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Entre los miedos como potencial víctima, hay uno que Carlos no tiene, por motivos que cree obvios: el miedo a ser violado. De tal manera es ajeno a ese temor que hasta ahora ni siquiera había pensado en ello. Es un miedo de mujeres, piensa, sin poner en sus palabras ningún desprecio ni superioridad, tan sólo constatando una realidad estadística. Aunque también sabe de hombres secuestrados o narcotizados que amanecen en un solar con el culo destrozado, ése pertenece a otro tipo de temores, él lo comparte, pero ahora está pensando en el miedo a ser violada, una inquietud muy concreta, muy conocida, uno o varios hombres que atacan a una mujer y que no atacarían a un hombre, no de esa manera, no con ese objetivo. Es un miedo muy extendido, de fuerte base cultural, histórico, heredado de las sucesivas guerras durante siglos, cuando la caída de una ciudad implicaba la posesión de las mujeres por parte de los sitiadores, y tiene ese componente vengativo, de quien al penetrar a una mujer cree estar follándose a la parte más vulnerable del enemigo, o al género femenino en su conjunto. Intenta pensar qué se siente, cómo se experimenta. No intenta pensar qué se siente al ser violada, claro que no. Se conforma con conocer qué se siente cuando se tiene miedo a ser violada. Dedica un par de días a pensar en ello. Es un miedo muy definido, de perfiles nítidos, con sus códigos, su espacio, su lenguaje, su rutina. Principalmente nocturno, cree, una mayoría de violaciones se producen en la noche, donde los testigos son menos y el socorro a la víctima es más improbable.

Sus lugares son numerosos pero delimitados, bien conocidos, previsibles y por tanto evitables; todos esos espacios en que una mujer sola no debe demorarse, y menos detenerse a hablar con el lobo de aspecto simpático que se ganará su confianza para luego comérsela. Los garajes, por ejemplo, donde se puede elegir el interior mullido de un coche, o el suelo rasposo y encharcado entre dos vehículos, tras una esquina y a una hora en la que ya no entrará nadie. Los parques, claro. El césped, seco en verano, escarchado el resto del año, la humedad que hiela la carne. La oficina desierta, cuando se han marchado todos los compañeros menos uno, ése, precisamente ése. Las carreteras secundarias y pistas forestales, en su versión secuestro, obligada a subir a un vehículo que se detendrá en un lugar apartado, las luces apagadas, la incomodidad de los asientos y la palanca de cambios. Los portales, los ángulos muertos de los zaguanes, el hueco de la escalera, el tramo que baja a los trasteros, el descansillo entre plantas, el ascensor detenido y que nadie llama a esas horas. La propia casa, piensa. El intruso que se hace pasar por vendedor o técnico reparador de cualquier empresa suministradora, que franquea la puerta del hogar con la confianza de una sonrisa y unas palabras educadas, y que podrá ser el rey de la casa durante unos minutos, elegir el lugar más cómodo, la cama, la mesa del comedor, el sofá, la alfombra, y hasta asearse y beber un vaso de agua antes de salir sin prisa por la puerta.

Hay veces en que la violación incluye el asesinato, pero no cree que eso sea determinante en el miedo a ser violada. Tampoco los golpes ni los cortes con la navaja que amenaza, aunque sabe que algunos violadores son especialmente brutales, no se conforman con la cópula forzada sino que incluyen ensañamiento en otras partes del cuerpo, hombres desequilibrados y acomplejados que odian a las mujeres, un historial de fracasos y rechazos que les lleva a pagar sobre cualquier mujer un odio genérico, universal. Recuerda, cómo olvidarlo, un suceso terrible de hace unos años, leído en la prensa: un soldado de permiso —y al pensar en alguien así, «soldado de permiso», ve un vínculo con la figura del violador, como si respondiese a uno de los tipos habituales, el soldado que aúna la abstinencia prolongada, la brutalidad ambiental en que se mueve, las humillaciones cuarteleras acumuladas, la impunidad que equivocadamente cree disfrutar, la tradición bélica de recompensa carnal—; un soldado que no sólo violó a una joven, sino que la machacó a golpes y le sacó los ojos para abandonarla, destrozada y ciega, en un descampado. Recuerda otros sucesos truculentos, que a la violación sumaban la paliza, la humillación: una pareja de delincuentes, en una urbanización playera no recuerda dónde, que recogían mujeres solas en las paradas de autobús de las afueras y las llevaban obligadas a un pinar donde eran torturadas durante horas, turnándose, uno descansaba mientras el otro continuaba penetrándola, golpeándola, mordiéndola; o aquella pandilla, que no supo bien si era leyenda urbana o suceso cierto, y que asaltaban a las parejas que buscaban intimidad en el parque, obligaban al novio a presenciar la violación grupal de su pareja, o incluso usaban el cuerpo de él como colchón. Relatos que, supone, han construido el miedo cierto que muchas mujeres sufren cuando caminan solas de noche; relatos que se unen a las numerosas representaciones que desde la ficción contribuyen a extender y reforzar el temor, esas películas donde el violador suele ser un individuo repugnante, sucio, grasiento, sudoroso, gordo, que mientras destroza la vagina susurra al oído una mezcla de insultos y palabras dulces; como si tales atributos fuesen necesarios, como si un violador guapo, atlético y de buenos modales hiciese más soportable la agresión.

Pero insiste en pensar que el miedo a ser violada no incluye todos esos añadidos violentos y desagradables, no los necesita, es suficiente con el temor a ser penetrada a la fuerza, la carne dura que desgarra la resistencia de la otra carne no lubricada ni estimulada, el dolor que toda mujer ha sentido alguna vez en una penetración deseada pero mal encaminada, y que en su construcción mental del miedo sirve para ser multiplicada en el cálculo del posible daño. Para hacerse una idea de qué es una violación Carlos recuerda aquellas ocasiones en que la vagina de Sara está demasiado seca y sus intentos de penetración resultan dolorosos, para ella pero también para él, su glande se lastima contra una carne otras veces flexible y húmeda pero ahora rígida y áspera, y cómo la violación necesita un empellón, un desgarro, sangre. Y no sólo la penetración dolorosa: también todos esos elementos propios del amor, o cuanto menos de la relación sexual consentida, y que la violencia convierte en repugnantes: las caricias —tanto más repulsivas cuanto menos agresivas sean—, los besos obligados, la lengua, la saliva, los mordiscos, la voz susurrante, y finalmente la eyaculación, la semilla maldita, el reino íntimo conquistado, devastado y fecundado, la herida interminable sobre quien ya nunca podrá disfrutar un coito sin recuperar, en cada caricia, en cada penetración, la memoria dolorosa de aquel momento.

Piensa en todas estas cosas, y aun así no logra experimentar el miedo, no es suyo, se ve obligado a sentir miedo sin tenerlo, no ve un portal o un ascensor como una amenaza, al menos no de ese tipo. Tampoco, claro, se atreve a plantear el asunto con Sara, preguntarle si ella siente ese miedo, si lo ha tenido alguna vez, si lo tiene con frecuencia, si todos los días o esporádicamente, si hay algún tipo de señal o estímulo que se lo provoque, si lo siente cuando un desconocido la aborda por la calle, o la sigue unos metros, o la invita a una copa en un bar. Es un buen miedo, piensa Carlos. Un miedo protector, que invita a la prevención, a evitar situaciones de riesgo. Pero también es un miedo transversal, que se adhiere a todo tipo de situaciones. Es un miedo acumulativo sobre otros miedos. Piensa en los suyos, en los que sí tiene, y comprueba que en todos ellos cabe el añadido de la violación. Un robo con violencia que termina en violación. Unos asaltantes nocturnos que no sólo desvalijan la casa y dan una paliza a los durmientes, sino que violan a la madre y la hija. Una pandilla de jóvenes salvajes que tras patear el cuerpo deciden fecundarlo en grupo, uno detrás de otro. Un salteador de caminos que no sólo se lleva tu coche y tus pertenencias, sino que te invita a seguir el camino con él hasta el siguiente desvío en que completar la gracia. Y el gran miedo, claro, el día del estallido, la madre de todas las violencias, cuando los delincuentes habituales, unidos a los ciudadanos normales devenidos en bestias bajo circunstancias extraordinarias —una guerra, una insurrección, un terremoto—, se aburren de saqueos a supermercados e incendios, y se entregan a su diversión principal, la violación masiva, ese deporte propio de guerras, revueltas, motines y todo tipo de momentos de descivilización.