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El primer familiar a quien visitamos en Bamako fue el hermano mayor de Alou, Lamine. Nos recibió vestido con el foroki tradicional. Era un hombre de gesto serio y saludo sobrio, que tampoco se prodigó mucho en palabras al explicarnos el motivo por el cual había salido de su aldea haría cosa de un mes. Según contó, un día se sintió enfermo repentinamente y tuvieron que llevarlo al hospital de la capital, donde fue operado de urgencia. Le sacaron cuatro cálculos de los riñones, una de las piedras la guardó el médico y las otras tres se las dieron a él, las tenía metidas dentro de un bote y llegó incluso a enseñárnoslas. Ahora estaba pasando una temporada en casa de unos familiares, ansioso por recuperarse para volver a su poblado cuanto antes. Estaba convencido de que alguno de sus vecinos le había echado un mal de ojo, y no veía el día de ir para vengarse. Alou intentó calmarlo diciendo que él no veía magia negra por ningún lado, que no es tan raro sentirse mal de repente alguna vez, son cosas que pasan; pero Lamine insistía en que tan pronto como llegara a su aldea, pediría ayuda al marabut para encontrar al autor del hechizo y darle su merecido.
Nos despedimos del mayor de todos los hermanos y fuimos a ver a Fatim, la más joven de la familia. Más que hermana, aquella chica parecía nieta de Alou. Una diferencia de edad tan exagerada resultaría chocante en Europa, no así en África, donde la poligamia se consiente y los hombres pueden ir tomando segundas y terceras esposas a medida que las primeras envejecen, de modo que empiezan a tener hijos siendo unos muchachos y continúan engendrando hasta el fin de sus días. Precisamente éste parecía haber sido el caso del padre de Alou.
A Fatim le acababan de hacer una proposición de matrimonio. El pretendiente era un hombre bastante mayor que ella, también él podría pasar por su abuelo, pero ella había aceptado, incluso a pesar de no haber finalizado aún sus estudios de Enfermería o, quizás, precisamente por ello, ya que con aquel casamiento podría terminar de costeárselos. Además, también conseguiría una casa para ella sola, dado que la primera esposa de su futuro marido jamás aceptaría compartir techo con ella. Evidentemente, aquella boda poco o nada tenía que ver con el amor, en realidad era una forma de ascender en la escala social y conseguir un estatus inimaginable para la mayoría de las mujeres africanas, algo al alcance de Fatim siempre que no se quedara embarazada demasiado pronto y pudiera obtener el título de enfermera.
A continuación, fuimos a casa de Oumou, otra de las hermanas, en este caso de edad similar a la de mi anfitrión. Me di un buen susto cuando abrió la puerta. Pensé que sufría una infección horrorosa en la cara, pero enseguida me di cuenta de que se había puesto una de esas mascarillas para limpiar el cutis y aclarar la piel, propósito tan absurdo como imposible y, sin embargo, ideal de belleza perseguido por muchas mujeres en África.
Nos sentamos en el amplio y cómodo sofá del salón y comenzamos a charlar mientras ella se arrancaba a tiras aquel pellejo de goma que recubría su rostro. Durante la conversación, mi vista empezó a vagar entre el mobiliario y los detalles decorativos de aquella acogedora estancia. La casa de Oumou era, sin duda, la más elegante en la que habíamos estado aquel día, pronto comprendí por qué. El cuñado de Alou estaba en Tombuctú, trabajando para una importante ONG, una de las que gestionan la ayuda internacional en Malí. Era el responsable de distribuir los productos enviados desde el Primer Mundo, y lo hacía de tal manera que mientras una parte llegaba a su destino, otra era desviada para sí mismo y sus colegas. Más tarde vendían aquel material en el mercado negro y, de ese modo, luego todos podían permitirse coches caros y casas muy confortables. Así que Oumou no padecía las estrecheces que sufrían en otros hogares africanos, pero estaba muy preocupada por el avance de los islamistas insurgentes en el norte del país. Los rebeldes ya controlaban Tombuctú. Ella temía que, a raíz de los conflictos, quedara definitivamente cerrada su fuente de ingresos y, sobre todo, estaba angustiada por la amenaza bajo la que vivía su marido junto al resto de cooperantes y trabajadores de la ONG, cuyas cabezas podían acabar rodando por el suelo en cualquier momento.
Después de pasar horas visitando parientes, comprobé que la de mi anfitrión era la típica familia africana, una familia con muchas ramificaciones, en la que algunos hermanos compartían los dos progenitores y otros sólo tenían en común el padre o la madre. Alou no hacía distinciones, trataba a unos y a otros con el mismo afecto y cercanía y era evidente que todos ellos le tenían un gran aprecio.
Cuando salimos de hacer la última visita, ya de vuelta, mientras conducía la motocicleta, me preguntó si estaba cansado.
—En absoluto —respondí, aunque no era del todo cierto—. ¿Tú sí, o qué?
—No, yo tampoco, pero un poco preocupado sí que estoy.
—¿Por qué?, ¿qué pasa?
Nos habíamos detenido en mitad de uno de los mayores cruces que hay en Bamako, cerca del concurrido Mercado Principal, y mientras esperábamos a que el guardia de tráfico nos diera orden de continuar, Alou me hizo un gesto con la cabeza señalando hacia su izquierda.
—Nos vienen siguiendo —dijo.
—¿Quiénes?
—Esos dos de la moto roja.
A nuestro alrededor había todo tipo de vehículos, pero enseguida vi a dos hombres jóvenes sobre una moto casi tan desvencijada como la nuestra. El tipo que iba detrás apartó los ojos en el mismo instante en que nuestras miradas se encontraron y luego se inclinó para decir algo al oído del conductor.
—¿Estás seguro? —pregunté.
—Me juego el cuello, ya les he visto unas cuantas veces durante la mañana.
Sentí un escalofrío ante la seguridad con la que Alou reafirmó su sospecha. Enseguida me vinieron a la cabeza los nigerianos, aunque aquellos de la moto parecían ser malienses… Fuera como fuera, no me gustaba nada la pinta que tenían.
—¿Se te ocurre quiénes pueden ser? —pregunté a Alou.
—Quizá salteadores de caminos, cada vez hay más delincuencia…
—¿Y qué hacemos?
—Ayer estuvimos hablando del Festicaurí de Kulikoro, ¿recuerdas?
—Sí.
—¿Todavía te apetece ir?
—Claro.
—En un par de horas se llega a Kulikoro. Podemos salir de la ciudad en esa dirección y, de paso, vemos qué hacen estos dos, ¿te parece bien? —Por lo visto, Alou no se sentía intimidado, tal vez porque no estaba al corriente de mis problemas con los nigerianos.
—No se me ocurre nada mejor, pero… si vemos que de verdad nos siguen, ¿cómo vamos a defendernos?
—Si nos siguen, coge mi teléfono y llama a Ismail. Él sabrá qué hacer.
—Vale.
El policía encargado de poner un poco de orden en medio de aquel tráfico caótico nos dio paso. Continuamos la marcha de frente y, a los pocos metros, la moto de nuestros supuestos perseguidores se desvió hacia la izquierda.