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Carlos tiene miedo. ¿A qué, a quién? A las noches, ya hemos visto: al asalto nocturno, el encapuchado violento que te golpea las piernas con un bate (las sábanas apenas amortiguan el golpe) y te condena al insomnio de por vida. Pero ése es un miedo muy esporádico, de ninguna manera continuo. No todas las noches teme, en realidad pocas noches se acuerda, sólo ocasionalmente, cuando alguna noticia alarmista (la detención de una banda especializada en robos a casas, el relato de la noche terrorífica de un matrimonio asaltado mientras dormía, el desvalijamiento de un piso en su misma calle) le hace considerar la vulnerabilidad de su hogar, resguardado por una cerradura convencional. Una vez se dejó la llave dentro y un vecino le abrió la puerta con una tarjeta de plástico, de forma limpia, rápida, sin saber que el gesto amistoso que le ahorraba doscientos euros de cerrajero a cambio servía para alimentar su sensación de inseguridad. Desde entonces, además del ocasional temor nocturno, cuando regresa a casa, sobre todo cuanto más prolongada haya sido su ausencia, fantasea con encontrar la puerta forzada y el interior saqueado. Pero no es ése su único miedo, ni siquiera el mayor. Carlos tiene otros. Algunos permanentes, otros puntuales, cíclicos. Algunos intensos y otros leves, todos tangentes, acumulables, soportables cada uno por separado, y que en realidad tienen una presencia continua pero secundaria, como un ruido de fondo con el que te acostumbras a vivir.
¿Podríamos decir que tiene miedo a la delincuencia? No exactamente. Es cierto que buena parte de sus temores pasan por ser atracado, asaltado, desvalijado; alguien que te toma del brazo al volver la esquina, alguien que se mete en tu coche por la puerta trasera cuando estás parado en el semáforo, alguien que llama a tu puerta y no consigues cerrar antes de que coloque el zapato entre la hoja y el marco. Pero lo de menos en esos supuestos es la sustracción, lo perdido, el dinero, el reloj, el vehículo. Lo importante es la navaja colocada en el costado, el brazo cerrado en torno al cuello, la patada a la puerta. De hecho, le atemoriza aún más imaginar situaciones en las que no hay billetera o coche robados, en que no existe esa motivación que, más que justificar el pinchazo o el golpe, lo delimitan, le ponen fin, todo acaba cuando el ladrón corre con su botín, cumplido su objetivo. Le da miedo cuando no hay tal objetivo, cuando es otro, o no existe, no es identificable. Aquellos casos en que los golpes no se detendrán ante un puñado de billetes o un número secreto de tarjeta de crédito, porque lo único que pueden, que quieren sacarte, es dolor.
Si tiene que ponerle nombre, lo llama «la violencia». Así, en extenso, con el artículo delante, casi en mayúscula. La violencia, más que los violentos, como algo que está por encima de sus ejercientes, como un aire podrido, una amenaza permanente, un monstruo cuya alimentación exige sacrificios frecuentes, una lotería a la que uno no elige jugar, que se disemina de mil formas cada día, mediante minúsculas fugas o grandes explosiones, y que a veces te pasa cerca, te roza, te alcanza. Le da miedo el atracador que no mide la proporcionalidad entre los medios empleados y el objetivo buscado, pero también le asusta el conductor que tras el choque fortuito de carrocerías se baja del coche con la vena del cuello hinchada y empuña una barra antirrobo. Le espanta la banda de asaltantes que entra en el dormitorio, pero tanto o más el adolescente que tras un roce callejero reafirma su lugar en la pandilla a costa de tus dientes. A partir de ahí, el listado es amplio, siempre creciente con nuevas aportaciones: miedo a las pandillas juveniles en caza nocturna, al vecino furioso que resuelve a puñetazos un desacuerdo de escalera, al malentendido callejero que concluye en linchamiento, al descerebrado que desahoga su propio temor sobre tus costillas, al abuso policial que comienza con una queja pacífica y termina con patadas en un pasillo de la comisaría, al bromista que no sabe cuándo deja de tener gracia, al portero de discoteca que oculta un machete bajo la camisa. Miedo a la calle, a los encuentros inciertos, a que en cualquier momento se rompa la desatención cortés que nos protege y aflore la agresividad. Miedo a los violentos, pero también a los miedosos cuyo temor les convierte a su vez en violentos.
El suyo no es un miedo paralizante, no le encierra en casa, no le condiciona la vida, no demasiado al menos. Es un miedo sostenido, pero de baja intensidad, que tal vez no se manifieste durante semanas, pero que se activa ante determinados estímulos: todo un catálogo de lugares, situaciones, tipos humanos, miradas, comportamientos, noticias o relatos que hacen que su miedo abandone su habitual condición de rescoldo, de ceniza humeante, y prenda con fuerza, como relámpago unas veces, como llama abrasadora otras. Y sobre todo, y tal vez esto sea lo peor, el suyo es un miedo consciente, propio de quien es capaz de pensar su propio miedo, analizarlo, cuestionarlo incluso, y sin embargo teme.