6

Mienten aquéllos que pregonan que el infierno es de color rojo, que todo él está enladrillado con disuasorias llamas de fuego que alcanzan varios metros de altura, y que en su piso abundan otros muchos moradores con los que puedes compartir y vivir conjuntamente el martirio y el castañeo de dientes. Mienten. Es falso. El verdadero infierno, el genuino, es de color negro; el negro más oscuro que se pueda encontrar, aquél cuya mampara opaca no te permite ver nada más.

Quien entra en el infierno tiene que hacerlo solo, sin poder apoyarse en nadie, ya que, aunque existen camaradas que están pasando por una situación parecida, la vivencia del infierno auténtico es una experiencia que forzosamente transcurre en lo más profundo e íntimo de uno mismo, y, por tanto, se realiza desde una posición del todo y completamente intransferible.

Pasen y vean, señoras y señores, la antesala de mi particular infierno. Pasen y contemplen cómo fueron los preámbulos de los días más umbríos y tristes de mi vida.

El parte médico de mi rodilla lastimada dictaminó que no sufría nada grave o especialmente complicado: se trataba de una distensión de ligamentos que tardaría aproximadamente en sanar el plazo de un mes o mes y medio; el tiempo estimado para que remitiese el dolor, pudiera volver a estirarla y ponerme, de nuevo, en pie.

Pero ese mes y medio de inactividad iba a acarrearme aciagas consecuencias. Durante ese período de inmovilidad forzada los perros de la enfermedad, agresivos y cicateros, siempre al acecho, se aprovecharon de mi estado de indefensión para enconarse conmigo, para atacarme con sus tarascadas gruñonas una y otra vez. Y es que, a consecuencia de este parón, mi tono físico bajó alarmantemente; mi debilidad se hizo mucho más pronunciada. Resulta curioso y sorprendente, digno de dedicarle una comisión entera de los mejores estudiosos al tema, el funcionamiento de un mecanismo tan complejo e invisible de las dolencias como la mía: un exceso de ejercicio, al que frenéticamente me había aplicado durante tanto tiempo, no tenía ningún efecto beneficioso o ralentizador en el devenir de la misma; pero empeoraba rápidamente si no hacía nada.

Únicamente la gimnasia con moderación, resolución de cuya veracidad sabía perfectamente en mi fuero interno pero que el histerismo de la desesperación y el terror por el escamoteo reeditado de mis facultades ofuscaban y adulteraban, parecía tener un cierto efecto positivo y de contención en mi salud. La analogía puesta al descubierto venía a decir que mi cuerpo era algo así como estar asando un filete; se chamuscaba tanto por una dosis de calor en demasía como precisamente por su acción totalmente contraria: la pasividad, mantenerlo quieto, parado, por lo que tenía que voltearlo continuamente como la mejor ciencia para que su vitalidad no se disipara de una manera tan drástica y veloz.

Pero esta vez no tenía escapatoria. Mis trucos de cocinero prestidigitador, novillero voluntarioso que capea como puede el furor de la bestia, habría que posponerlos para otra ocasión. Desvalido, retenido sin poder moverme, agotado de este enfrentamiento infecundo, la enfermedad se sirvió de mi inevitable convalecencia, de la remisión de mis defensas para infiltrarse y hacer estragos entre la masa y los tejidos musculares de mi cuerpo.

La verdad es que nunca me pasó por la mente la idea de que no me recuperaría. Ignoraba y desconocía cómo quedaría una vez concluida la rehabilitación, pero siempre creí, por una falsa convicción que había interiorizado para no dejar pasar plenamente al horror, por la vigencia y el respeto a un pacto unilateralmente rubricado, que permanecerían unos servicios mínimos en mi costoso caminar, y que éste no se me degradaría más aún de lo que estaba.

Tal vez en alguna intuición profética u oniromancia especialmente inspirada, de depilada presentación, había llegado a vislumbrar el borde cerniente de un elemento mefistofélico que bien pudiera ser una silla de ruedas; pero procuraba espantar estas visiones sacudiéndome enfurecido la cabeza o alegando las muchas probabilidades de error de los que suelen hacer gala los vaticinios futuristas… Y a pesar de estar harto y recrudecérseme la aversión hacia todo aquello relacionado con la gimnasia, cuando hubo concluido el período de reposo obligado para que sanase mi rodilla, visto el deplorable estado de debilidad generalizada en el que había quedado, me puse, otra vez, a trabajar con denuedo, con ahínco, con toda el alma, con disciplina militar en aquellos ejercicios indicados y otros de inventados, aunque ahora el acicate que fustigaba mi motivación no eran las ansias grandilocuentes de ser un deportista afamado y campeón; ni la utopía demencial de convertirme en el primer chico en curarse de una dolencia de este tipo por sus propios medios; ni siquiera aspiraba a algo tan básico y comprensible como detener el proceso de mi enfermedad, que me dejase, como ya le había suplicado otras veces, como estaba, en un alto al fuego permanente sin más depredaciones. No, ahora mis pretensiones eran mucho más simples, más sencillas; nada, aparentemente, del otro mundo: únicamente quería volver a caminar.

Por muy desmoralizado y carente de empuje que estuviese, cuando me encontré con la extremada endeblez de mis piernas, que a duras penas me permitían mantenerme en pie y encadenar una corta serie de pasos, me entró el pavor. No sabía estar sentado, convivir con la descompostura disparada por la gran probabilidad de tener que vivir dentro de un encuadre tan raquítico, aceptar el espeluznante advenimiento de que mi bipedismo se estaba extinguiendo…; por lo que, aunque una parte de mí había rehusado participar en más operaciones contra el régimen establecido, la otra, más visceral, más instintiva, tiró de mí hasta convencerme de que debía movilizarme y actuar para salir de este atolladero.

Y me puse a trabajar, arduamente, en pos de mi restablecimiento, tanto con la ayuda de mi fisioterapeuta como de las secuencias chistosas que yo mismo diseñaba. Tenía que salir de ésta.

Pasaron las semanas y mejoré bastante, alcanzando un tono físico no muy distante del que tenía las semanas anteriores a la caída. Podía andar con dificultades, aunque estaba lejos de una autonomía y resistencia suficientes para desenvolverme con soltura, y, mucho menos, para poder volver al instituto y hacer frente a la gran demanda de energía que ello supondría. No, necesitaba exhibir una condición mucho más vigorosa que el tembloroso y quebradizo transitar de anciano en el que me hallaba caracterizado. Tenía que intentarlo. Aunque por experiencia sabía que nunca había conseguido expulsar a la enfermedad del territorio que hubiese ocupado, aunque sabía que una vez producido el avance y la conquista no había manera de volver atrás, tenía que probarlo: quería llegar a unas cotas mínimas de maniobrabilidad que me permitieran desplazarme sin tantos apuros ni penalidades; poder salir tranquilamente de mi cuarto; ser, en definitiva, el de antes.

Mi habitación se convirtió en el centro de mi vida y en la central donde maquinaba y de donde partían mis proyectos regeneradores. Después de mi lesivo encontronazo, el radio de acción de mis fuerzas, siempre encogiéndose, había quedado constreñido prácticamente a la longitud de mi alcoba, un trecho de unos seis metros de lado a lado. Ir de un extremo a otro de la habitación era aproximadamente todo lo que me quedaba de ese patrimonio de unos cuatrocientos o quinientos metros de los que había dispuesto como máximo en mi niñez, y que la enfermedad poco a poco me había ido dilapidando autocráticamente. Seis metros, no más, la distancia que comencé a recorrer una y otra vez como parte de un programa de ejercitamiento duro y austero encaminado a fortalecerme y a ampliar mi hábitat. Quería salir de aquí, ausentarme sin remordimientos, retornar al juego de sortear los obstáculos y esquivar los empujones en las galerías del instituto que tanto me sulfuraba, pero que tanto empezaba a añorar.

Porque sin duda era preferible el bullicio precipitado por peligroso que fuera que el silencio hosco e injurioso de estas cuatro paredes.

Avanzaba apoyado en la pared, inclinándome sobre el hombro que pegaba a ella, arrastrando los pies como podía hasta alcanzar la puerta, tocarla, y volver al punto de partida. Encarnaba la viva imagen de quien se va desangrando dejando tras de sí un reguero de sufrimiento, estela que se mantenía siempre joven y renovada al írsele añadiendo nuevas capas con el constante ir y venir. Por supuesto que, una vez concluida la azarosa machada, me encargaba de dejar constancia de la efeméride marcando con una equis la respectiva y ya famosa página de libreta que destinaba para estos menesteres.

Sumido en un arrebato aparentemente extraño e incomprensible, empecé a decorar esa pared, a tachonar ese trayecto con pósters, especialmente con pósters de jugadores de baloncesto; mis favoritos, mis ídolos, en una muestra plástica de esa añeja afición que en los últimos tiempos, sorprendentemente, probablemente provocado por la lectura de revistas del género que para aliviar la pesadez de la sedentaria convalecencia hojeaba entre otros pasatiempos, había regresado y reaparecido por los bulevares de mi cabeza. Pero el propósito de tal conducta, su razón de ser, era tan simple como estimulante para mi motivación: los pósters colgados eran como pequeñas metas, como puentes impulsores por los que mi determinación iba avanzando saltando de uno a otro; como migas de pan estratégicamente colocadas para fijar mi intención, para que ésta no se sofocase ni acobardase por la gran extensión que había que patear y arribase, sin mareos, sana y salva, hasta el final. Así, cada vez que pasaba por delante de alguno de ellos le saludaba efusivamente, le preguntaba qué tal estaba, como si ese retrato cogido en una postura de máxima concentración atlética tuviera que cobrar vida durante unos instantes, aparcar ese mate estratosférico que estaba a punto de ejecutar, y contestarme amigablemente sonriéndome y guiñándome un ojo. Después de haberle informado puntualmente de cómo iba mi rehabilitación, sentía enardecida la necesidad de llegar hasta el siguiente póster y repetir procedimiento. Y así sucesivamente, hasta haber completado el itinerario. Eran muchas las preguntas y temas de conversación que se me ocurrían sobre la marcha, muchos los asuntos que debatía con ellos en esos largos monólogos que interpretaba para infundirme coraje y poner un poco de animación en esa rutinaria adustez.

Marchaba contando los pasos: uno, dos, tres…; desvelándoseme, en cada zancada que daba, el contenido de un universo propio y particular, inimitable, que albergaba en su seno: a cada paso le correspondía un paisaje único, repleto de matices exclusivos y con un nivel de dificultad diferente al de sus predecesores, siendo, por ejemplo, el de mayor riesgo aquél que debía efectuar para girarme y volver; y el que ofrecía un panorama más bonito e interesante era el que daba aproximadamente a medio camino, con la instantánea espectacular de Larry Bird a un lado y el dibujo que parecía ser de Correcaminos, el célebre personaje de dibujos animados, adivinándose en la mancha de la baldosa del suelo…

Pronto comencé a fijarme en cantidad de detalles increíbles que antes me habían pasado desapercibidos en este nuevo mundo en el que había quedado encerrado. Mi vista vagaba ensimismada entre la diversidad de elementos que se alzaban en mi trayectoria hasta detenerse en alguna menudencia, las gafas de un espectador de la tercera fila que aparecía al fondo del póster de Magic Johnson o de qué color era la tapa del libro ubicado en la parte final de la estantería, de la que hasta esos momentos no me había percatado, de la que hasta entonces no había sabido de su existencia. Zarpar a la pesca de estos pormenores llegó a convertirse en un entretenimiento más, en una parte importante de las razones que propulsaban mis caminatas. «A ver qué descubro hoy», me jaleaba, antes de comenzar la jornada.

Cuando estuve algo más fuerte conseguí salir, esporádicamente, de esos límites carcelarios y andar un poco por el pasillo y arribar incluso hasta el baño o la cocina. Pero sólo excepcionalmente, y siempre bajo unas tasas prevalecientes de esfuerzo. Y es que el tiempo fue transcurriendo pero las previsiones y el proyecto de mi restablecimiento habían quedado atascados en un punto muerto. Había mejorado, había conseguido marchar con la virtuosa estabilidad de un octogenario, pero de aquí no había manera de pasar. No avanzaba; no pude lograr nada más. ¿Qué tenía que hacer? ¿Adónde acudir? ¿Quién podía ayudarme?

En estos prolegómenos infernales no todo fue, afortunadamente, tragar azufre hirviendo y subirme por las paredes de la desesperanza. Aprovechando que mi ingreso en el averno no gozaba aún del tratamiento de pensión completa, se coló por el intersticio todavía libre un rayo de cariño imprevisto que tanto alivió mi tormento.

Si bien es cierto que la relación con mis amigos, al presentárseles estos nuevos intereses mucho más excitantes que les reclamaban con urgente fogosidad, paulatinamente se había ido enfriando coincidiendo con el ingreso en el instituto, no es menos cierto que a raíz de mi caída se produjo un inesperado y agradecido reagrupamiento solidario que acolchó e hizo menos traumático mi inevitable derrumbe.

Prácticamente cada viernes, sin haberlo pedido ni orquestado, venían a verme un grupo de tres o cuatro amigos y compañeros de clase que se reunían en mi habitación para hablar de burradas y, como marcan los cánones, poner a caldo a los profesores de turno. Pero estas tertulias representaron para mí algo más: desentelaban, aunque fuera brevemente, la polución enlutada adherida al mobiliario de mi cuarto con la ecológica escobilla del contacto humano. Sus visitas me proporcionaban el reparador descanso del guerrero a través del cual recargar las pilas para poder acometer el fatigoso ir y venir de la semana; mientras estaba con ellos volvía a relucir y a despuntar mi sonrisa; la tensión que endurecía mi cuerpo se relajaba; y su estupenda compañía tapaba, aunque fuera momentáneamente, las contusiones ocasionadas por mi verdadero estado de angustia.

Estas visitas me revelaron la errónea concepción o la no del todo acertada percepción que me había hecho del calado de mi influencia en mi etapa en el instituto ya que, fantástica y extraordinaria sorpresa, vino a verme gente que nunca imaginé que lo haría; personas con las que hasta ese momento no hubiera dicho que me unía una relación que pudiera ser calificada como de amistad. Hasta entonces presuponía sin titubeos que mi estancia en el instituto había acontecido muy superficialmente, sin haber llegado a establecer relaciones con la suficiente enjundia, debido a que mi atención volaba dispersa por otros frentes, que merecieran la consideración de un periódico y regular interés hacia mí. Me equivoqué; felizmente marré en los cálculos; y los lazos que forjé, a tenor de la preocupación despertada, demostraron que eran mucho más auténticos y consistentes de lo que en un principio había supuesto.

Pero de entre todas las visitas que recibí hubo una que me impactó especialmente: la que protagonizaron un grupo de cuatro chicas. Que yo recuerde, apenas las conocía, apenas había hablado alguna que otra vez con ellas; por lo que su aparición por debajo del dintel de la puerta de mi cuarto me llenó de júbilo y de asombro, aunque también de balbuceante y tímido rubor. Y es que, siguiendo el repelús alérgico que me invadía al entrar en fricción con el asunto femenino, no era yo, no me mostraba tal como era: amable y condescendiente, pero demasiados rasgos de mi personalidad quedaban difuminados o decomisados cuando estaba en su compañía. Si anteriormente ya me sentía inferior y en absoluto merecedor de recibir la atención de una chica por mi escuchimizada condición física, ahora, privado prácticamente de poder andar y con los remanentes de mi movilidad tan depauperados, esta condición se intensificó e incrementó notablemente.

Me acuerdo de una vez que vinieron a verme en la que me regalaron un libro y una postal que cariñosamente rezaba: «Esperamos que te recuperes». Aunque externamente logré pronunciar alguna que otra palabra de gratitud, internamente, dentro de mí, su gesto tan precioso lo que en realidad me provocó fue embravecer y picar más aún el mar de mi inquietud. Tantas expectativas, tantas buenas intenciones, tantas esperanzas regaladas que me habían arropado ante la intrusión del infortunio se iban apilando y congregando, impacientes, al no ver satisfecho su propósito; por lo que su presencia empezaba a incomodarme, a perturbarme, a sobrepasarme sin saber qué hacer con ellas. Cada vez que recibía la visita de algún compañero éste me preguntaba, lógicamente, cuándo volvería al instituto, y yo, al principio, echando mano de mis cábalas, respondía que si los plazos de la esperada progresión se iban cumpliendo dentro de unas semanas estaría ya a punto, que sólo faltaban por perfilar unos pequeños flecos… Pero después, pasado el plazo y vuelto a dar otro y otro que tampoco se cumplían, consciente ya de la inviabilidad de este retorno, de ese imposible, contestaba a sus insistentes inquisiciones con evasivas para no tener que declararles la verdad que me roía por dentro: «Estoy acabado. Nunca más volveré. Me encuentro demasiado débil para ello».

Hasta que llegó un momento en que los amigos dejaron de preguntarme, fueron espaciando sus interrogaciones hasta que éstas quedaron diluidas en una callada resignación: y es que ellos también se percataron, sutil o claramente, de que no regresaría.

Y ante los buenos deseos expresados por esas cuatro chicas tampoco supe qué contestar: me escurrí, cambié de tema, miré hacia otro lado mientras se agravaba mi pesar y se me descalabraba el agobio. ¿Qué tenía que hacer? ¿Adónde acudir? ¿Quién podía ayudarme? En un último y desesperado intento de corresponder y hacer realidad las ilusiones tanto mías como de mis compañeros, aumenté más aún la frecuencia de mis caminatas de lado a lado de la habitación, prolongando las series hasta bien entrada la noche, y fundí la tolerancia de los aparatos que teníamos en una especie de gimnasio habilitado… Pero era meramente un autómata que actuaba por la inercia de un motor ya apagado…

Aunque había vuelto a ponerme en pie y a andar de nuevo, aunque había conseguido alcanzar un tono físico no muy distante al que ostentaba las semanas anteriores a la caída, me encontraba desprovisto de la fuerza y resistencia necesarias para poder extender mi autosuficiencia mucho más allá de los confines de mi cuarto. Demasiada inversión para tan pobres resultados. Era un gigante con los pies de barro; y mi exigua mejora: un ligero espejismo, una pírrica victoria concedida antes del golpe final.

Pasaron los meses y no sólo no seguía estancado, sino que el esfuerzo sobrehumano que me representaba trasladarme de un extremo a otro se me fue endureciendo, enquistando, tornándose de un metal lento y pesado. Me resultaba cada vez más difícil completar el itinerario sin perder y poner en grave riesgo al equilibrio; sin atinar a desalojar a los insaciables y conocidos buitres que, aprovechándose de mi agonía, no paraban de atacarme ni de disminuirme con una irreverencia total.

Y a mi espíritu y voluntad ya entregados el día de la malhadada caída se les iba a unir, pronto, definitivamente, la dirección, el mando y la soberanía de mi cuerpo.

Me tambaleaba, me aguantaba erguido sobre la vertical penosa e inquietantemente, como una delicada figura de cristal que esquivaba como podía los golpes del martillo que le perseguía y le pisaba los talones. Hasta ese pequeño dominio de mi habitación que creía inviolable e intocable, cuyo kilométrico paseo, pensaba, se me respetaría a perpetuidad, se me iba enjugando, expropiando, desgranando sin contemplaciones del repertorio de mi ser… Cada vez me costaba más ir y venir por esos escuálidos seis metros: me demoraba, me enganchaba; las repeticiones declinaban, embaladas, hacia el menos. Ni eso podía hacer ya. Bien merecido lo tenía, por quejarme.

En una última tentativa patrocinada por la visión del inminente exterminio opté por el consumo, no sé qué desencaminado samaritano apiadado y sensibilizado me los había recetado, de los esteroides anabolizantes; me inyectaron varias cajas del factor presuntamente estimulante de las fibras musculares. Pero no había nada que hacer. A las mías, si es que me sobrevivía alguna de mínimamente receptiva, no había sustancia posible capaz de resucitarlas. Noté, con las primeras dosis, una leve mejoría, un cierto incremento de la energía que poco a poco se fue desvaneciendo conforme se asentaba la adicción. El presunto efecto infalible puedo con todo, no hay muermo que se me resista de los esteroides se dio de bruces, se mostró completamente ineficaz para avivar mi decrepitud interna, que lo desarmó y se lo embuchó rápidamente.

Y pronto necesité que mi padre me sujetase por la cintura; cogerme de sus brazos para poder recorrer ese trecho, y, aun así, las complicaciones no paraban de surgir, de castigarme y diezmarme sin piedad, concentradas especialmente en un agravamiento de las contorsiones y maneras de transitar escandalosamente más intrincadas. La inexorable cuenta atrás había comenzado.

Primero cinco pasos antes de tener que detenerme y volver atrás; luego cuatro los pasos que acertaba a dar como mucho antes de que me reviniera el desfallecimiento; después fueron tres los que abarcaban y contenían toda la amplitud de mi mundo; luego dos; luego uno…; y, finalmente, el cero: el cero redondo y rotundo que con su inexpresiva contundencia se bastaba para decirlo todo: y dejé de poder andar. Mis rodillas ya no me sostenían; renegaron, para siempre, de mi peso.

Nunca más volvería a caminar. Tenía entonces dieciséis años.