3
3
Cuando uno de los maderos que nos acompañaban vigilando el vuelo desde España nos ordenó desembarcar, creí no haber entendido bien. Me sentí confuso y pregunté si aquél no era el aeropuerto de Bamako, y si no pensaban llevarme a Uagudugu.
—Uaga… ¿qué? —me respondió el poli, sin ocultar una sonrisa burlona—. Si quieres te ponemos un jet privado, ¿no te jode? Ya nos habéis causado bastantes gastos y molestias, así que de aquí en adelante os buscáis la vida —añadió con un gesto más serio.
No perdí el tiempo reclamando, pues no iba a servir de nada, y abandoné el avión con el resto de la gente, todos hombres subsaharianos, todos cabizbajos, tristes y avergonzados. Les iba a resultar muy duro volver a casa y explicar su fracaso, explicar el motivo por el cual regresaban con las manos vacías, las circunstancias por las que habían echado a perder inútilmente el dinero y las esperanzas de amigos y familiares.
Yo me sentía confuso, no tenía claro qué hacer con mi vida y, viendo las caras de los que bajaron conmigo la escalerilla del avión, llegué a pensar que en el fondo había sido una suerte terminar en Malí en lugar de en Burkina Faso. No estaba preparado para afrontar ante mi familia la muerte de Sira, nuestra hija. ¿Cómo podría mirar a los ojos a su madre y contarle lo sucedido?, ¿qué diría a su hermanos presentándome así, como un perdedor?
Pero lo cierto era que me habían dejado tirado en Bamako y necesitaba un plan de acción. Antes de nada, empecé a pensar si tendría algún pariente por allí, quizás algún conocido… Sólo se me ocurría una persona, una de las pocas, además, cuyo número de teléfono sabía de memoria. Por suerte uno de los hombres que venían conmigo en el avión no tuvo inconveniente en prestarme su móvil y llamé a mi antiguo compañero de piso en la Pequeña África de Bilbao. Mientras esperaba a que respondiera, un amargo sentimiento de culpabilidad empezó a calar dentro de mí.
—¿Quién es? —oí por fin la voz de mi buen amigo, después de tanto tiempo.
—Soy yo, Touré.
—¡Touré! —tras la sorpresa inicial empezaron a salirle atropelladamente las palabras—. ¿Pero dónde te habías metido? ¡Si me estás llamando desde un número de Malí! Pero ¿qué…?, ¿qué narices estás haciendo ahí?, si…
—Me han deportado, Osmán —le interrumpí.
—No me extraña, después de la que liaste aquí la noche de la procesión. Ya estamos todos enterados, no te creas —su voz tenía un tono acusatorio, que iba en aumento—. De todas formas, ¿cómo se te ocurre desaparecer de San Francisco sin decir una sola palabra? No teníamos ni idea de dónde estabas, incluso llegamos a pensar…
El veterano maliense quedó en silencio por un momento, que yo aproveché para retomar la iniciativa:
—Osmán, sé que te debo muchas explicaciones y lo siento. Te lo contaré todo al detalle en otro momento, pero ahora estoy apurado, no puedo enrollarme porque me han prestado un teléfono para que haga una llamada breve. Necesito un favor, estoy en Bamako y no sé adónde ir. Se me ha ocurrido que quizás tengas algún conocido por aquí.
—Sí, claro —le escuché suspirar—. No te preocupes, mi familia vive lejos de la capital, pero tengo algunos buenos amigos por ahí. ¿Tienes para apuntar?