6

Viví los primeros años de mi vida adormilado en el grupo, divirtiéndome en la inopia en la que están aquéllos que aún ignoran la complejidad de la existencia. Pero era inevitable mi despertar, sólo cuestión de tiempo que las hasta ahora difusas letras que escribían mi destino adquiriesen una visible tonalidad, mudasen por una caligrafía chillona cuyo mensaje, expuesto en mis narices, resultaba imposible que pasase desapercibido.

Darme cuenta de mis ataduras para correr y sentir cómo ese deseo martilleaba mi cabeza fue sólo la gota que colmó el vaso que ya estaba a punto de rebosar: si no hubiera sido por esto hubiera sido cualquier otro acontecimiento el encargado de destaparme mi cruda realidad. Hubiera podido llegar antes, la revelación hubiera podido llegar en etapas aún más tempranas de mi vida; pero ya sea por la jovialidad de mi carácter, hiperactivo para prestar atención a los indicios de mi desigualdad; ya sea porque no tuve excesivas experiencias de burla, de aquéllas cuya humillación expulsa de paraísos y acelera la fagocitosis sobre tu origen, se consiguió demorar por un tiempo la evidencia de ser diferente, retrasándola hasta que ya nada ni nadie podía hacer nada para evitar su eclosión.

Crecía, iba dejando atrás la suspensión amniótica, transfiguraba la visión monocorde y sin aristas de las cosas por la indagación y comparación constantes, proceso indispensable en la construcción de la propia individualidad. Y en este despertar, en este vuelco de la atención hacia uno mismo que insufla autonomía a aquellos aspectos que antes funcionaban de manera automática integrándolos en la conciencia, con uno de los primeros contratiempos con los que me topé fue con una avalancha de interrogantes, la cáustica obstrucción del quiste de los «porqués» cuyo acoso permanente dificultaba cualquier transición pacífica.

Tres fueron las cuestiones que, inicialmente, comenzaron a rondarme con insistencia y después a infectar mis pensamientos pueriles violando el derecho constitucional de no tener en estas edades preguntas excesivamente pesadumbrosas o, si se tienen, que al menos tengan la deferencia de durar poco para no prolongar el tormento.

La primera de todas en hacer su aparición fue: «¿Por qué yo no puedo correr como los otros niños?», arrasando, importunando, pinchando con saña hasta humedecer mis ojos y verter en mis oídos un picor tan abrasivo que me arrojaba al auxilio de las melosas palabras de mis familiares para aplacar mi sufrimiento.

—Ten paciencia, todo se arreglará —respondían mis padres.

—Tienes que tener fe —resolvía mi abuela.

Pero aunque el magnetismo que exhalan las frases costumbristas era capaz de dulcificar el escozor afincado en la epidermis, no llegaba a saciar mi combustión interna ni conseguía aplacar mis excesos de ira, por lo que perseguía algo más cálido como el contacto corporal, cuya acción terapéutica, al ser cien mil veces más potente que la de las palabras, permite llegar a mayores cotas de alivio: perseveraba por el beso, o por la mano lamiendo la mejilla, aunque lo que más me reconfortaba era perderme bajo los pliegues de un abrazo. Y ellos, apesadumbrados ante mi desasosiego, se dejaban hacer.

Después, una vez que hubiera pasado algo más de tiempo y mi entendimiento se hubiera ido ensanchando haciéndome reparar en que eran muchísimas más las cosas que tampoco podía hacer; después de que poco a poco se fueran acumulando las irrefutables pruebas hasta conseguir reventar el embalse de mi inocencia, llegó el «¿por qué soy diferente?». Y su aparición fue como si me inyectaran una tonelada de soledad en la boca del estómago, como si toda la incomprensión del universo se hubiera condensado en mí y no parara de pellizcarme desaforadamente hasta no dejar ningún centímetro de piel sin subyugar: y es que me parecía inconcebible estar protagonizando una obra tan espeluznante…

Finalmente, cuando ya me encontraba inmerso en pleno aceite hirviendo; cuando junto al grito de desesperación dejara escapar el juicio en busca de respuestas; cuando ya me hubiera percatado de la cruz que me señalaba y supiera cuán ominosa era la carga que arrastraba; cuando por mucho que moviera la cabeza no consiguiera enmendar la distorsión de una realidad absurda ni hacer saltar los cerrojos y las cadenas que me inmovilizaban; cuando mi mirada hubiera quedado fijada en mi cuerpo, y no viera nada más que mi cuerpo con la ilusión abortada, entonces apareció el rey de los interrogantes, aquél que allá por donde pasa deja calcinada toda tentativa de dicha para sembrar sólo silencio, y su impronta, de fuego, queda para siempre marcada en el alma: «¿Por qué a mí?».

«¿Por qué me ha tocado precisamente a mí ser diferente entre tantos y tantos que hay?» Y forzaba la vista tratando de abarcar todo el gentío de mi alrededor que me fuera posible: cuánta muchedumbre moviéndose sin esfuerzo, cuántas piernas en constante actividad, risas vírgenes que nunca conocerán ni la otra realidad ni la angustia…

«¿Por qué no a éste, a ése o a aquél?» Y los escrutaba, uno a uno, con minuciosidad. Apresaba visualmente cualquier espécimen con la normalidad intacta y le sometía a una exhaustiva revisión con la finalidad de averiguar si tenía algún distintivo oculto o especial que le hubiera salvado de compartir mi lotería: un rasgo de carácter tal vez, más afables o inteligentes, más vivaces o locuaces, o tal vez yo era poseedor de un grado de maldad más elevada que el resto de mis congéneres y por ello merecedor de ser castigado con este cuerpo…; aunque lo cierto es que después de una meticulosa comparación no detectaba ninguna razón consistente que demostrase que eran mejores que yo, ni hallaba en mi comportamiento pecado tan oscuro que justificase mi castración física.

«¿Por qué a mí, por qué a mí, por qué a mí…?» Y la pregunta se iba repitiendo y haciéndose perpetua cada vez que me topaba con las evoluciones de otro chico. Se repetía, se repetía, y con cada nueva entonación se me desgajaba algo de dentro que encrespaba mi desazón. Se repetía, se repetía como un torbellino que iba socavando mi mente desposeyéndola de toda fluidez de ideas, llenándola únicamente con esta obsesión; dejando los terrenos desolados de mi psique preparados para gestar y aposentar nuevas dudas, nuevos miedos, nuevos porqués aún por venir, tanto o más tremebundos.

Fueron los constantes golpes, las continuas caídas las que acabaron de raspar los restos de mi capa de atolondramiento para dejar traslucir toda la monstruosidad de lo que me estaba pasando: mi cuerpo no sólo no estaba capacitado para correr, sino que era extremadamente voluble a las caídas. Bastaba un ligero empujón, un leve traspié que a los otros no les hubiese despeinado ni un pelo para hacerme perder el equilibrio y empotrarme de bruces contra el suelo. Los repetidos batacazos me confirmaron dos cosas: primero, que el mundo era tremendamente inhóspito; segundo, que esta impresión de dureza era exclusivamente mía, ya que los demás parecían ni inmutarse. Si además añadimos a esta propensión el hecho de estar matriculado en la fase parvularia, donde los demás niños tienen serias dificultades para reprimir su energía vasomotora, no es de extrañar que la mayoría de las veces fuera la víctima atropellada por los infantes que se perseguían a la carrera o que me atrapase la vorágine de una trifulca iniciada cerca de mí, y su remolino tan violento me derribase como una ficha de dominó.

Y me vi forzado a aprender si quería sobrevivir dentro del caos. A fuerza de golpes aprendí, al mismo tiempo que dos y dos son cuatro, a fraguar soluciones para evitar en lo posible ser víctima de la fuerza bruta. Aprendí que si quería atravesar el patio del colegio en horas de recreo la mejor manera de hacerlo era bordeándolo, ya que la cantidad de tráfico me hacía muy peligrosa la empresa; aprendí que circular cerca de la pared protege más que si lo hiciera a campo abierto; a ser el último, a esperar a que los otros chicos hubieran abandonado el aula para poder salir; a mirar constantemente a un lado y a otro antes de iniciar algún movimiento; a gritar «¡cuidado!» cuando alguien con las maneras de un elefante se acercara.

Recuerdo que antes de entrar a clase nos hacían colocar en fila en el patio. Esta particular disposición era la mayoría de las veces funesta para mí por la cantidad de empellones que se generaban; por lo que me las tuve que apañar para llegar tarde a clase y no tener que pasar por ello, ya sea aposentándome en la puerta del colegio fingiendo que estaba esperando a alguien, o escondiéndome tras el burladero del baño. Un poco más adelante, cuando del parvulario pasásemos a las aulas situadas en el primer o segundo piso, tendría que seguir componiéndomelas levantándome de la cama más temprano si quería llegar pronto a la escuela, y comenzar a subir parsimoniosamente la escalera para no arribar muy desfasado al inicio de las clases.

Me sentía como un ratoncito ingeniándoselas para frenar las embestidas de una locomotora, tan frágil, tan delicado como la cristalería fina en medio del huracán, que tenía que espabilarme ante un mundo que, aparte de incomprensible, se me empezaba a hacer hostil, muy hostil.

Pero no sería yo el único que se daría cuenta de la endeblez de mi constitución. A medida que fueran creciendo, se produciría en mis compañeros un curioso proceso de simbiosis por el que irían, de una manera inconsciente y natural, frenando sus impulsos o interrumpiendo momentáneamente sus peleas, a veces pronunciando expresiones como «¡atento, que viene José Antonio!», cada vez que yo pasase por su lado. Era como si entre todos, ellos tratando de comprender su poder o mi extrema debilidad, yo estudiando cómo se movían para poder infiltrarme mejor, buscásemos un lugar común donde estados físicos tan diferentes pudieran convivir.

Paulatinamente, se fueron abriendo nuevas vías que demandaban mi atención. Uno de los aspectos que más quebraderos de cabeza me dio fue el de la resistencia. Mi resistencia era tan limitada que muy pronto llegaba el agotamiento, siendo inútil empeñarse en querer seguir con lo que estaba haciendo ya que mis músculos se agarrotaban y se negaban a aceptar mis órdenes. Al ser mis ganas de explorar y de moverme mucho más fuertes que la conciencia de mis limitaciones, me tropezaba con apabullantes sorpresas como por ejemplo venir de caminar y después estar completamente extenuado si quería subir una escalera.

Y así, tuve que aprender a administrar mis fuerzas. Aprendí que no debía andar demasiado si luego tenía que subir una escalera, o a descansar un rato después de haberme levantado repetidamente de una silla si quería tener el combustible suficiente para arribar a casa. Llegar a comprender todo esto fue una tarea tremendamente dolorosa: me negaba a planificar, a tener que pensar cómo hacer las cosas mientras el resto de mis compañeros vivían tan despreocupadamente. Era una situación tan antinatural, verse obligado a reprimir el ansia de actividad constante que reivindicaba mi espíritu, a dedicar el tiempo a idear enrevesadas estrategias con las que nadie, nunca, debería cavilar, que solamente el pánico a caer en la emboscada del callejón sin salida era el que me empujaba a actuar. No tenía otra opción: quedarse sin fuerzas es algo tan asfixiante, tan denigrante y desconcertante que forzosamente tenía que empezar a discurrir si quería reducir la frecuencia con la que se presentasen estas ocasiones.

Toda esta febril elucubración de cómo economizar mis energías se vería además constantemente entorpecida por el hecho de que mi resistencia estaba sujeta a un cambio permanente. Al ir perdiendo fuerza, lo que para un año me servía no valía para el otro, y así, tenía que estar continuamente reestructurando la escala de actividades que podía hacer. Curiosa ocupación, baldío entretenimiento, como aquél que se afana en erigir castillos de arena en la orilla del mar, ignorando que la próxima ola volverá a derribarlos.

Y al tratar, como así se hace en otros contratiempos que surgen a lo largo de una biografía, de indagar cómo se las arreglaban mis compañeros con este problema, lo único que conseguí fue empeorar aún más las cosas: cuando me hallaba en el umbral de la fatiga y me acuciaba la necesidad de preguntar a mis amigos si después de realizar tal o cual tarea a ellos también les revenía esta pesadez insoportable, ellos componían esa mueca de perplejidad, esas caritas de pasmo como si estuvieran hablando con un ser de otro planeta. Siempre quedará archivada en mí esa incomprensión que despedían, esa incapacidad para entender lo que pudiera estar pasando bajo una piel ajena, y ciertamente, mis inquisiciones debían de parecerles divagaciones marcianas.

Y tenían razón para sentirse así. Yo los miraba (mirar, siempre mirar) cómo realizaban tantas actividades no solamente con una agilidad que yo no tenía, sino que además con un vigor inagotable, como si nunca necesitaran hacer una pausa para tomar aliento ante el esfuerzo. Presencié cómo sus cuerpos relucían siempre lozanos y frescos, cómo sus frentes nunca se arrugaban reclamando un respiro; corroboré que sus piernas estaban todo el día recias y enérgicas y que nunca, nunca, entraban ni por asomo en la fase crítica en la que lo hacían las mías cuando les revenía el cansancio y fatídicamente me abandonaban, se desmoronaban, se doblaban a la altura de las rodillas y esparcían por tierra todo mi bochorno.

Y entonces, sólo entonces, reparé en el significado tan diverso que le dábamos a la expresión «estoy cansado», ya que mientras que para ellos era como si empleasen un sinónimo de una ligera molestia que no les impedía continuar con su quehacer, para mí equivalía a estar sumido en la debilidad más absoluta. Mismas palabras para describir estados tan diferentes.

Y me di cuenta de que el lenguaje de los «normales» no me servía para describir las reacciones de mi cuerpo.

Y empecé a sentirme un extraño.

No podía evitar que la primera impresión de la vida, de mi realidad circundante, fuera de un lugar repleto de tachuelas, plagado de obstáculos que se alzaban en cada rincón, y que si bien a los demás parecía no afectarles y ni tan siquiera reparaban en ellos, a mí se me enredaban como zarzas que me impedían avanzar. Desde donde me alcanza el hilo deshilvanado de mi evocación, desde donde alcanzo a recordar me he visto siempre limitado e invadido por la enfermedad. No dispongo de ningún recuerdo en el que aparezca completamente bien, viviendo libre de ligaduras.

No conservo ninguna retrospectiva, por borrosa que sea, que no esté enmohecida por la afección. Se pegó a mí tan pronto, formó desde tan temprano esta unidad consustancial conmigo, que tardé varios años en comprender que los achaques que acribillaban mi cuerpo no eran la tónica general que también les pasaba a los demás, sino que eran las espinas que coronaban mi anormalidad.

Echo en falta que me sobrevenga algún regusto en el que aparezca rebosante de salud, con el que hubiera encarado un poco mejor el abordaje de este mundo. Con un recuerdo así en el bolsillo, teniendo claro la diferencia entre lo que es ser «normal» y lo que no, hubiera tenido un valioso antecedente que me hubiera aportado un poco más de afianzamiento contra las turbulencias que se me presentaron. Daría lo que fuera por haber morado en un nirvana así, por haber experimentado esta elemental unión perfecta exenta de chirrido que despide permanentemente la disociación entre el yo y mi cuerpo; y deshacerme, y extasiarme por haber tocado el cielo de un imposible tan lejano.

Si la enfermedad hubiera aparecido a los ocho o nueve años no hubiera sido menos gravosa, pero al menos, al haber tenido tiempo de entender la diferencia entre lo que es estar bien y lo que no hubiera dispuesto de un mayor abanico de comprensión, de un mejor punto de apoyo donde asirme para padecer algo menos las asechanzas del caos. Así pues, si alguna vez he sido completamente «normal» habrá sido en una época tan incipiente de mi existencia en la que mi memoria estaba aún demasiado imberbe para haber podido registrar el acontecimiento.

Me encontré arrojado de una patada al foso de los leones desde tan temprano que no pude guarecerme en el conocimiento de las cosas, no se llegó a consolidar el vocabulario de la vida, que hubiera sido una valiosísima herramienta para atemperar mi pavor. Ellos crecían bajo el amparo de disfrutar de unas sensaciones comunes, iban juntos poniendo nombre a los fenómenos que se les presentaban, y con ello avanzaban en la creación de los cimientos conjuntos. Yo compartía con ellos esta evolución en los otros apartados, pero no en el del físico. Aquí estaba solo, y la terminología que ellos empleaban para referirse a este asunto a mí no me valía: era un completo ignorante en cuanto a saber lo que entendían ellos por «estar cansado»; un paria porque no podía albergar como ellos la emoción de ir ganando fuerza y destreza cada día; un tipo con mala suerte porque si la dolencia se hubiera personado cuando hubiera sido un poco mayor, habiendo convivido en la experiencia común, hubiera dispuesto de un descodificador mucho más potente para asimilar mejor las cuestiones a las que se estaban refiriendo.

Y si bien mis compañeros siempre tenían la opción de poder acudir a su alrededor cuando estuvieran acongojados y confortarse al comprobar que los otros estaban pasando por lo mismo, podían calmar sus temores en la seguridad del marco colectivo, a mí no me ocurría lo mismo, no me había sido concedida tanta gracia. Yo no tenía ningún patrón con el que cotejarme, ningún modelo que me guiara y que me ayudara a aplacar mis miedos. Era una excepción, y mientras los demás transitaban por carriles con la dirección prefijada que recorren las masas, yo debía perforar mi propio y por nadie ambicionado camino. Debería inventarme mis propias palabras, reelaborar significados para ajustarlos a lo que me estaba pasando; necesitaba de frases que tradujeran lo que estaba sintiendo, disponer de un ejército de términos para batallar contra la amenaza de la incomunicación…

Me urgió por vez primera esta premura por disponer de un vocabulario adecuado cuando quise describir una cargante sensación que periódicamente me visitaba y que antes me había pasado por alto. Si hasta esos momentos todo mi interés se había centrado hacia fuera, en escudriñar cómo correteaba el gentío del exterior para tratar de formarme una cierta idea de mis posibilidades mediante la comparación, ahora comenzaba a atisbar el pinchazo de mi colchón y a escuchar el siseo del aire de mi pérdida. Lentamente fui apreciando cómo mi cuerpo experimentaba ligeros cambios, cómo era sometido a desmembramientos invisibles: no sólo no iba fortaleciéndose, sino que era mordido por una constante erosión. Notaba como si de tanto en tanto me azotara una especie de entumecimiento que recorría todo mi cuerpo, dejándolo agotado. Era como si durante su visita alguien desenchufara por unos días las baterías y me dejara en un estado de general abatimiento, sin energías, para después, una vez que se hubiera marchado, volver a recuperar en general la vitalidad de antaño excepto en una parte específica de mí, la cual se encogía, había quedado sometida a un irreversible ahuecamiento.

Podía percibir esta remisión en cualquier sector de mi anatomía sin excepción: en una pierna, en un hombro, o simplemente como aquel movimiento que antes me costaba mucho hacer se extinguía para siempre.

Para nada sospechaba entonces que esta sensación que empezaba a atinar lejos estaba de ser esporádica o de ir decreciendo con los años. Todo lo contrario. Mi vida entera iba a quedar indisolublemente ligada a este sino; toda mi razón de ser iría encaminada a hacer acopio de entereza para afrontar este infausto y cíclico advenimiento, ante el cual, una y otra vez, debería soportar estoicamente los asaltos que rastrean para dar caza a mi más pequeño resquicio de movilidad; una y otra vez, día tras día, contemplando cómo las embestidas van succionando, centímetro a centímetro, la reserva de potencia del músculo hasta consumirlo, hasta que de él sólo queda una tenue contracción. Y yo, amedrentado ante tal panorama, abocado sin remedio al entrometimiento de este forastero tan etéreo e ininteligible requería, cuando menos, ponerle nombre para demarcar y agarrar por algún sitio al difuso engendro con el que debía enfrentarme.

Afortunadamente, la pérdida de fuerza, físicamente, no duele ni tampoco hay una merma de la sensibilidad. Sólo sientes cómo paulatinamente el anquilosamiento silencioso va minando y apoderándose del recorrido de un movimiento, acortándolo, hostigándolo, hasta que de tanto tirar hacia abajo la fatiga arrecia cada vez más temprano. Le hablas, la mimas, la frotas, la estiras, abofeteas a la parte afectada para que no se duerma, para taponar la hemorragia de su agonía; pero es inútil. Se establece una lucha entre el corazón y la naturaleza pero es en vano, ya que el león siempre acaba dando caza al voluntarioso corderito. Lo máximo que consigues es prolongar su función durante unos días más, pero no logras evitar que acabe apagándose. Expira, y ya sólo te queda el caparazón hueco; el polvo de lo que era vibración; la estela de recuerdo de lo que antes palpitaba.

Una de las reacciones que inicialmente se tiene cuando se es acuciado por esta debilidad es la de desear, con el espanto tipografiado en la cara, que todo obedezca al fruto de un mal día: el exceso de trabajo o el no haber dormido lo suficiente son los responsables de esta reacción pasajera. Y suspiras, y cierras los ojos, y te entregas a los vaivenes de la fantasía mientras esperas que llegue mañana y todo haya vuelto a su sitio. Esperas que sea así incluso aunque lleves muchos años de enfermedad y ya sepas reconocer perfectamente esta sensación; pero así de grande es la capacidad de engaño del ser humano, o así de amplia es su esperanza.

«¡Pero si hasta ahora no había tenido ningún problema para hacer esto!», exclamas, gritas por si puedes ablandar un poco tanta incoherencia o para blandir una súplica a los depredadores que han vuelto, una vez más, para saquearte.

«No lo entiendo, no lo entiendo», enloqueces.

Y cuando el quebranto ya se ha confirmado y puedes ver perfectamente la cicatriz dejada, entonces te reviene la fase de duelo, de luto íntimo por esa parte orgánica que antes daba coletazos y ahora yace difunta. Aquí es cuando se patalea, se maldice, se llora y se añora, y aunque con el paso del tiempo uno adquiere cierto aplomo para acortar su duración y para que sus chafadores efectos no sean tan persistentes, siempre está allí, es inevitable, porque si no exhibiera ningún tipo de pesar significaría que la prepotencia de la enfermedad ya se me ha contagiado; y mientras reste un ápice de vida dentro de mí siempre habrá una lágrima por cada músculo que languidece. Siempre.

Por último, acabas cediendo ante el influjo de la adaptación, ese poderoso empuje que mana de la flexibilidad del hombre incitándolo a construir de nuevo sobre sus cenizas. Y te animas: «Bueno, aún puedo hacer esto y esto y aquello»; te aferras a las cosas que aún puedes hacer, te haces fuerte atrincherándote en su uso, cobijándote en su disfrute como mejor remedio para que baje más rápido la acidez acumulada. Como gran iluso o como gladiador testarudo vuelves a erguirte, a mascar el «no pasa nada, puedo seguir adelante»; vuelve a relucir aquella sonrisa, aliviada y agradecida, que tienen aquéllos que sobreviven incólumes a las catástrofes ambientales. Sigues, como así lo hace la cucaracha a la que han mutilado una pata, revolviéndote igual que la mosca con las alas amputadas, y te atreves a levantar, orgulloso, de nuevo la cabeza, a exponer a la luz del día una nuca libre de preocupaciones hasta que la sacudida de una nueva descarga degenerativa te compele a bajarla, a reiniciar otra vez el peregrinaje por las otras etapas. Y así sucesivamente. Y así, toda la vida.

No, la pérdida de fuerza, físicamente, no duele. Emocionalmente, te desola. A la enfermedad no le interesa provocar el dolor físico ya que esto ya está muy desfasado, pasado de moda; ella prefiere emplear todas sus argucias en atacar directamente los centros de control emocional donde los fuegos artificiales son siempre más espectaculares, los destrozos más irreparables, y el surtido y la visceralidad de las reacciones mucho más excitantes que el monolítico retortijón corporal.

Los especialistas que como yo estamos estudiando su comportamiento convenimos en que lo que estas enfermedades pretenden es ir desgastando al sujeto, someterlo a una presión de descuartizamientos tan insoportable que termine por hacerle renegar de su existencia. Hemos comprobado, no sin ciertas dosis de horror, que su objetivo fundamental es inocular indiferencia en el obrar y en todos los ámbitos de la persona afectada; aspira a introducir en las cavidades de lo que antes eran fibras tonificadas un pegajoso pasotismo, un goteo de amargura hasta que el nivel en sangre sea tan inaguantable que el sujeto acabe falleciendo de hastío.

Ponerle un nombre, definirla, expresarla. Precisaba de una denominación tanto para ésta como para las miríadas de impresiones asombrosas que se irían concentrando en torno a mí: nimias, inapreciables o inexistentes para los demás, pero que para mí escondían una profundidad tan vasta que requeriría años de estudio para explorar el sinfín de túneles que las conformaban, para hacer inventario de los secretos que atesoraban y de las aflicciones que al visitarme me diseminaban. Un nombre propio, hecho de materiales caseros, improvisado con los escasos bagajes que pueda haber en la mente de un niño, pero que prefiere intentarlo con sus propias palabras por rudimentarias que sean que atragantarse con la impotencia de no conseguir relatar una vicisitud que le supera y abruma.

Y cogí, de aquí y de allá, retales de vocablos, de verbos, de proposiciones; las limé y readapté para que transcribieran lo más fidedignamente posible la sensación que me embargaba en el proceso de pérdida de fuerza: «Es como un viento frío», balbuceé yo, aprendiz de constructor de símiles. «Es como si de tanto en tanto me invadiese una corriente, dejando a su paso una parte de mí aún más debilitada de lo que estaba antes».

Y a partir de entonces comencé a otear el cielo; y a temer la llegada del «viento frío».