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Aprendemos a tener miedo. Existe toda una pedagogía que desde el nacimiento nos enseña a qué debemos temer. Hay miedos heredados, claro, inscritos en la información genética tras milenios de evolución, como los polluelos que al salir del cascarón ya saben distinguir el graznido de alerta, o los renacuajos que reconocen y evitan el hábitat de su predador antes de haber sufrido su ataque. En efecto, hay temores que parecen innatos, por ejemplo la oscuridad, un ruido fuerte, una luz cegadora, un rostro furioso que provoca el llanto del bebé. Hay otros de transmisión cultural, asimilados, como memes que todos compartimos, que a todos inquietan por igual: ser encerrados, nadar en aguas profundas, ciertos animales de mala reputación, algunos insectos y reptiles, y muchos de los lugares del miedo en la ciudad y en el campo. Hay miedos atávicos, históricos, que acompañan al hombre desde hace milenios. Hay cosas que ya no dan miedo, que lo dieron antes, a generaciones pasadas. Hay miedos nuevos, aunque tan arraigados que parecieran haber estado siempre ahí. Pero la mayor parte de nuestros miedos, aquéllos que nos acompañarán de por vida, son resultado de un proceso educativo, los aprendemos.

Carlos encuentra la mejor explicación en un cuento clásico: Juan sin miedo. El protagonista del relato, el pequeño Juan, no ha experimentado nunca el miedo, no sabe lo que es, no se asusta ante los fantasmas y amenazas que hacen huir a sus vecinos. Juan quiere saber qué es el miedo, y pide que se lo enseñen. Quiere, en efecto, aprender a temer, como su medroso hermano. Tal sería el caso de alguien que hubiese pasado toda su vida aislado, sin recibir información alguna, y cuyos miedos serían escasos, los básicos, los innatos ya comentados. A diferencia del protagonista del cuento, Carlos sí sabe lo que es el miedo, ha aprendido a tenerlo, ha recibido desde su infancia todo tipo de estímulos que han terminado por configurar su personalidad y enseñarle a qué debe temer. Algunos de esos miedos le permiten tomar precauciones, evitar situaciones de riesgo; pero otros le parecen exagerados, desproporcionados, por lo que supone que en su aprendizaje ha habido errores.

Su educación miedosa comenzó en la niñez, como la de todos, como la de Pablo. Piensa que los cuentos infantiles son una de las principales herramientas pedagógicas en esos años en lo que a miedos se refiere. Hay otras, claro: noticias que un niño no debería conocer, un fragmento de película entrevisto por descuido de los adultos responsables. Y hay también, piensa, un ambiente familiar en el que se transmiten los temores de padres a hijos, ese exceso de celo protector que hace que el hijo perciba el mundo como un lugar peligroso para caminar solo. Pero lo esencial en ese momento tal vez sean los cuentos, clásicos o nuevos, inventados o de autor, orales, leídos o adaptados al cine. Una versión infantil del mundo que actúa como transmisor de ideología y moral, que educa en determinados valores, que muestra como natural la forma de sociedad que habitamos, que nos construye una visión de la realidad nada inocente. Y de la misma forma que los cuentos infantiles perpetúan estereotipos y esquemas de interpretación, y nos hacen creer que el bien siempre triunfa, que el amor todo lo puede, que no hay barreras sociales infranqueables pues basta un golpe de suerte, un poco de magia o una demostración de audacia para que un sastrecillo se convierta en rey o una campesina en princesa; de la misma forma que los cuentos nos hacen sentir ternura por unos animales y aversión hacia otros, también nos construyen el miedo, actúan como ilustración de normas de comportamiento, reglas de supervivencia. No hables con desconocidos, por ejemplo, desconfía de los extraños, pues sus intenciones pueden ser aviesas: el simpático lobo que asalta a la niña en el bosque y cuya sonrisa disimula su propósito de devorarla; la viejecita que ofrece una sabrosa manzana a la que antes inyectó veneno; el vecino bonachón que promete una deliciosa merienda en su castillo de cuya mazmorra ningún niño sale jamás. Si llaman a la puerta y estás solo en casa, no abras bajo ningún concepto, y no te fíes de la voz dulce ni de la patita blanca y suave mostrada bajo la puerta. Obedece, cumple las reglas, cómetelo todo, no mientas, que a los niños malos se los lleva el coco, el hombre del saco, la bruja. Con toda claridad lo refleja la moraleja que Perrault coloca al final de la historia de Caperucita: «Aquí se ve que los niños, sobre todo las niñas, bonitas y gentiles, hacen mal en escuchar a toda clase de gentes, y no es extraño que haya a quienes se come el lobo. Los hay de carácter afable, sin ruido, sin hiel y sin fiereza, que afectuosos, complacientes y dulces, siguen a las jóvenes, hasta las mismas casas y ellas lo saben, ay, que esos melosos lobos son los más peligrosos de todos».

Tales enseñanzas, que en la infancia tienen un sentido instructivo a modo de lección a seguir, perviven en la edad adulta, adaptadas. La desconfianza ante los desconocidos, el miedo al extraño, al mundo exterior como una amenaza, no desaparece jamás, y las calles oscuras nos devuelven siempre a aquel bosque con lobo, de la misma forma que el último pederasta, el secuestrador de niños, es la enésima reencarnación del ogro que recorre las aldeas raptando chiquillos para luego devorarlos en su cueva; y a su vez el enfermo que se hace pasar por jovencita en un foro de Internet para concertar una cita con su próxima víctima es aquel lobo que engañaba a los inocentes cabritillos haciéndose pasar por su madre. Según crecemos, la educación del miedo continúa, aunque los materiales empleados serán otros: todo tipo de historias, reales o ficticias, que escucharemos, leeremos o veremos a lo largo de nuestra vida; noticias, relatos personales, ficciones literarias y cinematográficas, rumores, leyendas o pesadillas, que harán más grande el edificio de nuestro temor, pues cada nuevo ladrillo se coloca sobre los anteriores, los miedos son acumulativos, los viejos nunca desaparecen.