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A veces, de tanto en tanto, se adueña de mí una sensación muy rara y especial; no, más que sensación es una necesidad fisiológica, necesidad tan viva y ardiente, que pincha y suplica, como el hambre o la sed.
Al principio, cuando se me desenrolló este apretujón, me sentí confuso, despistado, ya que al rebuscar en el glosario de necesidades fisiológicas conocidas ésta no aparecía por ningún lado. Ni rastro de ella. Nunca nadie me había hablado de su existencia; en clase habían pasado por alto explicarme esta lección. Y se me interpuso fuertemente, sin posibilidad de disimulo, el pitido de la preocupación: tal vez había algo dentro de mí que no marchaba bien, tal vez la causa provenía de una falta de vitaminas o proteínas… No, no era exactamente una carencia de este tipo.
Cavando un poco en el misterio no me resultó difícil averiguar por qué la gente no hablaba ni era plenamente consciente de que también posee esta necesidad: todos la tenemos, a todos se nos aviva y nos granula periódicamente, pero la mayoría de la gente, acostumbrada a la fricción diaria con otra gente, la apacigua y sofoca sin querer, la complace antes de que ésta haya llegado a revelarse enteramente en la superficie.
¿Y cuál es esta necesidad, premura fisiológica tan presente como otra cualquiera? ¿Cuál es su nombre? ¿Dónde hay que situarla e inscribirla? ¿Qué hay que hacer para satisfacerla?
Se llama necesidad de ser tocado; clamor que aúlla pidiendo que alguien, unos dedos distraídos e inocentes, se posen brevemente sobre tu epidermis inflamada para calmarla y abrevarla. Simplemente eso. Nada tiene que ver con el deseo sexual: es algo mucho más básico, más primordial, más ancestral: sólo pide el contacto con otra piel…; ser tocado, ser tocado. Sé que mucha gente dudará de la existencia de esta necesidad argumentando que nunca han sentido algo así, que nunca han arribado hasta el extremo de ver venir este bisonte alterado y peticionario; lo que es perfectamente comprensible ya que, primero, al tener la suerte de poderse mover, la gente se toca involuntariamente a sí misma varias veces al día al rascarse la nariz, al aplaudir, al alisarse las arrugas de su vestuario…, y, segundo, impide que esta comezón llame descaradamente a las puertas de su apercibimiento con el cotidiano trasiego con el que se encuentran de manos que estrechar, besos protocolarios que dar y recibir… Es por esto por lo que difícilmente habrán llegado a sospechar del arraigo y vigencia de este apetito; lo aplacan sin querer, sin darse cuenta…
Pero ciertamente existe, existe.
Yo soy el primero que, hasta que no he llegado a un estado de deterioro y de inmovilidad importantes, hasta que apenas he podido tocarme a mí mismo, no he atinado a detectar su pulso, a hacerme una idea de su morfología; y a descubrir que, además, tenía nombre y había sido investigada.
Sí, había sido investigada.
Al querer saber más sobre el tema me puse a indagar hasta que me topé con un experimento revelador llevado a cabo hace muchos años en un hospital con dos grupos de recién nacidos. A ambos grupos se les alimentaba y se les cuidaba, con la salvedad de que a uno de ellos no se le tocaba y al otro se le proporcionaba varias sesiones de caricias al día. Pues bien, el resultado fue que los integrantes del grupo privado del intercambio bioquímico piel con piel crecieron mucho más despacio e incluso algunos de ellos murieron. Murieron. La evidencia no admitía lugar a dudas: el ser humano requiere ser tocado. Es una necesidad fisiológica más.
Y yo no quiero morir como los bebés de ese experimento.
Así pues, hoy que noto más beligerante esta necesidad, como la llama de un cigarrillo que me abrasa y encrespa, como si miles de agujas me estuvieran acribillando, le mencionaré a mi madre, cuando entre en la habitación, que tengo un picor en la cabeza. Entonces mi madre colocará su mano sobre mi cabeza rapada y gemidora, y esta sensación tan discordante desaparecerá. Sí, desaparecerá.
Que alguien me toque, que alguien me toque.