7
Fueron siete, siete los años que pasé y conviví entre balones y canastas, entre camisetas sudadas y gritos de ánimo, entre idolatradas victorias y desmoralizadoras derrotas. Durante siete años viví e hice realidad ese antiguo sueño de la infancia; compartí con esos chicos de entre quince y dieciocho años las más dispares emociones, las más reseñables peripecias.
Yo asistí, implicado, a la génesis y desarrollo de este sueño largamente incubado, a cómo se fue formando y desarrollando hasta alcanzar una granazón sólida que parecía que nada ni nadie podía hacer peligrar; satisfacción completa que pedía seguir creciendo y creciendo, ser alimentada con nuevas vivencias y sensaciones en un encadenamiento que parecía que nunca tendría freno, que nunca se podría acabar.
Pero yo estaba herido de muerte, marcado y contaminado desde los instantes posteriores que se sucedieron a mi nacimiento por una clase de arsénico cromosómico que se va expandiendo y expandiendo, chupando y tragándose los focos activos de mi salud. Yo llevaba dentro algo perverso encargado de devorarme, cáncer luciferino que se dedica a malograr cualquier conato que tenga como objetivo la construcción afirmativa de algo; debilidad física que crecía proporcionalmente a mis ganas de seguir entrenando: cada día me gustaba más este deporte, cada año pasado iba duplicando mi experiencia, lo que espoleaba el deseo de continuar subscrito a este gaudeamus, produciéndose así una colisión balística con la habitual decrepitud de mi cuerpo; conflicto embarazoso entre dos evidencias incompatibles: por una parte mayor ilusión; por otra, cada vez me resultaba más complicado poder sustentarla.
Había algo dentro de mí que se apagaba inexorablemente, a pesar de guerrear y de haber hecho todo lo posible para que esa pequeña y frágil llama continuase encendida. Durante todo ese tiempo pude, a trancas y a barrancas, protegerla y mantenerla a salvo del batallón de sopladores de gran capacidad torácica; esconderla de los verdugos enviados que registraban minuciosamente la casa en su busca ya que, aunque había empeorado físicamente, aún tenía suficientes yacimientos musculares para poder llevar a cabo la tarea, además de haber concebido una serie de trucos o de adaptaciones oportunas que me permitieron alargar la lumbre de esa actividad. Pero la oscuridad se acercaba, inconmovible, y ninguna marquesina por alta que fuera pudo impedir la absorción y el apagón definitivo. Se acabó, llegó un día en el que la llama se consumió.
Fue entonces cuando reparé en que a pesar de todo había logrado salvaguardar esa llamita durante mucho tiempo; en que la había mantenido despierta, sorteando tantas amenazas que la atafagaban, durante un tiempo mucho más allá de lo razonable o de lo que se podía esperar. Yo sólo pretendí mecer el hechizo que transpira el instante presente, mejorar e ir sacando lo que llevaba dentro proponiéndome pequeñas metas a las que arribar paso a paso, viviendo absortamente el momento y afrontando cada entrenamiento y cada partido como si fuesen los últimos que realizase, rehuyendo los objetivos grandilocuentes y demasiado alejados ya que me producían vértigo; por eso cuando eché la vista atrás e hice el recuento de todo lo protagonizado, fui el primero en sorprenderme de lo lejos que había llegado. Y así, sin darme cuenta, y precisamente porque no busqué expresamente esta prórroga, me encontré un día con la sorpresa de que el trecho recorrido era mucho más extenso de lo que nunca me hubiese podido imaginar.
Resistí mientras pude los embates de la pérdida de fuerza personándome en el presente; ensimismándome con el juego mientras me animaba diciéndome que aún podía desempeñar bien mi labor, aún me quedaba suficiente energía para ello, por lo que era absurdo desperdiciarla en lamentos pueriles: resultaba más provechoso dedicar el combustible que restaba a idear ejercicios nuevos para el equipo o en buscar soluciones para fortalecer la defensa o para mejorar nuestros porcentajes de tiro.
No llores, no te quejes, no te sulfures: no permitas que la inquietud y la preocupación que te cachetean con su funesto graznido acerca de si podrás o no seguir desempeñando esta afición mañana te paralicen. Lo importante es que hoy todavía puedes; renqueante, diezmado, más maltrecho, pero aún puedes. Disfrútalo y vive, a pesar de todo, en el ahora.
No es que lo ocultase expresamente a nadie, pero creo que difícilmente ningún jugador llegó a darse cuenta del pillaje al que cíclicamente estaba sometido mi cuerpo, y, mucho menos, que percibiese en mí algún gesto de compunción o de desolación. Era ya un gran especialista en tapar lo que no quería que se viera, con una amplia experiencia en este sentido, y no sólo porque prefería y encontraba más oportuno tratar de prestar atención a aquellos aspectos positivos que pudiésemos compartir, sino también porque no consentiría que ningún agravante propio de mi persona enturbiase la marcha o los objetivos del equipo. Era un problema personal, y, por tanto, sólo a mí me competía sobrellevar sus estocadas y el pesar que pudiese roerme en privado.
Así, si alguna vez noté en algún jugador la aparición de cualquier signo que denotase sospecha, rápidamente me encargaba de hacerla desaparecer con alusiones que reforzasen y pusieran de manifiesto que ellos a lo que tenían que prestar atención para aportar al conjunto era esencialmente a hacer lo posible para que su cuerpo estuviera en forma; mientras que yo haría lo mismo, para ponerlo después también sobre la mesa, respecto a mi bien más preciado: mi mente. Somos un equipo, un equipo formado por las pequeñas pero imprescindibles aportaciones de todos. Vosotros contribuid a esta inusual simbiosis con vuestro soporte físico, mientras que yo me encargaré de la faceta intelectual; por mi salud no os preocupéis, es un tema secundario que para nuestros intereses comunes carece prácticamente de importancia. Dejad a un lado estas menudencias y dediquémonos a indagar lo que esta unión nos puede deparar; veamos hasta dónde podemos llegar, cuál es el límite al que la suma de nuestras más nobles valías nos puede conducir. Pongámonos, pues, a trabajar todos juntos, desdeñando aquellos inconvenientes secundarios que puedan estorbar la buena rodadura de nuestro consorcio.
El parabién más preciado que me deparó el baloncesto fue el de la relación con los jugadores. Confieso que he tenido la tremenda suerte de poder entrenar a jugadores que han sido, ante todo y sobre todo, buenas personas; chicos que con sus muestras sobradas de confianza y respeto hacia mí me agradecieron lo poco o lo mucho que les pude enseñar, siendo la razón principal por la que pude seguir desempeñando esta afición durante tanto tiempo. Sin ellos, sin su respaldo, yo no hubiera tenido tanto empuje y resistencia para apartar esas molestas piedras que me salieron en el camino.
¿Disfrutas? Así que te encuentras cómodo y a gusto siendo entrenador, así que te atreves a esbozar una sonrisita complaciente e incluso, es el colmo de la desfachatez, hasta osas a concebir, tímidamente, algún designio sobre las probaturas baloncestísticas que te apetecería llevar a cabo más adelante. Intolerable, es realmente intolerable. Ya me encargaré yo de despellejarte las ilusiones, de acabar con ese breve período de lujuria y exuberancia recordándote, a través del garrote y la cicuta, quién eres y a qué leyes anormales perteneces; leyes que nunca deberías atreverte a olvidar y a violar. Toma esto, es un justo castigo por tu insolencia y temeridad, a ver cómo encajas y digieres el golpe.
Una mano. Una mano derecha, la única que te queda ya que la otra ya hace tiempo que ha sucumbido en el presidio de la parálisis. Una mano derecha que sostiene a duras penas un rotulador que dibuja flechas y diagramas en una pizarra situada sobre las rodillas. Un rotulador que empieza a escaparse, a derrapar del apresamiento de unos dedos que han sido atacados por la debilidad. Rotulador cuyo trazo es cada vez más gasógeno y mortecino, rotulador que se cae con más frecuencia al suelo. Maldita sea, maldita sea; lo que faltaba. ¿Puedes recogérmelo? Gracias, es que hoy estoy un poco torpe. No voy a permitir que me afecte y me doblegue… Aún puedo, aún puedo sobreponerme a la fatalidad, aún puedo eludirla… Aguanta, José, aguanta un poco más…
Uno de los departamentos interesantes que me llamaban mucho la atención dentro de esa comuna deportiva eran esos corrillos conspiradores de reuniones nocturnas donde uno podía explayarse a placer dando puñaladas por la espalda a discreción o cortar cabezas con el instrumento de nuestras lenguas viperinas. Participar en estas reuniones que se formaban entre entrenadores y voluntarios deseosos de prosperar en el oficio de criticar era casi como una práctica obligada decretada por el contrato que te vinculaba a ese ambiente y circuito deportivo. Allí arreglábamos el mundo o, si por cuestiones técnicas no podía ser, se nos brindaba la oportunidad de poner a parir al compañero de turno, haciendo un repaso fiero y pormenorizado de lo mal que realizaba los cambios o del pobre rendimiento que le sacaba a su equipo; dejando entrever que si alguno de nosotros estuviera en su lugar lo haría, por supuesto, mucho mejor, ya que es bien sabido que siempre es más cómodo y más fácil fijarse en la paja del otro que en la viga de uno…
El funcionamiento interno de estos comandos del acoso y derribo era también bastante peculiar, mostrando predilección por poner en el centro de su objetivo a aquél que, habiendo formado parte del grupo hasta hacía unos instantes, acababa de marcharse a su casa. Cuando esto sucedía se declaraba primero un silencio de velatorio entre los contertulios; después, alguien pronunciaba vacilantemente el nombre de la persona ausente como si de un pistoletazo de salida se tratase; seguidamente otro dejaba ir alguna frase aparentemente con tono amable o para alabar cualidades del estilo «es un buen tío», pero ojo, lo que en realidad quería decir esta consigna era que ya se podía introducir alguna sentencia con el membrete condicional de «sí, pero…», incisión que rápidamente se completaba cuando otro de los presentes dejaba caer, a ver qué pasaba, algún comentario no muy favorable referente a la manera que tenía el ausente de conducir a su equipo… Y ya estaba, ya la habíamos armado, ya podíamos todos lanzarnos al ataque y a carroñar sin piedad cualquier punta censurable que encontrásemos… Era divertido: instructivo y divertido. Pasado un rato, cuando le tocaba a otro integrante del grupo marcharse se le despedía cordialmente, adiós, que pases una buena noche, e idéntico proceso volvía a comenzar, aunque ahora la víctima a la que dirigir las puyas constructivas sería otra…
Esto empieza a ponerse feo, los signos de la preocupación comienzan a acechar por mi rostro. Como siempre mi cabeza repleta de vida y de aspiraciones va por un lado y mi cuerpo decrépito por otro. Como siempre, mis ruegos y súplicas para que la usurpación cese y se detenga han resultado insuficientes. Procuro centrarme más aún en mi trabajo y en lamiscar el momento presente mientras espero el fatídico augurio que se avecina.
Una mano. Una mano derecha a la que se le agravan las dificultades para sostener el rotulador; mano que está perdiendo pericia, que se está volviendo cada día un poco más torpe y más lenta. Sus compañeros, la mano y brazo izquierdos, completamente inmóviles ya, contemplan con estupor cómo se va adentrando en la peligrosa zona bermellona de alarma. Nada pueden hacer por ella. Por si esto no fuera suficiente, siento que esta pérdida de funcionalidad en la mano derecha viene escoltada por un incremento en el esfuerzo que me supone desplazarme y realizar los entrenamientos: cada vez me canso físicamente más, cada vez la fatiga se apodera antes de mí, el agotamiento general es cada día que pasa más intenso y acusado. Maldita sea, maldita sea, maldita sea. No puedo despistar siempre a estas crueles y despóticas leyes coercitivas que dominan mi cuerpo… He conseguido diseñar métodos y estratagemas variopintos para salvar el cuello durante un cierto tiempo…, pero ahora… ahora ya no puedo más… Me ha atrapado, estoy deshecho. Deberé capitular. Deberé abandonar, tendré que renunciar a otra exquisitez de la existencia…
Voy a tener que dejarlo, a empezar a poner una fecha en la que recitar la despedida… Pero es que me quedan aún tantas cosas por hacer, tantas ideas que deseo probar y comprobar si funcionan… No es justo, no es justo, estoy en el mejor momento de mi carrera…; concédeme, por favor, un poco más de tiempo, no me arrebates tan pronto esta deliciosa vianda…
Y así, estaba empezando, a tenor de estos inapelables hechos, a plantearme cuándo debería fijar la retirada, cuando un acontecimiento surgido se encargó él mismo de darme el finiquito y el tiro de gracia, ahorrándome el trabajo de tener que tomar esa fastidiosa y desagradable decisión. Muchas gracias.
Un día, alguien, posiblemente mi admirador secreto número uno, de quien tenía constancia fehaciente que hacía unos años había excretado acaloradamente en uno de esos concilios espirituales la pureza de sus palabras sobre la pobre chepa de un servidor, alunizó en un puesto directivo rielando faraónicos planes de cambio, de renovación, portando consigo un nuevo paradigma para enderezar el indecente y anticuado organigrama imperante… Y ese alguien vino, me vio, me examinó imparcialmente, y me ofreció el puesto de segundo entrenador en el equipo de tercera división. Por cierto, eso es todo lo que hay, o eso o nada, o eso o a la calle…
Por una parte entrenar en tercera división, a gente ya adulta, era algo que no me desagradaba del todo porque era la única categoría que me quedaba por conocer; pero por otro lado quería acabar de aprovechar el poco tiempo que me quedaba ya para poder seguir entrenando al pie del cañón, dirigiendo algún equipo como lo había estado haciendo hasta entonces para recrearme con toda su enjundia en cada uno de los aspectos intrínsecos del juego, y aceptar ese puesto de segundo entrenador me privaría de muchos de esos deleites: debería pasarme la mayor parte de los entrenamientos callado, sin explicar ni parlamentar directamente con los jugadores; no podría plantear ni enfocar los partidos como realmente sintiese, sino subordinado a la visión particular de otro… ¿Pero qué otras opciones había? ¿Marcharme a otro sitio? Los otros clubes que podrían interesarme o bien estaban demasiado lejos, por lo que mi padre debería perder mucho tiempo para llevarme y traerme, o bien sus pistas estaban al aire libre o deficientemente cubiertas, por lo que el frío que se colase podría poner en un serio aprieto a mi salud…
Pero aún me quedaban fuerzas para continuar, al menos, una o dos temporadas más; un poso de energía que sería un sacrilegio desperdiciar, un privilegiado año más que podía arañar a la ordenanza promulgada que me mandaba definitivamente hacia la habitación… Y fue entonces cuando cometí uno de los errores de pardillo más garrafales de mi carrera: contesté que aceptaría ese cargo de segundo entrenador con la condición de que se me valorase y se me tuviera en cuenta para el futuro (?), con la condición de que, si demostraba eficientemente que reunía las competencias adecuadas para ello, no se me destinase perpetuamente en puestos burocráticos y de retaguardia porque lo que yo quería era entrenar de la forma y manera como lo había venido haciendo… No tenía ningún inconveniente en volver a empezar de cero siempre y cuando quedase claro cuáles eran mis intenciones, y, si no se contaba conmigo por lo que fuera, por favor que me lo dijeran a la cara y asunto arreglado, pero que bajo ningún concepto se me destinase a esas labores subalternas simplemente porque no se encontraba el modo y la manera de deshacerse de mí… No, por supuesto que no, no digas tonterías, de hecho lo que nosotros pretendemos con esta reestructuración iniciada en el club es que cada equipo disponga de dos entrenadores plenamente capacitados para que trabajen conjuntamente sin grandes diferencias esenciales entre uno y otro, que sea sólo una cuestión de pequeños matices, y prometo tratar de ser lo más objetivo posible a la hora de enjuiciarte y promocionarte… De acuerdo entonces: me gusta jugar y los retos: juguemos…
Y empecé a trabajar y a colaborar con las tareas encomendadas por el primer entrenador, a tratar de cumplir lo mejor posible con mi parcela asignada, aunque también, lo reconozco, me dediqué, en mis ratos libres, a desarrollar una moscardona actividad de pelota recurriendo constantemente al juez y regidor de mi ordenamiento para comentarle alguna idea que hubiera tenido con el fin de ilustrarle acerca de mis conocimientos y no se olvidase de mí. Muy bien, muy bien; sigue así, esto que me has contado es interesante…
Y, nada más comenzar, por circunstancias de la vida el primer entrenador tuvo que dejar el equipo para ir a suplir otra vacante, por lo que en buena lógica todo indicaba que la oportunidad recaería sobre mí, máxime considerando que de los cinco partidos jugados no habíamos ganado ninguno, por lo que los destrozos y calamidades que yo pudiese ocasionar no creo que agravasen excesivamente las débiles constantes del enfermo. Pero se me comunicó que estaban buscando un nuevo entrenador, estocada definitiva para que toda aquella confianza que se decía tener en mí se demostrara como un montón de papel mojado. Fue entonces cuando se me abrieron los ojos y comencé a ver las orejas al lobo. Por cierto, disculpa las molestias, es que a quien le hemos ofrecido el puesto ha dicho que no…; por ahora, provisionalmente, puedes coger tú el equipo… Vaya, muchas gracias, se agradece el regalo… Otra vez la providencia volvía a salir a mi encuentro, venía sin haberla convocado expresamente a echarme una mano para que pudiese poner punto y final a esta fabulosa experiencia entrenando bajo mi entera responsabilidad en esa categoría inédita y desconocida.
Entrenar a gente adulta no es fácil, y no porque lo que les tengas que explicar y pedirles que hagan varíe mucho en relación con lo que les expones a jugadores de otras edades, sino porque los que ya son mayores suelen presentar una serie de variables que hacen más complicado el proceso, relacionadas la mayoría de ellas con una disminución de la permeabilidad para captar nuevas ideas. Así, por ejemplo, las personalidades suelen estar más robustecidas, por lo que no sólo es más frecuente que se produzcan piques entre ellos, sino que les cueste más aceptar que la figura de la autoridad venga a imponer abiertamente sus criterios sin que le opongan una maja resistencia como réplica. Pero este endurecimiento del personal tiene también su parte positiva ya que te estimula a esforzarte más para encontrar las maneras más adecuadas para llegar hasta su entendimiento y mantener la cohesión al grupo.
Lo que más me gustó de esta categoría fue sin duda la existencia de mayores posibilidades tácticas que había, las muchas cosas que podías plantear o que tenías que resolver cuando era el rival el que te las planteaba a ti, por lo que se te exigía tener al día los conocimientos y estar siempre alerta. El juego era duro, muy físico, con gente veterana que se las sabía todas, con entrenadores con años de práctica a sus espaldas que había que tratar de superar con tragos de ilusión. Lo peor, lo peor para mí fue comprobar como había jugadores que, víctimas de ese achaque de vejez que habían permitido que se acomodase en sus cabezas, habían perdido las ganas de jugar, desgastado el deseo de mejorar, cerrados sus oídos a cualquier concepto nuevo que quisieras introducirles; más preocupados en armar jarana o en poner la zancadilla que en dirigir estas energías a la construcción de algo positivo o en pos del bien común. En un ambiente así, muy propenso a hacer cada uno la guerra por su cuenta, yo volqué todos mis esfuerzos en tratar de sacar el equipo adelante, en reflotar la nave y llevarla a buen puerto. Lo conseguiría a medias.
Cogí el equipo provisionalmente y una serie de victorias consecutivas me acompañaron, por lo que la decisión de buscar un nuevo entrenador se fue aplazando semana a semana…; y así hasta que llegó el final de la temporada. A nivel deportivo no fue una campaña brillante, aspirábamos al tercer puesto y quedamos cuartos, aunque tampoco habría que calificarla como mala; así me lo notificaron y felicitaron por ello y, aunque en según qué contexto estas palabras podrían sonar como que ya había obtenido el certificado de capaz ante los ojos del incrédulo y que, por tanto, sería digno de volver a entrenar a un equipo de chavales, mi velo cándido e iluso descorrido me permitía ver ya la realidad tal como era, sumiéndome en un desangelado escepticismo.
El balance de las fuerzas que me quedaban me indicó que ya estaba en números rojos, que circulaba con el depósito de reserva y que en el caso de continuar sólo podría hacerlo durante una temporada más. Un año más: éste era mi margen, lo que me quedaba de vida deportiva; un año más antes de que llegase el toque de queda. Pero apenas esperé a que me anunciasen cuál podría ser mi próxima ubicación; y empecé a despedirme de los jugadores, a estrechar manos, a desear suerte, a repetir el ceremonial de quedarme a solas con el campo y los aros para recordar y departir largamente acerca de las memorables andanzas acaecidas en su seno… La hora del adiós definitivo había llegado: mi etapa como entrenador de baloncesto había concluido.
Aguardé, más que nada por curiosidad, cuál sería el nuevo puesto que me iban a ofrecer, con qué argumentos me vendrían ahora para quitarme de en medio. No era una empresa fácil, habría que pasar varias noches en vela exfoliándose el cerebro para poder hallar una salida de emergencia creíble al asunto. Estaba claro que por resultados deportivos no tenían por dónde cogerme, y mucho menos en la cuestión de comportamiento o de antecedentes en el escaqueo de entrenamientos que pudieran manchar mi historial… ¿Qué se podía hacer?
Verás, dentro de la constante reestructuración burocrática del club hay una vacante que casualmente se adapta a la perfección a tu persona, diría incluso que estáis hechos el uno para el otro. El trabajo consiste básicamente en ver vídeos de los rivales del primer equipo de la entidad y en hacer informes técnico-tácticos de lo que has visto… Por cierto, o eso o nada…
Y me fui; aquí y así terminó mi historia. Tomar esta decisión no me resultó esta vez muy complicado: yo era, tanto si les gustaba como si no, un entrenador de baloncesto, alguien que quería vivir este deporte a pie de pista junto a los jugadores, alguien que deseaba realizar esta actividad para salir un par de horas por semana de los espacios cerrados de mi habitación en los que precisamente me obligaban a permanecer con tal ofrecimiento, con ese cometido de sofá que realizar desde casa. Esta vez nadie me tomaría el pelo.
Me abstuve, por supuesto, en todo momento de la negociación de sacar la carta de la enfermedad, de especular con ella argumentando que me quedaban ya pocas fuerzas y poco tiempo para poder seguir entrenando y que, si me daban un equipo, tal vez más adelante, cuando ya no pudiese dirigir, podría contemplar la idea de realizar algún tipo de tarea de despacho o de oficina.
Probablemente así hubiese conseguido salirme con la mía pero dando al traste con mis principios y con todo lo logrado con mi propio esfuerzo. Lo único que quería era que me tratasen como uno más y, si por lo que fuera ya no contaban conmigo, pues hasta otra y tan amigos. Y mientras entrené y estuve en el club te garantizo que fui, eso sí, uno más.
No quisiera que interpretaras lo que te he contado como un intento de buscar culpables o de instigar al linchamiento personal. El trato humano recibido fue siempre cordial y afectuoso, radicando las diferencias en la difícil posición que ocupa aquél que tiene que decidir, que decidió por lo que sea que no había ningún equipo para mí, y esto es algo con lo que se puede o no estar de acuerdo, pero que siempre se tiene que respetar, de la misma manera que yo tuve que evaluar quién jugaba y quién no y me pude equivocar y me equivoqué en algunas decisiones. No hay más culpable que el bicho que me va devorando por dentro, ya que si éste no hubiese existido yo hubiese gozado de muchos más años por delante para demostrar pacientemente lo que se me hubiese pedido que demostrase, o sencillamente me hubiera ido a probar fortuna a otro lado.
Pero si he querido relatarte cómo transcurrió mi final, un final que en modo alguno emborrona una experiencia global fantástica y maravillosa, ha sido básicamente para que tuvieras una pequeña muestra de las diferentes mentalidades que pueblan la sociedad, ya que en el fondo el microcosmos del baloncesto no es más que un reflejo de la sociedad: te encuentras de todo, como tiene que ser. Así, me encontré principalmente con gente que inicialmente derramaba aerolitos de temor y desconfianza hacia lo que lógicamente se salía del canon; pero era sólo un problema de falta de costumbre que sanaba con el tiempo y con la prueba presentada de que tenías una ligera idea de qué iba el tema. Esto solía ser suficiente, ya que generalmente solían adaptarse y aceptar bastante bien lo que era inusual si sabías encontrar el modo de ponerles delante de la cara la notoria evidencia. Pero dentro de esta ensalada mixta te topabas también en alguna ocasión con algún roqueño y obtuso cráneo encefálico de la especie Australopitecus tancatus imposible de atravesar y de hacer cambiar de opinión. Así es la vida. Para un mutante empedernido y militante como yo la gran equivocación que cometí fue creer que todo el mundo tiene activada esta actitud vital, que cualquier ser humano es capaz de desapegarse de sus estrechas posturas inmovilistas y prestarse a asimilar lo aparentemente diferente si encuentras el modo y el punto exacto donde poder llevar a cabo la estimulación. No siempre es así, no siempre puedes romper caparazones; a veces es simplemente una utopía y una pérdida de tiempo. Acostumbrado a luchar constantemente dentro de mí por ensanchar las fronteras de la percepción de la vida, el gran error en el que caí fue pensar que este combate podría ser extrapolable a cualquiera de los demás; y no todo el mundo está dispuesto a iniciar obras de reforma en la calma y rutina de su vivienda interior.
Mis días como entrenador estaban contados, la enfermedad maldita ya se encargaba ella sola de arrancar salvajemente las hojas del calendario ante mi mirada humedecida por el dolor y la impotencia, y que yo rápidamente me apresuré a tratar de animar diciéndome que, a fin de cuentas, había llevado ese sueño hasta unos extremos de duración que en los inicios me hubieran parecido impensables: siete años, para alguien con un agujero congénito en sus turbinas por el que continuamente se le van desangrando las fuerzas era mucho tiempo, un excelente registro, una gran marca…; aunque bien es cierto que ningún pañuelo o consuelo podían enjuagar o erradicar el anhelo humano perfectamente comprensible alojado en mí de poder proseguir con aquello que te gusta, de seguir conectado a aquella actividad que tanto significaba para ti. Menos mal que ya era un experto en poner parches a las catástrofes, en recoger los bártulos que me quedasen y marcharme hacia otro lado… En este aspecto, tener que renunciar al baloncesto no era un suceso ni la mitad de grave que tener que soportar el pésame por la pérdida de cualquier función corporal como la de un simple dedo de la mano. Y yo quería vivir, y, por tanto, era lógico que la desolación me destripase cada vez que una puerta hacia la expresión ociosa se cerraba abruptamente. Encontraría otra, sí, me pondría a buscar otro camino alternativo para poder seguir respirando entre el implacable acecho de las sombras. Sólo necesitaba un poco de tiempo para ello, aguardar a que remitiese un poco la hinchazón…
Si tuviera que autoevaluarme y hacer una crítica lo más objetiva posible de mi valía como entrenador, si tuviera que situarme en una escala entre bueno y malo, diría de mí, aunque resulta realmente complicado trazar esta calificación, que realicé bastante bien mi tarea: no fui un portento, pero tampoco creo que haya que adjetivarme como malo. En la zona media, pienso honradamente que es el lugar en que habría que colocarme. Hice bien y dominé algunos aspectos del juego; creo que mi principal virtud era la que se derivaba de dar y ponerlo todo, junto con mis insaciables ganas de aprender. Lo peor, mi peor defecto de una larga lista, fue la falta o la carencia de ese rasgo popularmente motejado como instinto asesino, es decir, aunque llegué a adoctrinarme y a manejar con cierta soltura y diligencia el diccionario de palabrotas, adolecí de ese punto de carácter autoritario que te fustiga a ganar como sea, a inculcar esa mentalidad de tragaldabas a los jugadores y a tratarlos en consecuencia como marionetas o como soldados autómatas encarrilados para la obtención de ese fin. Carecer de esta mentalidad agresiva fue, con relación al hecho de cosechar triunfos, un defecto, ya que si seguramente la hubiera poseído hubiera ganado más encuentros y mi valoración como entrenador sería más alta. A mí lo que me gustaba era enseñar, y aunque estoy totalmente en contra de esas técnicas retrógradas basadas en la descalificación y en la humillación en público del pupilo, reconozco que si en determinados momentos hubiera tenido un poco más de mano dura y más desarrollado ese instinto ambicioso, seguramente que hubiera logrado más victorias.
Eso sí, a pesar de todo, si tuviera que señalar el lugar que me correspondería, me atrevería a decir que en ningún caso me considero mejor o más cualificado que el resto de los entrenadores cuya labor contemplé, aunque tampoco inferior o menos apto que ninguno de ellos: fui, con mis virtudes y defectos, con mis aciertos y errores, uno más, uno más que hizo bien unas cosas y peor otras, pero que creo que demostró y se ganó con creces el derecho a formar parte de ese colectivo durante esos años.
Pero nada de lo conseguido hubiera sido posible sin ellos, sin los jugadores: los verdaderos artífices de que yo pudiera entrenar durante tanto tiempo. A vosotros, que me ayudasteis a creer en mí, y, aún más importante, que contribuisteis notablemente a iluminarme la dirección de mi infatigable búsqueda de los límites del potencial humano, quisiera dirigiros estas últimas palabras.
Yo corroboré en primera persona cómo vuestro cuerpo iba cambiando, cómo se iba fortaleciendo y poniéndose en forma contribuyendo a ello, surrealista contradicción, los ejercicios que os mandaba hacer. Vosotros cada día más fuertes, yo más débil, pero eso no tenía ninguna importancia… ya que nuestra relación estaba fraguada en un punto más significativo donde estas divergencias sencillamente se desvanecen y rebasan al perseguir todos juntos una meta común que las anula, obligándonos a dar y a prestar atención a lo mejor de cada cual.
¿Os acordáis de ese protocolo que realizábamos instantes antes de que empezara un partido, cuando apilábamos, todos juntos, las manos unas encima de las otras para desearnos suerte y para alentar y hacer brotar el sentimiento de equipo? ¿Os acordáis? Yo sí, perfectamente…
Venid, acercaos por última vez. Me encanta esta característica figura compuesta por el montón de manos agregadas entre todos, fundamentalmente porque uno no sabe discernir entre el amasijo de falanges tan heterogéneo dónde empieza el cuerpo de uno y acaba el de otro. ¿No es esto precisamente lo que es un equipo? La suma de las virtudes y defectos de cada uno, disueltos para dar origen a un ente superior que tiene como principal propósito superarse y superarse. Manos juntas: aquí nadie puede distinguir lo que es de uno y lo que es de otro… Un equipo, somos un equipo.
Un día, por navidades, me regalasteis un gorro que comprasteis entre todos. Era uno de esos gorros negros estilo pescador o de los que suelen usar los comandos especiales para misiones especiales. Me emocionó mucho el detalle, me sería de gran ayuda para combatir el frío invernal. ¿Os acordáis de esas reuniones vespertinas que organizaba en mi casa, cuando veníais y os apiñabais en el sofá y, los que se quedaban sin sitio, tenían que contentarse con sentarse en el suelo para ver en el dichoso vídeo cuáles eran los aspectos del juego que debíais mejorar o para preveniros de lo que nos iba a hacer el equipo contrario? Siempre había espacio, eso sí, para alguna broma o para que alguien revelase al resto del grupo alguna faceta de su vida que hasta entonces desconocíamos. Siempre había tiempo para conocernos un poco mejor. Cuando mi soporífero mitin alcanzaba una inclinación insoportable y aparecían, en consecuencia, los primeros resoplidos, siempre surgía algún listo que me preguntaba si tenía «algo más caliente para ver», lo que a mí, casto e ingenuo en estos temas, me producía un pistonudo dolor de cabeza el intentar averiguar qué era exactamente lo que me había querido decir…
Me acuerdo de esas presentaciones iniciales cuando la primera impresión que os causaba mi cuerpo os impelía a establecer una distancia de seguridad cifrada en unos metros alejados de mí; siempre me acordaré de esas miradas que empotrabais en mis piernas y de esos susurros entrecortados circulando entre los codazos que disimuladamente os propinabais unos a otros… Y siempre mantendré fresca esa instantánea de final de temporada, cuando sin ningún tipo de tapujos os acercabais y me tocabais, compañero colega de toda la vida, cuando sin ningún tipo de reparos me hablabais y me sonreíais, sensación que tenía de que poco os faltaba para sentaros sobre mis rodillas… Momentos en los que ya sólo existía yo y vosotros, sin sillas ni intermediarios ni envoltorios artificiales que distorsionasen esa relación de tú a tú.
Yo era sólo un crío cuando desde la ventana de mi clase veía jugar a mis compañeros a este deporte con la frustración y las lágrimas resbalándome por las mejillas; sólo un crío cuando soñé una posible manera de poder participar a mi modo en todo este tinglado; y a partir de ese momento, primero inconscientemente, luego poniéndole toda la voluntad, empecé a trabajar para hacer realidad ese deseo. Fue entonces cuando descubrí y se me reveló que la vida, por muy complicada que sea, tiene a veces esos burladeros o senderos soterrados que, si atinas a encontrarlos, te conducen al lugar que tanto anhelabas dando un rodeo.
Deseo que sepáis encontrar el camino más idóneo para hacer realidad vuestros sueños. Entrenad duro para ello, teniendo siempre presente que la vida no es fácil para nadie, pero estoy totalmente convencido de que si ésta se afronta con la mayor amplitud de miras, siendo lo más dúctil posible, no sólo la disfrutaréis mejor, sino que además desarrollaréis una mayor destreza para superar sus infortunios. Y cuando os caigáis, porque os caeréis en más de una ocasión, no perdáis el tiempo en lamentaciones: levantaos, volveos a levantar. Porque tal vez sea éste el camino para encontrar el camino.
Vosotros que habéis compartido un momento de vuestras vidas conmigo, ya sabéis y habéis probado lo que es una mutación, por breve y pequeña que haya sido. En este proceso de intercambio yo he aprendido, como os he contado, muchas cosas de vosotros, y desearía que supierais aplicar ese mismo principio a otros ámbitos y con otras personas con las que os crucéis, ese mismo principio por el que el otro pone a vuestra disposición una serie de elementos nuevos que pueden serviros para ampliar vuestro marco vital.
El mío, os lo aseguro, se ha ensanchado mucho; espero que el vuestro también.
No tengo ninguna duda de que si algún día algún familiar o hijo que tengáis es atacado por alguna grave dolencia sabréis encontrar la forma más adecuada para minimizar su incidencia, fórmulas para que la calamidad no se coma ni enrancie totalmente vuestra relación. Para ello sólo tendréis que echar la vista atrás y recordar que hubo una época en vuestras vidas en la que fuisteis capaces de ir más allá de las apariencias y abriros al orbe del otro gracias al respeto, compañerismo y naturalidad en el trato.
Vamos, juntemos las manos por última vez. Formemos el corro, pero tranquilos, que esta vez no voy a soltaros ningún alambicado e indigesto discurso de los míos: sólo quiero daros las gracias, gracias a todos, tanto a vosotros, jugadores, como a los directivos, árbitros, entrenadores, padres y demás familia que componen este mundillo.
Adiós canastas, adiós banquillo, adiós marcador, adiós balón, adiós pizarra, adiós gorrito, adiós nervios mariposeando en el estómago los días de partido… Me lo llevo todo empaquetado en un recuerdo imborrable y en una grandiosa experiencia.
Me despido sin tristeza y sin hacer ruido, discretamente, tal como llegué. Entré siendo un niño y salgo siendo un hombre, alguien que se marcha habiéndolo dado todo, pero que tiene la impresión de haber recibido mucho más a cambio.
Se acabó. El último en salir que apague las luces.