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También le inquietan unas cuantas situaciones improbables. No conoce a nadie que las haya protagonizado, apenas recuerda haber leído alguna noticia breve y poco fundada, y cuando las escucha de boca de algún conocido las rechaza como probables leyendas urbanas, extendidas por quien quiera que esté interesado en propagar entre los ciudadanos la sensación de inseguridad, de desconfianza, de que la ciudad es una selva llena de animales peligrosos, que no puedes fiarte del que pide ayuda ni del que la ofrece, que los encuentros fortuitos siempre ocultan una intención perversa y los lobos melosos son los más peligrosos de todos. Cada poco tiempo se difunden, sobre todo mediante correos electrónicos. Él recibe semanalmente todo tipo de bulos en circulación, algunos torpes, otros bien elaborados, con aspecto de comunicado policial o de aviso de las autoridades, enviado por personas de su confianza que han dado crédito a la alarma. Suelen estar relacionados con estafas ingeniosas y riesgos alimentarios, pero una parte importante se refiere a asuntos de seguridad ciudadana, alertas locales sobré la presencia de algún delincuente o grupo de delincuentes que extiende el terror y sobre los que pesaría el silencio oficial para no propagar el pánico. Aunque la policía, a través de los medios de comunicación, suele desmentir tales rumores, algunos circulan con éxito, y llegan a arraigar, acaban siendo tomados por sucedidos, incorporados a la memoria, al temor, y van construyendo un fondo de oscuridad y horror con el que seguir viviendo.
Carlos desconfía por sistema de esos chismes lanzados por Internet, y se pregunta quién será el creador, a quién benefician. Según los recibe y los lee los considera infundados, absurdos. En el mejor de los casos no son más que la actualización de relatos ancestrales, leyendas populares de siglos que generación tras generación siguen asustando a los niños y a no pocos adultos: los viejos jinetes sin cabeza se convierten hoy en motoristas infernales, los castillos tenebrosos en chalets a las afueras, las hechiceras en prostitutas que narcotizan a sus víctimas para luego extraerles los órganos vitales, la santa compaña en una pandilla entregada a macabros rituales, y así todo. Sin embargo, pese a su esfuerzo racional, pese a descartar esas historias por inverosímiles, cada vez que se encuentra próximo a una de esas situaciones, recuerda los relatos difundidos y teme, tal vez porque en el fondo se previene contra algún posible efecto mimético, que esas historias no sean un relato de lo sucedido sino una propuesta por suceder, que haya quien las reciba como modelo, como instrucciones, y acaben teniendo realidad. Por ejemplo, por citar sólo algunas que le asustan:
—Salteadores de caminos: en la autopista, un coche te hace señales con las luces, te adelanta y el copiloto te comunica con gestos una avería o un pinchazo de tu vehículo. Te detienes unos metros más adelante, en el arcén, y antes de salir del coche miras por el retrovisor y comprendes que es demasiado tarde para arrepentirte por haber parado.
—No vayas solo al baño: mientras orinas despreocupado en un urinario público, alguien llega por detrás y te empuja con fuerza para que golpees la cara contra la pared. Desde el suelo encharcado sólo ves tres pares de botas, la puerta que se cierra y pantalones que caen sueltos sobre los tobillos.
—El beso del sueño: en un bar un desconocido entabla conversación contigo. Cuando vuelves del baño apuras el resto de tu bebida, sin percibir un sabor distinto. Al día siguiente despiertas en un descampado, desnudo y sangrando por el recto, y apenas recuerdas por qué subiste a aquel coche.
—La sonrisa del payaso: en un parque nocturno y solitario te asalta un grupo de jóvenes drugos. Te inmovilizan y el cabecilla te pregunta: qué prefieres, reír o llorar. Tú eliges reír, y con una navaja te prolonga en sonrisa las comisuras de los labios. Ahora reirás para siempre.