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Conseguí mi tarjeta de embarque sin ningún problema gracias a que Bourama Zida la tramitó junto a las de los demás. Sin embargo, el control de pasaportes no iba a resultar tan sencillo.
El director de la BUMDA iba en primer lugar, delante de mí. Pasó fácilmente el control, después de mantener una breve y afable conversación con el veterano policía que nos tocó en suerte. Mis compañeros de viaje habían decidido que yo fuera el segundo de la cola, y me habían recomendado que me acercara sonriente hacia la cabina, pero cuando llegó el momento, por más que lo intenté, no pude. Alargué la documentación al policía, éste cogió el pasaporte, lo abrió y miró detenidamente la fotografía del interior. Luego me miró a mí y volvió de nuevo a la foto, otra vez a mi cara… Me resultaba muy difícil disimular los nervios.
—Koné —dijo finalmente, con su voz grave. No parecía que tuviera mucha prisa.
—Sí, Suleymane Koné —segundo intento de sonrisa y segundo fracaso.
—Es un apellido griot, ya lo sabes. ¿Tú también te dedicas a griotar por ahí?
No sabía muy bien cómo interpretar aquella pregunta. ¿Al pie de la letra? ¿Se refería al oficio de griot? ¿O me estaba preguntando si me quería hacer el griot con él, o sea, si le quería tomar el pelo?
—Mis padres y mis abuelos eran griot —probé a tomarme aquello en sentido literal—. Pero yo he dejado ese modo de vida y ahora soy oficinista, trabajo en la BUMDA, como estos compañeros.
Señalé a los dos hombres que me seguían en la fila y, ya de paso, a Ismail, que permanecía cerca de nosotros. Me pareció que este último hacía un gesto a su colega de la cabina. Sin embargo, el poli no se dio por enterado y empezó a jugar con el pasaporte, pasando las hojas como si buscara algún otro sello. De vez en cuando levantaba su mirada acusadora hacia mí. El nudo de la corbata se me estrechó a más no poder, mis huevos debían de andar por ahí, estaba sudando y sentía que me asfixiaba.
—¿Piensas quedarte en Francia? —me preguntó de repente.
—¿Qué?
—Ya me entiendes, que si te vas a quedar en Francia o si tienes intenciones de ir a otro país.
No supe qué responder y me quedé mirándole como un lelo. El poli era perro viejo, me pareció que era inútil insistir con el rollo de que yo trabajaba en la BUMDA, que iba a un congreso a París…
—¿Te gusta el fútbol? —continuó, dejándome aún más confuso.
—Bueno, un poco… —no podía imaginarme por dónde me iba a salir el tipo.
—¿Me enviarás una camiseta de fútbol?
Me pilló por sorpresa, pero supe responder con rapidez.
—Sí, claro —en ese momento hubiera dicho que sí a cualquier petición.
—Lo digo en serio.
—Yo también. ¿De qué equipo la quieres?
El policía se olvidó del pasaporte y me miró fijamente mientras hablaba:
—Si te quedas en Francia, la del Olympique de Marsella; si vas a Alemania, la del Bayern de Múnich, y si vas a España… no sé…, ya tengo unas cuantas, no eres el primero al que le pido una camiseta —desvió un momento su mirada hacia donde estaba Ismail con los otros—. ¿O quizás vas a algún otro país?
Respondí con un gesto ambiguo y volví a sentirme indeciso. ¿Pero qué narices estaba haciendo? Me estaba poniendo en evidencia, estaba reconociendo que yo no era el propietario de aquel pasaporte… De cualquier modo, creo que aquel tipo se había dado cuenta de todo desde el principio, pensé que no me quedaba más remedio que seguirle el juego.
—¿Qué quiere decir ese gesto? —insistió él—. ¿Todavía no tienes claro a dónde vas a ir? —parecía que el tío se estaba divirtiendo con todo aquello.
—Sí, sí lo tengo claro.
—Entonces dime, a ver… ¿Qué camiseta vas a enviarme?
—¿Qué te parece la del Athletic de Bilbao?
—Bueno… —dijo, poco convencido—, preferiría la de un equipo que gana títulos, pero ya tengo la del Real Madrid y la del Barça, así que… conforme.
Se puso a escribir algo en un papel y tuve la impresión de que estaba a punto de superar el control de pasaportes.
—Si quieres —por fin me salió al menos media sonrisa—, puedo mandarte el equipaje completo, con los pantalones y las medias también.
—Tranquilo —el veterano también sonrió—, me conformo con la camiseta. Aquí tienes mis señas —me alargó el papel.
Después cogió mi pasaporte o, mejor dicho, el de Suleymane Koné, lo abrió, levantó el matasellos y… volvió a mirarme.
—¿Puedo fiarme de ti?
—Sí.
—¿Me lo prometes?
—Te lo prometo.
Por fin bajó la mano con decisión, y el sonido del matasellos al estamparse en el papel me produjo una dulce sensación de alivio.