13

La debilidad me acorrala, va a por mí, me lisia por los cuatro costados; me hiere, me aspa, me ahueca y desgasta los músculos, me coloca un cuchillo en la garganta y una pistola en la sien. Pero no consigue desviarme ni un milímetro de mi meta. Ni un milímetro.

No puede conmigo, no consigue doblegarme, espera inútilmente a que arroje la toalla. Me repongo con relativa prontitud de sus ataques acudiendo al consuelo y a los descubrimientos emocionalmente espumosos que voy haciendo que, aunque no curan ni regeneran las graves y feas heridas físicas, al menos me proporcionan la fuerza y la ilusión necesarias para seguir adelante. Y esto es lo que realmente importa, lo que tiene un valor extraordinario.

Debería venirme abajo, sería algo totalmente comprensible; pero no sólo no es así, sino que cada día que pasa me encuentro más robustecido, más vivaz, lo que me conduce a la conclusión de que todo el trabajo que llevo efectuando desde hace tantos años está dando sus frutos, sus resultados provechosos. ¿Por qué? ¿Qué es lo que pasa? ¿Cuál es la causa? Si no estuviera pisando algo muy sólido y firme ya me habría derrumbado. Si mis pasos no siguieran una dirección correcta, ya hubiera sido derrotado. Voy por buen camino. Lo sé, lo palpo.

No puede conmigo, no consigue atraparme. Él insiste e insiste, pero tengo un buen juego de piernas, soy muy hábil y escurridizo, y consigo esquivar sus golpes. Estoy bien pertrechado en una colina, hablamos idiomas diferentes, y mientras él viene periódicamente a comerme yo le robo, me apodero a su vez, por la espalda y con una operación relámpago propia de un carterista, de algún aspecto suyo que pasa a mancomunarse con mis bienes. Y esto le desespera, le enfurece, le vuelve loco, en vez de ser a mí al que tienen que amarrar con una camisa de fuerza.

Por ahora puedo con él, consigo mantenerlo a raya. No sé por cuánto tiempo será así, pero por ahora el pulso se decanta a mi favor.

Y Áxel viene a por su ración habitual de mi cuerpo, que impúdicamente me desgaja, pero incluso en una situación tan desquiciante yo poseo el genio suficiente para exigirle un peaje, una contrapartida, para pedirle que me deje sobre la mesa algo a cambio: una idea, un sentimiento, un pensamiento con los que rumiar y crecer. Él toma y usurpa una parte de mi fuerza física, pero paga un precio por ello: el de ofrecerme, sin que lo sepa ni se percate de ello, material de primera calidad con el que agrandar mi colmena.

Sólo tengo que escuchar, aclarar y apremiar a mis oídos para que se conviertan en alguaciles-lince en busca y captura de lo sutil, para que puedan prender el mensaje y la enseñanza que cabrillean en el aire.

¿Y cuál es el plato de hoy? ¿Cuál es la sorpresa que han pescado mis antenas? Vamos a ver, parece que tiene forma de pregunta de concurso televisivo. La desenrollo para poder leerla mejor. Aquí está: «¿Qué es lo que te permite mantenerte en pie?», reza el pergamino.

Sin dudarlo, me dispongo a contestar:

—Pues mi descollante y admirada capacidad de mutación.

—Sí, ¿pero de qué está hecha? ¿Cuáles son sus componentes?

Carraspeo, titubeo, no me rasco la cabeza porque no puedo. Flota en el ambiente la aparición de un diálogo inmediato, esperemos que lo suficientemente aclaratorio. Bienvenido sea. Respondo:

—Creo que principalmente está constituida, entre otras cosas, por un elevado porcentaje de tozudez y, especialmente por el icono tan estimado que sobresale: la curiosidad.

Y Áxel suelta, predicador consumado, una oportuna y acertada reflexión que desatranca, que me invita a razonar:

—Estos rasgos sirven y son muy útiles al principio, te acompañan para adquirir cierta profundidad. Pero para llegar a estas alturas de la película ha sido necesario algo más. Estás demasiado jodido para mantenerte exclusivamente con tozudez y curiosidad. Detrás de todo esto late y se esconde el turbogenerador que conglutina y azuza estos elementos.

Su conferencia parlamentaria provoca la rápida movilización de todos los empalmes que hay en mi cerebro; desencadena la caza de una solución, la pugna por despejar el misterio.

«¿Qué es? ¿Qué puede ser? ¿Qué hay detrás, más abajo?» Busco y rebusco entre los recortes de mi vida; repaso y levanto cada uno de los tomos ya escritos; reviso e interrogo concienzudamente a cada uno de mis pensamientos y a los guardaespaldas que los acompañan. Nada. No consigo arrancarles ni una palabra, ni una escueta confesión por muchos billetes verdes que deslizo hasta las costuras de sus bolsillos. Me desespero; llevo varios días sin dormir; mis ojeras y mi barba cansina comienzan a pesarme, a pesarme mucho… No aguanto más. Finalmente cedo, agacho la cabeza y musito, entre dientes, el siguiente ruego:

—Dame una pista. Una pista, por favor…

He tenido suerte. Áxel se ha levantado con buen pie esta mañana y está comunicativo, con ganas de hablar. Irónico, altivo y provocativo, como siempre, pero con ganas de hablar. No me cabe duda de que le encantan este tipo de situaciones. Con tono enigmáticamente didáctico, expone:

—Tengo entendido que a ti te encanta el precepto bíblico que promulga: «Ama a tu prójimo como a ti mismo». Cuando lo leíste algo dentro de ti se enderezó, y empezaste a comprender que uno ama en la medida en la que es capaz de amarse a sí mismo. A raíz de aquí, una corazonada te cotorreó: «Tal vez la capacidad de amar no sea tanto un fenómeno caprichoso ni casual, sino que obedezca y provenga de una misteriosa ley de correspondencias…».

—Sí, recuerdo ese momento. Nos dicen que debemos amar, nos sueltan esta palabra alegre y despreocupadamente, pero nadie nos dice cómo hacerlo, nadie nos advierte que amamos en relación directa y proporcional a la manera en la que nos queramos y tratemos a nosotros mismos: si te tratas mal, tratarás al otro mal, y viceversa, porque nadie puede dar lo que no tiene.

—Efectivamente, ésta es la cuestión; es una verdad muy obvia, pero por eso mismo posee un valor intachable. Mucha gente se pasa la vida quejándose amargamente de que nadie les quiere, incapaces de ver que probablemente ese rechazo se inicia y obedece a que ellos son los primeros en despreciarse a sí mismos; negados para comprender que lo semejante es lo que atrae a lo semejante… Pues bien, atento a esta reflexión que te hago: tú, sólo con la tozudez y la curiosidad no hubieras aguantado tanto ni llegado tan lejos: hay algo detrás, algo con mucha miga y valía que es lo que en definitiva hace girar todo este carrusel; y que está íntimamente relacionado con lo que estamos hablando…

Sus palabras me acercan a la solución del crucigrama; desenlace clamado que transportará a mis pensamientos hacia otro nivel, a una nueva dimensión. Siento cómo la respuesta se prepara, me pide permiso para murmurar:

—El amor…

—Sí, eso es, respuesta acertada. El amor es lo que te ha permitido cruzar esos límites; rescoldo de amor que cuidadosamente has ido acaudalando en tu interior y que se ha ido desarrollando no sólo hasta cubrirte a ti, sino que, en algunas ocasiones esporádicas y especiales, hasta empieza a derramarse y extenderse como una onda expansiva hacia la vida entera y hacia los demás… Y tiene un mérito extraordinario porque has tenido que pasar por encima de las trabas de tu cuerpo que actúan como un freno importante, como una seria amenaza e invitación a todo lo contrario. Has sido capaz de dejarlas atrás, de amarte y de sentirte bien contigo mismo a pesar de todo; has logrado que esta energía no se quede estancada y siga fluyendo, fluyendo y ascendiendo para poder continuar rompiendo barreras, techos, miedos…

Y fue entonces cuando comprendí que para nada esta palabra poseía una connotación rosada e imprecisa, sino que su importancia y trascendencia eran tales que a partir de entonces me serviría de ella como arma más adecuada para afrontar los siguientes objetivos, plataforma desde la cual impulsarme para enfilar nuevos y emocionantes retos.

El amor, el amor…; moldes que quebraría, victorias que conseguiría, paraísos que contemplaría gracias a él.