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Después de comer, Aisha estaba de un humor de perros. Su marido acababa de salir, había ido a visitar a su cuñada, que vivía en una aldea al norte de Bamako. Un hermano pequeño de mi anfitrión había fallecido el año anterior y él, fiel a la tradición africana, se había hecho cargo de la viuda, su familia y su casa, pero sobre todo, según parecía, de la viuda. Por eso, Aisha, que no era boba, montaba en cólera cada vez que Alou iba de visita a cumplir con sus “obligaciones” familiares. Lo más suave que le soltó a su marido esa tarde fue: “¡Lárgate, no quiero volver a verte!”. Todo lo demás fueron auténticas burradas, incluso estuvo a punto de lanzarle una cazuela a la cabeza justo en el momento en que él arrancaba la moto para marcharse.

Cuando nos quedamos a solas, la hermosa peul continuó desahogando su enfado conmigo:

—¿Pero qué se piensan los hombres, que somos imbéciles?

No abrí la boca. Al menos había dicho “piensan” en lugar de “pensáis”.

—Seguro que en Europa no pasan estas cosas, ¿a que no?

No sabía qué me convenía responder.

—Los maridos —insistió— no se van por ahí, a acostarse con todas las que les apetece mientras sus mujeres se quedan en casa trabajando, ¿a que no?

—Normalmente no —dije por fin.

—¿Y a que no toman a la viuda de su hermano por segunda esposa?

—No.

—¿Y a que no pegan a sus mujeres cuando les da la gana?

—La mayoría no.

Tuve que escuchar la retahíla de sus quejas y responder a sus preguntas retóricas. Y, la verdad, no podía por menos que darle la razón: ser mujer en África es una putada. De todos modos, tampoco me parecía apropiado criticar demasiado a Alou.

En una de ésas, Aisha se desinfló de un suspiro y se puso a recoger los cacharros de la comida, pero no los fregó inmediatamente sino que los dejó amontonados dentro de un balde.

—Es la hora de la telenovela —dijo—, pero se me han quitado las ganas de verla.

Entonces comprendí por qué se había quedado el patio tan vacío: todas las mujeres estaban viendo la tele rodeadas de su prole. Pero Aisha no encendió el televisor, se quedó quieta mirándome fijamente o, para ser exactos, se quedó mirando una mancha que yo llevaba en la pechera.

—Esa camisa está sucia —me dijo.

—No es nada, tranquila.

—Quítatela, que te la lavo.

—¿Pero la ropa no se lava por la mañana? —pregunté, extrañado.

—Tú quítatela y ya está.

La esposa de Alou todavía estaba de mal humor y, aunque dudé unos segundos, al final terminé obedeciendo.

—También voy a lavarte los pantalones —más que una oferta parecía una exigencia para que me los quitara.

Me quedé desconcertado cuando ella cerró la puerta de la calle, pero eso no fue nada en comparación con lo que vino después. No podía creerme lo que estaba pasando cuando echó mi ropa a un rincón y empezó a desnudarse. Realmente me estaba poniendo en un compromiso, no tenía claro qué se suponía que debía hacer yo.

—¿No te parece justo? —me preguntó mientras se me acercaba.

Yo estaba mudo de asombro y eso hizo que ella se sintiera insegura.

—¿Qué pasa?, ¿estoy demasiado delgada para tu gusto? —me preguntó.

Nada de demasiado delgada. La mujer de Alou tenía un cuerpazo de impresión.

—Aquí muchos opinan que las casadas tienen que estar gordas —continuó—. Cuando la gente ve a una mujer flaca, piensan que su marido no tiene dinero para darle de comer. Pero a mí eso me parece una tontería y, además, yo no engordo por mucho que coma.

El físico de Aisha no era ningún problema, por supuesto, y traté de explicárselo, pero lo único que conseguí fue meter la pata:

—¡Qué va, si tienes un cuerpo precioso!

—Entonces, ¿cuál es el problema? —respondió clavándome su mirada y dejando claro con una media sonrisa que no había lugar para indecisiones, que sólo tenía una opción si quería continuar en aquella casa.