5
Cuando uno está en una situación parecida a la mía, cuando se está despojado de las gracias y ventajas que ofrece el movimiento corporal, uno nota como hace su aparición un azafranado fenómeno que consiste en ser chasqueado hasta que te salgan ojeras por las apóstrofes del pasado; fragmentos del ayer que se introducen e interfieren con un descaro soez en el hortal de la mente, obligándote a recrearte una y otra vez en lo ya vivido.
Es como desplazarse en un coche que va muy despacio, que coge poca velocidad, por lo que además de no poderse uno proyectarse y refocilarse hacia delante, dejando atrás el sopor de la lentitud, tienes que sufrir la contaminación y sofoco del humo proveniente del tubo de escape, el cual, al no marchar rápido, no puedes burlar ni dejar atrás.
Estos sarpullidos y bocanadas del pasado son inversamente proporcionales a la capacidad y posibilidades transandinas del individuo; ya que cuanto menos puede moverse una persona, cuanto más inmóvil y estático tiene que estar, más aumenta el tráfico y las emisiones de las imágenes de lo que fue; como si ante la dificultad para expresarse y realizarse prósperamente uno tuviera que recurrir al baúl de los recuerdos para rellenar esa insoportable página en blanco que sería la vida. Si no puedes vivir montado en lo que sería natural, en una existencia que se expresa y transcurre hacia delante, construye, al menos, una vida con fantasías o con retazos y recuerdos de lo que sucedió, con lo que sea con tal que el vacío y la apatía más fuliginosa no te destruyan y acaben contigo.
A pesar de mi demostrado y claro interés por permanecer lo más activo posible, las insuperables cadenas del precario movimiento a las que estaba sujeto me obligaban a pasar mucho tiempo en el cuarto de la quietud; forzoso estado que con el tiempo te tundea y se fuga en cantidades industriales, pasando ante ti sin que atines a parcelarlo, a usufructuarlo, por lo que ante esta situación de tanto acordonamiento los recuerdos del pasado regresaban y regresaban con mucha asiduidad a visitarme.
El pasado, el pasado que regresa y recuerdas, con una memoria mucho más potente que la que posee otra persona que no esté esposada a una cruz tan especial; esa calima que conforma los recuerdos que en tu caso se mantiene más joven y dura más, que cuesta más trabajo borrar, ya que para ello sería necesario zambullirte en un mayor frenesí de actividad; por lo que al no poder acceder a ello con la naturalidad y el desparpajo que serían óptimos, las evocaciones del pasado salen de sus tumbas y vienen a visitarte con una mayor frecuencia de la que suele ser recomendable y habitual.
Y fue un día de ésos, creo que ocurrió justo después de desayunar, que, como una revelación mística y espiritual, se me abrieron los ojos y pude contemplar en toda su extensión a la cantidad de cachos y vestigios del ayer que, alegre e indemnemente, sin que les hubiese dado permiso ni autorización para ello, entraban y vagaban por mi cabeza. Es cierto que había sabido reconducir el rumbo de mi vida y salir de esa espiral negativa que me conducía infaliblemente hacia ningún lado, pero, aun así, sentía como las estacas del ayer estaban aún fuertemente clavadas en mi espalda, delimitándome mucho; cúmulo de escenas desfasadas que se asomaban a mi mente colándome sus parásitos en los motores de mi reactor.
Fue en esos días cuando realmente comprendí cuán grande y decisiva es la influencia que dicho pasado ejerce en la vida de las personas; cómo invisible pero poderosamente acomba el destino de la gente, obligándola a ejecutar actos que ésta cree de libre elección, pero que no son más que consecuencias inducidas y dictaminadas por el ayer.
Enfundado en mis reflexiones pensaba en la cantidad de seres humanos que permanecían traumatizados por algún incidente sufrido en el pasado; me preguntaba por qué no habían podido descasarse de la larga sombra de pesar que los tenía cogidos, subyugados… Tal vez somos mucho más vulnerables y estamos mucho más condicionados de lo que nos creemos, concluía, mientras miraba una película en la que el protagonista, que había sufrido determinados abusos en la infancia, terminaba, a su vez, cometiéndolos inevitablemente sobre otro sin que pudiera resistirse o reprimirse… Inquebrantable e insoportable condena… No, no puede ser siempre así, me animaba, en algunos casos y situaciones debe de haber una manera de poder romper con él, de aprender la experiencia de un modo positivo… Pero ¿cómo hacerlo?
Llamo y convoco, como si de un espíritu custodio se tratase, a Áxel; le pido que venga, que se manifieste, que se siente a mi lado para hablar; necesito dialogar con él para profundizar en esta cuestión.
—Mi infancia y especialmente mi adolescencia —le confieso— no han sido precisamente fáciles en algunos aspectos, y aunque bien es cierto que poseo una predisposición siderúrgica y muchas ganas de mirar hacia delante, también es verdad que a medida que la inmovilidad avanza siento como estas púas del ayer aparecen y se me incrustan con una mayor rapacidad.
—Entiendo —replica pausadamente Áxel, invitándome, con la anuencia de su mirada, a continuar con mi exposición.
—Si a una persona digamos que considerada «normal» ya le resulta tremendamente complicado zafarse de las perturbaciones malsanas que puede haber en su pasado, para mí o para aquéllos que presentan una seria dificultad para marchar campechanamente en línea recta esta problemática se acrecienta mucho más, y hasta diría que en buena lógica puede resultar una tarea casi imposible…
—Sí, pobrecito, deberías quedarte con los brazos cruzados y maldecir todo el tiempo tu mala suerte.
—Ésta es la tendencia que noto suspirar por dentro de mí, y comprendo perfectamente a quienes están hundidos en esta postura; pero yo lo que precisamente no quiero es esto.
—¿Qué quieres entonces?, ¿qué es lo que buscas?
Y entonces me pongo firme, derecho, reúno fuerzas, y trato de aclarar en qué consiste mi próximo objetivo:
—Lo que yo pretendo es que el ayer deje de ser una losa, un pañuelo tendido en el que llorar… Me cansa y aburre estar quejándote constantemente porque lo considero un círculo vicioso que no te lleva a ningún lado…; y yo lo que pretendo es avanzar, progresar, seguir creciendo como sea. —Expreso mi intención y siento, resistencia que se acrisola al ser flameada por un conjuro providencial, un aumento de los ánimos que me enviscan para que siga hablando—: Lo que busco es la forma de invertir pasado y convertirlo en mi aliado, transformar su lacra negativa en beneficio positivo…; convertir cada uno de los escalones, por duros y rasposos que hayan sido, en un fructífero aprendizaje que me ha ayudado a llegar hasta aquí, a ser lo que soy… Y, a partir de este estrado, ser yo el que pueda influir el cauce de mi porvenir…
Áxel parece escarolarse un tanto por mis palabras, con mi fogosa alocución, y, acto seguido, con su inquina y mala fe habituales, se dispone a comprobar cuán consistente y viable es este nuevo propósito lanzándome a la cara una serie de balonazos directos, con ajo y pimienta:
—¿Qué haces entonces, por ejemplo, con todas esas horas de ejercicio malversadas que han tachonado tu vida? ¿No sientes cómo, al igual que los puntos de una cicatriz, molestan y te obligan a encorvarte?
—Sí, sí que lo noto, pero prefiero pensar que de algo me habrá servido, aunque sólo sea para fortalecer mi carácter y voluntad. De hecho me ha ayudado a reconocer mejor esa veta hacia la vida que zapatea dentro de mí, y a cuidarla con más consideración para que nada ni nadie la dañe ni la desvíe de su connatural propósito de propalarse correctamente…
Mi más encanado enemigo convertido también, por obra y gracia de un proceso de infiltración activa hacia su interior para tratar de desvelar cómo es y cómo piensa, en un maestro y compañero que me va enseñando cada vez más cosas de mí mismo y de mi entorno, parece no amilanarse ni tener suficiente con lo que le acabo de decir, ya que continúa tirándome sus puñales traicioneros para que me retracte de mi propósito:
—¿Y no te rebomban todos esos ratos y ratos que has tenido que pasar en soledad mientras tus amigos se iban por ahí?
—Sí, es cierto que de tanto en tanto vienen a visitarme este tipo de recuerdos, pero también he aprendido a entrever la gran oportunidad que se me ha brindado para montar exploraciones hacia los rincones mitológicos de mi ser, entregándome al cautivador conocimiento de uno mismo por el que difícilmente me hubiera inmiscuido si no hubiera dispuesto de esos interregnos de silencio y soledad.
No se da por vencido, e insiste, en una última y desesperada tentativa por desfondarme:
—Y tú, que estás cada día más débil, ¿no sientes cómo, en buena lógica, te aserruchan de tanto en tanto esos fotogramas de cuando estabas mejor?
—Sí, la verdad es que ocasionalmente noto también esos pinchazos que me electrocutan… Por todo esto es por lo que tengo esta inaplazable necesidad de encontrar un modo o sistema definitivo para impedir que las taras y residuos del ayer se me echen encima y acaben por chafarme. Pero ¿cómo tengo que hacerlo?, ¿cómo lograrlo si aceptamos que una persona como yo, con la movilidad tan maltrecha al no poder realizarse hacia delante y distraerse con los flashes que repetidamente le mandan los elementos del medio, inevitablemente tendrá que recurrir con mucha más frecuencia a los expedientes amarillentos del pasado como único material disponible para arrojar sobre la hoguera del tiempo y hacer que éste se amerengue con un provecho mínimamente aceptable? ¿Cómo, cómo hacerlo teniendo en cuenta este encabezamiento que tanto estorba y condiciona?
Y es entonces cuando Áxel, consciente de lo enérgica que es mi resolución y de que no ha podido conmigo ni hacer nada para hacerme desistir, se transforma y me ofrece su otra cara, aquel aspecto colaborador que he ido a buscar. Lo hace mediante una leve insinuación, a través de una pista grácil que distraídamente deja caer, y de la cual debo partir para tratar de componer y de llegar a unas conclusiones finales, como si me dieran un primer empujón para comenzar a trompicar y a discurrir por mis propios medios.
—Estás rondando y dando vueltas sin que lo veas alrededor de la solución del problema. Me comentas que quieres encontrar una manera de sobreponerte, en lo posible, al pasado, cuestión que si a los demás ya les resulta de por sí una misión muy complicada de resolver, en tu caso, comentas, esta dificultad se agrava por las especiales circunstancias físicas en las que estás inmerso. Estoy de acuerdo contigo en todo esto pero creo que olvidas que puedes ser algo más que un sujeto pasivo que está a merced de estos avatares…; olvidas que si hay alguien que puede modular estos efectos eres precisamente tú; olvidas que en ti debe de haber un potencial y avíos suficientes para dar una respuesta adecuada a esta cuestión. —Áxel hace una pausa en su discurso para preparar la traca que, aterciopelada y víboramente, deposita sobre mi lengua:
»Si no puedes situarte hacia delante con la periodicidad y desahogo que serían deseables, y, por otra parte, no puedes dejar de sentir el acoso de los recuerdos que se abalanzan sobre ti de tanto en tanto, ¿qué estado temporal te queda?; ¿qué estado puede haber donde puedas establecerte e intensificar las habilidades oportunas para minimizar en lo posible los efectos indeseables que puedan ocasionarte los otros?
—El presente… —respondo, sorprendido de no haber dado antes con una evidencia tan transparente y, pipí incontenible por dar rienda suelta a estas intenciones que se me hacinan por dentro, prosigo:
»Lo que quiero y propongo es vivir cada vez más centrado en el lúcido presente, en el aquí y en el ahora, y hacerlo con tanta fruición y arranque que la explosión que de tal actitud se libere solape cualquier preocupación del ayer o inquietud por el mañana… Porque tanto los aciertos como los errores que he tenido han sido sólo un preámbulo para llegar hasta aquí, hasta este irrepetible momento, y esto es lo único que importa: sentirme irresistiblemente vivo… en este preciso y precioso instante.
»Sí, me atrae este nuevo reto. Tengo que intentarlo…: vivir en el presente, en el invencible ahora…