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Una tarde de agosto Carlos y Sara dormitaban en el sofá del salón. Pablo estaba en casa de sus primos, y ellos sesteaban tras la pesada comida, con la mesa llena de periódicos y suplementos dominicales, y una película a bajo volumen en el televisor. Les despertó un ruido creciente en la escalera del edificio. Se habían quedado dormidos más tiempo del esperado, el salón estaba en penumbra, sólo iluminado por el televisor, y por la ventana se veía el atardecer avanzado. Mientras se desperezaban y comentaban con la boca pastosa lo prolongado de su siesta, escucharon voces en el edificio, y sonido de pasos subiendo y bajando por las escaleras, conversaciones en el piso de abajo, voces más altas que otras, timbres pulsados. Carlos se puso las zapatillas y abrió la puerta. El descansillo estaba iluminado y en las plantas inferiores se escuchaban las voces de varios vecinos hablando de forma exaltada. Bajó para averiguar el motivo de tanto revuelo, y se encontró con un grupo de conocidos que, de forma atropellada y hablando todos a la vez, le informaron de lo sucedido: durante la tarde los ladrones habían desvalijado varios pisos. El informante los denominó así, «los ladrones»; no «unos ladrones», sino «los ladrones», adscribiendo a los delincuentes a un grupo social de culpabilidad colectiva. Por lo que consiguió entender en las palabras agitadas de sus vecinos, hasta seis viviendas de la misma escalera habían sido abiertas en un rato, aprovechando la ausencia vacacional de sus habitantes. Los ladrones parecían haber estudiado bien los movimientos del vecindario, pues demostraron conocer quiénes estaban en casa y quiénes no, ya que habían reventado las puertas sólo en aquéllos pisos en los que todos los habitantes de una misma planta estaban ausentes, para que el ruido de una puerta no alertase al que vive en la contigua. Habían forzado la entrada a golpe de palanca, y aunque nadie había entrado todavía en los pisos desvalijados a la espera de que llegase la policía, desde la puerta abierta se adivinaba un interior desordenado y, con toda probabilidad, vaciado de objetos de valor. Un par de vecinos coincidieron en señalar que después de comer, hacia las cuatro de la tarde, alguien había llamado a sus casas utilizando el portero automático, pero que nadie respondió cuando atendieron la llamada, en lo que parecía un recurso fácil de los ladrones para asegurarse de qué pisos estaban vacíos y cuáles habitados. De regreso a su casa Carlos relató lo ocurrido a Sara, que puso voz a lo que él también pensaba: qué susto, podían haber entrado en nuestra casa mientras dormíamos, advirtió Sara, pues en efecto habían escuchado el telefonillo cuando ya sesteaban en el sofá, pero no habían respondido por pereza y porque no esperaban visita. De forma que la prisa de los ladrones, que sólo alcanzaron la cuarta planta, impidió la incómoda escena de una puerta reventada y unos asaltantes que al entrar se encuentran con un matrimonio dormitando en el sofá. Qué susto, repitió Sara, haciendo eco al pensamiento de su marido.
Sólo dos semanas después del robo, con el mes de septiembre ya comenzado y todos los vecinos de vuelta de las vacaciones, una pareja de agentes comerciales de una conocida empresa de seguridad se presentó en el edificio para ofrecer sus servicios a los moradores. Llegaron a última hora de la tarde, a esa hora en que la mayoría ha regresado del trabajo y aún no ha comenzado a cenar, y se dividieron por plantas para cubrir todo el bloque en poco tiempo. Llegaban a cada piso, llamaban a la puerta, y el propietario de la casa se encontraba con una señorita, atractiva y bien vestida, con una carpeta profesional de cuero y que adelantaba una mano en saludo y una tarjeta de la empresa de protección. Solicitaba unos minutos de su tiempo, y una vez en el interior, sentada con las piernas juntas al borde del sofá, extraía varios catálogos de su carpeta en los que detallaba las características de sus servicios: puertas acorazadas, sistemas de alarma, conexión con central de seguridad, vigilancia permanente de fincas y otros servicios más sofisticados. No hizo falta que evocase el episodio reciente de los pisos robados, pues todos los vecinos lo tenían presente y veían la visita de aquella vendedora como una consecuencia lógica, incluso necesaria, bienvenida, tras lo ocurrido. Nadie preguntó cómo aquella empresa se había enterado de lo sucedido; daban por aceptable cualquier filtración de la propia policía, o incluso una llamada informativa de algún vecino asustado, y aunque un vecino, días después en un encuentro en el portal, comentó a Carlos con tono chistoso la posibilidad de que la propia empresa de seguridad fuese la autora de los robos, como esos grupos mafiosos que se ocupan de demostrar lo fundado de las amenazas antes de ofrecer su protección contra las mismas, lo cierto es que todos los vecinos atendieron con educación a esos amables ángeles custodios, que hicieron buen negocio en aquel edificio conmocionado por lo sucedido sólo unos días antes. Las vendedoras, tras realizar una exposición detallada de sus productos, y de las facilidades de pago ofrecidas, comentaban cómo otros vecinos del edificio ya habían contratado sus servicios, lo que a Carlos le pareció una forma de chantaje, por el que situaban al vecino temeroso ante la perspectiva de un edificio en el que todas las puertas serían blindadas menos la suya, en el que todos los pisos tendrían alarma menos el suyo, de manera que los futuros ladrones tendrían fácil seleccionar la vivienda más asequible, más desprotegida, aquélla que no mostrase en su fachada la pegatina distintiva de la empresa de seguridad. Una semana después de la visita, una cuadrilla de operarios se afanó en instalar puertas acorazadas, cerraduras antirrobo y alarmas en cada piso.
Carlos y Sara recibieron a aquella agente comercial, pero no firmaron nada, sino que solicitaron unos días para pensárselo. Les dejaron una carpeta que, además del catálogo de productos, incluía un dossier confeccionado a partir de recortes periodísticos sobre episodios de delincuencia en el distrito, así como varias tablas con estadísticas del ministerio del Interior. Cada tipo de delito era representado por un sencillo dibujo, de trazo infantil pero truculento, y acompañado de gráficos con vivos colores. Durante una semana la misma vendedora les llamó mañana y tarde, a casa y a sus teléfonos móviles, ofreciendo descuentos que no podían desaprovechar, subrayando el ahorro que supondría la instalación de una vez a todos los vecinos, pero Carlos y Sara resistieron su acoso. Aunque ambos habían sentido miedo por lo sucedido, decidieron rechazar los servicios de aquella empresa, no porque se considerasen a salvo de futuros robos, ni por el prejuicio ideológico que compartían hacia el negocio del miedo que explota la seguridad privada; tampoco por lo sospechoso que les parecía aquella oportuna visita, ni por el desagrado hacia técnicas de venta más bien coactivas. Su rechazo fue fruto de una decisión meditada, que respondía a una evaluación de su seguridad, presente y sobre todo futura. El propio Carlos, más asustadizo que Sara, asumió la decisión, la hizo suya, tras mucho dudar se convenció de que era pan para hoy y hambre para mañana. Era sencillo, y asequible a sus ingresos, instalar una de esas puertas blindadas, con varios anclajes y doble lámina de acero, llave imposible de duplicar y acabados en varios colores y molduras. Pero aquello sería sólo un comienzo, y les parecería insuficiente en poco tiempo, entrarían en esa histérica espiral securitaria que hace que la necesidad de protección nunca deje de crecer, pues las respuestas defensivas al miedo acaban generando más miedo, las medidas contra la inseguridad producen más sensación de inseguridad (el mismo mecanismo por el que una presencia excesiva de policías en una estación de tren no nos tranquiliza, sino más bien nos asusta), tras la cerradura antirrobo uno no podrá rechazar la alarma, y tras ésta las rejas en las ventanas, el servicio de conexión a la centralita, y ya nunca descansará, con la conciencia de que los delincuentes van siempre un paso por delante (y conocían muchos ejemplos de casas-fortaleza que ceden a la habilidad de los delincuentes), y el reclamo que tantas medidas de seguridad despertaría en los posibles ladrones (algo habrá de valor cuando lo protegen tanto, según la lógica criminal más llana). Así que decidieron que no merecía la pena la inversión, que no les salían las cuentas, pues si entraban en esa espiral perdían más que ganaban, perdían confianza a cambio de ganar protección. Por el contrario, si no iniciaban ese proceso, si permanecían como hasta ahora, conservaban esa confianza, por inocente que fuera, y a cambio no tenían mucho que perder (los escasos objetos de valor que poseían, en caso de un robo que hasta entonces nunca habían sufrido). Así fue como Carlos y Sara se convirtieron en los únicos habitantes del edificio con una puerta sencilla, sólida aunque no acorazada, que destacaba en la uniformidad blindada del resto de viviendas, y que no ofrecería la mínima resistencia a un golpe de palanca, según las amenazadoras palabras de aquella vendedora que incluso se ofreció a hacerles una demostración práctica, cosa que amablemente rechazaron.