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Salí de la tienda con la cabeza gacha y crucé por delante del puesto de Kanya sin hacer ruido, mirando hacia el lado contrario de la calle. No sirvió de mucho; la anciana, que dormitaba bajo la sombrilla, se espabiló justo cuando yo pasaba por allí.
—Ha estado aquí ese policía tan antipático, el amigo de Alou —me dijo—. Preguntaba por ti, pero no le he contado nada.
—Gracias —respondí sobre la marcha, sin aflojar el paso.
Bajé la calle caminando a buen ritmo y, cuando casi había llegado al patio, tan sólo a falta de unos cien metros, un extraño sentimiento comenzó a frenar mis piernas, como si llevara un lastre. Reviví en mi mente la tragedia de la víspera: los charcos de sangre, el cuerpo albino mutilado, los gritos, los lamentos… Al final tuve que detenerme porque no me sentía capaz de continuar.
Cerca de la casa de Alou había un par de árboles solitarios, y busqué refugio a su sombra, observando desde allí la puerta de entrada al patio. Calma total; no entraba ni salía nadie. Entonces reparé en una chiquilla que me miraba con curiosidad desde un pequeño puesto de cacahuetes.
—¡Eh, oye! —la llamé—, ¿conoces a Aisha, la mujer que vive en ese patio?
—Sí.
—Por favor, ¿puedes decirle que salga?
—Sí, pero cuídame el puesto mientras tanto.
—Vale, de acuerdo.
La cría se fue corriendo y en unos minutos la vi salir acompañada de la esposa de Alou, que traía un gesto muy serio, aunque estaba guapísima, vistiendo un elegante bubu azul claro que resaltaba su esbelta figura.
—¿Cómo estás, Aisha?
Se encogió de hombros y me dio la respuesta que se podía esperar:
—No muy bien.
Los remordimientos atenazaron mi garganta.
—¿Y los demás? —pronuncié con dificultad.
—Por el estilo.
—¿Anoche no pasó nada?, ¿no os ha molestado nadie?
—No, ¿por qué?
Deduje que Bob había acertado: los matones entraron silenciosamente al patio y, al no encontrarme, se largaron sin despertar a nadie. Tanto mejor, aquello me quitaba un peso de encima.
—A mediodía ha venido Ismail a buscarte —añadió ella.
—¿Qué quería?
—No me lo ha dicho.
—¿Y tú qué le has contado?
—Que hoy por la mañana ya no estabas en casa, que nadie sabía nada de ti desde ayer por la noche —me miró fijamente—. ¿Por qué te fuiste sin avisar?, ¿tienes algún problema?
Aisha aún no se había enterado de que era yo el principal objetivo de los asesinos y no su marido; que era yo, al fin y al cabo, el responsable de la muerte de Alou. No supe qué responder, fui demasiado cobarde para confesarle la verdad en ese momento. Tarde o temprano se enteraría, tal vez incluso se lo explicara yo mismo, pero de momento era mejor dejar las cosas como estaban. Decidí buscar una evasiva, cambiar de tema:
—¿No has visto a Bob?
—No… —me dijo ella—. ¿No se fue contigo?
La situación no dejaba de ser incómoda, dudé un momento acerca de la respuesta más conveniente.
—Sí —reconocí, al final.
—¿Y dónde habéis estado?
Otra pregunta que yo no quería contestar. Aisha frunció el ceño, perpleja, mientras yo gesticulaba sin decir nada. Me sentí un estúpido, me estaba arrepintiendo de haber vuelto al patio y pensé que no tenía ningún sentido permanecer allí más tiempo.
—Tal vez sea mejor que me vaya —concluí.
—No hace falta, puedes quedarte si quieres —se apresuró a decir ella.
—Tengo que irme, lo siento.
Desvié la mirada hacia la joven vendedora de cacahuetes, que seguía muy atenta nuestra conversación.
—Adiós, Aisha.
Di media vuelta para largarme, pero antes de dar tres pasos, me detuvo un profundo lamento:
—¿Qué va a ser de mí ahora, sola en esta casa?
Sentí el impulso de retroceder y estrecharla entre mis brazos, largamente, en silencio. Pero me contuve, solamente me volví hacia ella, la miré a los ojos y le dije:
—Prometí a Alou que me encargaría de vosotros y cumpliré mi palabra. No te preocupes, tendrás noticias mías.
Todo estaba dicho. Di la espalda a Aisha y me alejé de allí definitivamente.