9

Ahora sé que el baloncesto me salvó la vida, que su venida fue crucial para poder salir de las tinieblas, que su llegada oportuna rajó y derrocó a unos hábitos erróneos que hubieran acabado por liquidar con absoluta seguridad mi piélago anímico si su advenimiento no hubiera puesto a mi alcance una manera de entretenerme, de relacionarme con la gente, y de canalizar mi ímpetu por otros canales mucho más constructivos y positivos.

El baloncesto no es que tuviera en sí ninguna cualidad especial que lo convirtiera en el único facultado para proporcionar un cambio en el viraje sin salida que seguía; seguramente cualquier otra actividad que con una mínima capacidad para la estimulación hubiera visitado mi vida me hubiera provocado más o menos el mismo efecto, pero lo que realmente lo hizo distinto e inconfundible fue su providencial y agradecida entrada en la adustez de mi existencia, donde las novedades de este tipo se producían en cuentagotas.

Si hubiera vivido en otro sitio, por ejemplo en una gran ciudad, dudo mucho que se me hubiera presentado la ocasión de poder entrenar y, mucho menos, que mi padre hubiera podido hacer una pausa en su trabajo para acompañarme al pabellón. Vivir en un sitio pequeño donde todo está cerca me ha reportado esta ventaja al tiempo que me ha endilgado otros muchísimos inconvenientes e impedimentos como no poder ir a la universidad o simplemente aventurarme hasta el cine. (Maó, ciudad hermosa y galante, célebre capital de la isla donde vivo, es famosa y conocida, entre otras cosas, por tener uno de los puertos de mar naturales más bonitos del Mediterráneo, por sus mujeres gallardas y salerosas, y también, todo hay que decirlo, porque ninguno de los tres cines de los que dispone actualmente está en condiciones de albergar, al estar fortificados con barreras arquitectónicas varias, a todos aquéllos que utilicen un medio de locomoción algo diferente del de la mayoría, que, ante tal persistente negativa, se ven obligados a escoger otras opciones de ocio de entre el rico y variado repertorio que ofrece el vivir en un sitio tan chiquito; escogiendo, a saber, preferentemente: o quedarse en casa mirando la televisión como primera elección, o quedarse en casa a contemplarse el ombligo como segunda alternativa más votada, ya que hincharse de sedantes por vena tiene limitado su acceso a mayores de dieciocho años, por lo que el éxito en esta disciplina es sensiblemente menor).

Así pues, fueron la suma de una serie de factores que confluyeron los que precipitaron e hicieron factible que pudiese entrenar. No hubo más secreto ni más mérito que el de esforzarme por mantener una actitud abierta y dispuesta hacia las oportunidades que me pudieran llegar, y aprovecharlas según me fueran viniendo. Si no hubiera sido el baloncesto hubiera sido cualquier otra cosa, lo importante era cultivar una predisposición activa y receptiva hacia todo aquel evento que pudiera hacer acto de presencia en mi vida.

Nadie sería capaz de sospechar que una actividad aparentemente tan primitiva (diez tíos corriendo detrás de un balón, disputándoselo para tratar de meterlo por un aro no es que sea precisamente un dechado de intelectualismo sapiens sapiens) pudiera albergar algo que para una persona como yo tendría un valor y una importancia extraordinarios, y que tantos beneficios me reportó. La mayoría de mis compañeros de afición, según la información que iría recabando a lo largo de los años, entrenarían para pasar el rato, por una supuesta vocación tan débil como la vida ascendente de un cohete, para probar qué era aquello, por unas acuciantes ansias de gloria, por estar en contacto con gente joven, etcétera; pero yo no sólo lo haría por alguno de estos considerandos con los que me siento identificado, sino también y principalmente por razones que ellos nunca alcanzarán a comprender de tan alejadas que están de la lista normal y común de motivaciones: entrenar para tener una razón más para vivir; entrenar para sacar de esta experiencia una energía suplementaria, copiosa en calcio, con la que poder acometer con mucho más ánimo y facilidad los quebraderos saqueadores de mi vida; con la que poder hacer frente con mucha más soltura y determinación a la auténtica confrontación que libraba y libro dentro de mí.

Para mis compañeros entrenar sería una cosa más de entre las múltiples que tenían a su alrededor. Para mí, en cambio, mucho más limitado en este terreno, el baloncesto gozaría de una posición de privilegio que aglutinaría mucho tiempo y esfuerzos; y no porque considerase que este deporte tuviera unas cualidades que lo hicieran digno de adoración en los altares, sino porque comprendí que, gracias a la fuerza tan potente que irradiaba, tenía entre mis manos un talismán de formidables propiedades.

El baloncesto sería como un gran jefe cohesivo que excitaría y concentraría una serie de fuerzas que habían estado desperdigadas dentro de mí, instruyéndolas y organizándolas para construir con ellas una nueva dimensión por la que reconducir mi existencia.

Las bambalinas de este deporte serían testigos de mi evolución personal de niño a hombre; los siete años que pasaría entre entrenamientos y partidos contemplarían, para variar, mi imparable declive físico y mi correspondiente fortalecimiento mental. El baloncesto sería el marco dentro del cual se desarrollaría, el reluciente papel de envolver, y un agente para espolearlo, pero la forja de la conversión la llevaría y se ubicaría dentro de mí. En este aspecto, el juego del aro y la canasta tendría una doble vertiente: por una parte alentaría a la puesta en marcha de estos recursos interiores, demandando que se acelerase el ritmo de mi astucia psicológica para afrontar los obstáculos con los que me encontraría en esta nueva situación, y, por otro lado, serviría para proporcionarme un buenísimo descanso de mis meditaciones ordinarias, para salir y romper momentáneamente con mi habitación para después, al regresar a mi particular confinamiento, hacerlo con un brío renovado para poder llevar a cabo tan profundas tareas.

Y, en este trabajo arduo y solitario, en esta brega continua, denodada, sin aliento, por el ensanchamiento de mi capacidad neuronal, para que se produjeran nuevas y mejores conexiones sinápticas, con el primer escollo con el que me topé fue con el plato amargo, difícil de digerir, de tener que habituarme y aceptar la silla de ruedas. Era imprescindible solventar esta cuestión si quería seguir avanzando; desembarazarme de este lastre, de esta opresión, si quería dirigir mi atención hacia los puntos de interés que aguardaban por debajo, más allá de esta púa atrancada.

Después de la primera sensación de tristeza y abatimiento, de rendición y de rabia cuya repercusión reprobatoria se te queda incrustada en la cabeza, anunciándote con su voz sentenciosa que nunca más volverás a levantarte, que al momento en el que te sientes te atrapará para siempre, como las patas mecánicas de la araña prensan y chupan el plasma del pobre y simple insecto que merodeaba por su barrio; una vez dejada pasar, porque no queda más remedio, la ráfaga de esos pensamientos tormentosos y aguardar a que se vayan secando y consumiendo por la propia repulsión que inspiran, emerge una emoción de inmenso descanso y alivio ya que, de golpe y porrazo, desaparecen todas las rémoras y el esfuerzo tan enorme que representaba desplazarse: ya no existe un tope en las distancias que te constriña, y éstas se alargan y extienden casi hasta el infinito, sin restricciones, sin recortes de ningún tipo; y, en un abrir y cerrar de ojos, esas penalidades para arrastrar las piernas se desvanecen, desaparece esa obligación impuesta de tener que moverte dentro de un espacio tan reducido de pez en una pecera, para pasar a poder recorrer largas distancias en un santiamén. El mundo se abre, se dilata, y aparecen ante ti cantidad de nuevas formas y pormenores de los que hasta entonces no habías tenido noticia de su existencia ya que la recién estrenada posición de sujeto sedente sobre ruedas te ha eximido de tener que andar en permanente actitud de alerta con la cabeza hacia el suelo para no tropezar: ahora, liberada por fin, la mantienes erguida, desocupada, por lo que comienza a desfilar ante ti una explosión de movimientos, de gente yendo y viniendo, de cosas increíbles que ves ahora por primera vez… Y, ante ese espectáculo multitudinario que te obnubila, llega y se asoma a tus oídos una insinuación maliciosa que te proclama que, al fin y al cabo, no habrá sido tan malo dejar de caminar, que, tal vez incluso, hasta haya sido una suerte haber puesto punto y final a esa agonía de mantenerse lo mejor que uno podía y sabía en pie…; te sientes fatal por pensar así, por tener estos pensamientos impuros, inaceptables.

El inconveniente más fastidioso que me tocó padecer fue que, como no tenía fuerza suficiente en los brazos para manejar la silla yo solo, por mis propios medios, eran los demás los que, inaugurando una nueva cláusula de dependencia hacia ellos, me empujaban, me llevaban y me traían, lo que me hacía sentir aún más incómodo, atado a su merced.

Otra de las sensaciones extrañas, nuevas, que te reviene es que, cuando sales al calor de la calle, notas como mucha más gente te mira, te escruta con descaro y sin remilgos de ninguna clase de arriba abajo y de abajo arriba; un buen repaso de gula visual que te incomoda y violenta como si te arrancasen la ropa de cuajo, como si en la entrega de la silla de ruedas viniera incluida una entrada para concentrar sobre ti las miradas más indiscretas del reino que sólo se atreven a desenfundar en las grandes ocasiones como ante la mismísima Miss Universo paseándose en tanga por delante del personal. No sé si esto es exactamente así o si es una percepción meramente subjetiva, pero lo cierto es que cuando salía a la calle creía sentir el fulgor de esas miradas que me hundían un poco más en la silenciosa recriminación por no haber sido capaz de hacer nada que me impidiera acabar así.

Pero, afortunadamente, las virtudes positivas, una vez pasado el período de mutuo acoplamiento en el que ambos terminamos por reconocer que nos necesitábamos, tanto si nos gustaba como si no, imperiosamente uno al otro, y que la mejor opción, ahora que éramos socios inseparables a los que una criminal enfermedad había condenado a estar pegados para siempre, era establecer unas normas mínimas para la convivencia y prestarnos ayuda recíproca cuando fuera menester, fueron las que finalmente acabaron por decantar la balanza a su favor, quedándome con la visión de las ventajas y efectos positivos que podía depararme este vehículo acorazado con ruedas.

Y subido y superado el primer escalón de dar el sí quiero a la silla de ruedas como eterna e irrenunciable compañera, victoria que no fue de las más complicadas y que significaba el prefacio hacia la aceptación sin ambigüedades de mí mismo, una empresa ésta aún larga y compleja, apareció ante mí, en mi particular horizonte, una palpitante sospecha de cómo tenía que ser el próximo paso que debía dar, cuál era la siguiente meta a la que tenía que aspirar, el próximo punto en la escalada al que arribar: intuí que allá arriba, en mi mente, podía ubicarse el grifo del que salía el chorro en forma de pensamientos y sentimientos desagradables e hirientes que hacían que me mordiera los labios por tanto dolor.

Y entonces, para confirmar esta sospecha, busqué, como un doctor que se ajusta el estetoscopio, intencionadamente el silencio, quedarme a solas con el fin de poder detectar con mayor claridad y fiabilidad cómo funcionaba la presunta fuente de mi tribulación.

Ahí estaba. Ahí arriba se encontraba, con su maquinaria trabajando sin descanso, a pleno rendimiento, emitiendo un continuado y rítmico zumbido de conspiraciones tóxicas y malvadas. Escuché, atentamente, cómo respiraba: una, dos, tres…, varias veces. Ahí estaba, el dragón maquiavélico, la bestia negra, inmunda, en su cubil; haciendo su labor como si tal cosa, sin haberse percatado de que la estaba observando. Había llegado, sigilosamente, a estar situado y tener delante de mí al objetivo, la diana a la que era preciso acertar, el proyector responsable de las imágenes de mi tormento que había que sabotear y cortar.

Escuché, seguí escuchando y analizando pormenorizadamente el flujo de su actividad, y descubrí, con sorpresa, cómo podía ser que no me hubiera dado cuenta de ello antes, que gran parte de los componentes de esas emisiones eran infectos pensamientos negativos: había tantos, tenía tantos… Pensamientos que, como una patrulla de hormigas furiosas, salían disparados a la mínima ocasión para envolver, ahogar, picar y picar al asunto que se asomase en ese momento por mi conciencia, causándome daños de consideración.

Constaté cómo, siempre que podían, siempre que detectaban una cavilación decente, estos secuaces de la negatividad salían de su escondite para atacarla y escarnecerla, para humillarla y mancharla con la sebosa porquería que despedía su presencia, hasta condensarla en un andrajo tiznado y capado, sin ningún poder para llegar a expresarse.

Y entonces comprendí que era mi deber tratar de eliminarlos, que el siguiente eslabón en la introspección iniciada consistía en intentar derrotar ese ejército invasor y en probar de arrancar esa capa de roña si quería averiguar qué era lo que se escondía debajo de ella, si quería seguir avanzando en mi autoconocimiento…

Y una tarde me planté, cerré los ojos, y me dije: «De aquí no me voy hasta haber acabado con todos vosotros». Les reté y esperé a que vinieran; me lancé a su caza; les perseguí y me esforcé, escoba en mano, para apartarlos y expulsarlos de mí. Fue inútil.

Cada día, durante un tiempo bastante largo, me dediqué a aguardar su aparición y a tratar de aniquilarlos con las técnicas de aplastamiento por la fuerza porque lo digo yo; sin lograr ningún resultado satisfactorio ni avance significativo, consiguiendo únicamente acabar la sesión agotado y con mis niveles de crispación mucho más elevados y desbaratados. Por aquí no había nada que hacer.

Hasta que, en plena recapacitación y revisión de mi estrategia, se me ocurrió que, ya que no había manera de atraparlos con este sistema al estar hechos los pensamientos negativos de una materia jabonosa que se me escurría de entre los dedos cuando iba a darles alcance, tal vez lo mejor sería desechar esta modalidad dominante basada en la fuerza bruta y probar otros procedimientos, no tan agresivos y mucho más inteligentes como la creación de un vector de signo contrario que, por su naturaleza diametralmente opuesta, choque frontal entre dos vehículos, pudiese neutralizar la carga del enemigo a abatir.

Y así, me propuse adosar a cada pensamiento negativo que surgiese, uno de signo positivo, una frase o aseveración de carácter benévolo que reforzase y pusiese de manifiesto alguna de mis cualidades; por lo que, cuando el convoy de las inmundicias hacía pitar mis oídos, cuando la basura se vertía y se desparramaba por mi cerebro timbrada con improperios pornográficos del estilo «eres un inútil y un perdedor», yo, acto seguido, atento a la jugada, desplegaba mi contraataque y soltaba al ruedo a la fiera engalanada con las bandas repletas de proposiciones vivificantes como «soy un tipo cojonudo» o «he hecho todo lo posible» que, como un intruso que irrumpe en el monopolista y plácido festín de las cuarenta rapaces, provocaba una reacción airada de éstas, que se abalanzaban rápidamente contra las aseveraciones afirmativas con objeto de despedazarlas, de echarlas fuera de su territorio que durante tanto tiempo había permanecido tan tranquilo y bajo control.

Y se producía un enfrentamiento violento, un duelo sangriento en el que los dos contendientes se enzarzaban agarrándose y clavando sus respectivas mandíbulas en el cuello del otro; desencadenándose un acoplamiento de los dos cuerpos cosidos por el arrebato que giraban y giraban sin descanso, uno sobre el otro, revolcándose por el suelo, sin piedad, embarrados de sudor y gemidos, de escupitajos e insultos que mutuamente se asestaban.

De esta afrenta convulsa se desprendía un guirigay ensordecedor de voces que, al igual que sus respectivas masas corporales, luchaban por prevalecer una por encima de la otra, por no perder la supremacía acústica en aras de su enemigo tan odiado al que no había que ceder ni un palmo de ventaja ni una mísera concesión; generándose una patibularia reyerta en la que las huestes mohínas, acostumbradas a campar a sus anchas y a hacer lo que les daba la gana, se enfurecían de lo lindo y elevaban el volumen de su discurso para tapar y sobreponerse al murmullo de la incursión benéfica, a lo que yo respondía aumentando a su vez la intensidad de los mensajes optimistas; y así sucesivamente, produciéndose un constante toma y daca, un continuo estira y afloja por no ser segundo cuyo griterío insoportable iba elevando la temperatura de mi cabeza.

Este estado de tensión agotadora entre las dos fuerzas se prolongó durante varios meses en el campo de batalla cerebral hasta que, cuando parecía que todo iba a quedar en tablas o en una neutralidad inamovible, cuando todo hacía pensar que este plan ideado de cómo combatir la negatividad iba a acabar, uno más, en la papelera del fracaso llegó, oportuno, aleluya, el toque de campana salvador: el cansancio empezó a hacer mella en el bando negativo, a pasarle factura ya que, poco a poco, dejó de responder a las intromisiones de mis frases piropeantes, a escapársele y diluírsele las fuerzas para censurarlas, por lo que, lentamente, la positividad fue ganando terreno y colonizando más parcelas de mi mente hasta dejarla en un estado mucho más sereno.

Fascinado y eufórico por esta nueva singladura por la que me adentraba, por este fastuoso universo interior de cuyo hilo de Ariadna había comenzado a tirar, quedé fuertemente impresionado y maravillado ante el siguiente descubrimiento que hice, y que tenía que ver con una variante muy común y transitada que solía tomar y frecuentar el grueso de los pensamientos negativos que, en psicología, recibe el nombre de proyección. Leí, en mi paulatino y muy celebrado reencuentro con la lectura, en algún libro que por aquel entonces cayó en mis manos el significado que designaba tal palabra y, acto seguido, expectante, revolucionada mi curiosidad, me dispuse a comprobar la veracidad de tal concepto y a tratar de resolver cómo funcionaba experimentando en el sujeto que me merecía más confianza, que tenía más cerca y que además, por mantener con él una íntima relación de parentesco, no iba a cobrarme nada por hacer uso de su cuerpo: en mí mismo.

Resulta que, muchas veces, cuando tenemos algún rasgo o defecto que no nos gusta o no soportamos de nosotros mismos y que nos negamos a reconocer y a aceptar, lo que hacemos es reprimirlo pero, por un mecanismo de defensa inconsciente lo proyectamos, sacamos fuera otorgándoles a otros estas imperfecciones que no queremos ver. Así, si por ejemplo cada vez que nos referimos a una determinada persona nos invade con una intensidad desmedida, persistente, feroz, el calificativo de egoísta, cuyo soniquete no podemos apartar ni por un momento, lo más probable es que esta persona no sea en realidad tan egoísta como nosotros creemos que es, sino que hemos sido nosotros los que, en un rechazo visceral a admitir lo que en verdad es nuestro, lo desplazamos y adjudicamos a otro.

Me resultó muy divertido leer esto, y mi alegría fue mayor cuando comprobé que, efectivamente, funcionaba. No me representó una gran dificultad averiguarlo: bastaba agudizar el estado de alerta y revisar continuamente los juicios emitidos para encontrar cantidad de proyecciones. De entre ellas uno de los primeros ejemplares de cierto peso que recuerdo haber pescado fue que, por esa época, era propenso a asignar a los demás el calificativo de envidiosos, cuando el que solía rezumar esa envidia era yo, provocada indudablemente por mi impotencia al no poder hacer muchas de las actividades que los otros llevaban a cabo.

Una vez localizada y apresada la proyección, procedía y procedo a su erradicación; inauguraba una nueva fase en la que, no sin cierta violencia y resistencia por parte de la víctima que intentaba escapar, la sometía a duras sesiones de interrogatorios y le echaba varios litros del ácido sulfúrico del humor que siempre viene bien en estos casos para quitar dramatismo; hasta que finalmente agachaba la cabeza y reconocía su responsabilidad, momento en el que se desinflaba, desaparecía la tensión, y el regusto de una pequeña pero fundamental victoria subía al pódium de mi cabeza, expandiendo un pelín más el conocimiento de los entresijos de mi ser. Y entonces yo, eufórico, cazador y centinela al acecho, aprovechaba la ocasión para dirigirme al obscuro y anchuroso pozo de lo aún desconocido para gritarles al resto de las proyecciones que todavía no había identificado y que sinuosamente se movían por allá abajo que se entregasen, que no intentasen darme esquinazo, que tarde o temprano las cogería…

Cuando acabé de limpiar el cuadrilátero de esos primerizos cadáveres ajusticiados, cuando concluí la supresión de esas malas yerbas neófitas que empañaban mi superficie cerebral, aparecieron, como la conocida muñeca rusa que al abrirla contiene otra en su interior, nuevos y sucesivos estorbos, piedras que barrenaban mi paso y que era preciso abordar su eliminación si quería continuar hacia delante. Una de ellas, la siguiente por orden sucesorio con la que me crucé, estaba evidentemente relacionada con la Logia de la Negrura Hedionda, y recibía el nombre de prejuicios. Su descubrimiento me llenó de admiración: había tantos, su producción era tan amplia y extensa, abarcando formas y situaciones tan diversas…; sus tipologías y orígenes eran tan variados (unos heredados, otros adquiridos), que no sabía muy bien por dónde empezar. Escuchaba y analizaba las conversaciones que captaba de la gente de mi alrededor con el fin de precisar el aspecto externo que ofrecían tales aprensiones y, acto seguido, prestaba atención a las coagulaciones que de este tipo detectase dentro de mí, obstaculizando como nocivos cálculos renales mi libre crecimiento y desarrollo internos; encontrando ejemplos ilustrativos en este sentido como una enconada resistencia por mi parte a querer conocer, sin saber muy bien por qué, a alguien, o mi irracional negativa a leer un determinado género literario del que ignoraba su contenido.

Había tantos…; engarzados como lapas a la roca, como espinas instaladas entre los dientes…; y, una vez localizado el prejuicio, procedía y procedo a tratar de arrancármelo obligándome, sacando arrestos y fuerzas de donde fuera, a ejecutarlo, comprobando experimentalmente si su formación y los postulados que defiende están realmente justificados (casi nunca lo están), por lo que, apercibidos de su error, éstos se desintegran y se extinguen por su propio peso, despejando mi conciencia un poco más.

Y así, poco a poco, fui penetrando y ahondando en diversos estratos de mi mente hasta que llegué a un punto en el que se me hizo patente en forma de clara intuición que estos hallazgos que había ido haciendo sobre los elementos primarios que constituían mi psique eran algo más que graciosos y llamativos entretenimientos para pasar el rato; ya que me di cuenta del enorme potencial que había allí dentro, de la tremenda y crucial utilidad que podía representar para mi lucha si sabía encauzar la energía hacia ese mundo interno ahora que la contienda por los escenarios externos se había mostrado del todo ineficaz.

Volvería a empuñar la espada; volvería a la carga, pero esta vez por otros derroteros.