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Después de tanto mensaje directo y subliminal recibido, de tanto programa informático que entre unos y otros se empeñaron en meterme en la cabeza, una idea fija era la que predominaba en mi mente: que yo tenía la clave, que en mis manos recaía la posibilidad de ponerme bien. Podía haber discrepancias y diversidad de opiniones en cuanto a las formas, pero había acuerdo unánime en cuanto a señalarme a mí como el gran e indiscutible protagonista.
Y yo sólo tenía un modo, sólo sabía hacer una cosa: ejercicio, y por si mis desmanes con él no fueran ya de por sí suficientes, extremé su duración y transgredí su intensidad; para dejarle además un espacio preferencial en mi vida, suprimí aquellas actividades que pudieran interferir, entorpecer o restar tiempo a la empresa, las aparté de mi lado argumentando que eran pasatiempos de crío, y yo ya tenía responsabilidades, es más, estaba delante de un reto muy importante que requería de toda mi energía.
La suma de tantos comentarios caprichosos se unió a mi empecinamiento innato por el combate y por no dejarme debilitar sin oponer resistencia, y juntos alumbraron un proyecto y una idea persistentes: quería ser el primer niño con una enfermedad de este tipo en curarse; quería romper las previsiones, quebrar las estadísticas, burlarme del indicativo en negrita de nulas posibilidades. Pretendía inscribir mi nombre entre los casos meritorios y ejemplares de la historia, entre aquellos ilustres aclamados como excepción al haber conseguido tumbar a la enfermedad. Ninguna de las fuentes consultadas había podido congratularme con el remedio, aunque sí que habían coincidido en cantarme las excelencias de la fuerza de voluntad. Sí, todo parecía estar bastante claro: de mí dependía.
Y yo estaba dispuesto a aceptar el desafío poniendo el escaso bagaje de que disponía en el intento; aunque también es cierto que no tenía ninguna opción, más bien diría que no podía negarme: estaba obligado porque si no me abordarían y me comerían los roedores de la culpa.
Ya no me bastaba luchar para intentar devolver la vida a esas partes o funciones corporales que iban expirando; necesitaba más, una nueva meta, un nuevo horizonte donde alzar y depositar los ojos para no ver el desmoronamiento que me sitiaba, y también para renovar y dotar de un aliciente rejuvenecedor a mi motivación: aspiraba a la redención total, completa, a través de la estratagema gimnástica, aquella cuyas normas de funcionamiento ya me sabía de memoria.
Por supuesto que para seguir esta senda tendría que recurrir, todavía más, al engaño, tendría que tragarme constantemente mis propios embustes para permanecer en pie y no desfallecer, dando al traste con este elaborado y delicado montaje de ficción. Tenía que estar atento y preparado para que cuando me mosconease la duda o me sobreviniese un peligroso momento de lucidez acerca de si no había puesto las expectativas demasiado elevadas, de si no sería mejor litigar por un objetivo más razonable, poder ofrecerme buenas excusas del estilo: «Eso era antes; ahora, a partir de ahora ya no habrá más retrocesos y se iniciará una mejora progresiva hasta donde tú quieras», o con el tono evangélico de: «Todos los que han triunfado han partido de cero y desde una situación en la que nadie daba un duro por ellos»; infundios predestinados a mantener altas la tenacidad y la moral.
Entiendo que tratar de comprender esta actitud con las dioptrías de la racionalidad dará como resultado la aparición de un regimiento de arrugas en la frente; cómo se puede ser tan extremado, cómo se puede apuntar tan lejos, tener unas perspectivas situadas en las antípodas de la realidad; pero, si esta mirada aproximativa se hace a través del prisma de la identificación con el sentimiento de desamparo que me embargaba, entonces se podrán entender mucho mejor los motivos que me impulsaban a obrar de esta manera, ya que detrás de esta aparente muestra de soberbia lo que en verdad había era el comportamiento característico de quien huye por última vez, de aquél al que, moribundo en el lecho, le reviene una descarga de vitalidad justo antes de fallecer que le permite modular unas palabras de despedida. El porqué de mi bravata no resulta difícil de clarificar si se tiene en cuenta que era la última quema de energía que me quedaba; mi último cartucho; mi última contracción.
Y recurrí, una vez más, al juego, a las formas lúdicas para hacer más digerible y liviano ese envite; para darle un tentempié a mi ánimo cuando éste tuviera que pasar por el bache de los malos momentos. Y para ello nada mejor que acompañarme y servirme de las mágicas e infinitas posibilidades de transformación que ponía a mi alcance la pomposa fantasía: si estaba caminando y me entraban ganas de abandonar, hacía una pausa, cerraba los ojos, y me envalentonaba profiriéndome arengas en las que insistía en que no desistiera porque lo que me estaba sucediendo era algo normal dentro del programa de entrenamiento; tenía que hacer todo lo posible para continuar porque al final del trayecto estaba esperándome el aplauso de gratificación de la prensa que me apabullaría con sus flashes y que se encargaría de contar mi epopeya por todos los periódicos del mundo. Enfervorizado, rediseñaba incesantemente el formato de la entrevista y pronosticaba cuáles serían las preguntas que me harían. Adelantaba, me regodeaba y me jaleaba con la visión de los titulares: «Chico logra vencer enfermedad, por sí mismo. Único caso en el mundo» o «Los milagros existen. Aquí está la prueba». Soñaba despierto para extraer de las ensoñaciones calorías de empuje que me permitieran aguantar un poco más; y componía escenas en las que un coro de médicos me agobiaba con sus inquisiciones y múltiples pruebas intentando desentrañar el misterio que yo, con una flema de tipo acerado y rocoso, contestaba y resolvía con la sonrisa mastodóntica de los vencedores.
Necesitaba generarme y rodearme de estos bocetos de ciencia ficción como una manera de tratar de reforzar y sostener una existencia que ya intuía como muy quebradiza. No cabía más opción que el autoengaño para que mi cuerpo continuara en movimiento e hiciera cosas que bajo otra tesitura nunca se hubiera atrevido a hacer.
Por si estos alegatos no bastasen, hubo otras circunstancias externas que inspiraron y fomentaron la asunción de esta conducta. Una de ellas fue la cantidad de horas y horas que comencé a pasar en obligada soledad; esos ratos, ese tiempo inmenso en el que mientras los otros niños se iban por ahí yo tenía que quedarme en casa o a limitarme a contemplar sus evoluciones desde la ventana de clase; por lo que para ahuyentar el bochorno y también para regalarme alguna falsa esperanza de salir algún día de mi enclaustramiento y corretear allí fuera con ellos, me imbuía en estas idealizaciones con el fin de dispensar algo de entusiasmo al monótono ejercicio, burbujeando pensamientos en los que me veía como un escultor moldeándose el físico a base de tiempo, constancia y paciencia. «En un futuro esto se acabará», me espoleaba recrudeciendo el brío y las ganas que le ponía a la faena, repitiendo entre resoplidos esta sentencia que tanta cuerda adicional me dio para continuar activo y conocer las asombrosas fronteras de hasta dónde era capaz de llegar mi aguante, que, de no haber sido por este tipo de mentalizaciones, se hubiera ido cuarteando muy rápidamente.
El otro motivo suplementario que estimuló mis figuraciones grandilocuentes de convertirme en un héroe que da muerte con su espada a la draconiana enfermedad y que después, victorioso, coloca un pie sobre el cuello yerto de la bestia y levanta hacia el cielo los puños, me lo provocó la situación de análoga aflicción que le tocó vivir a mi abuela paterna; el hecho de que compartiera conmigo la vivencia y la sensación de ser invadida y dominada por un agente patógeno incapacitante, aunque en su caso de una virulencia mucho más acusada ya que la dolencia que padecía le había atacado el cerebro, eliminando y sojuzgando cualquier resistencia volitiva que pudiera oponerle, aboliendo los rasgos de cordura de su personalidad. Ella, a diferencia de mí, no podía plantearse ni siquiera ningún tipo de desafío o de protesta.
Se le había negado, al cortársele el suministro sanguíneo hacia las zonas de cavilación contestataria, hasta eso.
Mi abuela Antonia, que así se llamaba, era el polo opuesto de mi otra abuela cuya imagen tengo asociada al cariño y ociosidad de un patio opíparo donde tan buenos ratos pasé. Encarnaba todo lo contrario: no me hacía mimos ni caricias, no me colmaba con regalos ni con chucherías, no me contaba cuentos, no me reconfortaba con sus achuchones. No podía. Aunque la mayor parte de su existencia transcurrió en el otro lado, afiliada al bando de los sin problemas de salud, y fue una mujer de su época que se casó y tuvo hijos, que yo recuerde la he visto siempre postrada en esa butaca, desvariando, con la mirada extraviada y balbuceando frases ininteligibles debido a la arteriosclerosis que la esquilmó durante los doce últimos años de su vida.
Me acuerdo de que apenas podía andar, sólo pequeños pasitos que tanteaba cogida del brazo de mi padre; y era sin duda esta contingencia, mucho más que su estado de desequilibrio mental, lo que más tirria y repelús me daba de ella. Y es que si mi abuela Francisca representaba la protección, mi abuela Antonia abanderaba su oposición: el temor, todo aquello que rechazaba y no quería ser.
Solía pasar largas temporadas con nosotros y tenía su habitación justo al final del pasillo, en ese lugar terminal reservado para que la intriga se prolongue en el redoble de puntos suspensivos. Yo solía acercarme, acongojado, hasta allí, pero sin atreverme a entrar mucho. Me quedaba apoyado en el quicio de la puerta, contemplando con una mezcla de acrimonia y respeto las cosas que hacía. Prácticamente no hablábamos, y, si surgía la charla, a lo más que llegábamos era al intercambio de unos vocablos sin ninguna correlación de sentido entre sí, en el que mientras yo le preguntaba qué tal estaba, ella señalaba, preocupada, su reloj y me inquiría en si éste estaba en hora.
Si en alguna ocasión le ofrecía alguna revista u otro pasatiempo que creyese que le pudiese interesar, me lo rechazaba de pleno esgrimiéndome su indiferencia: prefería mirar por la ventana o reinventar un rito que una y otra vez le vi repetir desde mi rincón, y que consistía en meter y sacar una inacabable colección de potingues y cachivaches de su neceser para, después de haber abierto unos y cerrado otros, escoger un pintalabios y acabar de acicalarse sosteniendo un pequeño espejo. Repetía esta operación varias decenas de veces al día, y a mí me resultaba curioso y sorprendente este proceder, cómo podía pasarse tanto tiempo maquillándose y preocupándose por su aspecto cuando casi nunca recibió visitas.
Ahora, al hacer una reconstrucción muy personal desde la estatura del adulto, pienso que era precisamente por eso: pintarse y arreglarse, ponerse lo más presentable posible como una manera inconsciente de buscar una motivación para pasar el día, a la espera, tal vez, de la llegada de ese alguien del otro lado: una amiga, una vecina, un antiguo pretendiente, que viniera a verla.
Y la visión de mi abuela era la que me inducía a actuar con esta extralimitación, a entregarme y dejarme la piel en las sesiones pactadas de ejercicios. Era otro de los motivos, como hélices adicionales girando en la popa, que azotaban mi obcecación. A ella acudía cuando me encontraba algo apático para que la contemplación de esa figura arrumbada y sometida, la personificación de la derrota repudiada que rogaba para que no me tocase y a quien no quería parecerme, me recargara las baterías y pudiera volver, rebosante de rabia y arrojo, al asalto de la gimnasia salvadora. Pero también acudía a ver a mi abuela cuando el péndulo de mi estado de ánimo marcaba la casilla opuesta, cuando me sentía eufórico bien sea por una calentura hormonal o porque me hubiera parecido percibir una ligera mejora en alguna de mis anaeróbicas disciplinas como haber rebajado en unas décimas el tiempo que tardaba en vestirme. Entonces, exultante, irrumpía en su habitación y le vociferaba a la cara de sobresalto de la anciana que yo lo iba a conseguir, que no iba a acabar como ella. Y, al finalizar mi berrido, destensaba los puños y me marchaba dando un portazo, sin reparar en el significado del eco que retumbaba a mis espaldas, y que venía a decir que no eran más que los desplantes de un crío asustado.
Las horas de creciente soledad que tenía que ocupar de alguna manera, el pavor al símbolo siempre presente de claudicación y fracaso representado en mi abuela Antonia, la presión de la inculpación hacia mi persona y, especialmente, mi temperamento indómito, que se empeñaba en no querer aceptar lo decretado como inevitable, me llevaron, me hicieron creer que en mi relación con el ejercicio estaba la clave de la curación.
Y me agarré a esta entelequia como un hambriento a una costra de pan, como un yonqui a la heroína, como un náufrago al primer asidero flotante que divisase a su alrededor. En mi deseo, en la determinación que le pusiese, estaba la solución.
Intuía, me arribaban avisos por los canales subterráneos de emergencia en los que se me pedía que revisase críticamente los resultados cosechados hasta entonces con este sistema de computaciones cronométricas y prensaduras del físico, pero, si lo hacía, estaba expuesto a sentir la quemazón violenta provocada por el aumento súbito de la corriente eléctrica; por lo que prefería huir de cualquier tipo de replanteamiento: optaba por el oficio castrense antes que por la recapacitación, por el tropismo ininterrumpido en vez de la reflexión. No tenía alternativa. Moverme, consumirme en el propio embolado de cifras y gráficas que yo mismo había ido creando o morir.
En la época en la que mis salidas a caminar por la calle se habían vuelto prohibitivas, tachadas ya de la lista de mis posibilidades, borradas de cuajo de mi memoria muscular, cuando las rutas y los circuitos los tenía que trazar entre los bastidores de mi casa, generalmente entre esas vetustas escaleras o por ese pasillo sombrío que llegué a conocer palmo a palmo, que incansable recorría una y otra vez, mis padres me regalaron una bicicleta estática.
Poder ir en bicicleta siempre había sido una de mis ilusiones, una de esas actividades que me ponían los dientes largos y aceleraban el corazón cuando avizoraba cómo los otros niños podían montar en ella y yo no. Solamente cuando fui muy pequeño, antes de entrar en la fase en la que esos artefactos voladores modificaban su estructura molecular, cuando las bicicletas tenían adosadas esas dos ruedas suplementarias en la parte de atrás o eran simples triciclos color rosa con la caricatura del Pato Donald dibujada en el timbre oxidado, conocí la sensación de cortar el aire con la cara al manejar uno de esos metalizados artilugios a pedales. En esta etapa sí que fui igual que ellos, aunque no podía ir tan rápido y me cansaba mucho antes.
Pero después, al iniciarse el proceso de metamorfosis, cuando estas máquinas transformaron sus cuatro ruedas en dos, cuando adquirieron formas aerodinámicas y triplicaron su velocidad, y les dieron permiso para salir de la aburrida circunvalación a la rotonda del patio para revolotear por la carretera, yo no les pude seguir. Permanecí quieto, lacónico, contemplando los pasos de su emancipación, cómo se iban abriendo hacia ese nuevo mundo: sus padres les sujetaban, primero, por la cintura, y durante unos metros ellos trataban de despegar peleando contra los empujones ladeados invisibles que pretendían hacerles perder el equilibrio; después, los progenitores les pasaban la mano confortadora del no tiene importancia sobre los rasponazos sufridos, les ayudaban a reincorporarse y les animaban para que volvieran a intentarlo. Finalmente, transcurridas varias tentativas, los ciclistas conseguían al fin dominar la técnica y, entre los aplausos y gritos de ánimo de la concurrencia, emprendían el vuelo y se marchaban lejos, cada vez más y más lejos…
Única y exclusivamente les miraría. Mis fuerzas no me alcanzaron para poder acometer el cambio. Me quedé en oruga, en sempiterna oruga. Y sería a mí a quien, en los juegos, me ofrecerían o me ofrecería voluntario (a falta de alternativas y para no quedar del todo rezagado) para desempeñar el papel de guardia urbano; sería yo el que, pito en la boca, manos con gestos marciales, ordenaría ese tráfico inalcanzable y envidiado o pondría al servicio de los participantes mis dotes como ideólogo generador de nuevas pistas e itinerarios por los que tal vez les interesaría y apetecería circular.
Ésa había sido toda la experiencia y relación que había tenido con las bicicletas. Por eso, cuando estuve delante de esa perfecta imitación donada por mis padres y a la que sólo le faltaban las ruedas para desplazarse y asumir el estado de desapego, me vinieron a la mente muchos de esos pasajes avinagrados y atrancados, ese inconfundible hedor de la frustración dragándome la pituitaria, esas remembranzas de mi niñez en las que me sentía como aquél que se queda en tierra despidiendo a sus compañeros mientras agita el pañuelo que lleva en la mano. Me vinieron a la mente muchas de estas correrías abortadas, muchos de estos sueños estancados que ahora podía reactivar y vivir al menos parcialmente gracias a la imaginación. La bicicleta estática me ofrecía esa posibilidad, era como la bisagra que me permitía un acercamiento simulado pero bastante aproximado a todas esas vivencias.
No me resultó, pues, difícil encontrar motivaciones para subirme a su cabalgadura. El hecho de que se pusiera a mi alcance otra herramienta muy competente para reclutar bajo la ambición rapaz del ejercicio y la chismosa curiosidad por tratar de averiguar, aunque fuera de una manera muy parcial, cómo se debían de sentir mis amigos al manejar uno de estos vehículos, fueron razones más que suficientes para ello.
La bicicleta fija tenía ocho o nueve marchas graduables, y cuanto más alta era la enumeración designada, más dura se tornaba la resistencia para hacerla girar. Yo la ponía al cero o como máximo al uno, en la única posición en la que me era posible marchar con un ritmo regular y medianamente prolongado, en el lugar que se ajustaba mejor a mis características, y, a partir de aquí, levantaba el telón de mi particular tragicomedia.
Me recomendaron que hiciera tres o cuatro kilómetros diarios, que en torno a ese exponente estaba la ración óptima. Al principio, les hice caso; después, según la estadística de mi salud fuera cayendo en picado, la desesperación y la obsesión lo emborronarían y lo trastocarían todo, llevándome a una desenfrenada escalada de distancias y de tiempo dedicado.
Primero fueron cinco, luego diez, quince… Durante un breve período entre los trece y catorce años llegué a hacer cuarenta kilómetros diarios; sí, cuarenta kilómetros diarios: veinte por la mañana y veinte por la tarde. Cada día, imperturbable, tozudo, de lunes a domingo y de domingo a lunes, tanto si granizaba como si resudaba en la sauna veraniega desde la terraza del apartamento, tanto si tenía ganas como si no, allí estaba, puntual a mi cita, decidido a cumplir y a no abandonar hasta no haber alcanzado la marca que yo mismo me había impuesto.
Me costaba bastante poder subir y auparme al sillín, tenía que poner en escena un ceremonial barroco de posturas y palancas varias cuya dificultad y duración corrieron parejas al aumento de mi debilidad. Sostenerme erecto en la vertical sin los rozamientos y la marejada que me arremeterían si fuera una bicicleta completa y transitase por la calle no me representó, en los primeros años, un gran problema, aunque conforme se fuera atrofiando el vigor de mi espalda necesitaría de apoyos adicionales como colocar a mi lado una silla o arrimar la bicicleta a la pared para poder apoyar, en caso de repentina inseguridad, el hombro sobre ella.
Aunque el usuario prácticamente en exclusiva era yo, algunas veces mi madre o algún miembro de mi familia solían utilizar también la bicicleta. Cuando así lo hacían, antes de decidirme a comenzar la jornada, pedaleaba hacia atrás hasta haber eliminado los kilómetros que hubiera podido hacer, hasta situar el cuentakilómetros en el punto y cifra exactos donde lo había dejado yo el día anterior. No permitía que nadie me regalase nada, ni un metro de más, quería que los dígitos indicados en el cuentakilómetros correspondieran y hubieran sido grabados en su totalidad por el percutor de mi esfuerzo. No admitía injerencias ni ayudas foráneas en mi labor. El cómputo registrado tenía que ser exclusivamente mío.
La complicación más destacable que solía surgir en esta modalidad gimnástica era sin duda la de la monotonía, la imposibilidad de distraerse con el litoral al descubierto de carretera que uno iba dejando atrás, ya que el panorama avistado de mi habitación era siempre el mismo. Bregar dentro de ese aislamiento que no dejaba ninguna fisura abierta a la descongestión era tener que encontrarme obligadamente conmigo mismo; escuchar cómo sonaba mi respiración, sentir cada leve contracción de mi jadeo, cada crujido pigmeo de mi cuerpo…; pero también me provocaba ser atacado constantemente por mis propios pensamientos, tener que entablar batalla contra esa intromisión insoportable de miedos que, aprovechando la quietud, afloraban y me extorsionaban el cerebro convidándome a abandonar. Ése era el combate más duro, la actividad más complicada que, sobre esa tarima improvisada de meditación, me esforzaba en librar: mantener el equilibrio entre las vaharadas de tedio, entre las insinuaciones reiteradas de desertar y, por otra parte, alcanzar y cumplir la distancia que me había fijado para aquel día. Muchas veces era la inclinación de esta balanza hacia el lado del pánico que me entraba el motivo por el que me apeaba de la bicicleta mucho más que por el cansancio mismo, aunque poco a poco, con tiempo y perseverancia, fui decantando esta disputa a mi favor.
No sería precisamente la curación lo que conseguiría con tantas horas y horas pasadas encima de ese aparato, ni siquiera ganaría un ápice de fuerza o de mejora, aunque lo que sí lograría sería endurecer un poco más la voluntad y, especialmente, ir agrandando ese canal que conduce hasta las puertas del autodominio liberador, hacia ese estado posterior donde los espectros horripilantes se humanizan; y que yo, una vez, visité sin querer, esa primera vez en la que me encontré con Áxel en el pasillo de mi casa y le contemplé, momentáneamente, fugazmente, sin temor.
Uno de los aliados que descubrí y que me fue de gran utilidad en esas travesías inacabables fue la música, el rescatar y volver a dar una función a esos auriculares que antaño me sirvieron para andar por la playa y que ahora, después de la acertada readaptación, me aportaban, amén de una buena dosis de deleite polifónico, la estimada batuta de marcarme el ritmo: a través de la música aprendí a moverme al compás, a trabajar armónicamente siguiendo las pautas que marcaban los acordes. Así, volteaba más rápido o más lento según la canción que estuviese escuchando fuese más o menos movida; aminoraba la marcha en los momentos de receso o, por el contrario, aceleraba hasta el límite de mis fuerzas cuando irrumpía el clímax del estribillo. Con la música tronando de fondo mi ímpetu y mi aguante se prolongaban hasta su capacidad máxima, y las ensoñaciones que concibiese y emitiese dentro de este estado contenían una mayor carga expresiva que las que pudiese generar fuera de esta influencia melódica.
Indudablemente, entre las figuraciones que pudiera recrear mientras estaba encaramado en la bicicleta, entre esa amplia gama de situaciones, de personajes que con las acuarelas artísticas de la mente me encargaba de delinear, de interpretar, de vivenciar, había un lugar destacado para caracterizarme como un consumado ciclista que estaba corriendo la Vuelta a España o el Tour de Francia. La situación o postura, evidentemente, eran muy proclives para que en buena lógica surgieran este tipo de identificaciones en las que de tanto en tanto giraba la cabeza para cerciorarme de que, después de haberme escapado, el pelotón no estuviera pisándome los talones, o, cuando retrataba a alguien adelantándome, apretaba y me colocaba a su rueda con el fin de no perderlo de vista.
Cualquier variación física que detectase era fácilmente trasladable a las vicisitudes que le atosigaban al corredor que encarnaba; por lo que cuando comenzaba a estar cansado y a volverme lentitud, me invadía la impresión de que estaba escalando un puerto de montaña de categoría especial con la gorra vuelta del revés, y eran los gritos de ánimo de los aficionados concentrados a los lados de la carretera uno de los considerandos por los que continuar y no desfondarme.
Una de las curiosas particularidades de estas fabulaciones era que, coincidiendo con algún evento importante, podían reforzarse y magnificarse, podían hacerse mucho más jugosas y presentes por el efecto de los medios de comunicación: bastaba con encender la radio, colocarla a mi lado, y dejarme poseer por la voz eufórica y vivaracha del locutor que, a la par que narraba las evoluciones de la carrera, describía también, sin saberlo, las mías, que trataban de imitar el desarrollo y los incidentes que oía relatar.
Incluso en el colmo de la buena suerte había, en algunas ocasiones, la posibilidad de obtener, arrastrando la bicicleta hasta el comedor, imágenes directamente horneadas del televisor; lo que representaba el no va más, la gloria absoluta, ya que con este sistema no se precisaba ningún esfuerzo de concentración: solamente dejarse llevar por esa catarata de secuencias que me transportaba hasta una rasante mucho más rica en matices. Emplazado frente al televisor era cuando más me sentía en el papel del ciclista, cuando las fantasías que transpiraba vibraban con mayor fruición.
—¡Algún día seré un gran corredor! —proclamaba entre bufidos, entre agujetas, ante las endorfinas desatadas por la euforia después de haber concluido, triunfante, mi sesión diaria de ciclismo en la que había sido, obviamente, el primero en cruzar la línea de meta.
Muy pronto recurrí a las propiedades de la creatividad para desmenuzar en modalidades varias al uniforme ejercicio con el objeto de crear parcelas de diversidad para que al aburrimiento le resultase más difícil apoderarse de él, buscando así repartir el capital entre distintos arrendatarios para que al menos se salvase una parte si era atracado por tal reprobable bandolero.
Una de estas variaciones habilitadas consistía en sacar el máximo partido posible a la especie de reloj que venía incorporado a la bicicleta, donde podías programar el tiempo de gimnasia que deseabas hacer antes de que un sonoro timbrazo te avisase de que ya había concluido la sesión. Jugando ingeniosamente con el reloj se me ocurrían cantidad de nuevas pruebas como cuántos kilómetros era capaz de hacer en cinco minutos, o en veinte, o en media hora…, que me proporcionaban un aire de frescura original para aliviar la rutina de hacer siempre la misma fracción.
Lo que mejores resultados me dio fue la combinación de ambos sistemas, emplear alternativamente los dos estilos: lunes, miércoles y viernes, dedicarme a la consecución de un número preestablecido de kilómetros; martes, jueves y sábados, decantarme por las series de contrarreloj; y dejar para los domingos la realización de un recorrido más largo de lo habitual. Esta táctica de la alternancia resultó ser un método de probada efectividad para adosarle una inyección de vitalidad a la motivación y prolongar hasta estadios de vejez extraordinarios su función.
Recuerdo una manía fechada en plena ebullición de la adolescencia, cuando los cuerpos masculinos empezaban a experimentar relampagueantes transformaciones, visibles, especialmente, además de en ciertas zonas pudibundas, en el vello virulento que trepaba por las piernas y, sobre todo, en un abultamiento suculento aparecido en los muslos; ese despertar de las formas de los cuádriceps que mis compañeros exhibían a todo el mundo (mirad, chicas, extasiaos con el prodigio) cuando se paseaban, palomos bravucones, en pantalón corto. Y a mí, fascinado por ese fenómeno casi sobrenatural, me resultaba imposible poder apartar la mirada de esas pantorrillas engrosándose y eliminar la idea persistente de tener unas de iguales, por lo que, muchas veces, al concluir mi jornada de beligerancia encima de la bicicleta, acudía raudo al baño a examinarme las piernas frente al espejo esperando distinguir alguna señal del anhelado cambio iniciado que, como era de prever, nunca se produjo: mis muslos continuaban y continuaron estando rechonchos, fofos y lisos; no apareció ninguna protuberancia estriada originada por una explosión de fuerza ganada. Mis cuádriceps no aceptaron nuevas fibras como inquilinas. Piernas de niño, de niño para siempre.
La vida útil de la bicicleta duró unos años. Después caducó, se herrumbró, se volvió inservible, y, como cualquier etapa que concluye con el toque de trompeta del dolor, su deceso no sería precisamente un acontecer reposado, como corresponde a los desenlaces con decretazo de supresión física que atentan contra las leyes del desarrollo y del fueron felices y comieron perdices. Hubo, como cabía esperar, una levantisca negativa por mi parte, un aferrarme con los dientes al manillar mientras los emisarios de la parálisis me iban invadiendo, colocándose por encima, colonizándome.
La razón principal por la que me vi obligado a tener que dejar la bicicleta fue por el agravamiento experimentado en las dificultades para subirme a ella unido a las complicaciones crecientes para mantener el equilibrio, mucho más que por un empeoramiento en vencer la resistencia. El ceremonial y las contorsiones que tenía que llevar a cabo para encumbrarme al sillín y colocar los pies sobre los pedales fueron perpetuándose en el tiempo, por lo que después de haber estado media hora o más forcejeando e insistiendo estaba tan cansado que ya no me quedaban fuerzas para ponerme a rodar. A pesar de resistirme, de rebelarme furibundo, llegó un momento en que estos esfuerzos voluntariosos y extenuantes se consolidaron en la inviabilidad. Y entonces tuve que abandonar.
También aquí, sobre este aparato, en este marco, quise medir y tantear mi aguante, mis límites, levantar acta de mis locuras. Y así, un buen día me propuse ponerme a pedalear hasta que mi cuerpo dijera taxativa y claramente basta. La fecha elegida para el acontecimiento fue un sábado por la mañana en el que, ataviado con mis mejores prendas deportivas, después de haber recopilado el mayor número de cintas de música que me fue posible y ponerlas a mi alcance sobre un taburete, hechas las persignaciones de rigor, me puse en marcha siguiendo como única norma la de tener prohibido detenerme bajo ningún concepto.
Para conservar fuerzas y retrasar el agotamiento todo lo que pudiera me mantuve dentro de un ritmo constante entre los quince y los veinte kilómetros por hora, exigiendo y proponiéndome, cada vez que estaba a punto de la retirada, arribar hasta esa meta emplazada un poco más allá y, cuando lo conseguía, me fijaba alcanzar el escalón que venía después. Y así, pasito a pasito, fui sumando y sumando hasta que al hacer el recuento quedé sorprendido y enronquecidamente alborozado por lo lejos que llegué.
Aguanté durante casi siete horas encima de esa bicicleta; acabando con las ingles abrasadas, el cuello tan agarrotado que ni tan siquiera podía levantarlo ni enderezar la vista del suelo en los instantes finales, y con las rodillas tan apelmazadas por los giros continuados que, cuando fui a poner los pies en el suelo, tardé unos agónicos minutos en poder estirarlas y volver a caminar.
Pero la satisfacción que derrochaba contrarrestó con creces todo padecimiento sufrido, colocando sobre mis ampollas el hielo de la plusmarca lograda que ahuyentó las penalidades con su deslumbrante empaque de neón: setenta y cinco kilómetros, ésa fue la distancia que recorrí, el número maestro que con letras de oro moldeé para las grandes gestas de la humanidad.
El último día, antes de poner el cierre, de descender, por última vez, del diván de mi camarada, permanecí un rato contemplando el cuentakilómetros y realicé el póstumo ejercicio cognitivo de mirar y registrar el importe total que indicaba; solamente que esta vez no lo anoté en ninguna hoja externa sino que, por su trascendencia capital, por reflejar sus guarismos todo el trabajo realizado durante esos años, quise archivarlo en la memoria indefinida para llevarlo siempre conmigo, para que estuviera a mi lado para la posteridad ahora que ya era parte de mí: y memoricé, mojando la pluma de la emoción en el tintero del pesar, ese cómputo que nunca más volvería a moverse: 4.648 kilómetros; todos, absolutamente todos, hechos por mí mediante el tesón y el arduo sacrificio.
Y mientras daba tumbos en mi mente la pregunta carente de respuesta acerca de qué me habría servido todo aquello, me retiré dejando un reguero de orgullo y de cabizbaja desazón. Así fue la última vez que subí a la bicicleta.
Años más tarde, cuando mis padres se deshicieron de la vetusta y muy querida bicicleta cubierta de polvo de desván, sentí renacer ese sentimiento inflamado de posesión de a quien le arrebatan un ser querido; y volvieron a la mente los fotogramas de mis proezas de ciclista victorioso, esas vehementes caminatas por el pasillo tan trillado, los enunciados periodísticos que clamaban que había sido el primer niño con un trastorno de este tipo en curarse…; retornaron esos remanentes de gallardía, de retos, de belicosidad asesinada bestialmente, de patadas infructuosas en el aire.
Retornaron y se me agolparon estas sensaciones cuando ya pernoctaba en el sarcófago de la derrota.