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Pasan las semanas y Carlos no vuelve a ver al niño. Sin embargo actúa todavía como si en cualquier momento fuese a reaparecer, apenas ha relajado las precauciones. Sigue acompañando a Pablo al instituto, a la entrada y a la salida, nunca olvida cerrar bien el coche cuando se sube, espera los segundos necesarios a que la puerta del garaje baje del todo antes de continuar, vigila por la ventana a los grupos de adolescentes que con la llegada del buen tiempo se multiplican por el parque, nunca abre la puerta sin mirar antes por la mirilla, y ha desarrollado una manera de caminar por la calle que ha acabado por aceptar como razonable: siempre lleva la vista avanzada unos metros por delante, cuando gira una esquina atiende a quienes se mueven por la nueva calle, aprovecha el reflejo de los escaparates para controlar su espalda, y cuando escucha pasos que se acercan a la carrera tiene la precaución de apartarse hacia un lado y tensar el cuerpo. Tal celo le ha conducido a otras formas de prudencia, añadidas, que aunque exigen concentración permanente a cambio le otorgan una ilusión de protección, tales como no utilizar cajeros automáticos que se encuentren fuera de las oficinas bancarias, llevar siempre en los bolsillos una cantidad de dinero mínima, escoger itinerarios concurridos y bien iluminados, y dejar el coche en el aparcamiento cubierto del centro comercial, lo más cerca posible del acceso a la tienda.
Además, ha convencido a Sara para buscar otro piso. A ella nunca le gustó el barrio, y él se esfuerza por mostrarle las ventajas de otras zonas residenciales más próximas a su lugar de trabajo, por lo que esperan mudarse antes de que acabe el año. Pablo está encantado con la posibilidad de cambiar de distrito y, por tanto, de centro de estudios, y por si necesitasen más argumentos, Carlos muestra cada noche a Sara los anuncios de compra y venta de viviendas para demostrarle lo rentable de la operación para el patrimonio familiar. Como sus días en el barrio parecen contados, ni Carlos ni Pablo se esfuerzan por ser parte del mismo, y aunque los días son más largos y la temperatura templada, raramente bajan al parque o a pasear, y sólo cuando Sara insiste acaban por salir, aunque imponen planes de ocio que conllevan traslados al centro de la ciudad o a otras zonas. Cuando regresa de trabajar, por la autopista de circunvalación, Carlos ve el polígono industrial al que no ha vuelto ni volverá, e igualmente contempla, a un lado de la carretera, el centro de menores al que tampoco tiene intención de acercarse.
Pasan las semanas y sigue esperando algún tipo de información, un suelto de sucesos en el periódico, una llamada del juzgado por la causa pendiente de aquella denuncia que puso en su momento, pero corren los días y no tiene noticia del niño. A veces piensa en llamar al centro de menores, y de forma anónima preguntar por él, pero no se atreve, ni sabe bien qué excusa utilizar, y sobre todo no sabe bien para qué, de qué le serviría saber si el niño está recluido, si lo han trasladado, si ha vuelto con sus padres o si está desaparecido. Observa con atención a quienes se aburren en el parque, y a cualquier adolescente que ve desde el coche, esperando reconocer al niño, y no sólo a él, también a sus compañeros de aquella noche, aunque tampoco recuerda bien sus rostros, y todos los chicos de esa edad se parecen entre sí, visten igual, se peinan de forma similar.
Lo más fácil, bien lo sabe, sería preguntar a su cuñado, llamarle por teléfono o aprovechar alguna comida familiar, pero no se atreve a sacar el tema ni sabe cómo provocar la conversación de forma indirecta. Además, no sabe si querría responderle, si le diría la verdad, y en tal caso, si realmente quiere conocerla. Ambos actúan como si nada hubiera ocurrido, y lo hacen con tanta facilidad que ni siquiera perciben su propio disimulo. Como otras veces, Carlos suple su desconocimiento con invención. Habitualmente, por ser la hipótesis más razonable pero también la más deseable, se convence de que nada grave sucedió, que el susto fue más violento de lo que él esperaba pero que fue sólo eso, un susto: imagina que aquella misma noche, tras abandonar el polígono, el policía condujo hasta alguna zona descampada donde completó el escarmiento: se puso de nuevo la capucha, abrió el maletero y sacó a tirones al niño, amoratado y exhausto, lo arrojó al suelo y, de forma convincente, le colocó la pistola en la cabeza y le amenazó con palabras duras, le advirtió de que aquello era sólo un aviso y que si volvía a molestar no habría nuevas oportunidades. Después lo dejó allí abandonado, dolorido, muerto de frío; el niño regresó caminando y lloroso al centro de menores, donde no quiso contar nada, y sus educadores asumieron que lo sucedido no era motivo de alarma en un chico conflictivo como él, seguramente no era la primera paliza que recibía. Siguiendo ese relato, el susto habría sido efectivo, y el niño habría optado por enderezar su vida, o al menos por no reincidir en un comportamiento que le había costado caro. Pero otras veces, cuando su imaginación trabaja con materiales más truculentos, imagina destinos muy diferentes, un vertedero donde enterrar un cadáver pequeño y que nadie reclamará, una trama de policías violentos y con doble vida que se aplican en limpiar las calles, una red de tráfico de menores o de órganos, todo tipo de posibilidades que sabe disparatadas, pero en las que se entretiene algunas tardes.
A su cuñado lo ha visto tres veces desde entonces, y ha hablado con él por teléfono muchas otras. Se diría que lo sucedido les ha unido como nunca, pues su relación se ha intensificado desde aquella noche en el polígono. El policía busca su compañía en los encuentros familiares, y él le corresponde, para que no piense que lo esquiva, y por supuesto le atiende al teléfono y le devuelve las llamadas. Lo sucedido les ha unido, en efecto, pues ahora el cuñado parece tener más confianza en él, recurre a su favor cuando lo necesita, ya sea para solicitarle un préstamo que promete devolverle pronto, o para pedirle una copia de las llaves de su casa, que dice necesitar algunas mañanas para un asunto del que por supuesto no quiere dar muchos detalles por los lazos familiares que unen a sus respectivas esposas. Peticiones que Carlos no sabe rechazar, y que mediante la acumulación de secretos unen más a los dos hombres, de forma que espera, sabe, que en el futuro las solicitudes, las peticiones, las exigencias, irán en aumento, pues ambos van sumando deudas, te debo una, te debo otra, en una contabilidad que Carlos no sabe si tendrá fin algún día, si la operación al final de la página dará cero. Todos tenemos cuentas pendientes, y ahora él tiene sus propias cuentas pendientes que ajustar.