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De nuevo un inesperado dolor de barriga deja a Pablo hoy en casa, y aunque ya tiene edad para quedarse solo mientras sus padres marchan a trabajar, Carlos anuncia a Sara que cuidará del niño, no tiene problema en llamar al trabajo y comunicar la enfermedad de un familiar. Ambos pasan la mañana tranquilos, cada uno en sus ocupaciones, hasta que a última hora de la mañana Carlos pregunta a su hijo si no le importa quedarse un rato solo, pues quiere salir a hacer unas compras. Tras recordarle una vez más que no debe abrir la puerta a nadie, baja al garaje, sube al coche tras hacer las habituales comprobaciones, levanta la puerta automática sin sorpresas, y sale a la calle hoy soleada. Pero en vez de dirigirse al centro comercial, cruza la autopista y completa el recorrido que cada mañana hace para llevar a Pablo al instituto, y que cada día a esta misma hora suele realizar en sentido inverso al que hoy cubre. Esta vez no aparca en el sitio acostumbrado, sino que deja el coche en la parte trasera del centro educativo. Desde ahí llega caminando hasta la fachada delantera, y elige como punto de observación el mismo que a diario toma como parapeto para situar el vehículo, tras unas casetas de obra que llevan años anunciando en vano la construcción de viviendas en el cercano solar. Quedan todavía unos minutos para la salida de los estudiantes, y de un primer vistazo localiza a aquél a quien busca, y que está donde lo esperaba encontrar, podría incluso decir que no ha faltado a la cita, pues aunque no ha habido acuerdo ni invitación, era evidente, al menos para él lo era, que tras el frustrado encontronazo de ayer, hoy vendría de nuevo a la salida para cumplir lo que quedó pendiente, siempre hay cuentas que saldar. Está solo, sin sus dos acompañantes habituales, y ha elegido para esperar el banco más cercano a la puerta del instituto, sin ningún disimulo, desde donde mira a la puerta del edificio por la que en cualquier momento asomarán los primeros estudiantes. Cada vez que un coche accede a la zona de aparcamiento que separa el centro educativo del parque, el muchacho mira al vehículo con interés, pues no sólo espera a un niño que debería salir por la puerta, sino también a un padre que suele llegar en coche a esa misma hora, y al que aguarda en vano, ya que ignora que ese mismo padre le observa oculto tras las cercanas casetas de obra.
Con el sonido de la sirena el niño abandona su puesto de observación y, confirmando que no tiene nada que ocultar en sus intenciones, avanza hasta la verja. Se coloca junto a la puerta, desde donde puede ver uno a uno a todos los estudiantes en su salida de clase, de manera que, como todos tienen que pasar por ese acceso único, se asegura de que no se le escape aquél al que busca, confundido entre la multitud. Desde ese nuevo punto de control tampoco descuida los movimientos de coches a su espalda, y cada vez que escucha un motor se gira. Los estudiantes tienen prisa por abandonar el centro, y aunque nada más traspasar la verja lentificarán el paso de camino a sus casas, en la salida todavía se mueven con rapidez, y en apenas seis minutos queda desalojado el edificio. El niño continúa junto a la verja, apurando el goteo de los rezagados y de los primeros profesores. Cuatro minutos después aparece el bedel con el manojo de llaves para cerrar la puerta, así que el centinela desiste y abandona su puesto. Se retira unos metros y echa una mirada alrededor, al parque, a los coches aparcados, a las esquinas. Carlos da un paso atrás y se oculta del todo tras la caseta, para evitar ser visto, y tras unos segundos vuelve a asomarse con precaución, pero el niño ya no está junto a la verja. No lo localiza en el tramo de calle que controla desde su escondite, así que tiene que arriesgar y asomarse algo más, exponiéndose a posibles observadores. Por fin lo ve, al otro lado del instituto, a punto de girar la esquina hacia un lateral. Cuando lo pierde de vista abandona su parapeto y camina a paso ligero hacia la esquina por la que desapareció el chico, y al alcanzarla se asoma con precaución, siempre con temor a que el otro esté esperándole ahí, que en realidad se supiese observado y le haya tendido una trampa. No es así, y ve al niño a un centenar de metros, caminando a tal velocidad que en cuanto gira una nueva esquina esta vez Carlos no espera ni un segundo y corre, no anda sino corre, hacia allí, para no perderlo.
El juego de las esquinas se prolonga durante varias manzanas, en las que Carlos aguarda desde su escondite a que el perseguido haga un nuevo giro en su veloz trayectoria, para en seguida avanzar hasta el siguiente parapeto desde el que espiarlo. El niño anda deprisa, y a Carlos le cuesta seguirlo, más aún por las necesarias precauciones, aunque le beneficia la ausencia de paseantes, que le obligarían a un doble disimulo, para camuflar sus maniobras no ya sólo ante el observado, sino también ante posibles testigos que encontrarían extraño el comportamiento de un adulto que corretea de edificio en edificio y asoma un poco la cabeza cuando alcanza un cruce. Ahora no quedan más esquinas, pues han desembocado en una zona descampada, una extensión de barro, maleza y basura de unos quinientos metros de ancho, que separa dos grupos de edificios residenciales. Carlos sigue detenido en su último recodo, mientras el niño avanza ya por la mitad de la parcela. Le parece demasiado arriesgado seguirlo por una zona donde no cabe ocultarse, pero al mismo tiempo piensa que si espera a que alcance el otro lado, la ventaja del perseguido será demasiado grande, y bastará un nuevo giro en cualquier esquina para perderlo. Así que espera hasta que el niño ha completado dos tercios del recorrido, distancia que Carlos considera suficiente para no ser reconocido a simple vista si girase la cabeza, pero también para huir si el chico se diese la vuelta y el perseguidor se convirtiese en perseguido, de forma que podría alcanzar una cafetería cercana antes de ser cazado. Por tanto, Carlos echa a andar por el descampado cuando todavía el niño no ha terminado de atravesarlo, y durante dos minutos ambos son los únicos caminantes de ese terreno encharcado, un adulto y un niño que caminan a similar velocidad, separados por menos de medio kilómetro. Cuando el que va primero llega a la acera, gira levemente la cabeza, y ese gesto hace que el que camina detrás se frene, y ahí queda, detenido en mitad de la parcela baldía, en un espacio que escenifica como pocos la vulnerabilidad para quien hasta este momento escogía la protección de la caseta de obra, la esquina, el coche con los seguros cerrados, la ventana de casa desde donde ver el parque. Mira un instante hacia atrás, para comprobar que no hay nadie más en los alrededores, incluso ahora duda de si la cafetería que había situado como posible refugio no estará en realidad cerrada. Cuando vuelve a mirar en dirección al niño, éste ya ha desaparecido tras la primera esquina. Carlos permanece todavía unos segundos quieto, valorando la situación. Piensa que si no se da prisa, si no corre, lo perderá. Pero cabe la posibilidad de que al girar la cabeza le haya visto, o más que verle, cosa evidente pues era perfectamente visible en tanto que paseante solitario del descampado, la posibilidad de que le haya reconocido, y que ahora le esté esperando, oculto en el primer portal, para caer sobre él, que además llegará agotado por la carrera necesaria para no perderlo de vista. Puede por tanto darse la vuelta y regresar por donde ha venido, pero quién sabe si no dará comienzo así a una nueva persecución, invirtiendo los términos, y si será capaz de alcanzar la cafetería, caso de que esté abierta.
Por la acera del edificio tras cuya esquina ha desaparecido el niño avanzan ahora dos personas, un hombre y una mujer tomados del brazo, y su presencia tranquiliza algo a Carlos, más por su condición de testigos que porque espere ayuda alguna de ellos en caso de ser agredido. Por la esquina aparece ahora también un coche, que maniobra para aparcar, y todas estas presencias dan confianza a Carlos, que echa a andar, a paso ligero, casi corriendo. Cuando llega a la esquina todavía ve al niño a lo lejos, hacia delante en la misma calle, pues ha seguido caminando en línea recta, sin hacer nuevos giros que le habrían ocultado. Como esta nueva calle tiene bastante más vida, con varios comercios y un camión de limpieza con dos operarios que barren la calle, Carlos decide no esconderse tanto, y camina como un vecino más, a paso normal, abandona el juego de las esquinas, que le hacía sospechoso a quien pudiera verle, y a cambio adopta el ademán confiado del que sabe a dónde va, del que conoce las calles y tiene un destino elegido, más o menos la misma actitud que muestra el niño, que continúa su paso decidido por calles que demuestra conocer bien, aunque no tan rápido ya, incluso se detiene en algún escaparate para observar algo de su interés. Así avanzan durante diez minutos, los dos a buen paso, separados siempre por más de doscientos metros, pero ahora el niño no abandona la línea recta, recorre la acera izquierda de una calle larga, no gira en ninguna esquina, de forma que puede seguirlo con comodidad. Caminan por una zona que Carlos nunca ha pisado, muy próxima a su casa pero totalmente desconocida, pues en realidad, admite ahora, apenas conoce su propio barrio, más allá de las inmediaciones de su casa, el trayecto hasta el instituto, la incorporación a la autopista, el centro comercial, y las tres o cuatro calles que concentran los principales comercios y los servicios administrativos. Nunca ha tenido motivo alguno para recorrer otras zonas del distrito, ni siquiera curiosidad, y a cambio sí tenía razones para evitar algunas barriadas, llevado por el mismo prejuicio con que sus vecinos, en las reuniones de propietarios, se referían a calles como ésta que ahora transita, caracterizadas como peligrosas, inseguras, y como tales evitables. Prejuicios infundados, o poco fundados, piensa, pues ahora que la recorre no le parece tan terrible, no al menos tan terrible como la describen los comentarios que ha oído repetidamente desde que vive en esta parte de la ciudad, así como los escritos fotocopiados que los vecinos más activos colocan en las paradas de autobús convocando a movilizaciones, denunciando todo tipo de prácticas delictivas, y exigiendo más presencia policial. Ésta que Carlos ve por primera vez es una calle como tantas otras que sí conoce del barrio, con comercios similares y gente que pasea, que hace compras, que regresa del trabajo. Es cierto, acepta, que las construcciones son de peor calidad, bloques de cuatro plantas sin ascensor, con fachadas que no han conocido una limpieza en décadas, ropa tendida al exterior y terrazas convertidas en trasteros como prueba del reducido tamaño de las viviendas. También observa que los coches aparcados, la mayoría al menos, son de menor cilindrada, más viejos, o más gastados, e incluso ha visto ya, en el tramo de calle que ha recorrido hasta ahora, un par de vehículos abandonados, medio desguazados. Podría decirse incluso, piensa, que las calles están más sucias que donde él vive, las paredes más llenas de pintadas, las aceras más desconchadas, los alcorques sin árboles. En cuanto a la gente, piensa mientras sigue observando al niño que camina por delante, es algo distinta a sus vecinos, pero tampoco demasiado, y habría que fijarse en detalles para adivinar su extracción social y su situación económica, observar la calidad de sus ropas, sus zapatos, relojes y bisuterías, atender a sus dientes y otros indicadores de salud, detalles que él no puede apreciar a la velocidad a que camina. Hay, eso sí, más extranjeros, más negros, más árabes, más sudamericanos, más orientales, pero todos se muestran tranquilos y laboriosos, descargan camiones de reparto y limpian escaparates, y parecen también educados, se apartan a un lado para dejarle paso cuando le ven caminar con prisa, y se muestran indiferentes a su presencia.
La avenida termina en una rotonda, y el niño la atraviesa en diagonal para buscar un parque colindante, un pequeño jardín descuidado, un pedazo de terreno sin uso al que han colocado columpios y bancos pero que no tiene césped ni apenas vegetación. El chico cruza el parque por su zona más ancha, y Carlos continúa su paso, sin frenarse ni buscar parapeto, sintiéndose seguro todavía por la proximidad de la calle que ha dejado a su espalda, llena de comercios donde refugiarse y de gente a la que pedir ayuda en caso de que fuera necesario. Su confianza sólo se ve mermada cada vez que el niño gira la cabeza, gesto que ha hecho un par de veces en el último minuto, al cruzar la rotonda y al incorporarse al parque, aunque nada en él, ni su expresión ni su paso invariable, indican que haya reconocido a su perseguidor. En el centro del parque, sentados en el respaldo de un banco, hay tres adolescentes con un litro de cerveza. El niño se detiene un instante junto a ellos, los saluda e intercambia unas pocas frases, y Carlos los observa semioculto tras un matorral que no ha conocido poda en años. El chico se despide y continúa su paso, y Carlos no cree haber visto ninguna señal que apuntase en su dirección, pero aun así evita seguir el mismo y abre su trayectoria hacia el exterior del parque, elige otro sendero para no pasar junto al banco en el que han quedado los tres adolescentes, a los que no pierde de vista, como si en cualquier momento fuesen a incorporarse y, siguiendo alguna instrucción dejada por el otro, se lanzasen sobre él. Nada de eso ocurre, y cuando Carlos llega a la acera los chicos siguen en el banco, parecen ajenos a su presencia.
Por su parte el niño, al terminar el parque, ha elegido una calle de un solo carril que se adentra en otra zona del barrio igualmente desconocida para Carlos, y en la que éste aprecia algunas diferencias respecto a la calle por la que venía caminando hasta llegar al parque, diferencias tan evidentes que ahora duda de si la zona evitable de la que siempre hablan sus vecinos, bien conocida de la crónica de sucesos, y por la que protestan en manifestaciones periódicas, es la que ha cruzado en los últimos minutos, o más bien ésta que ahora recorre por primera vez. Los edificios, que ya en el último tramo de la calle anterior se veían más deteriorados, pasan a ser ahora no ya de mala calidad, sino más bien ese tipo de construcción provisional, o que inicialmente es de carácter provisional pero que acaba tomando la condición de definitiva por dejadez de la administración responsable. Edificios de dos plantas, de escasa altura, con las ventanas y balcones enrejados y todo tipo de soluciones arquitectónicas fruto de la inventiva y la necesidad de sus habitantes. Los pisos tienen puerta directamente a la calle, mediante galerías y distribuidores que unen unas viviendas con otras, y si bien algunas están muy cuidadas, llenas de macetas y jaulas de pájaros, otras muestran signos de abandono, cuando no parecen deshabitadas, carentes de cristales en las ventanas, o con éstas tapiadas. En los bajos hay comercios, pero muchos de ellos están cerrados, se diría que desde hace años, por el estado de destrozo de sus cierres y fachadas, y sus interiores desvalijados o, en algunos casos, reocupados como vivienda irregular. Los coches dejan espacio a viejas furgonetas que indican la ocupación probable de sus habitantes, vendedores ambulantes, transportistas, recuperadores de chatarra de cualquier tipo. Entre los habitantes parecen mayoría los gitanos, al menos entre los presentes a esa hora, muchos de ellos situados como curiosos en torno a un coche de la policía municipal, donde un agente conversa tranquilamente con un anciano al que parece explicar algo, mientras su compañero, dentro del coche, habla con el aparato de radio que le comunica con la central. Es esta presencia de la autoridad la que hace que Carlos no se dé la vuelta como le aconseja su instinto de protección, de manera que continúa su seguimiento al niño, que ya ha llegado al final de la calle y, ahora sí, gira hacia la izquierda, lo que obliga a Carlos a acelerar el paso, ante la posibilidad de que se meta en una casa y lo pierda de vista.
Al volver la esquina, sin embargo, ve cómo sigue caminando, no ha entrado en ninguna vivienda, y eso alivia a Carlos, pues mientras el muchacho siga andando no habrá que tomar decisiones, no habrá que arriesgar nada, podrían seguir caminando durante horas, siempre separados por doscientos o más metros, cruzar el barrio y la ciudad entera, pues caminar no implica nada, mientras que entrar en un portal significaría un hogar familiar, unos padres a los que Carlos se ha propuesto visitar, aunque el aspecto de las calles que ahora atraviesa le hace dudar de su propósito, no cree que vaya a encontrar unos padres muy comprensivos ante lo que él viene a contarles, a pedirles. Desde primera hora de la mañana, una vez que quedó acordado que Pablo no iría a clase, ha estado pensando qué decir, cómo abordar la cuestión, cómo presentarse. Ha imaginado que, completado el seguimiento, el niño acabaría llegando a su casa. A partir de ahí, no tiene muy claro si es mejor llamar a la puerta cuando esté dentro, o esperar a que vuelva a salir. En el primer caso, puede que fuese el propio niño el que abriese la puerta respondiendo al timbrazo, y al ver a Carlos se asustase al saberse localizado, se derrumbase ante la posibilidad de que sus padres supieran de sus andanzas, y ese susto bastase para poner fin a esta relación. Pero también, piensa Carlos, podría ocurrir que el niño estuviese solo en casa, o acompañado de algún hermano siempre dispuesto a ser cómplice, por solidaridad de sangre, o incluso que los padres no sólo no censurasen el comportamiento de su hijo sino que se confesasen orgullosos del mismo, e invitasen a Carlos a pasar a su casa para entre todos agredirle y extorsionarle, familia que delinque unida, un modelo que no había considerado en serio hasta ahora, cuando el ambiente de estas calles le hace temer cualquier tipo de reacción. En tal caso, piensa, lo aconsejable será limitarse a completar el seguimiento, y volver en otro momento, cuando el niño no esté, para hablar con los padres a solas, y en función de la actitud y la reacción de los progenitores, optar por la súplica o por la exigencia y la amenaza de acciones judiciales.
Todos estos posibles escenarios se disuelven cuando el niño llega al final de la calle y, sin haber entrado en ningún piso, cruza la calzada para atravesar una gran explanada de asfalto, a esa hora ocupada por algunos remolques. Al dejar la acera, en el gesto típico de mirar si viene algún coche, el niño detiene la vista un segundo en la parte de la calle por donde avanza Carlos, que de nuevo duda de su invisibilidad, si el niño le acaba de descubrir o si incluso ya le reconoció antes, cuando cruzaron el descampado o la rotonda o el parque, y si todo este tiempo no ha hecho más que jugar con él, llevarle hasta algún sitio en el que poner las cartas boca arriba, solo o acompañado por sus compinches, los habituales o aquéllos a los que saludó en el parque y a los que tal vez dio instrucciones, los citó aquí mismo, para entre todos ocuparse de ese perseguidor tenaz que viene espiando sus pasos desde el instituto. Así que Carlos decide que ya ha llegado demasiado lejos, que se ha expuesto más de lo aconsejable, y que no va a seguirle ni un metro más, que no piensa mostrarse en terreno abierto de nuevo, en ese aparcamiento despoblado, al otro lado del cual además no hay bloques de viviendas a los que dirigirse, pues a corta distancia el espacio queda cerrado por la autopista, y más acá sólo hay un edificio bajo, de dos plantas, de ladrillo rojo, cerrado con un muro coronado por alambre, con una bandera en la fachada principal, y sólo accesible por una puerta metálica a la que parece dirigirse el niño. Carlos permanece donde se detuvo, oculto tras una furgoneta, y ve cómo el muchacho en efecto llega hasta la entrada, llama a un interfono y espera unos segundos hasta que la puerta se abre.