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En el camino de vuelta hacia la tienda de Moussa, me di cuenta de que se estaba pasando la tarde y pensé que tendría que tomar alguna decisión si Bob no aparecía pronto. Quizás fuera conveniente buscar otro escondite, tenía que hacer algo al respecto, pero en ese instante había necesidades más urgentes: aún debía vaciar mi vejiga. Miré alrededor buscando un lugar discreto donde aliviarme y me metí detrás de una tapia donde no había más que pedruscos y un par de cabras que me observaban con curiosidad. Estaba en mitad de la faena cuando escuché a lo lejos la voz chillona de Kanya. No llegaba a entender lo que decía, pero daba la sensación de que estaba discutiendo con alguien.

Reanudé la marcha en cuanto pude y, a falta de unos cincuenta metros para llegar al puesto de sandías, vi a un hombre joven frente a la vendedora. Un poco más atrás había otras personas mirando, entre ellas el propio Moussa. Parecía que el ambiente se estaba caldeando, me acerqué unos pasos y lo que oí entonces me llenó de pavor.

—¡Pues sí! —gritaba la vieja—. ¡Claro que he visto al burkinés!, ¡pero no pienso deciros dónde está!, ¡ya os podéis ir a la mierda!

De repente, el individuo sacó un machete de entre las ropas y de un solo golpe dividió en dos una de las sandías más grandes que había a su alcance.

—¿Ves? —amenazó a la mujer, mostrándole el filo de la hoja—. Si no me dices ahora mismo dónde está el puto burkinés, haré lo mismo con tu cabeza.

Pero la anciana, lejos de acobardarse, se enfrentó a él y le llamó de todo.

—¡Pero serás hijoputa! ¡Te has cargado la sandía que me regaló el fetiche! —dijo, acercándose hacia él con un puño en alto.

Aquel individuo no estaba para bromas, pegó a Kanya un puñetazo en la cara y empezó a destrozar toda la fruta mientras ella se lamentaba tirada en el suelo.

Los mirones no hicieron nada, fue Moussa el único que salió en defensa de la vendedora. Se lanzó contra el tipo, consiguió derribarlo y trató de quitarle el machete, pero otros dos hombres armados salieron por sorpresa de entre la gente y uno de ellos le dio un machetazo en la cabeza. Enseguida le reconocí: era el motorista que había intentado parar el Mercedes esa misma mañana.

Me quedé petrificado contemplando la escena. El lugar donde me encontraba, sin estar muy lejos, casi quedaba fuera del ángulo de visión del mercenario, pero quiso el destino que aquél se diera la vuelta tropezando con mi mirada.

—¿No es ése? —preguntó alertado, mientras me señalaba—. ¡Sí, es él!, ¡ahí está el burkinés! —gritó.

Los tres matones se olvidaron de Kanya, de Moussa y de las sandías y echaron a correr hacia mí. No tuve más remedio que salir por patas.

Aquellos tipos eran más jóvenes que yo y seguramente tendrían mejor fondo físico, pero yo corría por mi vida y ellos sólo por dinero. Conseguí mantener las distancias en un principio, sentía el aliento de la muerte en el cogote y mis piernas volaban, lo malo era que no sabía hacia dónde ir. Pasé frente al patio de Alou, vi a la pequeña vendedora de cacahuetes mirándome asustada y seguí corriendo como un loco cuesta abajo, levantando una estela de polvo y pidiendo ayuda a gritos.

Mucha gente presenció la persecución pero, como era de esperar, nadie se atrevió a interponerse en el camino de tres hombres armados con machetes. Estaba solo ante el peligro y aquel barrio apartado del centro no era el mejor lugar para escabullirme. No estaba muy transitado, de vez en cuando pasaba alguna bicicleta o alguna moto y sí que había bastantes vendedores por la calle, pero ninguna aglomeración que sirviera para camuflarme entre la gente.

De repente, divisé una mezquita. Aquélla era mi única esperanza, un grupo de fieles se arremolinaba a la entrada preparándose para la oración de la tarde. Me dirigí hacia ellos, pero cuando aquellos buenos musulmanes vieron que me acercaba a todo correr, me cerraron el paso, dando voces y haciendo aspavientos para que me largara de allí.

Tuve que continuar con mi frenética huida, aunque me faltara el aire y me quemaran los pulmones. Giraba la cabeza de vez en cuando para comprobar que mantenía la distancia con mis perseguidores, pero uno de ellos, el que había discutido con Kanya, se acercaba peligrosamente.

Entonces vi el mercado, los puestos asomaban por una calle transversal hacia la que dirigí mis pasos. A la entrada había unos cuantos carros que estaban siendo cargados, me colé entre ellos como pude y me metí hasta el fondo, zigzagueando entre los tenderetes y mezclándome con la gente. Corría desesperado y no pude evitar tropezar con una mujer que llevaba una voluminosa carga en la cabeza y un bebé a la espalda, no nos caímos de puro milagro. Aún choqué varias veces más, dejé desparramadas por el suelo la mitad de las nueces de cola que vendía una anciana y casi hice perder el equilibrio a una chica que llevaba una bandeja con bebidas. Todos protestaban y me reprendían duramente con insultos, pero en cuanto veían quién venía detrás comprendían el porqué de mi alocada carrera y entonces ya no gritaban enfadados sino despavoridos.

Sentía que las fuerzas me abandonaban y, después de atravesar el mercado, al mirar por enésima vez hacia atrás, me di cuenta de que estaba a punto de ser alcanzado. Correr ya no era suficiente. Tuve que reaccionar con rapidez y, por fortuna, aún tuve suficientes reflejos para ir directo hacia una vendedora callejera que estaba preparando fritos, coger el sartenón del fuego y arrojar el aceite hirviendo sobre el perseguidor, que justo en ese momento se me echaba encima con el machete en alto. Le di de lleno. El tipo dejó caer el arma y se llevó las manos a la cara, aullando como un condenado. Me apresuré a recoger el machete del suelo al mismo tiempo que llegaban los otros dos. Ambos se detuvieron jadeantes, sin saber qué hacer, mirándome primero a mí y luego a su colega, que se retorcía de dolor en el suelo, chillando con desesperación.

—¡Dejadme en paz! —grité, levantando el arma, aun a sabiendas de que en un eventual combate llevaría las de perder, pues no estaba acostumbrado a manejar cuchillos de semejantes dimensiones.

Empecé a retroceder lentamente, sin quitarles ojo, y a cada paso que yo daba hacia atrás ellos daban uno hacia delante; primero muy despacio, luego más rápido, hasta que, finalmente, les di la espalda para echar a correr otra vez.

Continué a toda velocidad cuesta abajo, dejando atrás el mercado. Busqué consuelo pensando que, al menos, mi situación había mejorado un poco: ahora yo también tenía un arma y había conseguido librarme de uno de mis perseguidores. Aunque quizás no había tomado el mejor camino para huir, dado que por allí había cada vez menos casas y muy poca gente. Vi la orilla del río al fondo y la memoria se me volvió a inundar de malos recuerdos.

Entonces apareció una moto. Venía hacia nosotros, hacia donde yo estaba. Pensé en utilizar el machete para intimidar al conductor; le obligaría a parar y le quitaría el vehículo, aquello podría ser mi salvación. Faltaba poco ya, sólo unos veinte metros, mi esperanza crecía a medida que aquel motorista se acercaba… Miré hacia atrás, intentando calcular a golpe de vista distancias y tiempos… Sí, aquélla era mi oportunidad.

La sorpresa llegó cuando la moto se detuvo unos metros antes de cruzarse conmigo. El conductor se apeó y se llevó una mano al cinturón para sacar algo. En ese momento le reconocí. “Se acabó”, pensé. Aquel tipo era Ismail. Mi capacidad de razonamiento se bloqueó por completo y aflojé la marcha. Vi al policía apuntándome con la pistola, apreté los dientes y levanté los brazos cruzándolos sobre mi rostro al tiempo que dejaba caer el machete. Entonces se oyó un disparo, pero no sentí entrar la bala en mi cuerpo. Sin embargo, sí escuché un gritó ahogado detrás de mí. Giré la cabeza y vi a uno de los matones que me perseguían, abatido en el suelo, a muy pocos metros de mí. Su colega, el más joven, paró en seco. Comprendió en menos de un segundo que se habían cambiado los papeles y dio media vuelta tratando de huir, pero un segundo tiro le alcanzó hiriéndole en la cintura y se desplomó, quedando tirado como un trapo en mitad de la calle, quejándose lastimeramente, sin poder levantarse, sin poder ni siquiera mover las piernas.

Ismail bajó el arma y echó a andar. Pasó a mi lado como si no me viera. Llegó hasta el hombre herido, que no dejaba de gimotear, y le pegó un tiro en la cabeza, a sangre fría. El otro parecía muerto, pero gastó otra bala con él para asegurarse.

Luego se dirigió a mí.

—¡Vamos! —me dijo, y le seguí hasta la moto sin rechistar.