculta dentro del bolsillo de su cazadora, aquello no me dio buena espina.
—Por lo visto, aquí las putas son muy caras —dijo el de las gafas, mirando a Sa Kené—, tendremos que ir a buscar algo más asequible en otra parte.
El tipo se quedó allí plantado sin decir nada más, retándonos a todos con su mirada. El aire se volvió denso, difícil de respirar, y durante unos segundos nadie se movió, hasta que el nigeriano se giró hacia la puerta.
—¡Vámonos! —dijo a su colega.
Pero el de la barra permaneció inmóvil, con sus ojos clavados en mí, hasta que al final lo soltó:
—Tu hija tampoco lo hacía nada mal, ¿sabes? Lástima que esa zorrita acabara como acabó.
Aquellas palabras estallaron como una bomba, ya no pude contenerme más. Me dejé llevar por la ira y me abalancé sobre el muy cabrón, con la intención de retorcerle el pescuezo. Eso era exactamente lo que él quería, hacerme perder los nervios. Venía con ganas de bronca y me dio la bienvenida sacando del bolsillo un cúter que trató de clavarme en el ojo izquierdo. Tan sólo falló por medio centímetro, pero al mismo tiempo que él me producía un doloroso corte en la ceja, Xihab rasgó el aire con su cuchillo y le seccionó la yugular de un tajo. Osmán reaccionó en el acto, intentando sujetar al otro nigeriano, pero éste consiguió zafarse de un codazo y saltó al otro lado del mostrador derribando al bereber de una patada en la cara. Los dos terminaron enganchados en el suelo, yo también salté la barra, vi que el tipo estaba a punto de hacerse con el cuchillo de Xihab, no pensé, agarré el primer objeto contundente que pillé, un barril de cerveza, lo levanté con los dos brazos y, a pesar de oír gritar a Cristina “¡No, por favor!”, dejé caer todo su peso sobre la cabeza de aquel hijo de puta. El primer golpe no le dio de lleno, aunque fue suficiente para atontarlo. Alcé de nuevo el barril, bien alto, y volví a estrellarlo. Con el segundo golpe, el cráneo del matón crujió como una nuez. Aún cogí impulso una tercera vez, pero entonces me di cuenta de que no era necesario seguir.
En ese instante tomé conciencia de lo que acababa de hacer. Dejé caer al suelo mi arma improvisada y quedé en una especie de trance, observando la cabeza destrozada del que ahora era un cadáver. Ya no se oía chillar a Sa Kené. En realidad ya no se oía nada, fue como si se detuviera el tiempo. Hasta que un gorgojeo ahogado me hizo volver en mí. Eché la vista hacia atrás; fuera de la barra, Osmán se apoyaba de espaldas contra la puerta, impidiendo el paso al otro nigeriano, que pretendía alcanzar la calle. Hincado de rodillas, el muy desgraciado trataba desesperadamente de taponarse la herida del cuello con una mano mientras con la otra se aferraba a la pierna del maliense. Perdía sangre a borbotones y no tardaron en abandonarle las fuerzas, en cuestión de segundos cayó al suelo y dejó de hacer ruido.
Todo sucedió en un abrir y cerrar de ojos. Apenas un minuto y de repente había dos muertos en el Berebar, dos cuerpos sin vida sobre dos charcos de sangre que se extendían inundando las baldosas del suelo.
Nos quedamos los cuatro en estado de shock. Xihab fue el primero en reaccionar, abrió la puerta y bajó de un golpe la persiana del restaurante, luego cerró con llave desde dentro, cogió por las piernas al tipo degollado y lo arrastró hasta el servicio. Yo hice lo mismo con el que tenía la cabeza reventada. Después, el camarero llenó medio cubo de agua y, sin decir nada, le pasó la fregona a Osmán para que empezara a limpiar el suelo. Mientras tanto, Sa Kené permanecía sentada, en silencio, con la mirada perdida en aquella mancha roja.