10

Y, si ya comenzaban a ser muchas las pruebas de la sospecha que apuntaban a que la contienda crucial y definitiva se debía librar dentro de mí; si esa otrora indecisa premonición empezaba a afianzarse insinuándome que ahora que ya no podía moverme, debía transbordar el escenario del combate hacia dentro si quería tener una mínima posibilidad de salvación o de plantar cara a la fatalidad o de que algo de mí pudiese sobrevivir al cortacésped que lo molturaba todo, una serie de acontecimientos aparecidos me reafirmaron esta impresión, jaleándome a continuar explorando el uso y el funcionamiento de mi materia gris como la ciudadela nodriza donde poder encontrar apaños que oponer al ejército invasor.

Tenía diecisiete años cuando inicié mi andadura como entrenador de baloncesto; cuando emprendí un crucero que me llevaría a conocer un ambiente externo nuevo, diferente, vibrante, donde las pasiones desencadenadas por el juego subían y bajaban a velocidades endiabladas; donde se hacían eternos enemigos ficticios y buenos compañeros con los que compartir las penas y las alegrías; y donde se me incitaba a seguir sacando provecho de mis recursos mentales. Entrenar me mostraría las grandes cosas que podría llegar a hacer con mi cerebro. Después de haber sido entrenador, después de haber llevado a cabo una actividad en la que no es muy frecuente que personas en una situación similar a la mía hayan tenido la oportunidad de poder desempeñarla, pocas cosas me parecerían imposibles.

Cuando se me planteó la posibilidad de poder entrenar surgió, inmediatamente, una disyuntiva entre dos opciones a escoger: por una parte, resuelto a acometer el esfuerzo de salir de casa, tenía que elegir entre volver al instituto o bien decantarme hacia las evoluciones sobre el parqué. Realizar ambas actividades a la vez era una opción del todo inviable especialmente porque al no tener aún ascensor en casa las filigranas que debía efectuar para sortear la escalera se tornaban de una fatiga violácea excesiva si quería ir por las mañanas al instituto y por las tardes a las sesiones deportivas, dificultad agravada, además, por la empalizada en forma de barreras arquitectónicas que custodiaban el centro educativo; enredando, retrasando y complicando la solución del problema. Pero ya era hora de comenzar a disfrutar un poco del lado más agradable de la vida, así que decidí probar la opción de tratar de entrenar, de dar prioridad a la realización de ese antiguo sueño de la infancia, de salvar esos escalones hogareños de la mejor manera posible y estudiar desde casa, yendo únicamente al instituto para hacer los exámenes.

Sabia decisión, elección acertada. El baloncesto no sólo iba a reportarme grandes satisfacciones, muchas más de las que nunca imaginé poder llegar a sentir, sino que, además, iba a obsequiarme con un cúmulo de energía adicional removida de lo más profundo de mi ser que me permitiría retomar mis estudios sin que me resultase una labor excesivamente complicada. Si no hubiera sido por el baloncesto difícilmente hubiera llegado a poseer ese ímpetu y motivación indispensables para retomar y finalizar mis estudios; no creo que hubiera llegado a encontrar una razón que me movilizase lo suficiente para ello.

Eso sí, al amparo de esta pastilla de vigor suplementario tuve que inculcarme unas mínimas normas de organización si pretendía estudiar, con un cierto éxito, desde el aposento rectangular de mi hogar. Así, tuve que volver a diseñar, perfeccionar y confeccionar con unos trazos más firmes y expeditivos, cerrados a cualquier asomo de holgazanería o de improvisación demasiado prolongada, las casillas que componían mi horario cotidiano ya que, aunque desde siempre había dispuesto de una estructura ordenada en la que distribuía las diferentes tareas que hubiera que hacer, ahora que la naturaleza de éstas había variado ostensiblemente al haber desaparecido los intentos de hacer revivir el cuerpo, responsables de copar hasta entonces el mayor porcentaje del tiempo, y de que ya que no había escuela o instituto que absorbieran la franja matutina, ya no se trataba únicamente de llenar los huecos de la tarde sino de la jornada entera, por lo que se hacía imprescindible una seria y minuciosa recomposición.

Llamé a dicho horario remozado el «Plan de Trabajo Diario», y su funcionamiento era muy sencillo: se trataba de otorgar, eso sí, con una inflexible cláusula de prohibido abandonar, a cada intervalo de tiempo designado (que oscilaba entre hora y hora y media) un cometido a realizar, espacios que eran ocupados principalmente por las asignaturas de turno a estudiar (dos por la mañana, tres por la tarde) con sus respectivos descansos para estirar las piernas (es un decir) y tomarse un tentempié. Los restos que quedaban los adjudicaba principalmente a escuchar algo de música, a mirar un rato la televisión, y a todos aquellos incontables quehaceres que puede realizar una persona prácticamente privada de movilidad dentro de una habitación (te propongo un juego: haz una lista de las cosas que crees que puede hacer un sujeto con la movilidad seriamente reducida dentro de cuatro paredes; seguro que, después de los cuatro o cinco elementos típicos y manidos como estudiar, leer, escribir, escuchar música y ver la televisión, no serán muchas las actividades posibles que encuentres, por lo que, una de las máximas de dicho Plan de Trabajo Diario consiste en ir variando continuamente el orden de tales elementos para mantenerlo salubre y despierto, a la vez que estar en alerta permanente por si descubro alguna nueva ocupación antes desapercibida que, como gota de agua en los labios del sediento, pueda ser encarecidamente agradecida e incorporada al organigrama ideado).

Superar el escollo de la escalera era toda una odisea, una empresa azarosa que requería que aguzase toda mi perspicacia. Para bajarla lo hacía yo solo con un método algo rudimentario pero que, bien mirado, también ofrecía una serie de ventajas y utilidades como la de retrotraerme brevemente, con la ejecución de tal acto y postura, hasta el paraíso de los gestos perdidos de mi niñez o la de servir también, en su faceta de doble uso, para limpiar, cual fregona, el suelo: bajaba de culo, descendiendo y arrastrando parsimoniosamente mis posaderas de escalón en escalón como un caracol que rehúsa fijarse en su locomoción empleada para centrarse y celebrar la importancia que tiene poder alcanzar, sea como sea, su objetivo: llegar hasta el final.

Para subir el problema se atiesaba, se volvía mucho más peliagudo, y era mi padre quien resolvía el dilema cargándome sobre sus espaldas y subiéndome al estilo saco de patatas; mi padre, que siempre atento y dispuesto me donaba su fuerza para que yo pudiera gozar de la realización de ese esparcimiento que tanta importancia vital tuvo para mí.

La primera vez que acudí a un entrenamiento lo hice acongojado, temblando por las miles de dudas que me asaltaban y con la firme decisión de abandonar tan pronto como se me presentase la ocasión, de echarme atrás esgrimiendo que todo había sido un error y un malentendido. La Salle Maó, club en el que militaría durante toda mi carrera deportiva, me había ofrecido el puesto de segundo entrenador de un equipo juvenil compuesto por chicos que tenían la misma edad que yo. Este cargo a resguardo y con una responsabilidad directa mucho menor no sólo se erigió como un marco ideal para aprender y disipar poco a poco las incertidumbres, sino que al ser muchas las responsabilidades y la confianza que el primer entrenador delegó en mí favoreció que mi integración en el grupo fuera muy buena, al tiempo que me resultó más fácil ir adquiriendo una paulatina conciencia de cuáles eran mis posibilidades, de cuál era el límite de las cosas que podía o no podía llegar a hacer.

En esos entrenamientos iniciales a los que asistí hubo una persistente fijación que ha permanecido grabada en mis recuerdos: no podía evitar apartar la mirada de las piernas de los jugadores, atontarme con esas piernas reciamente musculadas que me remitían pulsaciones de envidia aderezadas con un sentimiento de inferioridad por mi cuerpo tan fofo y escuchimizado con relación al suyo; fijación y sentimiento minusvalorativo que irían desapareciendo conforme me fuera dando cuenta de que mi fuerza la tenía yo, toda concentrada, en mi cerebro, y que si era capaz de expresar y de poner en práctica esos conocimientos establecería un nexo de cooperación, una zona común, sin diferencias infranqueables, con el resto de los integrantes del equipo de la que nos beneficiaríamos mutuamente.

Sentí también, en esos días preliminares en los que se producía el encontronazo y el contraste entre las nociones teóricas almacenadas en el ideal con lo que en verdad la realidad tangible podía dar de sí (en los libros las jugadas siempre salen a la perfección, en cambio en la práctica pura y dura lograr que un jugador amateur que tiene tantas distracciones en su cabeza se aprenda un sistema muy sencillo es a veces una proeza; en los libros hay una completa disponibilidad de ánimo, de horas y de entrega para entrenar, mientras que en la práctica pura y dura, con chicos no profesionales, el baloncesto es un hobby, una actividad de recreo subordinada a los estudios y a otros asuntos prioritarios); sentí, en esos días de ajuste entre lo que dictaminaba el manual y lo que permitía lo ordinario, un tembleque, una inseguridad que me raspaba los nervios y que, traducido a un lenguaje escrito, justificaba su razón de ser en el canguelo que me causaba dirigirme a un jugador para darle alguna instrucción por nimia e intrascendente que fuera y que, ante tal atrevimiento, el susodicho jugador se volviera, se encarara conmigo y me espetara un: «¿Ah, sí? ¿Por qué no lo haces tú si tanto sabes?».

Esta fantasía me acosaba y me paralizaba esos primeros días de contacto con los integrantes del equipo. Necesité de un período de aclimatación, de un persistente trabajo de confrontación interior para eliminar e ir deshaciendo este nudo fantasmal, para desterrar estos temores gracias a la creciente confianza en mis capacidades que progresivamente le fue comiendo el terreno a las dudas y a los recelos. A fin de cuentas estaba haciendo algo nuevo, original, algo que, como la mayoría de las actividades realizadas en mi vida, no tenía ningún punto que me sirviera de referencia, ningún guía experimentado que me cogiera de la mano y a quien poder seguir. Me adentraba en un espacio virgen teniendo como única ayuda la brújula de la reflexión y de mi inteligencia, consciente de que, en este aspecto, nadie podía ayudarme; sólo yo, el que estaba mejor preparado para conocer mi intríngulis y lo que podía dar de sí mi potencial, estaba autorizado para decidir la hechura más viable que debía tomar ese sendero a través de ese territorio inédito; territorio inclemente, complicado, concesionario de sensaciones de pánico en los preliminares, pero cuya pugna por lograr establecer mi lugar dentro de él podía convertirse en un reto excitante, lleno de emoción.

Aprendí mucho, de mí y de los demás, de las circunstancias que rodeaban a ese juego y a ese ambiente durante esa temporada iniciática; recopilando y captando a través de los sentidos todos los datos y la información que me fuera posible para después analizarlos y configurarlos en mi cueva de silencio. Y una pregunta, inquieta, comenzó a formarse y a despuntar entre esos jugos asimilativos: ¿cuál era el sitio al que por legítimos conocimientos podía aspirar a ocupar en ese entramado?

Discretamente, con la mayor de las cautelas, fui esbozando la respuesta, solución que sabía que no iba a ser fácil, y mucho menos que no estaría exenta de cierta polémica. Sé que si hubiese dependido exclusivamente de mí, por muy claras y argumentadas que hubiera tenido las razones, no creo que hubiese tenido la determinación suficiente para exponer con firmeza mi postura e insistir por complacer una aspiración por muy justa que la encontrase, medroso de estirar demasiado la cuerda y dar al traste con lo conseguido. Por esto, a quien corresponde darle en verdad las gracias es a la providencia o al destino que se personaron oportunamente en mi auxilio para que pudiese completar y vivir, ahora sí, de una manera palmaria y completa, mi viejo sueño de la infancia.

Resultó que, finalizada esa temporada, se produjo una vacante como primer entrenador en un equipo de la categoría cadete; probablemente la no muy alta calidad del mismo hizo que no hubiera muchos pretendientes que desearan o les interesase hacerse cargo de él, por lo que, fuera por lo que fuera, se me puso a tiro la oportunidad de poder dirigirlo: de poder hacer las cosas a mi manera, de planificar entrenamientos y dirigir partidos bajo mi entera responsabilidad, de ser yo el que tendría que hablar directamente con los jugadores para abroncarles o felicitarles; de comprobar, en definitiva, si valía para algo más que para ser un escudero asistente. La hora de la verdad había llegado.

He de decir en mi descargo que en Menorca no es muy difícil llegar a ser entrenador de baloncesto ya que, según mis anotaciones y comprobaciones posteriores, he de reconocer que los requisitos que se piden y las pruebas que hay que superar para alcanzar tal puesto no son especialmente complicadas. Se valora, preferentemente, una buena y desgañitante voz de mando, a aquel aspirante cuyo berrido contenga el mayor número de tacos que hagan alusión a la testosterona masculina («¡A ver si le ponéis cojones!») o que amenacen con sembrar dudas en la vulnerable identidad varonil («¡Estáis jugando como nenas!»). Así, en mis expediciones de campo he podido constatar que si un candidato al puesto reúne y sabe manejar un extenso número de giros y de expresiones de este tipo no sólo es bastante probable que se le conceda el cargo, sino que, además, se le coloque en el pedestal de gran entrenador (en general por estas comarcas cuantos más gritos y aspavientos haga uno, aunque no tenga ni idea del tema, más cualificado y con talento, no sé por qué, se le considera).

—Deberás aprender a decir palabrotas —me advirtieron.

—Bueno, si no hay más remedio… —me resigné.

Además, si a este listón no muy alto le unimos la escasez de vocaciones por metro cuadrado, o, si las hay, presentan una duración muy perecedera que acaba cediendo pronto ante el cansancio alegando que no era exactamente lo que esperaban, que era más complicado dirigir un equipo de lo que a simple vista parecía y encima no se les pagaba ninguna retribución económica por ello, nos encontramos con que la competencia por el puesto no es en realidad tanta y máxime si el equipo no ostenta, a priori, una alta calidad en sus filas que pueda fomentar el apetito de pedir su mano.

Mi mérito, pues, si es que hay alguno, no es tanto el de haber conseguido colarme en ese mundo como el de aprovechar la ocasión que me brindaron las circunstancias para ponerme a la cabeza de un equipo y el posterior afianzamiento de esa posición al salirme las cosas bien, lo que provocó un cierto malestar en algunas personas: asombro, manos a la cabeza, histerismo colectivo al importunar la armonía reinante, al excederme de los parámetros asignados por la comodidad y por el buen decoro. A fin de cuentas yo era visto y estaba encasillado como un personaje simpático que aportaba un toque de indio pintado y con plumas al colectivo, fijo y adusto, de los cortados por el mismo patrón; era el perfecto y eterno ayudante por el que todos suspiraban por tener a su lado y alababan por su eficiencia y buenos consejos (qué pulcras y aseadas nos presenta las estadísticas de los partidos, con cuánto acierto y discreción me susurró que cambiase a ese jugador); pero eso sí, que no se me ocurriera ni por un momento amenazar este remanso de tranquilidad demandando, él, que, lo reconocemos, sabe de esto tanto como nosotros, un requerimiento de igualdad, una oportunidad para ver si es apto o no para alistarse en nuestro oficio; ¡no!, ¡eso sí que no!, ¡con lo mono que estaba allí en su rincón! ¡Detente!; ¡no avances!; ¡no te subas a nuestras barbas!

Lo siento chicos, no es mi intención alborotar el gallinero ni causaros insomnio. Yo solamente quiero sentir lo que vosotros sentís; probar, con espíritu crítico, que tal me las apaño por estas lides; hacer realidad, aunque sólo sea una vez, este anhelo durante tanto tiempo incubado. ¡Apartaos!, ¡dejadme solo!, ¡solo ante el peligro! Deseadme suerte; rezad por mí, y, si no regreso o fracaso en mi empeño, escribid, por favor, en mi lápida el siguiente epigrama: «Aquí yace un temerario, el último aventurero ingenuo que cayó con las botas puestas».

Y me lancé a la plaza no solamente como máximo responsable sino que, además, lo hice sin ningún tipo de ayudante o de segundo entrenador, pero no por una cuestión de soberbia o de individualismo intransigente sino que, siendo de dominio público que prácticamente ninguno de mis compañeros disponía de dicho auxiliar, yo, decidido a llevar mi planteamiento hasta las últimas consecuencias, tampoco tenía por qué tener ninguno, y, mucho menos si el pretexto que me daban para aceptarlo era el tener a alguien a mi lado que supliese mi impedimento físico ya que de haberme percatado de que no podía cumplir con mi cometido, eso sí, de otra manera y con otros métodos, hubiese rechazado el cargo. ¡Blasfemia! ¡Sacrilegio! ¿Cómo te atreves a semejante infamia? ¡A la hoguera, por agitador!

Cierto que no estaba en una situación lo suficientemente enraizada para exigir ningún tipo de condiciones, y fue más que nada la confluencia de una serie de casualidades lo que me puso al frente de ese equipo y, además, en una circunscripción en solitario. No, en esos primeros escarceos en los que mi ubicación en el cotarro estaba aún en el aire, era muy verde e inestable, no podía andar con peticiones laborales. Aún no. Más adelante, según se fuera asentando mi seguridad en lo que estaba haciendo y especialmente después de que en una revisión crítica supervisada por la experiencia aflorase el listado de las cosas que podía o no podía hacer por mí mismo, abogaría con paso más firme por conseguir el cumplimiento de lo que consideraba justo, lógico y razonable.

Arribado a este punto, consciente de que jugaba con fuego y nadaba contra corriente, me gustaría explicar a todo aquél que sepa escuchar las razones de mi comportamiento, que para mí están muy claras y son muy elementales. Lo haré desmenuzando en pequeños trozos la cuestión para que se entienda bien y no provoque demasiados dolores de cabeza, sirviéndome para ello de una conversación ilustrativa que mantuve en su día con una persona interesada en saber los motivos por los que era reacio a aceptar a un segundo entrenador:

—¿Por qué crees tú que necesito alguien que me ayude? —le pregunté yo.

—Hombre, en tu situación…

—Ven, acompáñame. —Y le llevé a ver un entrenamiento de otro compañero—. Te pido que me señales una cosa que yo, a mi manera, no pueda hacer. Sólo una, y te daré la razón.

Vaguedad, indecisión, no saber exactamente qué decir…

—Pero si tuvieras a alguien que les explicase un movimiento, te resultaría más cómodo…

—Mira, se supone que si tuviera un ayudante sería una persona que empieza en esto, por lo que convendrás conmigo que sus conocimientos no serán muy elevados, ¿verdad?

—Sí, ya que si supiera mucho no querría ser tu auxiliar, sino comandar su propio equipo para desarrollar abiertamente su visión del baloncesto.

—Exacto. Entonces supongamos que un día yo quiero explicar cómo hacer una parada en dos tiempos, y le digo al segundo: «Hazles la demostración práctica de la parada en dos tiempos», pero él, que no sabe mucho porque sino no aceptaría ser mi subalterno, tiene dudas, por lo que me pide que le cuente cómo hacerlo; y yo se lo tengo que explicar con mi método para que luego él pueda, a su vez, explicárselo a los jugadores… Por lo que pregunto: ¿no resultará más práctico prescindir de intermediarios y ser yo el que transmita las instrucciones a los jugadores, favoreciendo así, además, la unión entre ellos y yo?

Que se marea, que se marea, que se marea…

—Ya, pero, si lo tuvieras, tal vez ganarías en control, en disciplina, no sé.

—Esto es otra cosa. Fíjate en ese equipo. —Y le enseñé un equipo cualquiera—, fíjate cómo por ejemplo no saben defender los bloqueos directos, pero a nadie se le ocurre plantear que la solución está en ponerle un ayudante, sino que se trata de una cuestión de conocimientos: de que el entrenador sepa o no. Pues bien, a mí, al igual que a ese entrenador, se me tiene que juzgar y valorar por mis conocimientos, por lo que sepa y deje de saber, poner en la balanza mis defectos (que los tengo y muchos) y mis virtudes, y después decidir con todas las consecuencias si se me ficha o no. Pero si puedo o no puedo hacer una cosa es una responsabilidad mía, exclusivamente mía, y sólo a mí me atañe dictaminar si poseo las condiciones físicas necesarias para poder entrenar, ya que nadie mejor que yo para conocer las posibilidades de mi cuerpo. A los demás les corresponde enjuiciarme por mis conocimientos, y únicamente por mis conocimientos, y si un equipo mío no hace algo bien no hay que achacar el problema a mi estado físico o a que adolezco del dichoso ayudante, sino a que simple y sencillamente no sé, a que no doy más de sí.

—Ya…, pero…

—Pero soy diferente, lo sé, y esto asusta. Fíjate por ejemplo en tal o cual entrenador: hay alguno tan obeso que apenas se puede mover, y todos sabemos de alguno que ha llegado trompa a algún partido, pero a nadie se le ocurre esgrimir que les hace falta un ayudante, ya que socialmente su problema está bien visto: la gente está acostumbrada y se les valora por lo que son, centrándose en sus rasgos positivos. Lo mismo quiero que se haga conmigo. No pretendo nada más. Eso sí: yo no pienso ser la víctima de los miedos de nadie.

El tiempo acabaría dándome la razón, o, al menos, intervendría para apaciguar las voces discrepantes. Llegaría a disponer incluso, alguna que otra vez, de algún ayudante ocasional cuando las circunstancias lo hubieran propiciado, de alguien que se iniciaba en esto o a quien delegar la parcela de la preparación física, pero nunca consentiría que fuera el vago temor de los demás quien férreamente me lo impusiera.

Si en los manuales y en los cursos de preparación para convertirse en entrenador de baloncesto se hace hincapié en que la labor de éste se desarrolla preferentemente dentro del tubo de ensayo de la soledad, esa soledad furibunda que en más de una ocasión te coloca al borde del infarto al sentir el vacío derivado que en ti, y únicamente sobre ti, recae el peso de la responsabilidad de decidir en décimas de segundo el cambio a realizar o la jugada a ejecutar que los demás juzgarán con aplausos, o, si es menester, con abucheos; esa soledad de zambombazo de adrenalina que recae sobre los que toman sobre sus espaldas la última decisión, la sentiría yo también, la viviría y experimentaría yo también con todo ese regusto orgásmico que te estremece cuando aciertas y con esa fetidez de no ser nada que transpiras cuando yerras, aunque con el bono suplementario aplicado, en los inicios, por la incomprensión paladina de qué hace un tipo como tú en un circo como éste.

Pero estaba dispuesto a correr el riesgo, me encontraba preparado para aguantar lo que me echasen; a fin de cuentas gozaba de un amplio currículum en contiendas contra el orden establecido, experto en las competiciones uno contra todos por las que había recibido varias medallas al honor de los caídos en combate, y había sido bautizado en infiernos de soledad mucho más duros y con mucho más renombre, por lo que estaba seguro de que lo que podía encontrarme no podía ser peor: una minucia en comparación con lo que había pasado y conocido. Ánimo, valiente; abróchate el cinturón; el juego está a punto de empezar.

Discreta y reservadamente había ido garabateando en mi cabeza los utensilios que necesitaría y diseñado las maneras de las que podría servirme para desenvolverme autónomamente, cómo tendría que organizarme para atender a todas aquellas exigencias que tal medio reclamaría… Tenía, al menos, la teoría bastante perfilada: para plasmar las ideas que carburaba mi cerebro necesitaba un puente mediador que supliese mi cuerpo inoperante y las llevase, comadrona al rescate, hasta la demostración práctica; un sustitutivo de las facilidades que el organismo portaba consigo para materializar, sin ningún tipo de problemas, los conceptos y productos mentales sirviéndose del movimiento presencial que una persona sana podía llevar a cabo con suma facilidad. Piensa, piensa, piensa una solución, un sucedáneo eficaz, una ruta alternativa que te permita llegar al mismo resultado final utilizando otros medios…

La respuesta a estas pesquisas, muy sencilla: se trataba de llevar sobre mis rodillas una pizarra en la que estaba representado el campo de baloncesto y, con uno de esos rotuladores cuyo trazo se borra después con un trapo, podía sacar y expresar las instrucciones pertinentes. Eso sí, antes de cantar victoria quise asegurarme por completo de su viabilidad, comprobando y experimentando con implacable rigurosidad científica la idea: calculaba el tiempo que tardaba un compañero para explicar un ejercicio yendo de un punto a otro con la traslación de su cuerpo, y, acto seguido, computaba cuánto tardaba yo en exponer la misma maniobra con mi método recién patentado; cotejándolos, comparándolos, llegando a la impávida conclusión de que mi proceder ingeniado no sólo era perfectamente válido sino que incluso, sorpresa sorpresa, para desesperación de los macrocéfalos que propugnan una única manera de hacer las cosas, mi sistema se mostraba ligeramente más rápido.

Para explicar un movimiento de técnica individual los modos adaptados eran, ahora sí, algo más lentos, aunque también demostraron tener una eficiencia final muy lograda en cuanto a insuflar una vida móvil a los bocetos y designios mentales generados, en cuanto a cumplir con bastante acierto con su cometido de intermediario entre las dos partes, entre el mundo de los proyectos que quieren ser y el mundo de las realidades que son; resolviendo la cuestión o bien mediante dibujos también en la pizarra que retrataban las diversas posiciones que tenía que ir describiendo una extremidad, o bien rehabilitando para tal empresa a un pequeño muñeco articulado similar a uno de ésos con los que jugaba en el patio de mi niñez para que, cual trozo de barro que iba adoptando diferentes posturas según le iba dictando el moldeado de mi mano, enseñar a mis pupilos los gestos pertinentes que debían adoptar…

Aunque finalmente el sistema que mejores resultados me dio y que empleé con más frecuencia fue aquel basado en las propiedades de la voz: aprendí a utilizarla para modular las indicaciones oportunas, para guiar, con ella, los distintos gestos que tenía que ir describiendo un jugador en su órbita correspondiente hasta ajustarse y coincidir con la postura exacta marcada en mi cerebro. Así, si por ejemplo quería enseñarles a hacer un reverso, cogía al jugador más aventajado que pudiera asimilar con mayor tino mis directrices y que pudiera servir como modelo y muestra para los demás, y le aleccionaba verbalmente conduciéndolo con un «flexiona un poco las rodillas, ahora gira lentamente pivotando sobre la pierna izquierda… hasta ahí, para, justo ahí, donde cambias el balón de mano a la altura de la cadera… Así, perfecto, ahora haz la secuencia a una velocidad normal a ver qué tal sale».

La voz se me reveló como un instrumento muy válido para suplir las restricciones de orden motor que presentaba mi cuerpo; con ella la insalvable distancia que teóricamente me separaba de los demás para poder consumar este trabajo quedaba desvanecida ante la demostración, empírica y experimentalmente certificada, de su utilidad. Pero aún quedaban muchos interrogantes por despejar…

Como en cualquier entrenador que empieza los primeros resultados cosechados adquieren, querámoslo o no, una importancia considerable a la hora de respaldar esos vacilantes balbuceos, a la hora de volcar en el sujeto que se inicia sus gracias en una doble vertiente de confianza: la que va adquiriendo él mismo al ir constatando que sirve para esto, que sus ideas y maneras de proceder no tienen por qué ser malas o ir desencaminadas, y, por otra parte, la que le reporta y proviene del entorno encargado de calificarle, aplacando, al menos momentáneamente, el titubeo de si han hecho bien o no de ponerle al frente de tal equipo.

Y, en este aspecto, en ese primer año en solitario la varita mágica de la fortuna volvió a tocarme y a sonreírme, ya que con un equipo con el que aparentemente no podía aspirar a grandes cosas conseguimos forjar un ambiente muy bueno de compañerismo y ganas de aprender que nos llevó, además, a un meritorio segundo puesto en la clasificación insular perdiendo muy pocos partidos. A partir de aquí, las pocas o muchas dudas que pudiese levantar mi presencia, tanto aquéllos que pensaron darme ese cargo temporalmente por una cuestión de conmiseración inocua (poco daño puede hacer allí) o porque no se encontró a nadie mejor dispuesto, como aquéllos cuya intención sincera era la de probar si efectivamente valía o no tuvieron que rendirse a una evidencia: nadie podía discutirme que me había ganado a pulso la renovación.

No obstante, para mí esa temporada me presentó un regalo aún más importante: me remarcó la certeza de que podía tener aptitudes para esto, de que debía seguir llenando los buches de la confianza en mí mismo para poder sacar y expresar todo lo que llevaba dentro…

Pero aún quedaban flecos por resolver, detalles por solucionar para encarar con mejores garantías la temporada venidera, y mi cabeza no paraba de dar vueltas y más vueltas sobre un asunto que, en caso de que pudiera resolverlo, supondría el salto de calidad definitivo a la hora de equipararme a los demás. Hasta entonces yo me colocaba a un lado de la pista y eran los jugadores los que venían hacia mí cuando tenía que explicarles algo ya que debido a la debilidad de mis brazos no podía manejar yo solo la silla de ruedas para desplazarme, pero ahora que comenzaba a tener bien encarrilada la certidumbre de que podía entrenar sentía que si pudiese solventar el tema del movimiento sería un logro fantástico, decisivo…

Piensa, piensa, piensa…

Ya está, ya lo tengo: ¡una silla de ruedas eléctrica! ¡Esto sería perfecto! Con una silla así, de estas indicadas especialmente para personas que no pueden servirse de sus brazos y que simplemente con una especie de mando intergaláctico adosado la puedes manejar, el problema estaría solucionado: podría ir arriba y abajo persiguiendo y estando más encima de mis pupilos, ganando en pericia y eficiencia. ¡Eso era exactamente lo que necesitaba!

Fue una decisión importante y atrevida ya que el precio de uno de estos artilugios es delictivo y abusivo, y mi situación en el club estaba aún muy poco definida y en el aire, por lo que existía el riesgo de comprarla y luego, si me quedaba sin equipo o el progreso de mi enfermedad me vetaba ya la posibilidad de poder seguir entrenando, encontrarme sin saber qué hacer con ella.

Pero estaba decidido a asumir el riesgo, estaba dispuesto a aprovechar y a apurar mi oportunidad hasta las últimas consecuencias; a vivir, a deleitarme, a recrearme con la plena realización de ese sueño con ese último fleco que me quedaba para completarlo; a engatusarme con la sensación incontenible de poder hacer las cosas bien, como deseaba y quería, convirtiéndome, ahora sí, con todo derecho en uno más, aunque sólo fuera por una vez, aunque mi aventura durase sólo unos meses más… E invertí todo lo que tenía, todos mis ahorros que comenzaba a ganar con el sudor de mi reciente nombramiento como pensionista de invalidez total que recibía mensualmente una paga de unas treinta mil pesetas en adquirir la celebérrima silla, aunque como manda la lógica matemática fueran necesarios varios años de continua transferencia y dedicación exclusiva de dicha asignación para acabar de pagarla. No fue fácil, pero durante ese tiempo resistí heroicamente la tentación y aguanté con admirable castidad el sacrificio de no destinar mi renta a la consecución de otros placeres (a saber: libros, whisky, mujeres…, y otras desviaciones por el estilo) con el objeto de adquirir esa máquina que reemplazaba la función de las piernas y que infundía libertad de acción.

Arriesgué, aposté fuerte, y me salió bien, valió la pena: no sólo la pude utilizar y me sirvió fielmente sin tener que lamentar demasiados atropellamientos durante esos escuetos meses, período mínimo fijado para considerar la inversión realizada como amortizada, con lo que ya me daba por satisfecho, sino que la pude usar a lo largo de cinco años más; tiempo en el que se prolongarían mis andanzas baloncestísticas, excedente y prórroga bendita por el que la rentabilidad sería saldada con creces.

Yo, que quería vivir aunque sólo fuera una vez la sensación de poder dirigir un equipo a mi manera, de poner en práctica las cosas que sabía y había aprendido, de comprobar cuál era mi límite, mi aguante, y el techo hasta el que podía llegar, que ansiaba hacer realidad esa ilusión largo tiempo escalfada, gozaría del privilegio de poder disfrutarlo durante un transcurso mucho más largo y venturoso del que nunca me hubiese podido imaginar.

De toda esta lista de razones por las que deseaba llevar un equipo había otra, de peso, de calibre significativo, que se desmarcaba de las otras respuestas de más o menos fácil comprensión general para achacar su extraña existencia a mis circunstancias tan particulares, y cuya argumentación al desnudo hacía referencia al tema fonético, a la posibilidad de desempolvar las cuerdas vocales; de poder, sencillamente, hablar un poco.

Para una persona que tiene que pasar tanto tiempo en casa, a solas y en silencio, poder salir esas tres tardes por semana para ir a entrenar no sólo me colmaba de deleite por la contemplación de un terraplén diferente al de las cuatro paredes acostumbradas, ni por la ruptura momentánea con el círculo vicioso de mis cavilaciones, que en algunos momentos llegaban a ser algo cargantes, ni por el placer inherente de realizar una actividad junto a otros, sino que además de todo esto se me presentó un motivo nuevo igual de importante e irrecusable: el de hablar, el de dialogar directamente con los jugadores; un privilegio que estando de ayudante se daba en mucha menor medida. Poder llegar al campo y tener una charla con un jugador determinado acerca de los aspectos de su juego que tenía que mejorar; explicar, después, a viva voz un ejercicio al grupo entero; intentar solucionarle a alguien alguna duda o consulta aparecida al final del entrenamiento; dar, con tono enardecido y estimulante, las últimas instrucciones antes de un partido; corregir, entibar la defensa y buscar nuevos huecos en ataque durante el tiempo muerto empleando ahora un registro rápido y enérgico; analizar y debatir en sesiones de grupo postencuentro los errores y aciertos que habíamos cometido… Hablar, hablar, hablar, esculpir la palabra, amasar el verbo, era otra de las gracias insuperables, motivo adicional más, por cuya obtención quería entrenar.

Nadie sospecharía ni se imaginaría que yo entrenaría también para satisfacer una necesidad tan básica y elemental como es la del habla; para expresarme a través del contacto con otro ser humano y sentir, ardiente y retribuida, la sensación de delectación egregia que de ello se derivaba. Mis compañeros de esparcimiento resolverían esta cuestión sin percatarse ni darse cuenta en su cotidiano trasiego con las personas que se irían encontrando, y nunca se les ocurriría alegar un pretexto así entre los puntos dados para llevar a cabo su labor. En cambio, para mí, tan diferente ya, sería otro de los argumentos clave e importantes por los que quería estar al frente de un equipo.

Al principio, en los inicios de mi travesía en solitario como responsable al mando, me asaltó con descaro un nuevo miedo por la sien izquierda.

Este achaque que contagiaba dudas y difundía inseguridades encontró albergue entre mis parietales para mascullarme al oído un zumbido manufacturado con una retrospectiva del pasado que me insolentaba y estorbaba los razonamientos presentes; y hacía referencia a ese corto episodio de mi niñez, cuando me apunté para jugar con el equipo de fútbol de mi escuela, ignorando o pasando por alto que estaba haciendo el ridículo a ojos de todo el mundo ya que indudablemente no podía ni servía para practicar ese deporte. «Tal vez tampoco valgas para esto y estés cometiendo el mismo error de antaño… Tal vez tu obcecación no te deja ver que estás metiendo la pata…», me reconvenía ese temor. Y fue dura, acalorada y reñida la batalla contra esta propaganda que tanta congestión y tentaciones de abandonar esparció en mi cabeza; aunque afortunadamente pude oponerle el antibiótico elaborado con los glóbulos blancos de la irrefutable demostración práctica de lo que podía hacer que, poco a poco, fue despejando y acabando con la infección, fortaleciéndome, gracias a la experiencia, cada día más y más. No, no se repetiría, ni por asomo, el mismo desliz de la infancia. El tiempo se encargaría de respaldar y de certificar el acierto de mi decisión.

En alguna ocasión, cuando alguien sorprendido de cómo una persona como yo que aparentemente por la constitución de su temperamento y por las mechas de intelectualismo (¡puag!) adivinadas parecería más inclinado por decantarse hacia otro tipo de actividades alejadas del ramplón deporte me ha preguntado acerca de las razones por las que me gustaba entrenar, qué motivos eran los que tiraban de mi inquietud, yo le he respondido que, bajo esa primera impresión de juego tontivano en el que predomina la fuerza bruta existe, para aquél que le interesa y lo sabe ver, una mina inmensa para abastecer hasta el empacho a las neuronas del seso que me atraía fuertemente: la posibilidad de desarrollar la creatividad creando jugadas, ejercicios, buscando la mejor manera, adaptada a cada caso y grupo, de poder transmitir unos conocimientos y lograr que al menos un pellizco de éstos cundiese en el otro, era algo que me chiflaba.

La riqueza táctica del baloncesto es, además, excitante e inacabable, similar al ajedrez pero con muchísimos más atractivos ya que los jugadores, al tener cada uno de ellos su propia personalidad y no ser meros peones, al ostentar una serie de cualidades y problemas que los hacen únicos e intransferibles, dotaban al juego de una complicación extraordinaria; por lo que cuando conseguías aunar esas fuerzas tan dispares para que trabajasen en equipo, todas a una en la persecución del mismo fin, cuando conseguías borrar momentáneamente esas diferencias centrándolas en la obtención de una meta, sacando, en el proceso, lo mejor de cada cual, la sensación que te henchía de júbilo era sencillamente apoteósica.

Gozar de uno de estos instantes en los que notas como el engranaje conjuntado rueda a la perfección y la suma de las partes da como resultado algo nuevo, algo que va más allá de la mera adición; en los que logras armonizar el caos y extraer una unísona melodía es una sensación que te hace pensar acerca de las altas e infinitas cotas a las que puede aspirar el potencial del ser humano, convenientemente aunado y trasquilado de divergencias que lo mantienen apelmazado, cuando se fusiona y labora en equipo.

Para regocijarme con todos aquellos parabienes derivados del contacto humano y para aprovechar ese enclave lúdico en el que remojar mi creatividad, éstas fueron las principales razones por las que me atraía el baloncesto, superponiéndose a otras propiedades consustanciales que traía consigo este deporte en su capa más externa y visible que para nada me gustaban como por ejemplo el fanatismo y las ansias de ganar a cualquier precio. En este aspecto, recuerdo que al principio me causó extrañeza y seria preocupación el hecho de que, coincidiendo justamente con una derrota, había gente en ese entorno que dejaba de hablarme, que perdía repentinamente, de la noche a la mañana, su capacidad de parloteo o me retiraba el saludo; por lo que, alarmado, ingenuo aún, me ponía a buscar por todas partes las causas de esa inesperada mudez o que hubieran dado origen a ese comportamiento tan arisco que, después de haber revisado a fondo las cuatro esquinas del pabellón sin hallar al supuesto gato que les hubiese podido comer la lengua, y después de haber corrido como un poseso a mi casa para encender la televisión esperando encontrarme con el comunicado del inminente fin del mundo en lugar de los inmutables anuncios televisivos, empecé a comprender que los responsables de este drástico cambio de humor éramos yo, y las secuelas de haber perdido un partido.

Siempre me ha costado entender como puede haber gente con un vacío existencial tan grande que supeditan buena parte de su alegría, de su felicidad, que fundamentan la calidad de sus relaciones a la ruleta rusa de si el balón entra o no por el aro. Entiendo, por supuesto, que el deporte pueda ser, como fue en mi caso, un excelente proveedor adicional de vivencias y emociones, pero me resulta difícil concebir que haya personas para las que este juego lo signifique todo, absolutamente todo.

La aparición de la actividad baloncestística en mi vida trajo consigo también una nueva variación en la percepción del tiempo, un cambio destornillado en la manera de sentirlo y vivirlo ya que a partir de entonces éste comenzó a transcurrir muy rápido, como impulsado por un siroco crecido que iba consumiendo exaltadamente los días. Así, auspiciado por esta conversión, los entrenamientos se me presentaban como próximas metas a las que llegar, como el siguiente peldaño sobre el que depositar mi voluntad: y después del entrenamiento del lunes había que preparar el del miércoles, y concluido éste programar el del viernes, y a continuación arribaba el partido y no te dabas cuenta y el carrusel de una nueva semana volvía a empezar… Los días se desmigaban a una velocidad endiablada; se sucedían ocupados, contentos, ociosos al estar conectados a un propósito superior que los movilizaba y sacudía; desprendiendo además una ráfaga de energía extraordinaria que aplicaba y destinaba a financiar con más facilidad los proyectos que llevaba a cabo bajo el techo de mi casa.

Noté y atestigüé también, con perplejidad y regocijo, que el baloncesto me deparaba y aportaba una sensación muy parecida a algún alcaloide liberado circulando por mis venas, y que me enrojecía y erizaba la piel. Era como si mi capacidad respiratoria se multiplicase por cinco y los latidos de mi corazón incrementasen su ritmo hasta casi el síncope por derroche. Lo curioso es que después, cuando intentaba reproducir esta sensación con los alambiques de dentro del hogar, fracasaba estrepitosamente, no había manera ni forma posible de reactivar la intensidad de lo anteriormente vivido: leyendo, pensando o imaginando obtenía dividendos de disfrute significativos que me proporcionaban gran bienestar y un profundo conocimiento de mí mismo que no cambiaba por nada, pero también es cierto que por mucho que exprimiese estos quehaceres no conseguía que me dieran ni obtener de ellos ese plus de excitabilidad que me recorría el cuerpo y que sólo el baloncesto era capaz de depararme. Analizando pormenorizadamente las causas, descomponiendo uno a uno los elementos descubrí cuál era el motivo, cuál era el agente responsable diferencial que tuviera ese deporte y los cometidos que llevaba a cabo en mi casa, no: el trato con la gente, éste era el componente dispar, discordante, entre una y otra esfera; el aporte calórico especial que me permitía llegar a estos baremos de emoción tan altos que, por mucho que me esforzase, ningún trabajo domiciliado en mi cuarto era capaz de procurarme.

Mi aspecto físico, no sé muy bien por qué, tal vez fuera por mi nariz respingona y sensual, provocó, en esos prolegómenos, no pocos terremotos y ataques de pánico entre las boquiabiertas masas que me dispuse a atajar con mi flema y astucia habituales; convirtiendo esos conatos de recelo y repulsión lógicos de la primera impresión en anécdotas graciosas dignas de ser contadas después de que el mortero de la costumbre y especialmente el de mis métodos para la disgregación de desconfianzas iniciales hubieran hecho su intervención.

Era un juego, un reto interesante intentar tirar abajo esa barrera edificada por los jugadores al primer golpe de vista ante la contemplación de mi cuerpo; un desafío apetitoso rumiar una serie de estrategias con el fin de que poco a poco fueran perdiendo su miedo y lograran fijarse en la persona que había detrás, pudiesen dirigirse a mí sin trabas de ninguna clase, verme como uno más. Y la verdad es que, en general, lo conseguí, mis sistemas diseñados demostraron su eficacia para romper prejuicios y para enjugar el distanciamiento impuesto por el temor, aunque también es cierto que el éxito no hubiera sido posible si la operación se hubiera llevado a cabo en un terreno no tan fecundo: suerte tuve de que las mentes a convencer eran jóvenes, y, por tanto, solían gozar de un formato de flexibilidad y de apertura de miras para interiorizar nuevos conceptos si eran convenientemente estimuladas; algo muy diferente de la cerrazón inamovible e impenetrable que encontraría encarnada en algunas personas adultas.

Suerte tuve, para llevar a buen puerto mi propósito, de encontrarme frente a estructuras imberbes en las que la vida no se hallaba todavía atascada, en las que la solidificación no era aún total y, por tanto, quedaban todavía resquicios de dinamismo renovador por ser tocados y alentados.

Las directrices fundamentales de este plan eran muy elementales: se trataba de mostrarme lo más natural posible, de cuadrar una postura de total indiferencia hacia la silla de ruedas, como si ignorase su existencia, para ir atrayendo paulatinamente hacia el centro de mis explicaciones esas miradas huidizas que la escrutaban como indígenas que ven por primera vez un avión. No me impacientaba; lo consideraba lógico, normal, mi maniobra consistía en soltar hilo para que ellos curioseasen a su alrededor y lentamente ir recogiéndolo hasta, sin darse cuenta, tenerlos cogidos y atrapados por donde yo quería. No tenía que preocuparme, y mucho menos amilanarme o mostrar algún signo de incomodidad o de amago de retirada ante sus pesquisas o registros visuales. Firme, tranquilo, imperturbable y confiando en mí, en ellos, y en el tiempo como aliado intercesor capaz de unir a las dos partes.

Resultaba llamativo observar la distancia física que interponían los jugadores entre sus fachadas y mi persona al principio, cuando yo explicaba alguna cosa y ellos formaban un círculo a mi alrededor, colocándose lo más lejos posible.

Pero yo ni me inmutaba, disertaba con paciencia, calma y serenidad, hasta notar como poco a poco esta distancia se iba acortando, como se iban ubicando cada vez más cerca de mí, más y más cerca…; hasta que llegaba un momento en el que sus miradas dejaban de vagar despistadas y atolondradas, sujetas ya por el lazo de mi persistencia, y comenzaban a aposentarse en mis ojos y a atenderme mejor, en el que empezaba una nueva etapa caracterizada por el cara a cara, por el tú a tú, sin elementos superfluos que descentrasen la relación…

Y era aquí cuando, si lo creía oportuno, podía intervenir con una mayor osadía ayudando a abreviar el efecto unificador del paso del tiempo pidiéndole, por ejemplo, a algún jugador que percibiese algo rezagado en el proceso de aproximación o que vislumbrase demasiado impresionado aún, si podía destaparme el tapón del rotulador que se me resistía o si no le sabría mal comprobar si mi rueda izquierda estaba algo deshinchada…; una inmersión brusca y directa en el miedo que solía dar buenos resultados, que se mostraba bastante útil para pudrir definitivamente los velos del reparo.

Aun así, llegado a este punto de lo que más solía servirme para el acortamiento de distancias era del sentido del humor: potente agente corrosivo para despabilar y desatascar los sentidos que, aprovechando algún momento en el que hubiera podido quedarme a solas con el pupilo con la resistencia a la aproximación más encasquillada, le enviaba, gratuitamente, alguna de mis gracias del estilo de «si quieres, luego te reto a un juego: a ver si me coges» o «disculpa que hoy no me levante, es que estoy hecho polvo de la juerga de ayer» con la intención de provocar el choque de nuestras sonrisas, con el propósito de que por unos instantes levantase, desconcertado, la cabeza y soltase la carcajada, el mejor remedio sin duda para romper en mil pedazos la barricada de las apariencias y pudiese ver en su auténtica dimensión al ser humano que había detrás.

Y llegaba un momento en que los jugadores superaban esos recelos lógicos y normales, esa primera impresión que asocia cuerpo deforme con nos va a comer, y su resistencia se deshacía, y la distancia impuesta se desvanecía; y entonces venían y se acercaban, me tocaban sin ningún tipo de reparos ni contemplaciones, estrechaban afectuosamente mi mano abierta tendida. Esta conversión iba, según los grupos que tuviera, más rápida o más lenta, pero de cuyo desenlace positivo final no tenía ninguna duda, convencido de que el trato diario era el mejor medio para llegar al fondo, para eliminar al Frankenstein y descubrir en el otro la misma esencia, los mismos deseos, análogos sentimientos…; persuadido, además, por si esto no fuera suficiente, de que un jugador lo que aprecia y busca es a alguien que le enseñe cosas, y, si esta premisa se daba, era el mejor utensilio de limpieza para acabar con las manchas desvirtuantes y amalgamarse gracias a la claridad que siempre aglutina.

Mi presencia imponía, causaba respeto, apuro, indecisión. Recuerdo una anécdota que me pasó una vez el primer día de entrenamiento con un equipo nuevo cuando, situado y aguardando yo en un extremo de la pista, contemplaba cómo los jugadores, reses yendo al matadero, iban saliendo uno a uno del vestuario y colocándose, muy tímidamente, en el otro extremo de la cancha, apelotonándose unos contra otros sin atreverse ninguno de ellos a romper el hielo y acercarse.

Yo les miraba, pícaramente, divertido y desafiador, a lo John Wayne, mascando la tensión en el ambiente, mordiéndome el labio con los colmillos, arrojando por la nariz el vapor de una locomotora que a duras penas puede contenerse, abriendo y cerrando repetidamente los puños para que la tensión no se condensase y me causase espasmos, hasta que finalmente decidí ser yo el primero en desenfundar y, fustigando mi jaca eléctrica, crucé a galope tendido la pista sintiendo el aire de la osadía manoseándome la cara hasta plantarme ante ellos, momento en el que, antes de que se produjese el pánico excretor de esfínteres y la consiguiente desbandada por el pudor ocasionado, atajé: «Hola, chicos, aunque no lo creáis, yo soy vuestro entrenador, así que ya podéis comenzar a correr: dos vueltas al campo…».

En este sentido el embrujo de mi aspecto físico extendió rápidamente sus posibilidades de aplicación por muchos otros ámbitos y derroteros, destacándose de entre todos ellos uno por su especial alcance y repercusión: ya que mi constitución de modelo de pasarela se destapó también como una excelente arma para el despiste, como una táctica complementaria muy apta para crear confusión en el equipo contrario debido a que, al principio, mi entrada de centurión en esos campos de gloria y sangre cogía al adversario un poco desprevenido, qué susto, Dios mío, ¿qué es eso?, por lo que me aprovechaba del efecto posterior que se sucedía a esta impresión inicial en el que el contrincante se relajaba («esto está chupado»), sus pulsaciones disminuían, su concentración se dispersaba, para tramitar mi contraataque por sorpresa.

Admito que, alguna que otra vez, me he servido de esta guerra sucia, he empleado las consecuencias de tal sobresalto ocasionado en beneficio propio en las siguientes ocasiones: cuando me presentaba al entrenador contrario y notaba en éste unas ínfulas exageradas de ogro que mira despectivamente al pobre ingenuo que se dispone a aplastar; cuando percibía ese tono empalagoso y lastimero en su voz de verdugo que, sintiéndolo mucho, tenía el deber de llevar a cabo la ejecución, en las que, para seguirle la corriente y asegurar y facilitar el éxito de esta primera impresión, me ponía a representar delante de sus narices unos modos de atontado ignorante con la boca más abierta de lo que suele ser costumbre, culminando mi actuación simulando un ligero tartamudeo en las palabras con un volumen en la pronunciación débil, casi apagado, típico de los lacayos al encontrarse frente al emperador. Y solía funcionar.

Nada como una interpretación magistral para que el contrario se confiase y relajase, bajase la guardia, y yo pudiera infiltrarme y hacer estragos en el corazón de su arrogancia.

En relación con esto recuerdo que una vez me ocurrió, en un campo de cuyo nombre no quiero acordarme, un lance muy divertido cuando el entrenador del equipo contrario, perfectamente al corriente de quién era yo, arengó a sus pupilos, con voz clara y audible a tres kilómetros a la redonda, un: «¡Vamos, chicos, que ellos no tienen entrenador!».

Pero no pasaba nada, estaba todo bajo control, y dedicándole una de mis sonrisas fúlgidas en señal de agradecimiento, mandé a mis tropas vengar tal afrenta…

Ese día ganamos de treinta (me ha quedado bien el párrafo, si llegamos a perder no sé qué hubiera puesto…).

Mi aspecto físico condicionaba, se revelaba como un gran generador de hilarantes disparates, de equívocos jocosos, de reacciones interesantes de ser archivadas derivadas en gran medida del imbécil prejuicio tan rupestre y tercamente instalado que asocia cuerpo endeble con eres tonto, lo que daba lugar a un patrón del comportamiento muy parecido, con pocas diferencias significativas entre uno y otro individuo. Si dentro de lo que es el mundo del baloncesto mi presencia poco a poco fue dejando de causar sorpresa, evaporándose las desconfianzas iniciales por la buena acogida dispensada en general por todas las personas que formaban ese colectivo, ya fueran árbitros, jueces de mesa, jugadores del equipo contrario que al finalizar el partido venían a darme la mano, o el resto de los entrenadores (he dicho en general, en un noventa y nueve por ciento, no de aquél de cuyo nombre no quiero acordarme); la repercusión que causaba mi imagen fuera de este círculo era más difícil de conciliar, dando lugar a reacciones apadrinadas por la extrañeza y la comedia.

Así, si por ejemplo venía algún intruso al pabellón preguntando a mis jugadores por su entrenador, éstos le indicaban, con una señal de dedo, hacia el lugar aproximado en el que me encontrase yo pastando; entonces, el insigne visitante que no las tenía todas consigo, que ya empezaba a sospechar que le estaban tomando el pelo, se me acercaba insegura y cautamente y me formulaba la misma pregunta mientras miraba a su alrededor buscando a alguien con más pinta, momento en el que yo, comprensivo, educado, me preparaba con mi mansedumbre de hipopótamo a resolver su duda existencial entornando aires de angelito y saboreando el banquete de su reacción por anticipado: «Verás qué cara vas a poner cuando te lo diga, esta noche no vas a poder dormir», y le respondía con mi voz suave y tierna: «Creo que soy yo». Utilizaba siempre el creo porque impactaba menos y causaba menos desmayos que la afirmación directa y rotunda, pero, aun así, tenía que prepararme para un tiempo largo de asimilación en el que el interlocutor me inspeccionaría con ojos incrédulos fuera de sus órbitas («¿qué has dicho?») y yo le remitiría una mueca espaciosa en la que destellase el diente de oro que no tenía («has oído bien, qué le vamos a hacer»).

Llegado a este punto, en plena crisis y conmoción coronaria del sujeto, tocaba que me echase una de esas miradas de arriba abajo deteniéndose un buen rato en mis piernas (me gustaría saber por qué esta manía de ensañarse con las piernas cuando, que yo sepa, a menos que hayan cambiado de lugar a la sede de la inteligencia y no me hayan avisado, la verdadera responsable de que yo fuera entrenador se encuentra en otro sitio), situación ante la que cabían dos tipos de respuesta según cuál fuese el género responsable de la fijación visual: si era hombre, yo amenizaba y respetaba su momento de reflexión profunda contando, en escrupuloso silencio, de cero a cien, o bien repasando la lista de los reyes godos, o tarareando mentalmente la canción de moda. En cambio, si la persona que me estuviese escrutando las extremidades inferiores era una mujer, la cosa cambiaba: mi réplica era la de un caballero, y, aprovechándome de su despiste y de que su vista estaba ocupada, dejaba que mi mirada se perdiera románticamente por el horizonte anaranjado del placer, navegando, si era verano, entre los canales y abultamientos de su escote, y, si era invierno, también.

Siempre me han llamado la atención estos silencios en los que el otro se queda petrificado, sin saber qué decir, aunque como has podido comprobar me las he apañado muy bien para entretenerme mientras duran estas ausencias… De hecho, tengo que confesar que hasta me gusta provocar este tipo de situaciones…; cuando me presentan a alguien y yo me dispongo a responder a la cuestión de a qué te dedicas con mi célebre frase: «Pues yo soy entrenador de baloncesto», y entonces el impresionado inquisidor me clava la mirada en las piernas y yo, si es mujer, la deslizo furtivamente entre… Es una experiencia ciertamente interesante, recomendable…

Las cosas, después de ese primer año en solitario, me siguieron marchando bien, y paulatinamente fui haciéndome un hueco en el club y escalando hasta entrenar en otras categorías. Vivía rápido, deprisa, procurando hacer de cada entrenamiento un momento único e irrepetible, aprovechando la mínima ocasión para enseñar algo y para aprender siempre, consciente de mi particular cuenta atrás, de que no podía mantener por mucho tiempo ese privilegio…

Después de los dos o tres años iniciales me quedé, es cierto, mucho más tranquilo, mucho más aliviado y descansado al poder declarar que ya sabía lo que era y lo que significaba ser entrenador de baloncesto; ya había cumplido haciendo realidad ese viejo sueño de la infancia, pero también es cierto que el gusto que le empezaba a coger y la experiencia acumulada actuaban como abono hipermineralizado que hacía crecer aún más mis ganas: cada vez tenía más: había tantas cosas por hacer, tantas cosas nuevas por probar, tantas jugadas y ejercicios que esperaban ser ensayados… Cada nueva temporada, aunque en la anterior lo expuesto hubiera demostrado su validez, procuraba introducir variaciones, por mínimas que fueran, tanto en la manera de entrenar como en la de jugar: no quería caer en la rutina: había tantas ideas en el tintero a la espera de ser experimentadas…

Un día, un año, sentí, mientras me movía por el campo con la silla, como la cabeza se me iba hacia atrás, como mi cuello fláccido fallaba en su función de sostenerla; será, tal vez, que me pesan demasiado las ideas… Y solucioné el problema de la pérdida de fuerza declarada añadiendo un reposacabezas a la silla que supliese el oficio del cuello. Nadie se enteró de nada, podía continuar con mi trabajo después de revisar que la luz verde siguiese encendida en los dispositivos básicos y vitales. ¿Inteligencia? ¡Perfectamente, señor! ¿Ánimos? ¡Con los tanques llenos, señor! ¿Medios para la transmisión y la comunicación? ¡Aún funcionan, señor!

Otro día, otro año, fueron mi brazo y mano derechos, últimos supervivientes que quedaban de las extremidades superiores, los que fueron degradados aborrecedoramente por la debilidad; y dejé de poder sacar yo solo de la carpeta la hoja donde llevaba el plan de entrenamiento preparado, un problema que no resultó insalvable al pedirle a algún jugador si me la podía sacar o trayéndola ya encima de mi regazo desde casa; y otro día, otro año, fueron mis trazos y dibujos sobre la pizarra los que se volvieron más lentos y desvaídos… Aguanta, aguanta un poco más…

Nadie notó nada, ni en éstas ni en otras pequeñas pero ininterrumpidas mutilaciones que fueron visitando y acumulándose en mi cuerpo…; sólo yo, sólo yo era el que, como siempre, llevaba en silencio el luto por todas esas partes de mí que iban muriendo, predicando, sin que los jugadores lo sospecharan, con el ejemplo el requerimiento que les hacía de que dejasen sus problemas a la puerta del pabellón para que se centrasen y concentrasen en el juego.

Sí, no quería, no permitiría que mi pesar y aflicción internas me privasen ni un ápice de esa ocasión para el disfrute; y me dejaba llevar por la alegría que dimanaba de la actividad que estaba desempeñando. Había que estar bien: mañana había partido.