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Paranoia. Disparate. Infructuosidad. Tomar por gigantes enfurecidos lo que son sólo molinos de viento contra los que te espachurras los sesos. Paranoia. Disparate. Infructuosidad. Ataqué con mi lanza Gimnasia y lo único que conseguí fue salir malparado, abucheado y agraviado del lance, con la risotada de los gigantes atormentándome sin piedad mientras me retiraba.

Yo tenía un hombro, un hombro izquierdo al que quería muchísimo; aunque como la mayoría de las historias de amor que se van acomodando con el tiempo, no fui consciente de la magnitud de mi cariño y de lo que tenía hasta que no lo hube perdido. Mi hombro no es que fuera nada del otro mundo, hacía más o menos lo que los otros hombros de la especie Homo suelen hacer, y tampoco es que lo tratase precisamente mal: me limitaba a tener con él una relación patrón-subordinado en la que le ordenaba una cosa y él la ejecutaba sin rechistar y a su manera; y seguramente que hubiéramos continuado indefinidamente así durante toda la vida si a él, vete a saber influenciado por qué subversivas ideas, no se le hubiera ocurrido abandonarme e irse además, para mayor escarnio, precisamente con mi contrincante más acérrimo, con mi opositor más odiado que vive y gobierna en el lado oscuro.

Y entonces, cuando comencé a percibir los primeros signos de infidelidad, cuando me percaté de que la amenaza iba en serio, me inquieté, me sobresalté, y cursé una petición a mi empeño para que movilizase a todas mis tropas disponibles en la operación rescate.

En mi enfermedad y en otras patologías de usurpación similares la pérdida de fuerza no es un proceso que se distribuye equitativamente y de un modo general, sino que afecta primero y de una manera más acentuada a los grandes grupos musculares: notas antes los efectos depresores por ejemplo en los muslos que en los dedos del pie. Así aconteció también con mis brazos: al principio sentí con más agudeza esta declaración de vacío en los hombros, que, como una mancha viscosa negra y cruel, poco a poco iría descendiendo y acabando con todas aquellas cepas vitales que se cruzasen en su camino.

Mi hombro derecho, bien sea porque era el que usaba más o por alguna misteriosa razón desconocida, aguantó mucho mejor la embestida; la criba lo atenazó de una forma más pausada y menos agresiva y, exceptuando algunas actividades como la de escribir en la pizarra a partir de una cierta altura, lo podía utilizar y manejar bastante bien. Pero su homónimo el izquierdo, a pesar de haber crecido en el mismo ambiente y de haber comido en el mismo plato de atenciones y miramientos que le había prodigado a su hermano gemelo, sucumbió antes, y de una manera mucho más rápida y acusada.

Comencé a experimentar los alarmantes síntomas de su ausencia cuando intentaba inútilmente levantarlo por encima de la cabeza o por las trampas que tenía que hacer cuando quería tocarme la nariz con un dedo de la mano de dicha extremidad, ya que, al volverse inviable el empalme, no me quedaba otra opción que agachar disimuladamente la cabeza y salir a su encuentro si quería que se produjera el contacto. Era como si a partir de una determinada altura me desconectaran el miembro de una supuesta red energética y éste, en demanda de suministro, empezase a sufrir temblores que finalmente perecían bajo el peso de un infranqueable hormigón que impedía que siguiese elevándose.

Y esta contrariedad me asustó. No se trataba de sobrellevarla o de ir más o menos tirando con remiendos como sucedía con su otro par, en este caso entraba en una zona de zozobrosas convulsiones, y después: nada, un vertiginoso precipicio en el que estaba ausente, eliminada, la posibilidad del movimiento por mínimo que fuese.

La constatación fría e inequívoca de que mi brazo izquierdo dejaba de poder hacer cosas me sumió en una honda e impaciente preocupación.

Y puse en marcha un plan de choque, diversas y variadas cargas en busca de su redención y de la reconciliación: arrepentido del tal vez excesivo protagonismo que le había concedido al derecho, al que por hemisferio dominante probablemente le encargaba la realización de un mayor número de tareas, y deduciendo que, en buena lógica, el retroceso del izquierdo se debía a una menor utilización, quise darle prioridad absoluta y le reservé los mayores porcentajes de protagonismo, ideando para él varias pruebas y prácticas rehabilitadoras.

Para empezar, siempre que podía me colocaba el brazo derecho detrás de la espalda y le encomendaba a la zurda realizar cuantas más actividades le fuera posible. En algunas de ellas, como sacar los libros de la maleta y colocarlos encima de la mesa, me las apañaba con mayor lentitud y sin poder acaparar tantos ejemplares a la vez; en otras disposiciones, en cambio, como coger un objeto de un estante empinado era, la mayoría de las veces, imposible llevar a cabo la acción en este estado de monouso.

Otra de las acciones bélicas de ataque que programé era la de colocarme, muy serio y concentrado, sentado frente a la mesa con los dos brazos estirados y, a la de tres, trataba de alzarlos rígidamente hasta el techo. Resultaba irritante y descorazonador asistir a una carrera tan descompensada, en la que mientras mi diestra alcanzaba, a trompicones, la meta, su compañera de tronco ascendía con mucha agonía y parsimonia hasta quedarse encallada en un punto maldito a medio camino, siempre el mismo, como una barrera invisible que algún gendarme malicioso le anteponía para regodearse con lujuria de mi extenuación y de mis gestos maldicientes.

A pesar de la rabia que me entraba al no advertir ningún síntoma de mejora, por la pérdida de tiempo y por la esterilidad de todas aquellas tentativas, procuré no ensañarme con mi obtusa extremidad ni cubrirla de recriminaciones, sino que más bien opté por un proceder opuesto basado en el cariño lenitivo; y así, implanté también largos ratos en la inmensidad del silencio en los que hablaba sensibleramente a mi parte retrógrada mientras la acariciaba con dulzura con mi otra mano, como si intentase hacerle entender a la cabezonada de un niño malcriado que no estaba bien internarse por arrabales oscuros, adversos ni hostiles; como si pretendiera recordarle y recalcar la importancia capital que tendría su papel si renunciaba a esas aspiraciones separatistas y se quedaba aquí conmigo, trabajando todos juntos, todos a una.

Pero no funcionó. Esfuerzo inútil. Ninguno de mis dispositivos ingeniados sirvió, no sólo para recuperar ni un ápice de fuerza, sino que, arrogante e insensiblemente, ésta continuó haciendo caso omiso a mis imploraciones, desperdiciando y extraviando su fortuna por los sumideros.

Y entonces me cabreé, perdí los estribos, y conmutando la fisonomía de la cara recurrí a la línea dura para volver a encauzar a la oveja descarriada. Mis sollozos, mis hipidos, mi enojo por lo que me estaba pasando me arrojaron a la impresionante transparencia de que la depredación iba en serio; no se andaba con diplomacias ni con consideraciones, no respetaba nada ni a nadie, las buenas palabras no valían para hacer desistir al tapón de cera de su obcecación.

Y un día, en un arranque de cólera, cogí el cinturón de mi pantalón, anudé con él a mi brazo díscolo, y lo até al cabecero de mi cama, en una posición tal que aunque mi espalda descansase estirada en el colchón, mi brazo continuara empinado. «Ya te enseñaré yo a levantarte y a hacerme caso», le abronqué, y dicho esto apagué la luz y me dispuse a pasar la noche con mi pobre extremidad trabada en todo lo alto, como un castigo digno de la era del medievo. «Ya te espabilarás, ya te espabilarás».

Aunque el sueño no transcurrió precisamente en un tono plácido, y me desperté varias veces a causa de los dolores pulsátiles que me recorrían el miembro provocados por la interrupción de la circulación sanguínea, no caí en el arrepentimiento de sentir pena y descolgar al traidor de su soga; no pensaba rebajarme ni mostrarle ningún amago de debilidad: ya era hora de que aprendiese la lección y tuviera claro quién era el jefe, quién mandaba allí.

Resistí y no recogí sus restos hasta la mañana siguiente, no lo desclavé de su cruz ni le enjugué de su calvario hasta que no sonsaqué de su boca una declaración de arrepentimiento y una futura promesa de rectificación, aunque, he aquí mi error, menosprecié su astucia y su gran capacidad para el fingimiento interpretativo y, al momento de recobrar su libertad, me hizo burlas sacándome la lengua y dedicándome un sonoro corte de mangas, señal más que evidente de su vuelta a las andadas.

Indudablemente, la apuesta por la represiva severidad fracasó; y lo único que conseguí fue empeorar más aún las cosas, seguir deteriorando las relaciones, agrandar el divorcio. Era imperioso un cambio en el rumbo de la estrategia si quería salvar al menos una parte, algún poso valioso, del inevitable cataclismo.

Fue su hermano, su compañero de función quien, en una muestra admirable de estima y de generosidad, acudió en su ayuda. Tal vez era por la llamada de la misma sangre que resurge en los tiempos de crisis, tal vez el responsable que instigó su intervención fue un sentimiento de compasión, pero lo verdaderamente importante y digno de ser destacado es que cuando más lo necesitaba el brazo derecho se personó para auxiliarle.

Juntos, codo con codo, formaron un tándem, se prestaron mutua colaboración, firmaron un convenio de asistencia recíproca en el que uno contribuía con la voluntad de moverse y culminar y el otro aportaba su fuerza para que pudiera llevar a cabo su legítimo propósito. Y así, cuando mi zurda se quedaba a medio trayecto, en el intento de consumar una actividad, llegaba por detrás la diestra salvadora que, propinándole un ligero empujoncito, le suministraba la energía que le faltaba para que lograse rematar su objetivo. De esta manera, al amparo de esta asociación, podía, si pretendía hacer señas con la mano izquierda elevada en la clásica postura para expresarle al profesor que también me sabía la respuesta a su pregunta, sobresalir de ese fandango de otras manos que me tapaban y en el que pasaba desapercibido debido a la poca altura que alcanzaba y, gracias a la prestación de su aliado que lo sostenía por el codo como una bienaventurada cuña añadida, alcanzar los centímetros suficientes para hacerme notar. También se me hacía factible conseguir, bajo la anuencia de esta colaboración, otras ayudas puntuales como la de ser atendido por la susodicha diestra cuando la parte débil se quedaba atascada en el acto de subirse la cremallera, o recibir su asistencia cuando el esfuerzo de la zurda no bastaba para hacer subir la persiana.

Aunque el celebrado pacto no sirvió para devolver ni una pizca de movilidad a mi brazo izquierdo sí que salí, paradójicamente, de la experiencia con el sentimiento de identidad reforzado alrededor de la cooperación. Lo que no lograron los palos lo resolvió la decisión de socorrismo continuado: ayudando el más fuerte al más endeble, el que más tiene dando al más pobre, consolando el más entero al más desguarnecido crecí en la unidad. No tenía otra alternativa que la de ayudarme a mí mismo si quería plantar cara a la funesta desintegración.

Uno de los efectos curiosos que me aterraban de la progresiva decrepitud era que ésta venía siempre acompañada por unos angustiosos tintes de clarividencia, de un atisbo de adivinación del futuro, ya que me di cuenta de que mi brazo izquierdo era como la avanzadilla donde los estragos de la enfermedad comenzaban a manifestarse y que después, pasado un tiempo, éstos pasaban a expresarse inexorablemente en el derecho. Esta comprobación me asustó mucho; una cosa era aceptar el exterminio de mi zurda, siniestro al que ya me había hecho a la idea y restaba importancia aduciendo que se podía vivir perfectamente sin ella, la regalaba incluso sin pedir ningún tipo de compensación si era preciso, y otra muy distinta era tener que comulgar con que mi brazo derecho tuviera que correr a la larga su misma suerte. No, eso sí que no. Un miembro, vale; pero los dos, no. No lo iba a consentir. Gruñiría, chillaría, blasfemaría, enviaría cartas de protesta al tribunal pro derechos humanos… pero no pensaba permitirlo.

Cuando esos síntomas debilitantes, exactamente los mismos síntomas aunque con espoleta retardada, empezaron a declarársele a mi diestra comprendí cuán nulos e ineficaces habían sido mis desplantes.

Y entonces empalidecí. Me quedé acongojado y sin habla.

A partir de aquí, constatando el proceso inevitable, declarada mi impotencia, se creó en mí otro frente de lucha contradictoria: por una parte la comprobación de que la erosión adelantada en el izquierdo tarde o temprano se cumplía y se traspasaba al derecho, y, por otro lado, la necesidad que tenía de mentirme, de tranquilizarme diciéndome que a partir de ahora la transferencia de este anquilosamiento cesaría porque el oprobio ya había sido suficiente, se detendría porque ya había sobrepasado con creces las cotas de admisibilidad; y en el fondo, la enfermedad, tenía su corazoncito, y dejaría algo ileso en mí.

Luego, cuando los vaticinios se cumplían y la hórrida depravación consumaba su traslado, el conflicto entre los dos opositores volvía a intensificarse; y retornaba a mis embustes animándome diciéndome que ésta había sido, ahora sí, seguro, la última, que por caridad se me respetaría un mínimo y se me dejaría una zona, por pequeña que fuere, sin estuprar.

Lo contrario sería inconcebible: demasiada atrocidad, demasiada monstruosidad… Me mentía, me mentía y me mentía.

No pude hacer nada para rescatar de las tinieblas a mi brazo izquierdo. No pude hacer nada para subsanar el proceso que lo deforestaba y destruía, y que se extendía imparable como el fuego que devora la maleza seca y crujiente.

Yo continuaba asistiendo a clase como siempre, pero, sorprendentemente, nadie parecía percatarse de la mortífera y estruendosa contienda que se estaba llevando a cabo en mi interior. No levanté sospechas; ni incluso después, cuando la hube perdido y mi extremidad quedó prácticamente inutilizable, nadie, aparentemente, se dio cuenta de mi recién estrenado rol de manco.

Y cuando escuchaba atentamente las explicaciones de la profesora acerca de los conflictos célebres, cuando la oía relatar con tanta entrega y sapiencia cómo concluyeron con esa riqueza de detalles, me entraban unas ganas enormes de elevar la voz y preguntarle si sabía cómo iba a acabar la mía, qué más podía hacer para ganar mi enfrentamiento particular. Pero no le dije nada. Opté por callar. Aunque no ponía en duda sus conocimientos histórico-estratégicos, la disputa que a mí me ocupaba era de una naturaleza mucho más extraña, tan rara e incontrastable que no creo que por muy amplio universo cultural que tuviese hubiera oído hablar de mi combate.

También me abstuve, cuando en el examen me preguntaron el nombre de tres contiendas célebres, de citar el nombre de la mía, de mencionar la que se estaba librando en mi brazo izquierdo. No creo que la hubiesen encontrado en ninguna biblioteca oficial, y seguro que, además, me hubieran suspendido.

Consternado, pero al mismo tiempo palmeado por la consigna vitalista del no pasa nada, puedo seguir adelante, mancos ilustres los ha habido a lo largo de los siglos, aparté la cabeza de la disertación retrospectiva de la profesora y cerré los ojos. Y me pregunté cuál y cómo sería el próximo brote que me acometería y contra el que tendría que emplearme en esta pugna intestina, huérfana de nombre, y de la que nadie de allí fuera parecía conocer el final.

Me lo pregunté y temblé, como tiembla el soldado desorientado y solitario en el frente de batalla.

Yo tenía un hombro, un hombro izquierdo al que quería muchísimo.