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El policía observa apático las imágenes de las pantallas, ahogado en la rutina, aburrido porque esta tarde no está pasando nada que rompa la monotonía, asqueado porque ya no le permiten fumar en la sala de control, ni siquiera aunque él trabaje solo y sea la única persona en ese cuarto. Se consuela, intenta huir del hastío insoportable dando de vez en cuando un sorbo a la botella de whisky que guarda en un cajón.

Lleva la mirada hacia el monitor que muestra la plaza del Corazón de María. Unos operarios se mueven alrededor de un gran socavón abierto en el suelo, algo inaudito en este barrio donde nunca se arregla nada. Pero está claro que la proximidad de las elecciones puede obrar milagros. Aunque la mayoría de las personas que viven en San Francisco carecen de derecho al voto, hay que hacer creer al resto que el Ayuntamiento y las otras instituciones no se han olvidado de ellos, que todavía queda algo de conciencia social. Por eso vinieron un día y levantaron la acera para ampliarla. En principio no iban a causar ningún trastorno serio, lo justo para llevar a cabo su operación estética; pero reventaron accidentalmente una tubería y ahora deben reponer todo el tramo dañado, para lo cual han tenido que picar también buena parte del asfalto en esa zona.

Una reducida cuadrilla de operarios trabaja bajo la mirada atenta de un amplio grupo de personas que se amontonan alrededor de las vallas de protección. Se trata de un efecto inherente a cualquier obra en la vía pública: los mirones suelen superar en número a los obreros. Normalmente son jubilados o desempleados quienes se arremolinan espontáneamente para ver qué se cuece y, en ese aspecto, San Francisco no es diferente, con la peculiaridad de que aquí el grupo estándar de curiosos se multiplica gracias a la alta tasa de paro, a los inmigrantes que no tienen otra cosa mejor que hacer y a los críos que engrosan las listas del absentismo escolar. Así que, al final, se ha formado un gentío alrededor de las barreras que aíslan el boquete. La mayoría son gitanos, posiblemente debido a que esa plaza es su habitual punto de encuentro. Uno de ellos, un joven barbudo, intenta poner orden a petición del capataz, que insiste una y otra vez: “¡Tened cuidado, a ver si vais a tirar las vallas y acabáis en el agujero!”. El gitano intenta cooperar imponiéndose con voz grave: “¡Apartarus! ¿No habéis sentido al payo? ¡Que no empujéis la valla!”, pero a él tampoco le hacen ni caso.

El vigilante contempla las imágenes hastiado. “Si esos gilipollas se van de cabeza al agujero que se jodan, ya puede llamar alguien al 112, porque yo no pienso mover un dedo”.

Se siente hastiado, deja de observar lo que sucede en la plaza y desvía su atención hacia otro monitor, uno que muestra la zona central de la calle San Francisco. Ahí está el Florines, el bar que una temporada es latino y otra gallego. El dueño, Luis, está haciendo equilibrios encima de una escalera. Se dispone a colgar sobre la puerta un cartel luminoso para anunciar una nueva oferta gastronómica en la cual destacan el pulpo y el ribeiro, señal inequívoca de que ha llegado el momento del relevo: ahora toca gallego. “Tanto mejor”, piensa el hombre de la sala de control, alegrándose del cambio. Por un lado, no le gusta nada el encargado saliente, un boliviano que no da más que problemas; y por otro, ya está harto de ver aquel lugar atestado de indios chupando de la botella y armando jaleo con su puto karaoke, y eso sin contar con la bulla que montan a cualquier hora, siempre a la gresca, con interminables discusiones entre borrachos, peleas en la calle, gritos a la puerta del bar…, lo habitual en los bares de ambiente latino del barrio.

El controlador aparta la mirada del Florines, preguntándose cuánto durará ahí el cartel recién estrenado, y centra su atención en un establecimiento que hay unos metros más arriba: la tienda de ultramarinos Romaña, uno de los últimos reductos de los blancos. Este oasis de San Francisco todavía conserva su aspecto de antaño, con su chirriante persiana metálica, los sacos de legumbres a la puerta, las estanterías del escaparate y del interior repletas de latas y botes, los precios escritos con rotulador y los innumerables carteles anunciando ofertas especiales… Ahora mismo entra al comercio una pareja de ertzainas. Al vigilante no se le hace raro ver a sus colegas haciendo compras ahí, suelen ir de vez en cuando, como si pretendieran ofrecer su pequeña aportación para que esa tienda no acabe cerrando como tantos negocios que terminan siendo una ruina. Aunque, probablemente, será inútil cualquier tipo de contribución; cuando el viejo Romaña se jubile o se muera, el local cambiará de manos y terminará en las garras de los extranjeros. Eso es exactamente lo que ha ocurrido con el establecimiento de al lado, otro oasis blanco hasta que lo cogieron unos latinos que no tardaron en traspasarlo; hoy es un afro shop. Siempre se repite la misma historia: comercios que no resultan tan rentables como se esperaba y que van pasando de unas manos a otras, rotando entre sudacas, negros, moros…

No muy lejos de ahí hay una tienda china, la única regentada por extranjeros que se ha librado de ese devenir. El policía no recuerda que haya sido traspasada nunca y, aunque a juzgar por la ridícula cantidad de clientes que la visitan y el nulo poder adquisitivo de éstos, su caja debe de ser raquítica, ese comercio permanece abierto más horas que cualquier otro, incluso ahora que la joven pareja que se encarga del negocio acaba de tener un bebé. La criatura está con ellos todo el día en la tienda mientras yonquis y moros colocados de pegamento pululan frente a la puerta. Esa zona es como un embudo al que van a parar muchos de los toxicómanos del barrio. Ahora mismo uno de esos colgados se ha parado en mitad del paso de cebra y está obstruyendo el tráfico. Se le ha caído un puñado de monedas que llevaba en la mano y ahí se ha plantado el muy imbécil, con la vista fija en el suelo, mirando sin ver nada, totalmente paralizado. Los coches han empezado a tocar el claxon y el conductor de la camioneta que hay en primera línea ya no sabe qué hacer.

El vigilante resopla y deja de observar el atasco para ir a las imágenes captadas por otra cámara en el siguiente cruce. Desde aquí se puede ver hasta el comienzo de la calle paralela, Las Cortes. Intuye que allí está sucediendo algo, y enfoca la lente más cercana a ese punto hasta que distingue a unas cuantas mujeres riñendo. Nada extraordinario, lo de siempre, otra bronca entre putas baratas. En un bando, dos fulanas viejas y esperpénticas con cuerpo de hombre, una rubia y la otra sudaca, muy morena; en el lado opuesto, tres jóvenes africanas. El controlador dirige hacia ellas el micro:

—Vosotras no tendríais que estar aquí, este territorio no es para las conguitos, vuestro sitio está ahí arriba y, además, no sé qué hacéis aquí a esta hora. Se supone que no podéis salir hasta la noche —grita la rubia, con voz de barítono y un marcado acento extremeño.

—¡Y una mierda!, ¡este lugar es para las mujeres, no para los tíos, así que si alguien sobra aquí, sois vosotros! —replica la negra más joven, gritando histriónica como sólo lo saben hacer las africanas.

—A ver, ¿pero es que vais a venir las negratas a echarnos de nuestro sitio, o qué? —responde la sudamericana, alzando la mano—. ¡Vosotras no sabéis lo que es el respeto, no sois más que unas zorras, eso!

Están montando una buena y no faltan las amenazas, pero, de momento, no parece que vayan en serio. Aunque… ¿Y si fuera así, qué? El policía que controla las cámaras reflexiona y continúa con su diálogo interno. No le importaría que llegaran a las manos y, si se liaran a navajazos o a tiros, tanto mejor; no perderíamos nada. Lo triste es que estas broncas siempre se quedan en nada y al final todo sigue igual. Arde en deseos de agarrar por los pelos a esas cinco fulanas junto al resto de putas de la Palanca. Las llevaría a todas en un remolque hasta ese boquete que hay junto a la plaza del Corazón de María, las arrojaría allí dentro y luego lo rellenaría todo con cemento. Se le escapa media sonrisa mientras se regodea en esa fantasía, pero aún podría ser mejor, ¿por qué no? ¿Por qué no hacer lo mismo con toda esa gentuza que zanganea por los alrededores de la tienda china?, ¿por qué no con todos esos gitanos, esos vagos a los que les gusta tanto mirar cómo trabajan otros mientras ellos no dan palo al agua?… El socavón que han abierto junto a la plaza no sería lo suficientemente grande para tanta gente, tendrían que hacer otro muchísimo mayor, uno tan grande como todo San Francisco.

El poli deja de fantasear y se olvida de las furcias para continuar la ronda a través de las cámaras. No hay nada más que le llame la atención en Las Cortes, sólo lo de siempre: putas de tercera regional aburridas a la puerta de antros vacíos y decadentes, muertos de hambre hurgando en los contenedores de basura, mendigos y yonquis empujando carritos llenos de hierros retorcidos dirigiéndose hacia la chatarrería gitana…

El controlador regresa a la calle San Francisco y centra su atención en el locutorio de los nigerianos. Sus ojos siempre vuelven a ese punto, algo le ronda la cabeza, una idea de la que no se puede deshacer. Si pudiera fumarse un pitillo… Le resulta difícil tomar decisiones sin un cigarro entre los labios, fumar le ayuda a concentrarse. Pero, de momento, tendrá que conformarse con un trago de whisky. Un grupo de niños pasa por delante del locutorio. A esta hora salen de clase, llegan en oleadas, metiendo bulla por las calles del barrio. Repara en que la mayoría de estos críos no son blancos. Los de piel oscura proliferan sin control, se extienden por San Francisco como una epidemia. No es de extrañar, lo primero que hacen los hombres en cuanto consiguen los papeles es traer a su familia, luego continúan haciendo hijos aquí, como conejos, y encima no les dan más que facilidades: que si la renta básica, que si la ayuda para el alquiler… Le parece incomprensible, le hierve la sangre cuando recuerda que, cada vez que un político se muestra dispuesto a erradicar ese parasitismo, todos los demás se alían en su contra en nombre de la convivencia y hostias de ésas. El vigilante estaría encantado de enseñar a esos hipócritas lo que le muestran a él las cámaras día tras día, y así verían de una vez por todas cuál es la cruda realidad.

Una expresión de asco cruza el rostro del hombre, pero no quiere seguir calentándose con esas historias, tiene otra cosa en la que pensar. Vuelve a centrarse en la entrada del locutorio nigeriano, y la misma idea de antes continúa zumbando en su cabeza mientras él sigue indeciso.