3
3
En la entrada del patio casi me crucé con un tipo. Llegué justo a tiempo de ver cómo se alejaba a toda velocidad con un fardo a la espalda. Un escalofrío me sacudió el alma cuando vi lo que asomaba entre la tela enrojecida. Pero aún quedaba otro individuo que salía detrás, y no tropezó conmigo por muy poco. A ese sí pude verle la cara, le reconocí en el acto, era el mismo que el día anterior me observaba desde de la moto roja. Iba armado con un machete ensangrentado que levantó amenazadoramente contra mí:
—¡Espera! ¡Está aquí! —le gritó al que se iba corriendo.
Miré a mi alrededor, buscando algo para defenderme, pero sólo me dio tiempo a agarrar uno de los baldes que las mujeres del patio usaban para lavar ropa. El plástico se rajó en la primera embestida, y no me libró de una herida en el brazo, pero al menos sirvió para amortiguar el golpe.
—¡Joder, vuelve! —volvió a gritar—. ¡Que está aquí el burkinés!
Pero su colega seguía alejándose sin mirar hacia atrás y yo aproveché el desconcierto para contraatacar. Le di una patada en la rodilla, al tiempo que otro golpe de machete me rozaba la cabeza. Mi agresor no se daba por satisfecho, sus ojos supuraban rabia, continuó atacándome mientras yo intentaba esquivar sus embates usando el balde hendido a modo de escudo. No pude evitar un corte en el hombro, otro en una pierna… Aunque ninguno de los impactos me dio de lleno, estaba claro que la intención de aquel demonio era acabar conmigo.
No podría haber aguantado así mucho más tiempo, menos mal que fueron acercándose las mujeres que observaban la escena. Algunas se quedaron mirando, paralizadas por el terror, pero otras reaccionaron lanzando piedras contra el hombre mientras proferían insultos y le increpaban a voces. Incluso los niños se sumaron a la ofensiva y el del machete no tuvo más remedio que detener su ataque, dado que necesitaba los dos brazos para proteger su cabeza de las pedradas. Echó la vista atrás, su colega ya estaba muy lejos, luego miró hacia mí, dubitativo, y vi cómo la expresión iracunda de su rostro se iba transformando en miedo. Lo intenté de nuevo, aproveché aquel momento de debilidad y me lancé bramando contra él. Le propiné un buen puñetazo que, aunque no le dejó fuera de combate, al menos consiguió hacerle retroceder y al final él también echó a correr, siguiendo los pasos de su compañero.
Entré al patio, con la respiración agitada, empapado en sangre y sudor, asfixiado de angustia. El viejo Yakouba yacía inmóvil en el suelo, a un metro escaso del servicio. Un río rojo salía de su cuello y las cuentas de su rosario estaban desperdigadas alrededor.
—Ha intentado defender a Alou —me dijo su joven esposa entre hipidos mientras señalaba hacia el interior del cuarto de aseo.
Me sentí atrapado en un desvarío delirante, un clamor de llanto y lamentos desgarrados inundaba el patio, convertido de repente en una especie de manicomio dominado por el horror. Creí enloquecer en medio de aquella histeria colectiva, pero aún me faltaba lo peor… Las mujeres se apiñaban a la entrada del habitáculo y tuve que abrirme paso entre ellas a empujones. Al final, también cogí a Aisha por un brazo y la eché hacia atrás. Después… Nunca lo olvidaré: un tembloroso trozo de carne blanca en mitad de un gran charco de sangre, Alou tirado en el suelo, sin brazos, sin piernas…, con las pupilas desbordadas de terror, aún vivo, me miraba suplicante. Caí de rodillas junto a él.
—Mi familia… —pronunció en un débil gemido.
La sangre escapaba de su cuerpo mutilado y desaparecía por el agujero abierto en el suelo. La tierra engullía el último hálito de vida de Alou sin que yo pudiera hacer nada.
—Mi familia… —repitió, con voz casi inaudible—. Cuida de ella…
—Lo haré, cuidaré de tu familia, te lo prometo.
En aquel instante, el hombre que me había acogido como a un hermano dejó de respirar. No sé si llegaría a oír mi promesa…
Conmocionado, me tapé la cara con las manos en un intento desesperado de tomar distancia de aquella realidad demasiado horrible. Quise llorar, quise gritar… Pero los gritos sólo estallaron dentro de mi pecho y el llanto se ahogó antes de llegar a mi garganta agarrotada por la angustia. El mío era un dolor seco y callado, estaba condenado a tragarme la rabia y la pena. De todos modos… ¿de qué hubiera servido unirse al coro de lamentos? Alou y Yakouba estaban muertos y eso no iba a cambiar de ninguna manera.
Me puse en pie, rodeé a Aisha con mis brazos y la saqué de allí. Solamente una vez fuera reparé en mi estado. Estaba sangrando por varios sitios, aunque no parecía que tuviera ninguna herida grave. Intenté mantener la cordura, busqué el teléfono de Alou y llamé a Ismail.