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A veces lo piensa como un juego, un pasatiempo, o incluso un duelo en que los contendientes tienen que elegir el arma a utilizar. Se ha hecho la pregunta muchas veces, y le gustaría preguntárselo a otras personas, a Sara, a sus compañeros de trabajo, a su familia, a su hijo, para comparar los miedos de unos y otros. Se trataría de averiguar a qué armas tememos más. De forma más clara: si pudieras elegir, si tu agresor, antes de dañarte, te diera la oportunidad de elegir, con qué arma preferirías ser herido. O dándole la vuelta a la cuestión: si entre el repertorio de herramientas para tu dolor te dejase eliminar una, dejar una de ellas fuera del maletín con la promesa de que no será utilizada, cuál excluirías. En efecto, se trata de preguntas que uno no puede hacer a su mujer ni a su hijo, ni a sus amigos al final de la cena, en la sobremesa, mientras esperan los cafés: escuchad, quiero preguntaros algo, qué armas os asustan más y cuáles menos, con cuáles preferiríais ser atacados, y con cuáles nunca. Los amigos sonríen, Sara se revuelve incómoda, vaya pregunta. Él tiene su respuesta, y le gustaría compararla con la de los demás, aunque eso presupone que alguna vez se hayan hecho a sí mismos ese tipo de preguntas. Pero incluso aunque no la hayan formulado como tal, todos tenemos preferencias y miedos mayores. Él incluso está convencido de que los resultados serían muy similares si se hiciese una encuesta sobre las armas y el temor que provocan, pues en eso, como en otras cosas, hay temores culturales.
Intenta hacer su propio ranking, clasificarlas según le dan más o menos miedo. Las piensa aplicadas sobre su cuerpo. No es fácil privilegiar unas sobre otras, pero las armas blancas destacan en primer lugar. El filo cortante. La navaja, sobre todo, cargada de miedo transmitido, cultural. El barbero que degüella al cliente traicionado. El ojo del perro andaluz. El gesto amenazante de quien afila una navaja con la correa. La herida distraída del que se afeita ante el espejo. Navajas de todos los tamaños y formas. Brillantes o sucias, adornadas o rústicas. Para reyertas o para rebanar el cuello desde atrás, por sorpresa, el gesto común de agarrar a la víctima colocándole la mano en la frente para inmovilizarlo, y cruzar el arma frente a su rostro para hacer el recorrido horizontal, de lado a lado del cuello, mientras patalea.
Los cuchillos también, claro. No tanto los machetes ni los de caza, por desgarradores que resulten. Sobre todo los cuchillos vulgares, de cocina, los que el atacado busca a tientas por el fregadero hasta que lo encuentra y lo clava en su atacante. Cuchillos pequeños, de mondar patatas, de partir limones, y que hemos visto en la ficción clavados en el cuello, en el pecho, en un ojo, en la mano inmovilizada sobre la mesa. Cuchillos grandes capaces de cortar un pulgar a la japonesa, de seccionar el pene del maltratador mientras duerme, de abrir el estómago para la muerte lenta y dolorosa. Esos enormes cuchillos que manejan los carniceros, que trituran cartílagos y hasta huesos; y los pescaderos, finos filetes, la piel que sale de un tirón haciendo el corte en el sitio adecuado. Durante años compró pescado en un puesto del mercado cuyo propietario presentaba tres pequeños muñones en la mano izquierda, recuerdo de tres heridas sucesivas o tal vez de un solo descuido que de una cuchillada se llevó los tres dedos, corte limpio que deja a la vista el anillo de la carne y el hueso en el centro, el rostro espantado de los clientes, el grito del herido, grito más de estupor que de dolor todavía. El hombre trabajaba con su mano mutilada, sujetaba la pieza con los dos dedos que todavía conservaba, pero la pinza no era muy firme, sólo tenía un meñique y el anular, así que hacía presión con la palma para que no se escurriese el tronco del pez, y con la otra mano acercaba el cuchillo, sin mucho cuidado, como si ya no le importase perder más dedos, como si incluso desease perder de una vez esos dos dedos inútiles que se resistían a dejar limpio un muñón al que poder colocar una prótesis completa, una vez perdidos los dedos se puede cortar el resto de la mano, más arriba, hasta el codo, para colocar un brazo artificial, y Carlos, horrorizado, mientras esperaba su turno se imaginaba al pescadero operándose él mismo, allí, en el puesto, con el mismo cuchillo, cortando no de una vez el antebrazo entero, sino por partes, en rodajas, como si arreglase una merluza, primero el dedo meñique, luego el anular, después la mano, a continuación medio antebrazo, y por fin la pieza entera desde el codo, sin gritar, tranquilamente, canturreando o haciendo un comentario gracioso para la clientela, pura rutina. Pese a que su imaginación se esforzaba por pintarle visiones espantosas, él siguió comprando en ese puesto, prueba una vez más del carácter magnético del horror, repulsión y atracción como las dos caras de un mismo sentimiento.
Entre las armas blancas no incluye las espadas, claro, ya no. Piensa que ése tal vez fuera un miedo siglos atrás, cuando uno podía temer ser ensartado o amputado de un mandoble, aunque quizás tampoco entonces asustaban mucho, su uso extendido las volvía comunes, templaba el ánimo. Todos los ciudadanos eran en algún momento soldados, y tenían que luchar con ella, sin miedo a ser heridos ni a herir, no al menos suficiente miedo, no el que tendríamos ahora si nos obligasen a pelear con estas armas. Golpes de espada que seccionaban miembros, que reventaban cráneos, que atravesaban troncos de lado a lado. Batallas nada románticas, de épica sucia, donde los heridos quedaban mutilados, desfigurados, se desangraban durante horas, los cortes se pudrían y se volvían carroña en el campo de batalla para alimento de los perros y las aves. Hoy los soldados se han acostumbrado a la distancia, ignoran el cuerpo a cuerpo, y la lejanía de las luchas con espada las mitifican, las embellecen. El cine las falsea en duelos de bailarines, combates largos y armónicos, la habilidad de los espadachines que se giran y detienen el golpe de espada con su hierro en horizontal, de vez en cuando un rasguño, más en la ropa que en la carne, y finalmente una muerte instantánea, indolora, la hoja hundida en el abdomen y apenas unas palabras en agonía. En realidad los choques en el campo de batalla duraban segundos, se lanzaban unos contra otros y el primero en ser alcanzado caía destrozado, a veces se herían los dos a la vez, o varios soldados de un mismo mandoble, en el tumulto alguna espada se retrasaba para el impulso y alcanzaba fortuitamente la oreja de un enemigo o de un compañero a la espalda.
Junto a cuchillos y navajas, entre las armas blancas le horrorizan las casuales, las herramientas ordinarias que en mano asesina se convierten en instrumentos de dolor. En realidad, piensa, salvo las excepciones visibles en los decomisos policiales, todas las armas blancas son casuales, no fabricadas para el uso que acaban teniendo, así los inocentes cuchillos de cocina que en su casa evita dejar a la vista por la noche, pues serían de inmediato escogidos por el intruso nocturno. Pero si piensa en armas blancas casuales se refiere a otras, menos destinadas si cabe para el dolor. El destornillador, por supuesto, que no corta pero sí clava, tan delgado para concentrar toda la fuerza en la punta estrellada que avanza fácil por la carne, que desgarra a su paso la piel y los músculos, el destornillador que busca el rostro, la boca, el ojo, el cuello. La hoja de afeitar, a continuación. La pequeña hoja de borde moldeado, que corta sólo con rozarla cuando intentas sujetarla, la pequeña hoja que se suele adjudicar al sádico para que torture trazando muescas por todo el cuerpo inmovilizado, para que la aplique en la lengua, en la oreja, en la vagina, en las partes más blandas del cuerpo. El tenedor también, habría que incluir el tenedor, sacado de alguna película que no recuerda y en la que era clavado en una mano sobre el mantel, en un muslo bajo la mesa, platos y vasos que caen al suelo cuando el agredido salta de dolor. Las tijeras, qué espanto, mejor no hablar de ellas, de sus muchas aplicaciones, su ambivalencia, se pueden clavar y son capaces de cortar cualquier cosa carnosa. Podría añadir muchas otras herramientas, están en los talleres y maletines de todos esos oficios que parecen predestinados al crimen: los ya citados carniceros y pescaderos, pero también carpinteros armados de todo tipo de sierras y clavos; leñadores con hachas que buscan la decapitación o el cráneo partido en dos; jardineros que pueden podar una mano con la misma facilidad que una rama de castaño; cristaleros. Porque están también los cristales, el trozo de ventana rota que se envuelve con un trapo para ser empuñado como cuchillo improvisado, la botella tomada por el cuello y partida contra la mesa, lista para la reyerta de bar.
Tras las armas blancas, aparecen en su listado las contundentes, las utilizadas para golpear. Y ahí vale todo, no hay límites para su espanto. Martillos, mazas, bates, barras, patas de mesa, leños, porras, llaves inglesas, botellas, extintores, cualquier cosa que pueda ser empuñada y que astilla la nuca, hunde la frente, fractura la nariz, arranca dientes. También las arrojadizas. Las piedras, con el prestigio de ser las armas más antiguas. De niño huía de las peleas a pedradas a las que eran tan aficionados sus compañeros de clase, que volvían llorando con la coronilla abierta. La categoría de arrojadizos no tendría fin: ceniceros, monedas, objetos decorativos, sillas, adoquines, y cualquier otro objeto que pueda levantarse del suelo y lanzarse con impulso.
Entre las armas contundentes no olvida incluir la principal, la más vieja, anterior incluso a las piedras: la mano, en todas sus variantes: abierta para la bofetada, cerrada para el puñetazo, concentrada en un dedo que se clava y hurga, extendida en uñas que rasgan la piel, aplicada con dos o más dedos en pinza y pellizco, apretada para retorcer, asociada a la otra mano para apretar cuellos hasta estrangularlos. El agresor desarmado nunca es tal, siempre va provisto de ese par de armas fiables, inagotables, que no pierden el filo ni necesitan ser recargadas, que pasan desapercibidas en los controles, y que son capaces de todo, de romper una mejilla, hacer saltar los dientes, arrancar una lengua, sacar un ojo, descolgar una mandíbula, partir un hombro, quebrar un brazo o varios dedos con poco esfuerzo. Aplicando tal enseñanza, debería sentirse él mismo armado para su defensa, pero no cree que sus manos sean capaces de nada, ni siquiera de sujetar el arma atacante o desviar el golpe, en situación de peligro serían incluso un estorbo, más centímetros de piel, carne, hueso y uña de los que extraer dolor.
¿Y las armas de fuego? Pues no. Desde el momento en que la muerte no es su primera preocupación, no teme a las armas de fuego, que además considera más improbables que el resto. Y no porque las considere indoloras. Confundidos por el engaño cinematográfico, solemos creer que un disparo no duele, o que duele mucho menos que una cuchillada. En las películas los heridos caen fulminados, pierden la conciencia o incluso la vida con un solo disparo, da lo mismo en qué parte del cuerpo les alcance. Él sabe que la realidad es otra, que una bala no deja de ser una cuchillada rápida y profunda, que a su paso quema cuanto encuentra, piel, músculo, órganos, huesos, nervios, todos ellos terminales de dolor. Sabe también que sólo los disparos a la cabeza provocan el desmayo instantáneo, y no siempre, y que los heridos de bala gritan de dolor cuando son llevados en volandas. Y sin embargo, no teme tanto a una pistola o una escopeta, aunque ese miedo menor seguramente se deba a la poca familiaridad con ellas, estamos habituados a ver cuchillos y martillos, pero raramente vemos de cerca un arma de fuego. Sin embargo, una vez tuvo en la mano una de ellas. Sólo una vez. Su cuñado, el marido de la hermana de Sara, es policía local, y como tal va armado. Además del arma reglamentaria tiene una segunda pistola, para defensa personal, que guarda en casa, aunque a veces la lleva en la guantera del coche, o incluso en la sobaquera cuando viste de paisano, pues se siente amenazado, y sus temores sí tienen fundamento, son reales, más que los de Carlos, cuando uno es policía se crea muchos enemigos que después tal vez te encuentres en la cola del supermercado, en el aparcamiento, en un callejón de noche. En una ocasión, en la sobremesa de una comida familiar, un primo gracioso quiso ver la pistola, nunca había visto una de verdad, pidió que la sacase, y el cuñado no se hizo de rogar, fue al dormitorio y volvió con ella. La puso sobre la mesa sin sacarla de la funda. Su mujer le hizo un reproche, pero él la tranquilizó asegurándole que la había descargado, que no tenía balas. Aun así, aquel arma sobre la mesa, en el centro del grupo familiar, contagió a todos un silencio a ratos asustado y a ratos reverencial. Ahí estaba, era ella, la pistola. Tantos años de ver armas ficticias, de juguete o de película, y cuando por fin veían una de verdad se sentían tan importantes como sobrecogidos, acaso emocionados. El cuñado la sacó de la funda, retrasando sus movimientos, solemnizando la operación para aumentar la impresión de los espectadores. La tomó por el cañón y dirigió la culata al primo simpático que la había pedido. Se la ofreció. Anda, cógela. El primo dudó, inició una disculpa: no hace falta, si yo sólo quería verla. El cuñado, cuyo humor impertinente era bien conocido entre todos los presentes, arrojó la pistola sobre el regazo del familiar, y ese instante en que el arma voló de la mano propietaria al regazo asustado hizo que varios de los presentes abriesen la boca, algunos incluso para chillar. Que no muerde, cógela. El primo, por fin, la tomó, casi más con asco que con temor. Tras unos segundos de no saber qué hacer con ella, cómo mirarla, acabó por empuñarla, con pulso apenas firme, y sólo acertó a decir: pesa más de lo que creía. Y la soltó sobre la mesa. El cuñado, que se sabía rey de la fiesta y no podía dejar pasar la oportunidad, ofreció el arma a todos los presentes, uno por uno, para que la cogiesen y venerasen. Algunos la tomaron ligera, otros la cogieron con repugnancia, y dos mujeres se libraron del juego exagerando su horror ante aquel arma que todos sabían mortífera y peligrosa, sobre todo peligrosa, pues por mucho que se insistiera en que estaba descargada todos tenían en el recuerdo esos estúpidos accidentes de cazadores mientras limpian la escopeta que creían sin munición, nadie sabía cómo era una recámara pero la imaginaban como un escondite, un doble fondo donde las balas traicioneras esperan su momento. No tengáis miedo, decía el cuñado, que sólo es un trozo de metal, no puede hacer nada ella sola, es verdad que nos creemos que tienen vida propia, que se disparan solas, y hasta nos referimos a ellas como si fuesen personas, hablan las armas, callan las armas; sabíais que el hueco del cañón se llama ánima, preguntó sonriente, sí, ánima, como el alma de los hombres, qué os parece. La rueda de los que empuñaban el arma llegó hasta Carlos, que no había podido escapar de la habitación porque para salir debía obligar a que varios se levantasen. El cuñado le ofreció la pistola y Carlos no esperó, la cogió a la primera, porque sabía que toda resistencia no haría sino estimular la crueldad de su cuñado, conocido por sus bromas humillantes en reuniones familiares. La tomó sólo un par de segundos, ni siquiera puso el dedo en el gatillo, la sopesó, y la devolvió, pero todavía recuerda la energía que aquel trozo de metal desprendía, sucia de muerte.