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Aisha no estuvo muy agradable con su marido durante las siguientes horas, aunque tampoco fue para tanto. Se hacía la ofendida, pero de vez en cuando se le escapaba alguna sonrisita, sobre todo cuando pensaba que Alou no la veía, lo cual me hacía sentir bastante incómodo. Temía que se notara algo entre ella y yo, y para ahorrarme malos tragos en el futuro, me propuse ser muy cauteloso y evitar volver a quedarme a solas con ella.

Durante la cena tratamos de llevar nuestra conversación hacia un tema que no resultara espinoso para nadie y estuvimos charlando sobre la situación política de Malí.

—En cuanto sales de Bamako —decía Alou—, todo es un desastre. Es el caos, no existe ningún control, hay ladrones por los caminos y, a veces, los policías son aún más peligrosos que los propios delincuentes. No hay ninguna seguridad y, cuanto más hacia el Norte, peor. Por un lado están esos pirados islamistas, y por otro los hijoputas de los tuaregs. Ojalá se mataran unos a otros y nos dejaran tranquilos ya de una vez.

Era comprensible la actitud de Alou, incluido su punto de vista acerca de los tuaregs. Esos “hombres azules”, tan idealizados por algunos europeos ignorantes, han sido desde siempre unos cabrones con sus hermanos del África negra, una etnia cruel y saqueadora que se ha dedicado al comercio y tenencia de esclavos durante siglos. Actualmente no es como antes; en Gorom-Gorom, por ejemplo, hay muchos tuaregs y conviven con total normalidad junto a sus vecinos de diversas etnias negras, pero el pasado no debe olvidarse nunca y, en general, pocos negros sienten simpatía por ellos.

Después de terminar la cena, todavía sin levantarnos, continuamos con la conversación. Hablamos sobre las regiones del Norte, no controladas por el Gobierno; sobre los vergonzosos intereses económicos de los franceses; los objetivos islamistas, cada vez más radicales; el fracaso de los tuaregs independentistas… Hasta que Alou se aburrió.

—Venga —dijo en una de ésas—, ya está bien de darle al palique. Nos vamos a dar una vuelta —por su puesto, se refería exclusivamente a los hombres.

—¿Adónde? —preguntó Aisha.

—Quiero presentar algunos familiares a Touré.

—¿¡A estas horas!?

—Nuestro invitado —puso su mano sobre mi hombro— ya lleva un par de días aquí y hay cosas que no podemos retrasar más. Tenemos un montón de familia en Bamako y, si no les presento pronto a Touré, puede que alguien se lo tome a mal.

Alou se levantó para ir a lavarse las manos en un balde de agua. Yo me quedé todavía un instante sentado, observando los restos de la cena, y sentí el impulso de empezar a recoger un poco todo aquello para ayudar a Aisha, pero un discreto gesto de ella fue suficiente para recordarme dónde estaba y hacerme entender que mejor si me comportaba como lo haría cualquier hombre africano.

Cinco minutos más tarde Alou y yo nos alejábamos en la moto. Al anochecer bajaba un poco la temperatura, lo cual era un alivio, sobre todo para mi compañero. Supongo que para él sería una liberación quitarse la visera, las gafas de sol y la camisa de manga larga que se veía obligado a llevar durante todo el día.

Recorrimos unos cuantos kilómetros, intuyendo el camino bajo la débil luz del foco de la motocicleta. A esas horas, ya de noche, circulaban menos vehículos por la ciudad, pero aún se notaban los efectos de la fuerte contaminación que se había ido acumulando durante toda la jornada, todavía me daba la sensación de estar tragando una mezcla extraña de humo y polvo.

Nos fuimos alejando poco a poco de los núcleos de viviendas hasta llegar a un local grande que no gastaba mucho en iluminación. A su alrededor, una valla de paja bastante alta delimitaba el espacio y en la entrada, un cartel: “Le Cocotier” Maison Chinesse. Alou aparcó entre otras motos y me llevó adentro.

—¿Aquí también tienes familiares? —le pregunté, ante la evidencia de lo que era aquel lugar.

—Mejor si dejamos las visitas para mañana y ahora tomamos un trago con un amigo nuestro. ¿Qué te parece?