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Casi no pegué ojo esa noche en Kulikoro. El colchón era suficientemente grande para los dos, pero Alou no paraba quieto, parecía que era él quien sufría mis pesadillas, y encima roncaba. Por si fuera poco, me daban ataques de tos continuamente, tenía la garganta seca y áspera. Supongo que, aparte del polvo que había tragado durante los últimos días, el aire contaminado del centro de Bamako tampoco me había sentado muy bien.

Al menos, por la mañana tuvimos un desayuno magnífico, digno de unos invitados de honor: cabeza, patas y callos de oveja. Disfrutamos de aquellos manjares sentados a la sombra de un gran árbol mientras una criada sacaba brillo al Mercedes.

Cuando terminamos de desayunar, a punto ya de salir hacia Bamako, todos los habitantes de aquella gran casa salieron para despedirse de nosotros.

—No dejes que ninguna superstición entristezca tu prometedor futuro —me recomendó Bob. Agradecí el consejo y le di un fuerte abrazo antes de sentarme en la moto, detrás de Alou.

Durante el viaje de regreso no pude evitar los oscuros pensamientos que ya me habían atormentado el día anterior en el trayecto inverso, pero ahora con dos preocupaciones extras en la mochila: la premonición del anciano vidente y la advertencia de mi querida Sa Kené. Aun así, no sucedió nada fuera de lo normal, ni en los parajes más solitarios de la travesía ni tampoco después, ya en la vorágine del centro de Bamako. No vimos la moto roja ni nos encontramos con nadie que se pareciera a sus dos ocupantes. Tal vez Bob estaba en lo cierto y, lejos de tener problemas reales, me estaba dejando sugestionar por creencias sin fundamento.

Cuando llegamos al patio de Alou, nos encontramos con la escena habitual de cada mañana: todas las mujeres haciendo los trabajos domésticos mientras el único hombre a la vista, el viejo Yakouba, permanecía sentado a la sombra, acomodado en su inseparable silla, dando vueltas sin cesar a las cuentas de su rosario.

—Bueno, no hay prisa para ir a la oficina —dijo Alou, mientras se estiraba después de apearse de la moto—. Lo primero, voy a lavarme y luego… ya veremos. Tú puedes hacer lo que más te apetezca, como siempre.

En cuanto el albino se dirigió a su habitación en busca de ropa limpia, escuché la voz de Aisha:

—¿Tienes hambre? —me dijo con dulzura—. Si no, puedes esperar y almorzar algo un poco más tarde, cuando Alou se vaya a trabajar…

Mientras pensaba qué responder, Yakouba se dirigió a mí con voz de mando:

—¡Oye, tú!, ¡acércate! ¿Por qué no vas adonde Moussa, a ver si ya ha arreglado mi radio?

Se me pasaron unas cuantas contestaciones por la cabeza, ninguna de ellas demasiado agradable, pero decidí que lo mejor sería aceptar la propuesta sin rechistar, y no porque tuviera un interés especial en recuperar la dichosa radio.

—Aparte del puesto que hay frente a la tienda de Moussa —aproveché para preguntar al viejo—, ¿conoces algún otro lugar donde podría comprar una sandía?

—¡Pues claro! En Malí no tendremos oro ni diamantes, pero sandías… todas las que quieras. Aunque ahora, a final de temporada, ya se han puesto un poco caras. Se me ocurren varios sitios… —murmuró, rascándose pensativo la barbilla—. Supongo que no querrás caminar mucho, ¿verdad?

—Pues no; si está cerca de aquí, mejor.

Tras escuchar las indicaciones del abuelo, me dirigí a Aisha y Alou para decirles que iba a salir un momento, pero que no tardaría en regresar.